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lunes, 11 de agosto de 2014

Don Giovanni (Östman, 1990)

Arnold Östman (dir.); Håkan Hagegård (Don Giovanni); Gilles Cachemaille (Leporello); Della Jones (Donna Elvira); Arleen Auger (Donna Anna); Nico van der Meel (Don Ottavio); Barbara Bonney (Zerlina); Bryn Terfel (Masetto); Kristinn Sigmundsson (Il Commendatore). The Drottningholm Court Theater Orchestra and Chorus (instrumentos originales). L’OISEAU-LYRE 3 CD.

Recuerdo bien que la primera vez que escuché este Don Giovanni de Arnold Östman la sensación que me produjo fue de espanto más que de admiración. Sin embargo, estos días he vuelto a ella –como sabrá el lector de este blog llevo tiempo escribiendo sobre el Mozart de este director– y lo cierto es que en esta ocasión me ha gustado bastante más que antes, quizá porque precisamente ahora estoy más acostumbrado a los planteamientos “östmanianos”, que ya no

martes, 8 de julio de 2014

Le nozze di Figaro (Östman, 1988)

Arnold Östman (dir.); Petteri Salomaa (Figaro); Barbara Bonney (Susanna); Håkan Hagegård (Conte Almaviva); Arleen Augér (Contessa); Alicia Nafé (Cherubino); Della Jones (Marcellina); Carlos Feller (Bartolo), Edoardo Gimenez (Basilio); Francis Egerton (Don Curzio); Nancy Argenta (Barbarina); Enzo Florimo (Antonio); Viveka Anderberg, Maria Höglind (Due contadine). The Drottningholm Court Theater Orchestra and Chorus (instrumentos originales). L’OISEAU-LYRE 3 CD.

Hasta ahora he hablado ampliamente en El patio de butacas de las filmaciones de óperas de Mozart en las interpretaciones historicistas de Arnold Östman en el Teatro de la Corte de Drottningholm. Sin embargo, las grabaciones mozartianas de este director –pionero en llevar el historicismo a las óperas del salzburgués y muchas veces un poco olvidado– no se agotan ahí, pues también

miércoles, 19 de octubre de 2011

La clemenza di Tito (Schade, Kasarova, Röschmann - Harnoncourt)

Ahora que ya he escrito algunos comentarios sobre versiones en DVD de las óperas más populares de Mozart, considero oportuno no desaprovechar la oportunidad de referirme a otras obras del salzburgués que no por ser menos representadas y famosas tienen que ser necesariamente inferiores. Este mes será el turno de La clemenza di Tito. He aquí, como siempre hago, un breve resumen del argumento:

Acto 1: Vitellia, que ansía convertirse en emperatriz de Roma, se siente rechazada por el emperador Tito Vespasiano, que ha elegido a Berenice como esposa. Para vengar su orgullo herido, la muy arpía seduce a Sesto (Sexto), amigo íntimo del césar y trata de convencerle nada menos de que provoque un incendio y le asesine durante el posterior tumulto. Sesto se muestra reticente al principio y ensalza las muchas virtudes del emperador, pero el chiquillo es tan calzonazos como poco listo y al final acaba cediendo al chantaje emocional de Vitellia. Justo en ese punto entra Annio (Anneo), un amigo de Sesto, comunicando que Tito ha roto su compromiso con Berenice. Vitellia, que ve nuevas esperanzas de convertirse en emperatriz, ordena a Sesto que suspenda el atentado.

Cuando Sesto y Annio se quedan a solas, este último confiesa su amor por Servilia, la hermana del primero. Entra entonces Tito dando muestras de gran generosidad. El emperador comunica entonces su decisión de casarse con Servilia, lo que produce un gran horror en Annio, que sin embargo, sabe encajar el golpe con filosofía. Cuando corre a decirle a su amada que han de romper su unión para que ella pueda convertirse en emperatriz, Servilia se niega y confiesa a Tito su amor por Annio. El emperador, lejos de encolerizarse, se muestra agradecido de que aún le rodeen personas dispuestas a incomodarle con la verdad que ofende.

Vitellia, por su parte, se ha enterado de las intenciones de Tito de casarse con Servilia, aunque no está al tanto de los últimos acontecimientos. Así que se vuelve loca otra vez y de nuevo instiga a Sesto para que mate a Tito. Y allá se va el tío carajote a incendiar el Capitolio. Como el chaval no es muy despierto, a la hora de cargarse a Tito, va, se equivoca y apuñala a uno de los suyos. Así, como suena. Pero los presentes dan por muerto a Tito y el primer acto concluye de forma lúgubre, especialmente para Vitellia, que acababa de recibir la noticia de que el emperador había decidido convertirla finalmente en su esposa.


Acto 2: Avergonzado de ser un traidor, Sesto recibe con alegría la noticia de la supervivencia de Tito y se dispone a exiliarse, confesando su delito a Annio. Este, más despierto, le recomienda no abandonar Roma y mantenerse cerca del emperador, pues nada hay que le implique en la conjura y huir equivale a delatarse. Vitellia, en cambio, le apremia para que abandone la ciudad porque tiene miedo de que sea arrestado y la descubra como responsable del complot asesino. En ese momento entra Publio, el prefecto de los pretorianos, para arrestar a Sesto. La persona a la que había apuñalado tomándola por Tito (Léntulo) ha sobrevivido y le ha descubierto. Con gran consternación, Vitellia observa cómo él es arrestado y conducido ante el Senado por Publio.

Mientras Sesto declara, Tito es incapaz de asimilar la idea de que su amigo haya intentado matarle, mientras que Publio trata de consolarle. Annio acude para pedir clemencia para su amigo justo cuando el pretoriano comunica al emperador que Sesto ha confesado su culpabilidad. Horrorizado, Tito solicita hablar con él a solas antes de firmar la sentencia de muerte, pero por más que intenta sacarle una disculpa, apelando incluso a su antigua amistad, no la obtiene. Pese a ello, cuando Sesto se retira, Tito se decide a perdonarle, prefiriendo ser recordado en el futuro más por su clemencia que por su rigor.

Annio y Servilia nada saben de la decisión de Tito de absolver a Sesto y corren a buscar a Vitellia para que, como futura emperatriz, interceda por él ante el emperador. Sólo en ese momento ella siente remordimientos por su conducta y decide renunciar a sus esperanzas de convertirse en la esposa de Tito confesándose como principal culpable de la conjura y exculpando así a Sesto. Justo cuando el emperador está a punto de perdonar públicamente a éste último, entra ella narrando la verdad de los acontecimientos. Tito queda confuso, pero decide mantenerse fiel a sí mismo y perdona a los dos.

Traducción al castellano del libreto aquí.

La clemenza di Tito es la última ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, escrita con motivo de la coronación de Leopoldo II como emperador de Bohemia. El libreto es una adaptación de Caterino Mazzolà sobre el texto de Pietro Metastasio y era un tema recurrente sobre el que numerosos compositores habían compuesto óperas. Autores como Caldara, Hasse, Veracini, Gluck o Jommelli, entre otros, habían escrito sus propias “Clemencias” en los años precedentes a Mozart. El encargo de componer la ópera para la coronación del nuevo emperador debía haber recaído, según parece, en Antonio Salieri, que rechazó el ofrecimiento hasta en cinco oportunidades debido al exceso de trabajo que suponía para él hacerse cargo del Teatro Imperial de la Corte de Viena sustituyendo a Joseph Weigl, quien se encontraba ausente representando su cantata Venere ed Adone en Esterháza con motivo de las celebraciones por el nombramiento del príncipe Anton Esterházy como lugarteniente del condado de Oedenburg. La prolongada ausencia de Haydn, que se hallaba en Inglaterra, explica el hecho de que el príncipe recurriera a Weigl, alumno aventajado de Salieri, para la ocasión. Así las cosas, Mozart recibió el encargo de escribir Tito a mediados de julio de 1791, viéndose obligado a completar la obra con gran precipitación y a confiar la composición de los recitativos secco a su alumno Franz Xaver Süssmayr, el mismo que meses más tarde tomaría parte en la finalización del Réquiem. En sus biografías dedicadas a Mozart, Nissen y Niemetschek apuntan que el compositor completó la música de La clemenza en tan solo dieciocho días, y por mucho que suene a exageración, la cronología de los hechos conduce a considerar que Mozart no dispuso realmente de mucho más tiempo (una exposición detallada y amena sobre este punto puede encontrarse en la magnífica obra de H. C. Robbins Landon, 1791, el último año de Mozart).

Lo cierto es que la cronología de la composición de la obra es aún todo un misterio. A día de hoy parece incuestionable el hecho de que Mozart escribió el Non più di fiori, o al menos la parte final de éste, con anterioridad a recibir el encargo de componer la ópera, lo que se antoja extraño. Tal vez la compusiera como aria de concierto y la insertase posteriormente en la ópera, pero en este caso, Mozart la hubiera incluido sin duda en su catálogo de composiciones, cosa que no hizo. ¿Significa esto que el compositor planeaba tal vez componer su propia versión de Tito aun antes de recibir el encargo tras la negativa de Salieri? Es una hipótesis arriesgada, pero que quizás ayuda a entender mejor la oscura cronología de la composición. Esta fue la segunda vez que Mozart ponía música a un tema rechazado por Salieri, algo que ya había ocurrido anteriormente con Così fan tutte. El estreno tuvo lugar el 6 de septiembre en el que hoy llamamos Teatro de los Estados de Praga (entonces era el Teatro Nacional; también se le llamó Teatro Tyl), el mismo en el que Mozart estrenó su Don Giovanni en 1787. La última función, y en la que mejor respondió el público, fue el 30 de septiembre, el mismo día que Mozart estrenaba La flauta mágica en Viena. Se dice que la emperatriz María Luisa calificó a La clemenza de porcheria tedesca, y lo cierto es que la posteridad no ha sido especialmente benévola con esta obra extraordinaria. Sólo desde bien entrada la segunda mitad del siglo XX se le ha venido dando una parte del reconocimiento que merece.


Reivindicar La clemenza di Tito bien merecería una amplia entrada independiente de este blog. Lo cierto es que la música no baja nunca del nivel de lo extraordinario, y la precipitación de su composición y las especiales condiciones en las que ésta tuvo lugar, pues parece que Mozart pasó enfermo los últimos días que empleó en escribirla, contribuyen aún más a valorar el gigantesco genio del autor. Tomemos, por ejemplo, el acto primero. La potente obertura ya anticipa el carácter de opera seria del drama (que Mozart no cultivaba desde Idomeneo) y el especial papel reservado a los vientos en la instrumentación. En el dúo Come ti piace imponi, el personaje de Sesto, en su condición de enamorado, comienza trazando una frase tierna a la que responde Vitellia de modo airado, lo que se traduce musicalmente en el modo en el que Mozart hace agitar la cuerda en su intervención (Prima che il sol tramonti). Ello implica que Sesto abandone su carácter meloso y responda enérgico “Già il tuo furor m’accende”. A este maravilloso dúo sigue la no menos extraordinaria primera aria de Vitellia (Deh, se piacer mi vuoi), en la que ya se asoman los primeros graves que han de poner a prueba a la intérprete. Siempre me ha encantado la extraordinaria sinuosidad musical con la que Mozart reviste a la palabra “aletta”. Tras el breve dúo de Sesto y Annio (Deh, prendi) sigue la maravillosa entrada de Tito y su primera y meditativa aria, Del più sublime soglio. El siguiente número, el dúo Ah, perdona de Annio y Servilia constituye sin duda una de las páginas más hermosas de toda la partitura, y consigue recordar de alguna manera al Könnte jeder brave Mann de Pamina y Papageno en La flauta mágica. Por último, todo lo relativo al incendio resulta extraordinario. En el Parto, ma tu ben mio de Sesto tenemos ya al clarinete jugando un papel de importancia en la orquesta, del mismo modo que ocurrirá posteriormente con el Non più di fiori de Vitellia en el segundo acto. El clarinetista de las primeras representaciones en Praga era nada menos que el célebre Anton Stadler, para el que Mozart, como amigo, escribió auténticos tesoros como el concierto (K.622) y el quinteto para clarinete (K.581). El primer acto se cierra con el magnífico y muy movido trío Vengo, aspettate, el patético recitativo accompagnato de Sesto y el fúnebre quinteto final con coro. No es un final de acto violento, y la tristeza que sabe transmitir la magnífica música de Mozart tiene también una carga de ternura y melancolía por el recuerdo de aquél a quien se cree muerto que contribuye en no poca medida a sumar dramatismo a la escena. Puede recordar en cierto modo al Crucifixus de la llamada “Misa del orfelinato” (K.139), escrita cuando Mozart tenía doce años.

También el segundo acto resulta memorable de principio a fin. El protagonismo de las maderas de la orquesta vuelve a resurgir en la intervención solista del oboe del Se al volto mai ti senti. Los compases musicales que introducen el encantador coro Ah, grazie si rendano pueden traer a la mente el Ah, che tutta in un momento del Così fan tutte, aunque sin el carácter irónico que aportaba la orquesta a aquélla escena por medio de la intervención de las flautas. Destacan, obviamente, las grandes arias de Sesto (Deh, per questo istante) y de Tito (Se all’impero), esta última de carácter casi heroico. El rondó de Vitellia (Non più de fiori) constituye sin duda la página más conocida de la ópera, y abre paso al vibrante coro Che del ciel, che degli dei, uno de los mejores que puedan encontrarse en la óperas de Mozart. En el desenlace (Tu, è ver), se entremezcla el coro, que pide a los dioses una larga vida al emperador, con la voz del propio Tito, que les suplica la muerte el día en el que servir al pueblo deje de ser su prioridad.


A raíz de las celebraciones del 250 aniversario del nacimiento de Mozart en 2006, los sellos Decca y Deutsche Grammophon sacaron bajo el nombre de “Mozart 22” (M22) la totalidad de las óperas del compositor en formato DVD, aunque por alguna razón incomprensible se excluyó Thamos, del que no existe que yo sepa ningún registro videográfico en el mercado. La omisión de este título se antoja especialmente oscura si tenemos en cuenta que sí se incluyen en la colección dos oratorios del salzburgués, como son La obediencia del primer mandamiento y La Betulia liberata. En lo que atañe a La clemenza di Tito, se optó por incluir una filmación distribuida por Arthaus que data de unas representaciones del Festival de Salzburgo de 2003. Es, por tanto, el único título de la colección que no se grabó en el año 2006, fecha en la que se repuso la misma producción pero con algunos cambios de reparto, y que no es distribuido por Universal.

Cuando uno lee los nombres de los cantantes que integran el reparto, inmediatamente piensa que la cosa tiene que funcionar necesariamente: todos y cada uno de ellos son intérpretes jóvenes que brillan en el campo mozartiano, pero por las razones que en seguida paso a detallar, este DVD es una gran decepción.

El principal artífice de que las cosas salgan mal y de arruinar lo que podría haber sido una esplendorosa filmación de esta ópera es Martin Kušej, responsable de una de las direcciones escénicas más bochornosas e impresentables que haya visto jamás. Es el mismo que perpetró el Don Giovanni de la colección M22, con todas esas chicas en ropa interior sobre el escenario. Ya el libro que acompaña al DVD trata de explicar el carácter alternativo de la propuesta escénica, aunque sin entrar en detalles ni justificar lo que de ninguna manera resulta justificable. El problema de esta Clemenza, obviamente, no está en el hecho de que el director de escena traslade los acontecimientos al mundo contemporáneo, sino en la inadmisible pretensión de imponer una visión distorsionada de la obra que traiciona al libreto y a las intenciones del compositor. Es su visión personal del personaje de Tito la que se me antoja de todo punto intolerable, pero antes de entrar en ello prefiero ir paso a paso en mi exposición sobre por qué la propuesta escénica de Kušej es un horror. Quienes lean este blog, sabrán que siempre huyo de hacer afirmaciones gratuitas.


En esta producción, el amplio espacio del Felsenreitschule está ocupado por la estructura de un edificio en cuya parte central se aprecian unas columnas de orden corintio como guiño clásico. Jens Kilian es el responsable del diseño escénico, que podrá gustar más o menos según la persona. Ese no es el problema. El problema es, lo repito una vez más, la dirección escénica de Kušej. Durante la obertura aparece Tito llamado a alguien por teléfono con cara de preocupación y buscando algo o a alguien. No sabemos a quién llama ni qué es lo que busca, pues el drama aún no se ha desatado, y para añadir confusión a la confusión, en los últimos compases de la obertura irrumpen en escena varios niños en gayumbos que tampoco pintan nada. Así que uno, nada más sentarse a ver esta Clemenza, tiene la sensación de que o bien el director escénico está pretendiendo mostrar algo tan intelectual y sublime que se escapa al común de los mortales, o bien que nos está tomando el pelo, “rellenando” la obertura escénicamente de la forma más arbitraria que pueda imaginarse. Y esto es sólo el principio de una larga lista de horrores.

Cuando el coro entra a mitad del primer acto anunciando la llegada de Tito (Serbate, oh dei custodi) el espectador quedará pasmado nuevamente. Lo que se nos presenta no es el séquito del emperador, sino un numeroso grupo de turistas que se apiñan desordenadamente haciendo fotografías y cosas por el estilo. Al desorden y la confusión escénicas que suponen la irrupción del coro de este modo hay que añadir, y esto es lo grave, el hecho de que lo que cantan nada tiene que ver con lo que hacen. Están cantando un recibimiento al soberano mientras se dedican a hacer “turismo” por el escenario, ignorando totalmente a Tito. También podrían estar cantando “Mi carro”, de Manolo Escobar, que para esta infame propuesta escénica habría sido lo mismo.

Sigo destripando sin piedad ni “clemencia”. Escena del incendio. Si hasta ese momento hemos visto bastantes cosas grotescas, el fin del primer acto es ya la apoteosis. Sesto “mata” a Tito antes de que, según el texto del libreto, acuda a asesinarle. Cuando dice a Annio Io vado, io vado...lo saprai, oh Dio, per mio rossor (“Voy, voy... lo sabrás, oh Dios, por mi rubor”) se supone que se dirige a acabar con el emperador, pero para entonces le hemos visto ya apuñalarle. Incomprensible e hilarante al mismo tiempo, pues en esta producción Sesto apuñala a Léntulo por error a causa del pasamontañas con el que éste cubre su cabeza. Está claro. Según parece, hay que deducir que Tito Vespasiano solía usar un pasamontañas para estar por casa. Como todo el mundo. Para rematarlo todo, nada mejor que romper el sobrecogimiento que produce en el espectador el fúnebre coro Oh, nero tradimento, oh, giorno di dolor cerrando el acto con un buen bombazo en el escenario. Púm, catapúm.

La cosa no mejora ni mucho menos en el segundo acto, destacando, por mala, la dirección escénica de los cantantes en el trío Se al volto mai ti senti de Sesto, Vitellia y Publio. En el coro final, un último detalle escalofriante para que el espectador se vaya a casa con mal cuerpo y con la sensación de haber asistido a algo siniestro: de nuevo aparecen esos niños con el torso desnudo, que esta vez son tumbados en unas mesas en cada una de las cuales hay sentados un hombre y una mujer frente por frente. Sólo falta que alguien les traiga los cubiertos para que puedan cenar niños tiernos y sabrosos. ¿Qué significa eso? Espero que nada. Yo no lo entiendo y quiero seguir así.


Tito, con la dulce expresión en el rostro de un gobernante sabio, clemente y muy equilibrado

Y ahora hay que hablar del personaje principal, Tito Vespasiano. Quien más le traiciona en esta producción no es Sesto, no. Es de nuevo Kušej. El Tito que vemos en el escenario no es el gobernante sensible y justo del que nos habla el libreto, sino un demente capaz incluso de amenazar con degollar a Publio antes del aria de éste último (Tardi s’avede). Michael Schade, de quien hablaré en seguida, está aquí forzado a exhibir toda una amplia colección de muecas, de tics nerviosos con los labios y las manos y de miradas espeluznantes destinadas a retratar al personaje como un enfermo mental. La imagen que se nos transmite con ello está más cerca de la visión popular de un Calígula demente que del monarca modélico del que trata la ópera. Convirtiendo a Tito en un loco, la distorsión de la obra es total y lleva a la propuesta escénica a entrar en abierta contradicción con la propia obra que representa. Esta última pierde su carácter obviamente moralizante –recordemos las circunstancias de su composición, esto es, la coronación de Leopoldo II– al hacer que la clemencia del gobernante no emane de su sentimiento de la humildad y la justicia, valores por los que deben guiarse los soberanos y por los que los pueblos deben estimarles, sino por la demencia. Kušej se cree aquí más importante que Mozart. Impone su (pésima) visión personal contradiciendo y arrollando irreverentemente a uno de los mayores genios que haya dado el mundo y al mensaje de la obra en cuestión. ¿Y todo para qué?; ¿Es acaso menos mediocre esta infame propuesta por el hecho de que Tito se comporte como un lunático memo de gestos infantiles?

El encargado de dar vida al emperador es, como decíamos, Michael Schade, un estupendo tenor mozartiano del que ya hemos hablado y que grabó un maravilloso Tamino para Gardiner. Aquí borda un Tito rotundo, con una preciosa voz lírica y un buen dominio de la técnica. Véase, por ejemplo, su ascenso limpio, evitando el portamento en el tutto è tormento il resto de su aria Del più sublime soglio. También resulta magnífico en Se all’impero, pese a que se muestra algo corto de fiato en la coloratura. Así las cosas, uno podría plantearse la posibilidad de apagar el televisor para evitarse sus horrendas muecas y poder concentrarse así en su buen hacer vocal. Lamentablemente, la sombra de la pésima dirección escénica es tan alargada que obliga a Schade y a otros miembros del reparto a berrear algunas frases de los recitativos (“Partite”), rompiendo así el discurso musical de los mismos. Cuando he escrito que esta producción lesiona no solamente el mensaje de la obra, sino también a lo que atañe a la música, no lo he hecho en vano, por mucho que ello sea doloroso contándose con buenos intérpretes como Schade.

Por lo demás, el personaje de Tito reúne en sí mismo algo de Sarastro y algo de la Condesa. Del primero tiene la firmeza y la autoridad, así como los valores éticos de la fraternidad y la ayuda a los necesitados. ¿No recuerda también en cierto modo la solemne entrada de Tito a la más grandiosa de Sarastro? De la segunda tiene la ternura de corazón y la incapacidad de obstinarse en el enojo, entregándose al perdón. Tito no es el típico héroe monolítico que se nos antoja tan perfecto como distante, sino que sufre y se atormenta. El triunfo de su clemencia no es tanto la consecuencia natural de su carácter, lo que conllevaría dibujar una imagen poco realista y humana del personaje, sino de la superación personal de sus propias inquietudes y malos sentimientos a través de la ética y la fraternidad. Esto, obviamente, debía interesar a Mozart sobremanera, dada su condición de francmasón. En este punto, resulta sin embargo curioso que en el retrato humano del personaje que constituyen el libreto y también la música, se huya llamativamente de profundizar en los afectos amorosos del emperador. Tal vez no era tan importante mostrar a un Tito enamorado ante Leopoldo II como uno clemente y modélico en sus formas de gobierno, como si se tratase de una especie de “santo” político. Sin embargo, este vacío en la psicología amorosa del personaje no deja de ir en detrimento de una visión completa del mismo: Tito tiene tres novias en un solo día y en el ámbito amoroso parece guiarse más por la mera conveniencia política que por sentimientos más profundos.

Sesto es idiota. Lo es hasta tal extremo que se dispone a asesinar a su mejor amigo, al que le debe su alta posición, para satisfacer el ansia de venganza de una mujer que le trata con inmenso desprecio. Su frase, al final del primer acto, Ei t'innalzo per fati il carnefice suo (él te elevó para que te convirtieras en su verdugo) es calcada al men servasse, ut essent qui me perderent? del Juicio de las armas de Pacuvio, pronunciada en los funerales de Julio César (Suetonio, Divus Iulius, 84.2). De este modo, Sesto es el vivo ejemplo de cómo muchos actos de violencia no son sino la consecuencia de las actuaciones de un imbécil siguiendo las directrices de un malvado. Es un papel escrito para castrato, y nosotros tenemos a Vesselina Kasarova, que es quien se lleva los mayores aplausos por parte del público al término de la representación. La voz es bella, salvo cuando hace cosas raras como entubarse en el descenso (véase, por ejemplo, el Come ti piace imponi). Defiende muy bien su aria del segundo acto Deh, per questo istante, y al igual que ocurría con Schade, la dirección escénica la obliga lamentablemente en ocasiones a limitarse a declamar algunas frases en los recitativos (Annio parla così?). Por lo demás, Kasarova se revela como una buena actriz, dando vida a un Sesto quizá más dramático y trágico de lo acostumbrado, como ocurre, por ejemplo, en su dúo con Annio del primer acto (Deh, prendi un dolce amplesso), en el que se supone que su personaje no tiene que mostrarse necesariamente abatido.


Dorothea Röschmann, convertida en un mamarracho

Nuestra Vitellia, la mala malísima, es la estupenda soprano mozartiana Dorothea Röschmann, de la que escribí a propósito de su Pamina en Covent Garden. Es una cantante muy estimable dueña de una hermosa voz, pero que nunca debió cantar Vitellia. Resulta muy obvio que no se encuentra cómoda en el papel y que los exigentes graves (aquí se requiere de una soprano de amplísima tesitura) están fuera de sus posibilidades, como queda patente en el Non più di fiori. De todas formas mejora en el segundo acto respecto del primero, mostrándose menos brusca y gruñona. Es una lástima escribir esto de una cantante tan estimable, pero el papel no es para ella. Al igual que Schade y Kasarova, grita en algún recitativo (“la tua bontà”), hay que suponer que por exigencias escénicas. Precisamente nuestra repulsiva propuesta escénica también recurre a mostrar con ella un erotismo zafio e injustificado haciéndola palpar la entrepierna de Sesto mientras pronuncia Renderti fortunato può la mia mano? (¿Puede hacerte feliz mi mano?).

Aun tratándose de personajes secundarios, la pareja de Annio y Servilia tiene un notable interés no sólo musical, sino también psicológico. Él es infinitamente más racional que Sesto y es el único que le ofrece un sabio consejo una vez que ha consumado la conjura, pero las presiones interesadas de Vitellia hacen que su voz caiga en saco roto. Mientras que Tito es aún incapaz de asimilar la culpabilidad de Sesto, Annio ya lucha ante el emperador a favor del amigo común y se somete, dócil, cuando este está a punto de perjudicarle involuntariamente al arrebatarle a su amada. Annio es generoso e inteligente. En contrapartida, Servilia es más pasional que él, pero también más fuerte, y no le tiembla la voz al confesar al emperador que no está dispuesta a dejar de amar a Annio ni aun a cambio de un imperio. Como Annio, tenemos ni más ni menos que a la mismísima Elina Garanča, sin duda una de las mejores voces actuales de la ópera. Es claramente el único miembro del reparto al que es imposible encontrarle ninguna pega, algo que, desgraciadamente, no podemos considerar en el caso de Schade debido a las exigencias del director de escena. Su Torna di Tito al lato, aria sencilla y sincera, es uno de los mejores momentos musicales de toda la filmación. Servilia, por su parte, corre a cargo de Barbara Bonney, soprano que ganó fama como mozartiana en los años ochenta y noventa. El timbre, cálido y con poco vibrato, es carnoso y grato al oído, aunque su defecto, si hay que señalar alguno, es que sus interpretaciones tienden en ocasiones a ser algo planas, cosa que no ocurre aquí en un papel tan corto. Resulta convincente y adecuadamente persuasiva en S’altro che lacrime. Por cierto que hablando de cantantes “planos”, este calificativo sí que puede aplicarse esta vez al Publio de Luca Pisaroni, defendido con profesionalidad aunque de forma totalmente impersonal. A todo esto, un detalle de vestuario (a cargo de Bettina Walter): Si en esta propuesta escénica la obra está ambientada en la actualidad, ¿por qué Publio lleva falda, al igual que Tito?

Correcto el Coro de la Ópera de Viena, dirigido por Rupert Huber, aunque en mi opinión quizás resulte excesivamente numeroso. Convence más en el primer acto que en el segundo, en el que el Che del ciel se resiente probablemente a causa de su colocación sobre el escenario.


Dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena tenemos a Nikolaus Harnoncourt. Harni es un director de base historicista –fue, de hecho, uno de los pioneros en este ámbito– y como mozartiano ha hecho aportaciones muy notables a la discografía. Lo que pasa con este hombre es que es capaz de ser sublime cuando quiere y tosco, árido y aburrido el resto de las veces. Tomemos por caso, sin alejarnos de Mozart, su integral de la música sacra. Todos los discos tienen un nivel sobresaliente, pero este se desploma al llegar a dos obras de suma importancia como son la Gran Misa en do menor o el Réquiem. Así que cuando uno se enfrenta a una grabación de Harnoncourt tiene que preguntarse obligatoriamente: ¿tendrá el día bueno o malo? En esta Clemenza, mitad y mitad. Abrevia algunos recitativos (por cierto que al clave está Herbert Tachezi, habitual en las grabaciones de ópera de Harnoncourt), algo que puede resultar disculpable, pero su decisión de cortar por lo sano el primer recitativo de Tito y la repetición de su marcha de entrada del primer acto es muy desafortunada. Precisamente hasta ese recitativo hemos oído de labios de otros personajes (Sesto y Annio) lo bondadoso que es Tito, pero el retrato del personaje no queda completo para los espectadores hasta que el emperador no aparece por primera vez y decide destinar importantes tesoros a reparar los daños ocasionados por la erupción del Vesubio. Tito se nos muestra así desde el primer momento como un gobernante atento a las necesidades de los más desfavorecidos, y más centrado en satisfacerlas que en obtener provecho y riquezas de su posición. Además, estas omisiones dejan a Publio sin pronunciar palabra en su primera aparición en el escenario, de forma que su presencia se convierte en algo innecesario. Por lo demás, Harnoncourt muestra tendencia por unos tempi algo erráticos, en ocasiones muy rápidos (como la referida marcha de entrada de Tito) y las más de las veces tirando a lentos. Su dirección es bastante estimable, aunque hace aguas justo al final, en el que acaba durmiéndose al introducir un tempo lento que esta vez sí resulta obviamente inadecuado.

En cuanto al DVD en sí mismo, la filmación es impecable, como corresponde nada menos que a Brian Large, con una estupenda calidad de imagen. Lo que es de broma es que se distribuya en dos discos cuando cabe en uno solo, incrementándose así el precio de venta hasta lo abusivo.

Puede ser que La clemenza di Tito no cuente con una discografía tan amplia como otras óperas mozartianas, pero existen en el mercado grabaciones muy estimables (Gardiner, Hogwood, Davis, Wentz...). La pregunta es obligada: ¿vale la pena este DVD? Yo voy a dar una respuesta totalmente personal y subjetiva: lo que justifica la compra de un DVD y no de un cedé es precisamente la posibilidad de visualizar la obra escénicamente, y si lo que se ve en el televisor es tan irritante que uno desea cerrar los ojos, la adquisición no tiene ningún objeto. Quizá a los fans de Garanča o de alguno de los otros cantantes pueda interesarle, pero en su conjunto, este Tito es un ejemplo de cómo la mediocridad de unos pocos puede dar al traste con el buen hacer de muchos.

Para salir corriendo.















sábado, 5 de diciembre de 2009

El Réquiem de Mozart

Tras su regreso de Praga, Mozart se puso inmediatamente a componer el Réquiem, trabajando con una diligencia excepcional y un vivo interés; pero su enfermedad iba avanzando y le deprimía. Con profundo pesar, su esposa veía cómo la salud de Mozart se iba deteriorando gradualmente. Cuando en un hermoso día de otoño (1) le lleen coche al Prater para que se distrajera y ambos se hallaban sentados a solas, Mozart empezó a hablar de la muerte; afirmó que estaba escribiendo el Réquiem para sí mismo. Al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas, y cuando ella intentó apartarle de aquellos pensamientos lúgubres, él contestó. “No, no, lo siento con demasiada intensidad. No voy a durar mucho más. Estoy seguro de que me han envenenado. No puedo librarme de estos pensamientos” (2).

El 5 de diciembre es día de luto para el arte en general y para la música en particular. Tal día como hoy fallecía Wolfgang Amadeus Mozart en el lejano año de 1791, a la edad de 35 años y en circunstancias que parecen sacadas de un oscuro relato a la manera de Poe o de Lovecraft: el niño prodigio que asombró a Europa, el joven compositor que se rebeló contra el patronazgo del arzobispo de Salzburgo y trabajó como artista libre, el genio maduro cuyas óperas causaron furor en Viena y Praga yacía moribundo en una habitación de un oscuro piso de Rauhensteingasse, obsesionado en la composición de una misa de difuntos. Una misa de réquiem que decía escribir para sí mismo y que quedaría inconclusa a su muerte. Un enigmático personaje vestido de oscuro y cuya identidad se negaba a revelar había hecho el encargo en el mes de julio, prometiendo una fuerte suma a cambio. Ignoramos si la enfermedad final de Mozart (a la que habría que añadir sus habituales depresiones y su carácter fantasioso) alteró también su estabilidad mental, pues se terminó creyendo destinatario de la visita de un ser del más allá que le anticipaba su propia muerte encargándole un Réquiem. “¿No os había dicho que escribo este réquiem para mí?”. “Me han envenenado y han calculado con exactitud el día de mi muerte” (3).

Desde hace años, cada 5 de diciembre cumplo el ritual de escuchar este Réquiem. Y el motivo es doble este año, pues hace apenas unos días que he sabido del fallecimiento de quien hasta ahora era el mayor experto mundial en la música de Haydn y de Mozart: el musicólogo H. C. Robbins Landon. Su 1791, el último año de Mozart fue, si mal no recuerdo, el primer libro que compré con mis ahorrillos cuando era poco más que un niño. Curiosamente, ha venido a morir en el año del doscientos aniversario del fallecimiento de su admirado Joseph Haydn, a cuyo estudio no es exagerado decir que dedicó su vida. Cosas del Destino.

Cuando ya tenía preparado el presente escrito, me veo obligado a incluir el presente párrafo para referir también el repentino fallecimiento de mi abuela, devota del Réquiem mozartiano. Me alegra enormemente haber conseguido embelesarla con Mozart y mostrarle algo bello, puro, inocente, inmaculado. Si Cioran llevaba razón y Mozart escribió “la música oficial del Paraíso”, no cabe duda de que ella hoy seguirá escuchándole. Como a mí, le gustaba el Recordare, una música tierna, melancólica y tan hermosa que “casi duele”. Como decía Landon en relación al Quinteto para clarinete (K.581), “la música sonríe a través de las lágrimas”.

Un año más, como decía, quiero pasearme sobre éste adiós de quien para mí fue el mayor genio de la historia del arte. Una obra cuyo trabajo deprimía al genio enfermo hasta el extremo de que su esposa, Constanze, llegó a prohibirle su composición hasta que su estado anímico mejoró hacia mediados del mes de noviembre, cuando concluyó su Pequeña cantata masónica, K.623. Pero al poco de retomar su trabajo en el Réquiem (K.626), Mozart volvía a caer en la paranoia y la depresión. Lo que no podía saber entonces es que aquél extraño emisario vestido de gris no era un ser del otro mundo que le anticipaba su propia muerte, como creía, sino un lacayo del Conde Walsegg-Stupach, quien había perdido hacía poco a su esposa a la edad de veinte años. Este conde Walsegg disfrutaba interpretando en su castillo música de autores anónimos, y cuando alguien le preguntaba por el autor, se limitaba a lanzar una significativa sonrisa, dando a entender que se trataba de él mismo, y eso cuando no copiaba el trabajo de su propia mano. Así que cuando no se comportaba exactamente como un estafador que se atribuía abiertamente el trabajo de otros, lo hacía como un noble petulante que disfrutaba de confundir a su público haciéndole creer lo que no era. De modo que la aterradora historia del enigmático personaje que encargaba a Mozart una misa de difuntos no era más que el excéntrico capricho de un conde egocéntrico y con un punto quizás de demencia. Algo que el autor de La flauta mágica jamás llegaría a saber y que amargó sin duda sus últimas semanas de vida. Sabemos, por ejemplo, que el día antes de su muerte, varios músicos acompañaban a Mozart y cantaban entre todos (el enfermo incluido) las partes terminadas del Réquiem, cuyas páginas se hallaban esparcidas sobre la cama, hasta que Mozart, llorando y sintiéndose incapaz de continuar, las apartó a un lado. Pocas dudas pueden caber de que este hombre extraordinario merecía un poco más de paz en aquellas horas finales.

Tampoco parece que la muerte de Mozart tuviese nada que ver con el veneno, por mucho que él mismo lo creyera y que el anciano y demente Salieri se acusara a sí mismo muchos años después como responsable de la muerte del genio, dando pie a los rumores y leyendas (nacidos en realidad tras la misma muerte del compositor) de un asesinato por envidia profesional. La historia se plasmaría posteriormente en el Mozart y Salieri de Pushkin y, sobre todo, en el Amadeus de Peter Shaffer, llevado magistralmente al cine por Milos Forman. Una película, dicho sea de paso, carente del menor rigor histórico en cuanto a los hechos que narra y la descripción de los personajes, pero sin duda brillante desde el punto de vista cinematográfico. Sea como fuere, prescindiendo de las hipótesis sensacionalistas e históricamente descabelladas (que van desde la triquinosis al envenenamiento por parte de sus hermanos masones por escribir La flauta mágica, pasando por la hilarante idea de un golpe en la cabeza propinado por un marido celoso) lo cierto es que todos los investigadores serios parecen atribuir la muerte de Mozart a causas naturales, y de forma más concreta, a algún tipo de fiebre reumática.

Cuando hablamos del Réquiem, hablamos de una obra inconclusa, terminada tras la muerte de Wolfgang por su discípulo Franz Xaver Süssmayr y que lleva más de doscientos años sembrando controversia entre músicos e historiadores. ¿Qué escribió realmente Mozart y qué se debe a Süssmayr? Sabiendo que el salzburgués murió mientras escribía la Lacrimosa (la escritura de Mozart se interrumpe en el octavo compás), muchos caen en el gravísimo error de atribuir la autoría de Mozart al cien por cien de cuanto antecede al Lacrimosa y de atribuir a Süssmayr todo lo que sigue (Ofertorio, Sanctus, Benedictus, Agnus Dei y Communio). En realidad, cualquiera que se informe un poco sobre el tema concluirá que la participación de Süssmayr fue mucho menor de lo que muchos, desde la ignorancia, suponen.

Hagamos balance del tiempo del que dispuso Mozart para la composición de su Réquiem. Sabemos que el “misterioso” encargo se produjo probablemente a finales de julio de 1791, fecha en la que Wolfgang se hallaba enfrascado en la finalización de La flauta mágica. Terminada ésta, debió también ponerse manos a la obra con el delicioso Concierto para clarinete para Stadler (K.622) y escribir en tiempo récord La clemenza di Tito (agosto-septiembre) para la coronación en Praga del emperador Leopoldo (el emisario desconocido se presentó por segunda vez ante Mozart justo antes de que este abandonara Viena para dirigirse a Praga). A ello hay que restar además el tiempo invertido en la composición de la antes citada Pequeña cantata masónica. Teniendo en cuenta que el enfermo entró en cama el 20 de noviembre, no debió de disponer de más de un mes para escribir el grueso del Réquiem (4).

El estudio detallado de las partituras autógrafas revela que en ellas no sólo se contienen las caligrafías de Mozart y de Süssmayr, sino también la de otro alumno llamado Joseph Eybler, a quien Constanze entregó la partitura incluso antes que a Süssmayr. Sea como fuere, Eybler no debió sentirse capaz de concluir el Réquiem y lo devolvió a la viuda después de haber colaborado en la instrumentación. Por tanto, Constanze sólo acudió a Süssmayr como medida in extremis para la finalización de la obra. ¿Y qué es lo que escribió Süssmayr? Según el estudio de los distintos tipos de papel empleados en el Réquiem, Mozart compuso el “Introitus” en su totalidad y el "Kyrie" completo, cuya instrumentación terminarían Süssmayr y F. J. Freystädler. Igualmente, escribió la totalidad de la “Sequentia” (Dies irae, Tuba mirum, Rex tremendae, Confutatis y ocho compases de la Lacrimosa) y del “Offertorium” (Domine Jesu y Hostias) en esquema, que incluía la totalidad de las voces e importantes apuntes para la instrumentación. Un trabajo más que destacable si tenemos en cuenta el escaso tiempo del que dispuso Mozart, si bien no tiene nada de particular dada su habitual velocidad a la hora de componer.

Süssmayr se atribuyó a sí mismo la totalidad del “Sanctus”, del “Benedictus” y del “Agnus Dei” (el “Communio” no es más que una repetición de la música del “Introitus” y del “Kyrie”), de los que, en efecto, no hay nada escrito de la mano de Mozart. El problema aquí es doble:

1. Constanze afirmaba que cualquiera con unos mínimos conocimientos de armonía hubiera podido completar el Réquiem, lo que choca con la posibilidad de que Mozart no hubiese escrito nada de esas secciones.

2. Como se ha apuntado hasta la saciedad, no existe en la mediocre producción sacra de Süssmayr nada que sea ni remotamente comparable a la música que él mismo se atribuyó del Réquiem.

Por último, la cuestionable exclusividad que se atribuía Süssmayr sobre el “Sanctus”, “Benedictus” y “Agnus Dei” termina desplomándose con la declaración de Constanze al compositor Maximilian Stadler en 1826, donde afirma que Süssmayr se apropió de papeles escritos por Mozart de los que jamás se volvió a saber. Ello cobró aún más fuerza con el hallazgo en fecha tan tardía como 1963 de un esbozo de fuga escrito por Mozart y no usado por Süssmayr para el “Amen” que cierra la “Lacrimosa”. La evidencia histórica parece atribuirle la razón, por tanto, a Constanze, limitando quizás la actuación de Süssmayr a un simple trabajo “de relleno”. Una labor, por cierto, criticada con frecuencia, hasta el punto de que estudiosos como Beyer, Maunder, Levin, o el mismo Landon se han puesto en el lugar de Süssmayr y han elaborado sus propias instrumentaciones del Réquiem corrigiendo las deficiencias de la versión original.


Pero en realidad poco importa este debate. La sombra de Mozart planea sobre la totalidad de la obra, de modo que estamos en una obra de Mozart y sobre Mozart. El misterio de su autoría encierra mucho de romántico, y revelar el enigma sería romper parte del encanto. Estamos ante una obra maestra que busca servir de puente entre lo arcaico (escúchese, por ejemplo, la fuga del Quam olim Abrahae que cierra el “Domine Jesu” y el “Hostias”) y lo nuevo (nótese la utilización de clarinetes en la instrumentación). Pasada la solemnidad del Introitus nos sumergimos en la angustiosa fuga del Kyrie (cuyo tema está prestado del coro “And with his stripes” del “Mesías” de Handel), así como en el furioso Dies irae. Pero la idea de la muerte comienza a antojarse no como algo perturbador, sino como un adiós temporal que abrazamos con resignación (Tuba mirum, Rex tremendae) hasta llegar a su sublimación absoluta en el Recordare. Se nos muestra aquí el tránsito, de evidente significación masónica, de la oscuridad a la luz. La muerte ha pasado a convertirse aquí, en el sentido masónico del tercer grado, en una idea consoladora y en la “mejor amiga” y “objetivo final” del ser humano:

“Ya que la muerte (considerando las cosas de cerca) es el verdadero objetivo final de nuestra vida, desde hace unos pocos años me he familiarizado tanto con esta verdadera y mejor amiga del hombre, que su imagen no sólo ya no conserva para mí nada de aterrador, ¡sino que tiene mucho de tranquilizador y consolador! Y doy gracias a mi Dios por la felicidad que me ha concedido al proporcionarme la oportunidad (vos me entendéis) de reconocerla como la llave de nuestra verdadera felicidad. No me voy nunca a la cama sin pensar que (por joven que sea) quizá al día siguiente ya no estaré, y no obstante, ninguna de las personas que me conocen podrá decir que en mi trato me muestre malhumorado o triste, y por esta felicidad doy gracias a mi Creador, y la deseo desde el fondo de mi corazón para cada uno de mis semejantes” (5).

¡Qué lejos están de la realidad histórica los que imaginan a Mozart como un cretino incapaz de toda reflexión trascendente a la manera de “Amadeus”! Los símbolos masónicos, esparcidos por buena parte de la obra mozartiana –incluyendo, como es lógico, a la música escrita expresamente para las ceremonias– se encuentran muy presentes en el Réquiem. De este modo encontramos, por ejemplo, la utilización de los corni de basetto, empleados en las tenidas masónicas, y de la tonalidad de mi bemol mayor (el tono de la sabiduría) (6), así como los “triples” acordes del “Benedictus” que recuerdan a la obertura de La flauta mágica y simbolizan la tríada de la iniciación masónica (aprendiz-compañero-maestro) y los tres pilares del templo de la Humanidad: belleza, fuerza y sabiduría.

Iniciación masónica en la logia vienesa “La esperanza coronada” (“Zur gekrönten Hoffnung”). Se ha identificado a Mozart como el primer personaje por la derecha, en actitud de conversar.


Os invito a que os sumerjáis conmigo en esta obra emblemática y misteriosa, ya sea como homenaje al genial autor o como simple llamamiento a uno mismo a la reflexión espiritual y a la contemplación de la belleza.

La grabación que propongo a continuación, filmada en el Palau de la Musica de Cataluña en 1991, es la del director británico Sir John Eliot Gardiner al frente del Monteverdi Choir y de los English Baroque Soloists, con instrumentos de época. Los solistas son Barbara Bonney (soprano), Anne Sofie von Otter (mezzosoprano), Anthony Rolfe Johnson (tenor) y Alastair Milnes (bajo).

Añadido (7-12-2009): Curiosamente el blog ha alcanzado su visita número 626 siendo esta la última entrada publicada. La casualidad no existe.


WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756-1791)

REQUIEM, K.626

Terminado por Franz Xaver Süssmayr (1766-1803)


I. Introitus

- Requiem aeternam

II. Kyrie

III. Sequentia

- Dies irae

- Tuba mirum

- Rex tremendae

- Recordare

- Confutatis

- Lacrimosa

IV. Offertorium

- Domine Jesu

- Hostias

V. Sanctus

VI. Benedictus

VII. Agnus Dei

VIII. Communio

- Lux aeterna


Barbara Bonney, soprano

Anne Sofie von Otter, mezzosoprano

Anthony Rolfe Johnson, tenor

Alastair Milnes, bajo


The Monteverdi Choir

The English Baroque Soloists

John Eliot Gardiner


(1) El 20 ó 21 de octubre.

(2) Nissen, según testimonio de Constanze Mozart.

(3) Íd. y diario de Vincent y Mary Novello, según testimonio de Constanze.

(4) H. C. Robbins Landon: 1791, el último año de Mozart. Ed. Siruela. Madrid, 1995. Pág. 173.

(5) Fragmento de la última carta de Mozart dirigida a su padre moribundo (1787). El “vos me entendéis” es una referencia velada a las ideas masónicas compartidas por padre e hijo.

(6) David Humphreys: Mozart y su realidad (Coord.: H. C. Robbins Landon). Ed. Labor. Barcelona, 1991. Pág. 269.

























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