Me enteré de la muerte de Carlo Bergonzi hace unos días, durante mis vacaciones por Sicilia –en las que por cierto descubrí, con agrado, que el recuerdo de Bellini sigue muy presente– sin una conexión decente a internet para poder actualizar el blog rindiéndole homenaje. Aunque ya han pasado varios días del deceso, no quiero dejar de recordarle con estas palabras, breves pero sinceras y llenas de admiración.
Cantante que podemos clasificar como lírico-spinto y formado inicialmente como barítono, Bergonzi ha sido el tenor verdiano por excelencia de los últimos cincuenta o sesenta años. Aun sin tener la voz más privilegiada en materia de brillo o agudo, demostró con creces cómo se puede llegar a lo más alto a base de estudio, inteligencia y gusto. Dominó como un maestro todos los resortes de eso que se
llama el acento verdiano, exhibiendo en todo momento un espléndido control del fiato que le permitía frasear con inigualable elegancia. Bergonzi ascendió a la fama cuando decaía el gran Di Stefano, al que se me ocurre considerar, salvando las distancias naturales que plantea la propia voz, como un cantante “inverso”: Pippo tuvo una de las más hermosas voces jamás recogidas en el disco; Bergonzi no tanto; Pippo experimentó una prematura y triste decadencia como consecuencia de una carrera y una forma de canto voluntariamente alocadas (recordemos eso que decía de que “la técnica no existe”). Bergonzi, en cambio, teniendo un instrumento menos privilegiado se mantuvo en buen estado vocal mucho más tiempo que él gracias precisamente a su estudio y técnica, que si bien le hacen, como algunos dicen, un intérprete “escolástico” un poco a la antigua –para mí esto, lejos de ser un defecto, es quizá el mayor halago que pueda hacerse a un tenor– han sido las herramientas de las que él se ha valido para hacernos disfrutar de su talento durante décadas.
llama el acento verdiano, exhibiendo en todo momento un espléndido control del fiato que le permitía frasear con inigualable elegancia. Bergonzi ascendió a la fama cuando decaía el gran Di Stefano, al que se me ocurre considerar, salvando las distancias naturales que plantea la propia voz, como un cantante “inverso”: Pippo tuvo una de las más hermosas voces jamás recogidas en el disco; Bergonzi no tanto; Pippo experimentó una prematura y triste decadencia como consecuencia de una carrera y una forma de canto voluntariamente alocadas (recordemos eso que decía de que “la técnica no existe”). Bergonzi, en cambio, teniendo un instrumento menos privilegiado se mantuvo en buen estado vocal mucho más tiempo que él gracias precisamente a su estudio y técnica, que si bien le hacen, como algunos dicen, un intérprete “escolástico” un poco a la antigua –para mí esto, lejos de ser un defecto, es quizá el mayor halago que pueda hacerse a un tenor– han sido las herramientas de las que él se ha valido para hacernos disfrutar de su talento durante décadas.
Nos quedan, naturalmente, sus grabaciones, que afortunadamente son abundantes. Los que amamos la ópera, los que amamos a Verdi, seguiremos escuchándolas y maravillándonos con su arte. Porque a través de ellas, Bergonzi ha alcanzado también una segunda inmortalidad, separada ya de la que supone la mera importancia histórica. Escuchando su voz grabada seguiremos admirando al gran cantante que él se esforzó en ser, siempre por el camino difícil del trabajo y rehuyendo de la facilidad efectista de las “trampas” vocales y los excesos con los que el verismo había impregnado el repertorio en el que se especializó. Y por supuesto, seguiremos emocionándonos y sintiendo exactamente lo que él sintió y supo transmitir, anulando en cierto modo nuestro propio yo durante un instante, quizá brevísimo, y sustituyéndolo por él, que de este modo se nos revela vivo entre nosotros -y en nosotros- para siempre.
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