martes, 31 de enero de 2012

Idomeneo (Vargas, Kožená, Harteros – Norrington)

Acudir a Mozart es siempre una buena forma de comenzar la secuencia de las doce óperas en DVD que comento en “El Patio de Butacas” cada año. Además, el hecho de que ya haya comentado algunas filmaciones de las óperas más populares y aclamadas del salzburgués me permite en cierto modo dirigirme ahora a otros títulos de enorme calidad aunque menos queridos tradicionalmente por los teatros y compañías discográficas. Hoy vamos a hablar de Idomeneo, y lo haremos a propósito de un filmación muy recomendable, procedente de las celebraciones del 250 aniversario del nacimiento de Mozart en 2006.

He aquí, como siempre, un resumen del libreto:

Acto 1: Tras ser conducida a Creta, Ilia -hija del rey troyano Príamo- se lamenta de la suerte de su pueblo y se recrimina a sí misma su oculto amor por Idamante, hijo del rey Idomeneo de Creta. Idamante, que también la ama, sufre por su aparente indiferencia, y para agradarla libera a sus compatriotas troyanos que habían sido hechos prisioneros. Ello enoja a Elettra, que ama también a Idamante y comienza a ver a Ilia como a una rival.

Arbace, confidente del rey Idomeneo, aparece para comunicar la triste noticia de que el barco en el que éste navegaba de regreso de la guerra de Troya acaba de naufragar a consecuencia de una tempestad. Idamante, desolado por la pérdida de su padre, corre hacia la playa mientras Elettra reflexiona sobre el odio que siente hacia Ilia.

En la solitaria playa se encuentra Idomeneo, que en realidad ha sobrevivido a la tempestad. Acaba de hacer un juramento a Neptuno por el que se comprometía, si sobrevivía, a sacrificar al dios el primer ser humano que encontrase. La primera persona a la que ve es a Idamante, que aún cree muerto a su padre. Tras los largos años de ausencia, ninguno de ellos se reconoce mutuamente, pero cuando Idamante manifiesta ser hijo de Idomeneo este último se horroriza y huye del lugar para evitar sacrificar a Neptuno a su propio hijo. Idamante, por su parte, pasa de la alegría de reencontrarse con su padre, a quien creía muerto hasta hacía un momento, a la confusión que le provoca su rechazo y su huída.

Tras el desembarco del resto de las tropas cretenses, el día acaba con los cánticos de la multitud en honor del dios Neptuno.

Acto 2: Idomeneo revela su secreto a Arbace: debe sacrificar a su hijo, el príncipe Idamante. Horrorizado, Arbace recomienda al desolado padre que obligue a su hijo a ausentarse de Creta durante algún tiempo mientras se aplaca la ira de Neptuno por el incumplimiento de la promesa. El rey se muestra de acuerdo, y con mejor ánimo, saluda a Ilia, quien lejos de verle como a un enemigo le llama “padre”. Es entonces cuando Idomeneo cae en la cuenta de que la princesa troyana debe amar a su hijo Idamante.

Elettra, por su parte, se muestra muy feliz de viajar junto a su amado Idamante dejando atrás a Creta, y sobre todo, a Ilia. Antes de embarcar, Idamante pregunta a su padre la causa de su frialdad y su rechazo, pero Idomeneo responde de forma oscura, sin revelar nada de su juramento a Neptuno. Es entonces cuando el dios del mar, enfurecido, desata una horrible tormenta que impide que Idamante y Elettra embarquen. El pueblo huye despavorido.

Acto 3: Tras estos acontecimientos, Ilia permanece sola reflexionando sobre su amor hacia Idamante. Este entra comunicando que un horrible monstruo enviado por los dioses está causando estragos en la isla, y que se dispone a luchar contra él. Ilia le ruega que preserve su vida y le revela al fin su amor, para gran satisfacción de Idamante. Idomeneo entra entonces e insiste en que Idamante debe abandonar Creta. Ilia promete acompañarle allá donde vaya.


Arbace comunica a Idomeneo que una gran masa de gente se ha congregado ante el palacio para exigir al rey que cumpla cualquiera que sea su deuda con los dioses para que desaparezca así el horrible monstruo. Idomeneo revela con pesar que la víctima del sacrificio que debe ofrecer es su propio hijo. Pese a que incluso el gran sacerdote de Neptuno considera inhumano el juramento, los preparativos para el sacrificio comienzan a tener lugar. Justo cuando todo está dispuesto resuenan en el exterior gritos de victoria: Idamante se ha enfrentado al monstruo y lo ha matado. El joven se muestra pletórico ante su padre. Ahora sabe que el deseo de aquél de enviarle lejos no era otra cosa que una muestra de amor paterno y ofrece gustoso su cabeza para el sacrificio. Cuando Idomeneo, consolado por las palabras de su hijo, se decide a dar el golpe, aparece Ilia pidiendo ser sacrificada en lugar de su amado. En ese momento se escucha un trueno y una voz celestial proclama que Idomeneo debe ser relevado como rey por su hijo Idamante, el cual ha de casarse con Ilia. Así quedará satisfecha la voluntad de los dioses y aplacada la cólera de Neptuno.

Tras la sobrenatural escena, Elettra da por perdidas todas sus esperanzas de conquistar a Idamante y se retira pensando en cometer suicidio. Idomeneo, por su parte, entrega felizmente el trono a la joven pareja de Ilia e Idamante.

Traducción al castellano del libreto aquí.


Wolfgang Amadeus Mozart compuso Idomeneo, re di Creta, con libreto de Giambattista Varesco, para la ópera del carnaval de Múnich de 1781. El libreto se basa en el drama mitológico del rey cretense Idomeneo, nieto del célebre Minos, cuya nave está a punto de naufragar a su regreso de combatir en la guerra de Troya, en la que se ha distinguido por su valor. El rey jura que si sobrevive inmolará a Neptuno el primer ser humano que vea nada más alcanzar tierra. Quiere el destino que este último sea su propio hijo. Los presentes tratan de disuadirle de que cometa el infanticidio, pero él, enajenado, hunde su espada en el pecho del muchacho. La multitud muestra su indignación hacia el padre asesino, que abandona la isla navegando a merced de las olas. Así fue como, según el mito, Idomeneo llegó hasta Italia, alcanzado la costa de Calabria, donde fundó la ciudad de Salento, que gobernó con justicia.

El drama mitológico de Idomeneo ya había sido llevado a la ópera anteriormente con música de André Campra y texto de Antoine Danchet (1712), así como al teatro hablado (1703 y 1764). Estas primeras adaptaciones mantienen como final dramático la muerte de Idamante a manos de su padre. Además, introducían una adicional tensión amorosa al mostrar a un Idomeneo enamorado de Ilia, al igual que su hijo. Tras la muerte de este último, Ilia se suicida. Varesco suprimió estos sentimientos afectivos de Idomeneo hacia Ilia, y al margen de otorgarle a la obra un desenlace feliz merced a la intervención divina, introdujo con enorme acierto el personaje de Elettra, que actúa como villana de la obra.

Existe abundante documentación histórica sobre la composición de Idomeneo, aunque esta es desgraciadamente escasa en lo que se refiere a su estreno en el Teatro de la Corte de Múnich, el 29 de enero de 1781. Se conservan cartas de Mozart en las que habla del enorme esfuerzo que supone para él la composición del tercer acto: “Tengo la cabeza y las manos llenas del tercer acto, de forma que no sería extraño que yo mismo me convirtiera en un tercer acto. Él solo me está costando más trabajo que una ópera entera. Pues no hay casi ninguna escena que no sea sumamente interesante” (3 de enero de 1781); “¡Laus Deo! ¡Lo he conseguido! El ensayo del tercer acto ha resultado magnífico. Se ha visto que es muy superior a los dos primeros actos. Aunque la poesía es demasiado larga y, en consecuencia, la música también” (18 de enero de 1781).


Para el estreno, Mozart contó con reparto muy desequilibrado. No hubo problemas con las intérpretes de Ilia (Dorothea Wendling) y Elettra (Elisabeth Wendling, cuñada de la anterior), pero el reconocido tenor Anton Raaff, encargado de dar vida al papel principal, se esforzó por ponérselo difícil al compositor. En primer lugar, Raaff era ya un cantante anciano (sesenta y cuatro años) que con toda probabilidad se creía poseedor de la suficiente autoridad y sapiencia como para pretender imponer sus opiniones sin discusión. Debió ser un cantante chapado a la antigua, que demandaba coloraturas para exhibir su dominio técnico sin importarle descuidar a cambio la expresión. Prefería, obviamente el aplauso de las arias de lucimiento a los números de conjunto, que según él eran perfectamente prescindibles. Mozart le complació en la medida de lo posible, pero se negó rotundamente a eliminar el cuarteto del tercer acto, tal y como demandaba el canoso y anticuado Raaff. Con todo, fue el castrato encargado de cantar el papel de Idamante el que más dolores de cabeza le dio a Mozart. Era un cantante primerizo llamado Vincenzo dal Prato, con problemas de emisión –Mozart habla de un fiato corto y de sonidos guturales–, nula experiencia y definitivamente sobrepasado por el papel y por las exigencias del compositor.


Por desgracia, a Idomeneo, como a La clemenza di Tito, nunca le ha acompañado la gran fama de las óperas vienesas de Mozart. Tampoco en vida del compositor alcanzó la popularidad del Rapto o de Fígaro. Años después de su estreno, en marzo de 1787, Mozart volvió a representarla en privado en el palacio del príncipe Karl Auersperg, en Viena. Introdujo cambios y cortes y adaptó el papel de Idamante para tenor. Hoy existen grabaciones discográficas tanto de la versión original de Múnich como de la posterior revisión vienesa. La “resurrección” de Idomeneo hay que situarla, por tanto, a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Ya hemos hablado en el presente de blog de la colección de DVDs “Mozart 22” (M22) del Festival de Salzburgo de 2006 a propósito de La clemenza de Harnoncourt, con aquella execrable puesta en escena. En esta ocasión, nuestro Idomeneo es algo afortunadamente distinto: al elevado nivel del reparto se acompaña esta vez una puesta en escena (de Ursel y Karl-Ernst Herrmann), que pese a ser “moderna”, destaca al menos por su planteamiento inteligente y por no traicionar el espíritu de la obra. El escenario, en el que predomina el color blanco, se muestra siempre con pocos elementos, casi semivacío, apostando por un minimalismo que resulta muy efectivo al manejarse con sabiduría cada uno de los “ingredientes” de los que se compone el espectáculo, como si de la receta de un pastel se tratara. Al buen uso de la iluminación y del color hay que sumar el particular y efectista vestuario del propio Karl-Ernst Herrmann, que compagina la indumentaria moderna (abrigos, corbatas, zapatos, etc.) con elementos clásicos o de otras épocas pasadas, creando así curiosos contrastes. Es este un Idomeneo en el que podemos ver a un mismo personaje (Idamante) empuñando primero una pistola y luego una lanza, protegiéndose con una armadura antigua. El resultado de todo ello es que la filmación no sólo no cansa, sino que mantiene bien despierto el interés del espectador sin introducir ningún elemento de mal gusto ni de difícil justificación. No existe aquí, en este montaje “moderno”, ninguna intención pretenciosa de reinterpretar nada ni de sacar ningún elemento de la obra de su natural cauce. Nada sobra.


Neptuno se parece a Bill “el Botas”

Precisamente es el vestuario uno de los mejores elementos de esta producción. No se trata solo de vestir a los personajes de forma que parezca más o menos convincente o adecuada, sino que el uso de las prendas parece estar meticulosamente estudiado para conseguir que el espectador conecte con la atmósfera personal de cada uno de los personajes. Y lo mejor de todo es que ello quizás pase desapercibido en un primer visionado del DVD, lo que demuestra que el regidor y responsable del vestuario (la misma persona en nuestro caso) sabe lo que se hace y lo que no se debe hacer. Da vida a la obra sin caer en ningún absurdo ánimo de transgresión. De este modo, Idamante –personaje inocente donde los haya, que permanece ajeno al amor de Ilia y al horrendo juramento de su padre hasta casi el final de la obra– aparece vestido de un blanco casi permanente, en tanto que Idomeneo viste de negro en el tercer acto, precisamente en el que se decide a matar a su hijo. Más acusado aún es el contraste entre Ilia y Elettra. La princesa troyana se nos muestra con un aspecto desenfadado: viste siempre un sencillo vestido blanco y camina descalza llevando una ajorca en el tobillo. Elettra, en cambio, lleva vestidos mucho más formales y complicados, lo que la sitúa en un plano de mayor distancia respecto del público.

Por último, resulta simpática la aparición de Neptuno (interpretado por Andreas Schlager) deambulando por el escenario. Tiene el adecuado aspecto siniestro y repulsivo que uno espera, al tiempo que no le falta su lado cómico (es clavadito a Bill “el Botas” de la serie “Piratas del Caribe”) y resulta muy acertado el modo en el que acosa a Idomeneo, atosigándole en el “Vedrommi intorno”.


Ahora el reparto. Ramón Vargas es un Idomeneo realmente excelente, con una técnica sobradamente adecuada para el papel y una bellísima y cálida voz lírica. No cabe duda de que debe contarse entre los mejores intérpretes del rol, al menos de las últimas dos décadas: por citar dos ejemplos célebres, a nivel técnico es mejor que Richard Croft (grabación de René Jacobs) y en los pasajes de agilidad y coloratura convence más que Anthony Rolfe-Johnson (grabación de Sir John Eliot Gardiner). Ornamenta con buen gusto y sin caer en el exceso la sección central (“Fiero nume”) y el da capo del "Fuor del mar" (vaya en beneficio de Croft que circula en youtube una extraordinaria interpretación de esta aria en concierto bajo la dirección de Minkowski). A nivel actoral se defiende adecuadamente, dando vida a un Idomeneo que convence en su faceta de padre atormentado sin resultar tampoco innecesariamente patético.


A Magdalena Kožená (Idamante) le plantan una peluca masculina pelirroja que, como dicen las notas que se incluyen en la caja, hace que se le ponga toda la cara de Vanessa Redgrave cuando era joven. De todas formas, la peluca no basta y el Idamante de la checa no resulta demasiado masculino, exactamente como le ocurría en el Orfeo de Gardiner. A lo que interesa: vocalmente está bien, el papel no requiere de demasiada agilidad (el limitadito castrato Dal Prato habría explotado), por lo que ella no se ahoga ni manifiesta, como otras veces, problemas en la coloratura o el descenso. Sobreactúa teatralmente en el “Non ho colpa”, pero su canto es muy bueno. En cuanto a la enamorada Ilia, Ekaterina Siurina es una pareja perfecta para el Idamante encarnado por Kožená. Idamante es larguirucho y pelirrojo; Ilia más bajita y morena. Siurina es uno de los grandes aciertos de la función: la chica canta realmente bien y con muy buen gusto (óigase su tiernísimo “Se il padre perdei”) y su interpretación se aleja –para bien– de otras innecesariamente almibaradas, como por ejemplo Sylvia McNair. Dentro de esta faceta más trágica del personaje, Siurina consigue que la ópera arranque de forma extraordinaria con un excelente “Padre, germani, addio”.

Más conocida que Siurina es Anja Harteros, una de las mejores sopranos actuales, que interpreta a una estupenda Elettra, muy ovacionada por el público. Pude verla en Sevilla como Donna Anna hace algunos años, y aunque recuerdo que se anunció por megafonía que se encontraba enferma, fue de lo mejor de la noche (¡aquella horrenda producción de Don Giovanni de Mario Gas!). Al margen de la bella voz y de la innegable presencia escénica, sabe cantar con carácter, como demuestra aquí en el “Tutte nel cor vi sento” y, sobre todo, en su extraordinaria “D’Oreste, d’Aiace”, tras la cual recibe uno de los mayores aplausos del público. Estupenda resulta también en la bellísima aria “Idol mio”, que se cierra con aquella marcha que Kubrick utilizó en “Barry Lyndon”.

El resto del reparto es correcto, aunque lejos ya de un nivel estelar. Jeffrey Francis, de horrendo peinado y encajonado en un diminuto “escritorio” (si es que a ese mueble se le puede llamar de ese modo), cumple como Arbace, aunque la voz no es bella y tira en ocasiones del portamento. Robbin Leggate, de quien ya hablé en términos muy positivos a propósito de su Narraboth, es adecuado sin más como gran sacerdote. Muy bien la voz celestial (Günther Groissbröck) y absolutamente delicioso el Salzburger Bachchor, dirigido por Alois Glaβner.


Idomeneo, 2.0: Elettra, que no se ha suicidado, cumple sus objetivos de venganza estrangulando a la pobre Ilia en presencia de Idamante, que no se entera de nada porque está posando para una foto.

En cuanto a la dirección, Sir Roger Norrington es un director de base esencialmente historicista, lo cual se hace notar aquí muy positivamente. Aunque la Camerata Salzburg no interpreta con instrumentos originales, estos están manejados de modo que el sonido es bastante historicista. Los metales, concretamente, llegan a sonar igual que los de época, aunque las notas que se incluyen con los dos DVDs no aclaran si se han utilizado este tipo de instrumentos. En otro orden de cosas, Norrington omite algunas repeticiones, como la de la marcha del final del primer acto (nº 8) y la antes citada del segundo (nº 14). Enlaza casi sin interrupción los dos primeros actos, como si de una simple transición entre dos números se tratara, sin llegar, por tanto, a bajar el telón, y traslada sin demasiada razón el aria de Arbace “Se colà’ ne fati è scritto” al comienzo del segundo acto sustituyendo junto con el recitativo “Sventurata Sidon” el aria “Se il tuo duol”. La sustitución no acaba de ser lógica por cuanto supone que Arbace alude a la caída de Creta antes de que el monstruo haya entrado en acción. Sus palabras quedan, por tanto, sin sentido, pues Neptuno aún no ha castigado a Creta con su cólera. También se omite la última aria de Idomeneo (“Torna la pace al core”), no interpretada en las representaciones de Múnich de 1781. El ballet final queda reducido a la monumental chacona, recortada prácticamente hasta su mínima expresión. Al margen de estos cortes, que tampoco son excesivos, la dirección es atenta y cuidadosa.

La filmación es de gran calidad y la presentación del estuche es buena. Lo único que echa realmente para atrás es el elevado precio. Por otra parte, lo que sí resulta injustificable es que en las notas del interior –escritas por Della Couling– se confunda a Arbace con el gran sacerdote.

Probablemente, lo mejor de la colección M22.















sábado, 28 de enero de 2012

El concierto del patrón

Organizado por el CICUS (Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla), ayer tuvo lugar el concierto de Santo Tomás (patrón de la Universidad hispalense) en la iglesia de la Anunciación. A destacar la gran afluencia de público que hizo cola para acceder al templo desafiando al frío. Aunque las entradas no eran gratuitas, el número de asistentes vino a ser, al menos a simple vista, tan elevado como en el caso de los conciertos gratuitos. Vi a muchos jóvenes. La gente responde a las buenas iniciativas culturales como esta.

Con el título de "La Pastorella", el concierto estuvo a cargo de varios solistas de la Orquesta Barroca de Sevilla: Guillermo Peñalver, flauta; Pedro Castro, oboe; Javier Zafra, fagot; Andoni Mercero, violín; Mercedes Ruiz, violonchelo; Ventura Rico, contrabajo; Daniel Zapico, laúd, tiorba; Carlos García-Bernalt, clave. Vamos, lo mejor de lo mejor de la OBS al frente de un programa muy atractivo integrado por algunos de los más encantadores concerti da camera de Antonio Vivaldi (RV 94, 105, 98 “La tempesta di mare”, 95 “La Pastorella” y 107) junto con la sonata en la menor para violonchelo y bajo continuo, RV 43 del propio Vivaldi y el para mí totalmente inédito Concerto a 5 en mi menor XXXVIIème de Joseph Bodin de Boismortier. El protagonista de la noche fue, como resulta esperable en estas obritas deliciosas, Guillermo Peñalver, que se inclinó por utilizar el traverso y no la flauta de pico. También brilló, como no podía ser de otra manera, el violín virtuosístico de Andoni Mercero, que parecía estar a punto de hacer explotar a su instrumento en “La tempesta di mare” y en el RV 107, que cerraba el concierto. Por su parte, a Javier Zafra no le benefició la poco adecuada acústica de la iglesia, y su fagot fue casi inaudible durante el primer concierto (RV 94) incluso entre los que, como yo, nos encontrábamos sentados en las primeras filas, muy cerca de los músicos. Por último, el punto de espiritualidad lo aportó la siempre magnífica Mercedes Ruiz, que abordó su sonata –especialmente el Largo– con una belleza y delicadeza sobrecogedoras.

Al término del concierto, Ventura Rico quiso dedicar el bis o propina al recuerdo del maestro Gustav Leonhardt, fallecido hace unos días como comentamos en este blog. La OBS tuvo el honor de ser dirigida por él en más de una ocasión, y en su memoria se interpretó el Ricercar a 6 de la Ofrenda musical bachiana. Es cierto que la espiritualidad de esta música nada tiene que ver con el carácter más desenfadado y casi festivo del resto de las composiciones oídas durante el concierto, pero ese contraste sirvió precisamente para revestir de mayor solemnidad al momento. Aunque La ofrenda musical no es una obra sacra, Ventura Rico pidió que no se aplaudiera al final –tal y como acostumbraba a solicitar Leonhardt cuando interpretaba música religiosa– refiriendo no sin razón que Bach escribía su música “a mayor gloria de Dios” (Soli Deo Gloria). Buena parte de público ignoró la petición y rompió a aplaudir, pero el homenaje fue, en cualquier caso, bello y emotivo.

Un concierto precioso.

miércoles, 25 de enero de 2012

El FEMAS nuestro de cada año...


Esta semana me he llevado una alegría al leer en la prensa que, afortunadamente, el Ayuntamiento de Sevilla ha decidido casi con total seguridad mantener con carácter anual el Festival de Música Antigua, así como su actual presupuesto. Es una excelente noticia para melómano sevillano y para la ciudad en sí misma después de aquellas preocupantes declaraciones de la Delegada de Cultura en las que venía a sugerir que el FEMAS podría pasar a tener un carácter bianual.

Tras las críticas, creo que justificadas, hoy hay que ser justo y felicitar al Ayuntamiento hispalense por no dar la espalda a la cultura.

miércoles, 18 de enero de 2012

El músico valiente

Recuerdo como si fuera hoy mismo un extraordinario concierto ofrecido hace ya algunos años por la Orquesta Barroca de Sevilla en la iglesia de Santa Marina (Sevilla) a las órdenes del gran clavecinista, director y musicólogo Gustav Leonhardt. Aquella noche, sentado muy cerca del gran maestro holandés, tuve la oportunidad de descubrir esa delicia que es el Armonico tributo de Muffat, y por supuesto de escucharle dirigiendo algunas de las cantatas de Johann Sebastian Bach, su repertorio incuestionable. Él era parco en el gesto, y su sentido de la sobriedad le llevó a pedir al público que se abstuviera de aplaudir al término de las obras sacras del genio de Leipzig, pues éstas estaban concebidas, según decía, para el culto y la reflexión religiosa y no como obras de exhibición. No le faltaba razón, por mucho que pueda sorprender la imagen de un artista que rehúye del aplauso del público por sensibilidad y amor a la música. Recuerdo bien cómo en el programa de mano se había adjuntado una nota solicitando silencio. El público, pese a todo, hizo un amago de aplauso que fue inmediatamente abortado por Leonhardt con un gesto de su mano.

Gustav Leonhardt ha sido una figura trascendental en el devenir de la interpretación de la música barroca desde la segunda mitad del siglo XX. El gran clavecinista y organista holandés, al frente de su Leonhardt Consort, fue un pionero en la utilización de instrumentos históricos, que se atrevió junto con Nikolaus Harnoncourt –este con su habitual Concentus musicus Wien– a dar el gran paso de grabar la primera integral de las cantatas de Bach para el sello TELDEC. Incluso se enfundó una peluca en su cabeza y se plantó con sus músicos ante las cámaras para dar vida al compositor. Puede que hoy existan otras opciones discográficas preferibles, pero ello es consecuencia precisamente de la valiente labor de artistas que, como Leonhardt, se atrevieron a alejarse del convencionalismo y de las apuestas seguras y lo arriesgaron todo por una nueva y rigurosa forma interpretar el repertorio barroco.

Este gran músico se marchó el lunes, apenas un mes después de dar por finalizada su carrera. Sin embargo, como ocurre siempre con los grandes artistas, en realidad no se ha ido, sino que su legado continúa vivo en el recuerdo de los aficionados, en sus grabaciones, y lo que es más importante, en la interpretación históricamente informada de la música del Barroco.

martes, 17 de enero de 2012

La Bohème (Freni, Pavarotti, Pacetti - Severini)

Con cerca ya de una treintena de óperas comentadas en DVD –una por mes desde octubre de 2009– he decidido que ha llegado quizás el momento en el que puedo permitirme volver sobre títulos a los que ya dediqué otras entradas en filmaciones distintas. Continuaré escribiendo mi entrada mensual sobre un título, siempre nuevo, de ópera, y a ella añadiré siempre que me sea posible un segundo post de “repetición”. Se trata, por tanto, de escribir más y de aportar al lector comentarios de varias grabaciones de un mismo título. A todo ello hay que sumarle la próxima aparición de un apartado dedicado a la discografía comparada de grabaciones de ópera en cedé, cuya variedad es siempre mayor y más interesante que en el ámbito, infinitamente más residual, de las filmaciones.

He querido dedicar esta primera entrada “repetida”, por expresarlo de algún modo, a una popularísima versión de La Bohème: la registrada por Luciano Pavarotti y por Mirella Freni a las órdenes de Tiziano Severini en la Ópera de San Francisco en 1989. He escrito muchas veces sobre mi debilidad por Freni, y el hecho de que exista una grabación en vídeo de los que para mí son la mejor encarnación imaginable de Rodolfo y Mimì me ha hecho decantarme por este DVD como primera opción. La filmación, como decía, se ha distribuido muchísimo, formando parte de colecciones, estuches, etc.. A los interesados en una mayor reflexión sobre la obra –que aquí está ya fuera de lugar– así como en un resumen del libreto, les remito a mi comentario sobre el DVD de Karajan, también con Freni.


La producción de la Ópera de San Francisco (decorados de David Mitchell, vestuario de Jeanne Button y Peter J. Hall y dirección escénica de Francesca Zambello) es clasicona, y ofrece exactamente lo que se espera de una Bohème tradicional. Destaca en este sentido el buen empleo de la iluminación y de las sombras en el cuarto acto, así como la utilización de proyecciones de fondo (concretamente, de la catedral parisina de Notre Dame) como elemento moderno. La filmación, a su vez, del experimentado Brian Large es, como cabe esperar, muy buena, aunque resulta algo anticuado el modo en el que se superponen las imágenes de Freni y de Pavarotti, una junto a la otra, al final del tercer acto.


Y ahora vayamos a lo más interesante, que es el apartado musical. El papel de Mimì está pensado para una soprano lírica pura, que haga pareja con un tenor lírico puro. Si Pavarotti es, como decía, es mi ideal Rodolfo, su "hermana de leche", Mirella Freni, es la para mí la perfecta Mimì: una voz lírica pero dotada de cierto peso, que la aleja de los papeles de coloratura y agilidades vocales (por cierto que en este ámbito su controvertida Violetta me parece más que reivindicable), con un centro redondo y sin estridencias ni cambios de color en el agudo. Una cantante que no transmite la menor sensación de esfuerzo, con una voz de tinte quizá algo opaco, carnoso, que la hace ideal para este tipo de papeles casi infantiles. Freni es la perfecta Mimì, la perfecta Butterfly, la perfecta Liù (Turandot), la perfecta Micaela (Carmen) y hasta la perfecta Desdémona (Otello). La comparativa de esta filmación con la de Karajan con Zeffirelli, en la que podemos ver a la joven Freni en plenitud de facultades, es más que interesante. Con los años, la voz de Freni se ensanchó y ganó en vibrato. Pese a todo, y aunque que la edad ya no es la misma, ella sigue sonando desconcertantemente juvenil, y está en bastante mejor forma que Pavarotti en esta función de San Francisco. Además demostró ser una cantante inteligentísima y muy consciente de sus medios al aprovechar esos cambios naturales de la voz para ahondar en la faceta más trágica del personaje, sobre todo en el tercer acto, al tiempo que comenzaba a abordar papeles de lírico-spinto como sus Toscas en estudio o su extraña Aida. No puede esperarse menos de la Mimì por excelencia, de alguien que se dedicó a cantar el papel por todo el mundo durante la friolera de casi cuarenta años: de 1958 a 1996, con "La Bohème del Centenario".

Precisamente en relación a este lado trágico de Mimì, Mirella Freni siempre ha dicho que para estudiar bien al personaje hay que comenzar por el final, es decir, con su agonía y muerte en el cuarto acto. La muchacha enferma a la que vemos entonces sigue siendo la misma que oímos en "Mi chiamano Mimì", pero mucho más madura y "completa" desde el punto de vista intelectual, al ser también consciente de su fatalidad, que ya la amenazaba en el primer acto. Parece increíble meterse en este tipo de reflexiones sobre personas que no existen más que en la ficción. Nunca Freni, con su voz juvenil, aniñada incluso, ha sonado más creíble ni más trágica. Karajan dijo haber llorado por segunda vez en su vida (la primera fue a la muerte de su madre) tras escucharla ensayando el "Sono andati?" en la Scala. Saquemos los pañuelos.

En cuanto a Luciano Pavarotti, él es Rodolfo, y es que me sigue pareciendo la referencia absoluta en el papel: el particularísimo y luminoso color de su voz imprime a la música un aire juvenil a un personaje cuya inexperiencia e inmadurez suenan más conmovedoras que nunca. Aunque es muy obvio que Pavarotti no se encuentra ya en su mejor momento en esta filmación y que su voz se ha vuelto más plana, ya en los cuatro minutos de su "manina" hay una enorme cantidad de matices y una lección de buen canto que echan por tierra a muchos en el papel: el aire estudiadamente romántico del comienzo para que la chica se conmueva, la picardía indiscreta cuando se ha captado su atención ("chi son?") y todo el apasionamiento final que culmina en el estentóreo agudo de "la speranza", seguido de un "Or che mi conoscete" cantado en exquisita mezza voce. Una delicia.

Mención especial merece aquí el trabajo de Pavarotti en el tercer acto. Absolutamente sensacional su cambio de actitud con Marcello ("Ebbene no") transmitiendo una enorme sensación de espontaneidad y de sinceridad. Es un Rodolfo tan herido que a poco que le trata de sonsacar algo Marcello explota repentinamente (porque eso es lo que transmite aquí Pavarotti) dando la sensación de que comienza a hablar sin pensar. La primera frase ("Mimì è tanto malata") está cantada casi a mezza voce, aumentando el tono de confidencia con Marcello, y es absolutamente conmovedor el modo en que pronuncia la frase en la que se inculpa a sí mismo del negro destino de Mimì recalcando la palabra "uccide" ("mata") como diciendo "ya está; ya lo he dicho". En esa música aparentemente serena Pavarotti transmite pánico e inquietud, y también algo de la juvenil candidez e inocencia del poeta. Igualmente dramática es su forma de cerrar el discurso con un "Non basta amore" cantado de tal forma que parece incluso insinuar un comienzo de llanto.

Escuchar el Rodolfo de Pavarotti es una obligación para todo el que quiera adentrarse en esta ópera. A veces da la sensación de que el de Módena ni siquiera tenga que interpretar el personaje. Parece que es así.

Por cierto, muy particular resulta la forma en la que Luciano recoge los ramos de flores que caen al escenario al salir a saludar, sobresaltándose y dando un pequeño saltito cada vez que cae uno como si tuviera miedo de que fuesen a impactar sobre su cabeza.

Entrando en el capítulo de los secundarios, tenemos a una extraordinaria y comiquísima Musetta en Sandra Pacetti. No es una cantante excesivamente popular, pero muestra no solamente la voz exacta para el personaje, sino toda una lección de cómo interpretarla teatralmente, incidiendo en el segundo acto mediante gestos casi infantiles en la faceta caprichosa y cómica del personaje. En los actos tercero y cuarto su interpretación, como es lógico, es otra cosa. El que no me gusta para nada es el Marcello de Gino Quilico, aunque menos aún lo hace su padre, Louis Quilico. La voz, por expresarlo de algún modo, se me hace “empalagosa” y no siempre frasea con corrección ("vendicar-mi"). Tampoco la dicción es siempre clara. Vamos, que a veces parece que canta con una patata en la boca.


Del resto, hay que mencionar en primer lugar el Colline del gran Nicolai Ghiaurov, aunque muestra ya obvios signos de desgaste (véase, por ejemplo, su “Andiam” fuera de tono). Incluso se olvida de su texto (“Seduttore”) en la escena del casero, pero consigue al menos componer una estupenda "Vecchia zimarra", a pesar del tempo rápido marcado por la batuta de Severini. Por cierto que su “baile” al comienzo del cuarto acto constituye uno de los momentos más geniales de la presente filmación, rompiendo Ghiaurov su propia solemnidad natural que tanto encaja con el personaje al que da vida.

Mucho más modesto es el joven y endeblito Schaunard de Stephen Dickson. En cuanto a Italo Tajo, que se ocupa del doble papel de Benoît y de Alcindoro, resulta simpático, aunque es un cantante con el que no sintonizo especialmente.

También es curioso el modo en el que sale a saludar el reparto al concluir el cuarto acto. Los rostros están muy serios, como si todavía se encontrasen bajo la influencia de la música de Puccini.

Al frente del Coro y de la Orquesta de la Ópera de San Francisco tenemos, como decía antes, a Tiziano Severini, un director no precisamente bien conocido cuya labor está lejos de satisfacerme. Se inclina por un uso rápido de los tempi, especialmente en el primer acto, cuyo intimismo sugiere precisamente una mayor calma. Lo más reprochable, sin embargo, es el carácter algo superficial, aunque efectista, de su dirección.


El interés de este DVD se encuentra en el hecho de que constituye un buen documento visual que reúne a algunos de los que integraron el reparto de la mítica grabación de Karajan: Freni, Pavarotti y Ghiaurov. Aquí tenemos a una pareja de cantantes nacidos para interpretar a los papeles protagonistas, cuyas vidas –las de Nano y Nana– estuvieron siempre conectadas por vínculos tan estrechos como inquebrantables. Pavarotti afirmaba haberlo hecho todo con Mirella Freni, salvo el amor. Fueron los eternos amigos y compañeros de profesión, hasta el punto de que es mucho lo que Pavarotti debió artísticamente a Freni y a su primer marido, Leone Magiera. Sus vidas, como digo, parecían destinadas a conectar desde el primer momento: las madres de ambos portentos trabajaban en la fábrica de tabacos de Módena y recurrieron a la misma nodriza para amamantarlos –de ahí que dijeran que eran “hermanos de leche”–. Aquí se les ve algo mayores, pero no cabe duda de que ellos son Rodolfo y Mimì.














domingo, 15 de enero de 2012

Un cuento hindú


Al igual que el año pasado, la primera entrada del blog del presente año 2012 está dedicada al espectáculo de ballet clásico que cada año nos ofrece a los sevillanos el Teatro de la Maestranza. Si las temporadas anteriores apostaron, con gran éxito, por los célebres títulos de Tchaikovsky, el presente año hemos podido disfrutar de una obra de fuerte componente exótico, como es La Bayadère de Ludwig A. Minkus, con los arreglos de John Lanchbery, todo ello a cargo del Ballet de la Ópera de Varsovia (Ballet Nacional de Polonia) y de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, bajo la dirección de Tadeusz Wojciechowski.

Como cada año, el espectáculo ha sido mucho más que disfrutable. Yo asistí anoche, y aunque disfruté más de los años anteriores, he de decir que tanto la obra en sí misma como la encantadora y clásica coreografía de Natalia Makarova –a partir de la de Marius Petipa– van siempre a más, con una excepcional presentación del onírico acto segundo y un tercero muy colorista y espectacular, con un uso inteligente de la iluminación, especialmente en el final. Fabuloso el cuerpo de baile, así como el desdichado Solor, a cargo de un espléndido Maksim Woitiul, que se mostró en todo momento atlético, ágil, vigoroso y adecuadamente masculino. De infinita delicadeza fue la Nikija de Aleksandra Liashenko, cuya rubia trenza dista mucho de hacerla parecer una bailarina hindú. Impecable también en este sentido la “mala” Gamzatti de Yuka Ebihara, adecuadamente contenida en el gesto para no caer en la exageración y debidamente sinuosa en sus escenas con Solor. Tanto ellos como el resto del reparto mostraron un nivel excepcional, a mi entender. Sergey Basalaev se fue un Brahmin imponente y mayestático, al tiempo que Vladimir Yaroshenko dio una lección de atletismo y agilidad en su papel de Ídolo de Oro, que justificó sobradamente una merecida ovación del público. El resto del elenco lo integraron un adecuado Adam Kozal (el Rajá), Jacek Tyski (Magdawieja), Anita Kuskowska (Aija) y Michal Chróścielewski (amigo de Solor). Los decorados son efectivos aun sin ser tan elaborados como los de los últimos ballets vistos en el Maestranza. El vestuario, en cambio, resultó tan impecable como nuestra esplendorosa ROSS, que volvió a vivir otra noche de gloria.

En suma, una noche de ensueño en la que pude comprobar, un año más, cómo el ballet clásico sigue arrastrando a muchas familias al teatro con sus hijos pequeños, que dicho sea de paso, saben comportarse mejor que muchos mayores. Y ello a pesar del hecho de que una obra como esta requiere al menos de una lectura previa de su argumento para su adecuado seguimiento. Sin ir más lejos, una señora sentada a mi espalda murmuró algo acerca del pobre Solor que evidenciaba que no había captado que el segundo acto es una ensoñación del personaje, al que casi acusaba de infidelidad, como si no tuviera suficientes desgracias el pobre.

Lástima que desear más espectáculos de ballet clásico por temporada sea hoy por hoy una quimera.













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