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jueves, 26 de septiembre de 2013

L’incoronazione di Poppea (Gardiner, 1996)

John Eliot Gardiner (dir.); Sylvia McNair (Poppea); Dana Hanchard (Nerone); Anne Sofie von Otter (Ottavia / Fortuna / Venere); Michael Chance (Ottone); Francesco Ellero D’Artegna (Seneca); Catherine Bott (Drusilla / Virtù / Pallade); Bernarda Fink (Arnalta), Roberto Balconi (Nutrice); Mark Tucker (Lucano / Soldato primo); Constanze Backes (Valletto); Marinella Pennicchi (Damigella / Amore); Nigel Robson (Liberto / Soldato secondo); Julian Clarkson (Littore / Mercurio). The English Baroque Soloists (instrumentos originales). ARCHIV 3 CD.

La grabación que realizó el director británico John Eliot Gardiner de L’incoronazione di Poppea en 1996 presenta, además un reparto de bastante altura en términos generales, interés especial por el trabajo de la orquesta y de la edición manejada de la obra. Existen dos manuscritos diferentes a través de los cuales nos hay llegado Poppea, sin que pueda afirmarse que en ninguna de esas dos alternativas se contenga la obra tal y como pudo verse en su estreno, en cuanto a música y texto. Tenemos, por un lado, una “versión” de Venecia que sabemos retocada probablemente por Francesco Cavalli (al margen, naturalmente, de la pluralidad de autores que debieron intervenir en la génesis de la ópera, junto con Monteverdi). El otro manuscrito, de Nápoles, se asocia a unas representaciones que tuvieron lugar en esta ciudad de Poppea en 1651 -es decir, ocho años después del estreno- a cargo de una compañía de ópera llamada Febiarmonici.

Ambas versiones presentan, como decía, alteraciones en texto y música, de modo que la práctica habitual de los directores ha sido la de acudir a la fuente veneciana o a una mezcla de ambas. Pues bien, ¿a qué viene toda esta exposición? Al hecho de que Gardiner recurre en esta grabación a la más inhabitual versión napolitana de Poppea, con pocos cortes. La elección es interesante desde el punto de vista del libreto, pues por ejemplo se incluye aquí, antes del célebre “Pur ti miro” conclusivo, una escena de Amor (“Scendiam, scendiamo”) junto con Venus y un coro de amorcillos que no consta en el manuscrito veneciano. El gran problema, empero, al que se enfrenta Gardiner eligiendo la versión de Nápoles es el de las sinfonías y ritornellos. Se supone que los del manuscrito de Venecia no son obra de Monteverdi. En cuanto a los de la fuente napolitana, según se informa en el librito que acompaña a la grabación no pueden ser los originarios de 1643, sino que debieron componerse ex profeso y con más voluntad que maña para aquellas representaciones de 1651. La solución de Gardiner es la de recomponerlos (el trabajo es de Peter Holman) respetando la línea del bajo, que es coincidente las más de las veces en las versiones de Venecia y Nápoles, y sustituyendo la sinfonía inicial por la del prólogo del Ulisse.

Una decisión también interesante de Gardiner atañe a la instrumentación: no toma el material existente como si se tratase de meros apuntes necesitados de verse reforzados por más instrumentos, incluidos vientos, en función de los medios con los que se contase para su eventual representación, sino que los respeta per se, manteniéndolos al mínimo. Esto significa que a nivel instrumental todo se reduce a dos violines y al continuo (violonchelo, contrabajo, guitarras, arpas, clave, órgano...). La orquesta suena, por tanto, como una agrupación de cámara, y el poco colorido instrumental puede resultar quizá un argumento en contra respecto de aquellas personas que consideren Poppea como una obra ya de por sí tediosa. La decisión de Gardiner puede ser quizá contraproducente en la medida en la que habrá gente que tuerza el gesto, pero también tiene mucho de interesante.

En suma, Gardiner hace lo siguiente: escoge la fuente napolitana de la obra, más inhabitual que la veneciana; elimina de ella el material interpolado sobre la obra originaria (desarrollo de los ritornellos y sinfonías) respetando aquello que coincide con el manuscrito de Venecia (también manipulado) y que, por tanto, podría estar relacionado con la música instrumental originaria de Poppea. A nivel de instrumentación, se ciñe al manuscrito, que no quiere concebir como un mero esbozo, sin inventarse nada en ese sentido.

Es un trabajo estimable y bien planificado. En lo personal, me gusta muchísimo y jamás me ha parecido tedioso, claro que también es cierto que esta fue mi primera Poppea y uno de los primeros discos de ópera que compré en mi vida, por lo que las razones sentimentales pesan. Interesante y elaborado planteamiento el de Gardiner, en cualquier caso. De hecho, lo único que podría tal vez criticarse de su trabajo es su enfoque quizá un poco demasiado serio de la obra incluso en escenas y con personajes que ciertamente parecen concebidos, tanto en el texto como en la música, con bastante desenfado.

Vayamos ahora a las voces. Lo cierto es que esta ópera tiene tantos personajes, muchos los cuales son realmente brevísimos, que temo que esta parte de mi escrito pueda quedar incluso algo telegráfica...

Sylvia McNair es una Poppea espléndida en todos los sentidos. Su voz, carnosa y cálida, es decididamente adecuada para el papel de la aparentemente dulce protagonista, y dispone además de técnica y medios más que sobrados para salir bien airosa de todos los pasajes de agilidad. Sí podría mostrar quizá una mayor gama de matices psicológicos en su papel, tan rico y complejo. Suena permanentemente como un corderito, y sólo cuando manipula atrozmente a Nerón para procurar la muerte de Séneca consigue McNair mostrar claramente la violencia despiadada de Poppea. Una arpía con aspecto angelical. En cuanto a Nerón, Dana Hanchard es poseedora de una voz muy andrógina que no me resulta precisamente bella, aunque precisamente esas características –tan subjetivas siempre, pues nadie tiene la verdad absoluta sobre lo que es lo bello– quizá hayan sido buscadas adrede a la hora de proceder a la elección del reparto, pues son rasgos que no nos resultan chocantes en un personaje repulsivo como Nerón. En cualquier caso, he de advertir que una cosa es no considerar especialmente bonita a una voz (cuestión, repito, subjetiva) y otra muy diferente cantar mal, cosa que Hanchard no hace. De hecho, resuelve impecablemente su parte y es un Nerón muy expresivo y comunicativo con el oyente: colérico sin excesos ni griteríos en el interrogatorio a Drusilla, hedonista cuando se recrea en la poesía con Lucano, eróticamente dominado por Poppea (véase el modo en el canta “Ahi destin!”)...

Espléndida la Ottavia de una Anne Sofie von Otter rotunda y arrolladora como pocas veces. Es más colérica que lacrimógena, y eso hace menos chocante al espectador la contradictoria moralidad de un personaje que se muestra como una mujer pura en el primer acto al considerar indigno compartir el lecho con otro que Nerón, para terminar después siendo el mismo día la responsable de un frío y meditado intento de asesinato. Se despide con un “Addio Roma” pleno de amargura y dramatismo.

El buen nivel del reparto queda definitivamente indiscutido con la brillante presentación de los otros personajes más importantes. Michael Chance es un Otón pleno de belleza y sensibilidad, y Francesco Ellero D’Artegna es un Séneca fabuloso. Posee una oscura voz natural, sin pizca de engolamiento, capaz de alcanzar los comprometidos graves, muchos de ellos tremendos, que exige su parte. Es sin duda uno de los puntos fuertes de la grabación. Además, lo reducido de la orquesta y la utilización del órgano –tan vinculable, incluso aunque busquemos deliberadamente desligarnos de la idea, a lo sacro– en algunas de sus intervenciones acentúa un intimismo que refuerza el carácter meditativo del personaje. Un verdadero acierto.

Catherine Bott cumple como una correcta Drusilla, aunque su voz, algo falta de brillo, no resulta del todo idónea para un papel que en el libreto es descrito como juvenil. Sí está espléndido Mark Tucker (que hasta donde sé no está emparentado con Richard) como Lucano, luciendo una ágil voz lírica que recuerda, en el marco de los cantantes españoles actuales, a Juan Sancho. Bernarda Fink, por su parte, es una Arnalta de voz muy bella, aunque excesivamente vibrada (temblona, incluso). Está realmente bien cantada, pero adolece quizá de una excesiva seriedad (¿culpa suya o de Gardiner?). Más divertido, naturalmente, es el papel de Nutrice, que corre a cuenta de Roberto Balconi, un contratenor de medios limitados pero que sale del paso.

En cuanto al Valletto de Constanze Backes, está defendido de manera encantadora. Hay en ella belleza vocal, candidez y agilidad, aunque se le puede recriminar sonar demasiado femenina. Marinella Pennicchi cumple con su cometido de cantar los papeles de Amor y la Damigella, y en ambos casos lo hace con corrección, aunque quizá algo almibarada. Sin problemas Nigel Robson y Julian Clarkson en sus breves intervenciones.

La grabación, por tanto, tiene un nivel musical bastante potente. El nivel medio del reparto es muy alto, y lo logrado del trabajo de McNair y Von Otter basta para aconsejar la adquisición del triple cedé, que cuenta como aliciente basarse en la poco popular edición de Nápoles. El registro procede de una interpretación en vivo en el Queen Elizabeth Hall de Londres, pero no hay que tenerle miedo a la calidad de la toma sonora, que resulta muy clara (sólo se advierte que no es una grabación de estudio por la presencia, muy aislada, del sonido de pasos sobre el escenario). Merece mucho la pena.

jueves, 4 de julio de 2013

La clemenza di Tito (Gardiner, 1991)

Sir John Eliot Gardiner (dir.); Anthony Rolfe Johnson (Tito); Anne Sofie von Otter (Sesto); Julia Varady (Vitellia); Catherine Robbin (Annio); Sylvia McNair (Servilia); Cornelius Hauptmann (Publio). The Monteverdi Choir. The English Baroque Soloists (instrumentos originales). ARCHIV 2 CD.

La última de las operas compuestas por Mozart nunca ha gozado de la popularidad de la trilogía “dapontiana” ni de La flauta mágica, de ahí que aun existiendo grabaciones importantes, estas no alcancen en número ni remotamente a sus “competidoras” arriba citadas. Este Tito de John Eliot Gardiner se sitúa para mí en la cima, o al menos muy cerca, de las grandes grabaciones de esta ópera. Se grabó justo cuando el director británico comenzaba su proceso de grabación de las óperas más importantes de Mozart, que concluiría en 1995 con La flauta, y consigue con su orquesta de instrumentos de época una versión de gran belleza sonora y adecuada dosis de drama. Si hay algo que caracteriza a Gardiner frente a muchas de las otras batutas historicistas de su generación es su innegable sentido del teatro, aquí palpable. Su buena aptitud para la ópera es superior a la de un Hogwood, que quizá salvo en Handel no se ha movido excesivamente en el ámbito operístico, y no digamos ya a un Pinnock, cuyas grabaciones de ópera se cuentan con los dedos. Por otra parte, me parece un director con bastantes más tablas que un Minkowski o el a veces tan rudo Harnoncourt, a pesar de la innegable importancia histórica de este último.

Gardiner es, por tanto, uno de los más completos directores historicistas que existen, muy capaz de manejar inteligentemente a una orquesta de efectivos reducidos para que funcione como partícipe adecuada del drama sin necesidad de acudir a los caprichos estéticos de los que adolece hoy en día un Jacobs, para muchos el gran mozartiano historicista de nuestros tiempos. Sólo hay que escuchar el enorme patetismo con el que el británico dirige el final del segundo acto (Oh, nero tradimento), con un Monteverdi Choir siempre espléndido. Gardiner no tiene la necesidad, como Östman, de dejar claro a cada compás que lo que él hace es muy diferente del trabajo de los demás por ser historicista, ni tampoco parece preocupado por impresionar como Minkowski. Gardiner es un director que utiliza instrumentos de época para sus trabajos, y no un agitapalos cuya única función consiste en dejarle claro al público que pertenece a la corriente historicista.

El Tito de esta grabación es Anthony Rolfe Johnson, que venía de una década en la que se había convertido en el tenor barroco por antonomasia. El joven Richard Croft, entonces en mucha mejor condición vocal que en sus más recientes grabaciones mozartianas con Jacobs, hubiera sido también una opción interesante, como queda claro con sus filmaciones en Drottningholm. Lo cierto es que en el ámbito barroco dudo que haya habido ningún otro tenor que haya dejado una impronta tan grande con Rolfe Johnson. En la presente grabación crea a un Tito quizá incluso demasiado acaramelado y meloso en el primer acto, en el que da la sensación de que el emperador es más empalagoso que un bocadillo de polvorones. Y quizá el personaje lo sea, lo cual queda ya a la apreciación de cada uno. A partir del segundo acto la cosa se vuelve mucho más interesante dramáticamente con Rolfe Johnson, que elabora a un personaje convincentemente atormentado sin perder con ello un ápice de su elegancia. Muy en esta línea está también el Idomeneo que grabó con Gardiner por la misma época, y que es sin duda otra grabación mozartiana de importancia.

El papel de Vitellia es, como se sabe, asesino, y no sólo en cuanto al personaje. Se requiere a una cantante de amplísima extensión vocal, capaz de abarcar los casi imposibles graves que exige la partitura. Julia Varady sale con auténtica brillantez del apuro y firma un bellísimo Non più di fiori, delicadamente acompañado por la orquesta. También muy notable resulta el Sesto de Anne Sofie von Otter, cuya sedosa voz no resta masculinidad a su personaje. Con un instrumento más modesto, Catherine Robbin no deja de resultar adecuada en el discreto y sin embargo muy bello papel de Annio, mientras que Sylvia McNair concibe a Servilia como un ser angelical. El timbre es muy cálido y bello y no hay ni un ápice de vibrato, lo que puede hacer que muchos la consideren una cantante algo “plana”. No es esta mi opinión: teniendo en cuenta que no está cantando Mimì sino Servilia, a mí me parece estupenda. Cornelius Hauptmann cumple, por último con el papel de Publio.

Grabación de gran importancia para cualquiera que desee adentrarse en este título.

viernes, 19 de abril de 2013

L’Orfeo (Gardiner, 1987)


Sir John Eliot Gardiner (dir.); Anthony Rolfe Johnson (Orfeo); Julianne Baird (Euridice); Lynne Dawson (La Musica); Anne Sofie von Otter (Messagiera); Nancy Argenta (Ninfa); Mary Nichols (Speranza); John Tomlinson (Caronte), Diana Montague (Proserpina); Willard White (Plutone); Mark Tucker, Nigel Robson, Michael Chance, Simon Birchall (Pastori); Howard Milner, Nicholas Robertson (Spiriti). The Monteverdi Choir. The English Baroque Soloists. His Majesties Sagbutts & Cornetts (instrumentos originales). ARCHIV 2 CD.

Que la forma en la que se ha abordado Monteverdi en el marco de la corriente historicista ha variado con los años es un hecho indiscutible. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en este Orfeo grabado por John Eliot Gardiner en 1987. El trabajo del director británico al frente de sus habituales English Baroque Soloists es impecable desde cualquier punto de vista, pero este Monteverdi tan british por decirlo de algún modo, guarda poca relación con el carácter más “mediterráneo” con el que la mayoría de los directores suelen revestir a estas obras en nuestros días. ¿Es esto un defecto? No necesariamente. Pese a los años transcurridos, sigue pareciéndome una lectura interesante de la obra, por mucho que hoy pueda resultar algo fría por momentos a nuestros oídos. Creo que ha resistido mejor el curso de los años que otras grabaciones clásicas tipo Harnoncourt.

Gardiner decide entregarle el papel protagonista a un tenor y no a un barítono. Aunque la opción del barítono es posiblemente la más frecuente, no está claro el tipo de voz para el que escribió Monteverdi, por lo que Gardiner, al igual que haría posteriormente Emmanuelle Haïm, opta por subir la obra de tono y convertir a Anthony Rolfe Johnson en el desdichado Orfeo. Fue este un tenor que demostró inteligencia al centrarse principalmente en el campo barroco, que es en donde probablemente más tenía que ofrecer, por encima de cualquier otro repertorio. La voz es melosa y agradable y resuelve bien todos los pasajes de coloratura. ¿Un defecto? Aun a riesgo de ser lapidado por sus muchos defensores, creo que Rolfe Johnson pudo ser muchas veces más expresivo de lo que fue. A veces da la sensación de ser tan impecablemente correcto en lo técnico como lánguido en lo expresivo. Su Orfeo es bueno, como la mayoría de lo que hizo, y sabe sacar muy bien partido del trascendental “Possente spirto”. Probablemente era la mejor opción en 1987 para hacer un Orfeo tenor, y a día de hoy sigue resultando muy válido.

El reparto, por lo demás, se nutre de un buen puñado de cantantes conocidos en este repertorio. Anne Sofie von Otter se hace cargo del breve papel de mensajera y Nancy Argenta es la ninfa. Por su parte, John Tomlinson, con ese timbre oscuro, resulta muy efectivo como Caronte. Entre los pastores tenemos también a un popular contratenor, Michael Chance, que ha grabado bastante con Gardiner. El resto cumple con idéntica solvencia, y Julianne Baird merece una mención especial por su muy bien abordado prólogo.

El Monteverdi Choir es, como siempre, un punto fuerte de la grabación. Para mí es probablemente la mejor formación vocal que existe en este repertorio y está espléndido en todas sus intervenciones.

El reparto, en suma, es sólido y la dirección irreprochable en los aspectos técnicos. Cosa distinta es que hoy estemos acostumbrados a un Monteverdi menos rígido, pero esa es una de las cosas más bonitas de la ópera: la posibilidad de que una misma obra sirva cada vez como vehículo de expresión de sensaciones y emociones que a veces pueden resultar sorprendentemente diferenciadas. Es un muy buen Orfeo.

miércoles, 27 de abril de 2011

Orphée et Eurydice (Kožená, Bender, Petibon – Gardiner)

Si bien el pasado mes de diciembre hablaba del célebre Orfeo de Claudio Monteverdi, ahora toca referirse al no menos famoso Orfeo y Eurídice de Gluck. Como siempre, he aquí un breve resumen argumental:

Acto 1: Acompañado de ninfas y pastores, Orfeo acaba de sepultar el cuerpo de su esposa Eurídice. Tras despedir a sus acompañantes, Orfeo deambula a solas por el bosque recordando a su amada cuando es visitado por el Amor, que le anima a descender a los infiernos y recuperar así a su esposa. Sólo se le impone una condición: que bajo ningún concepto mire a Eurídice hasta que ambos estén de vuelta en el mundo de los vivos, debiendo además evitar informar a Eurídice sobre este pacto.

Acto 2: Orfeo se encuentra ante la entrada misma de los infiernos, pero varios espíritus le impiden violentamente el acceso. Acompañándose de su lira, Orfeo canta en voz alta sus desgracias y consigue conmover a las sombras, que terminan por abrirle paso. De este modo, Orfeo consigue llegar hasta el Elíseo, un lugar de paz y reposo eternos, en el que otros espíritus benévolos calman su ansiedad asegurándole que Eurídice renacerá muy pronto para él.

Acto 3: Eurídice recibe alegremente la noticia volver a la vida en compañía de Orfeo, pero enseguida se percata de la actitud esquiva de su esposo. Incapaz de comprender la causa por la que él se niega incluso a mirarla, le interroga al respecto, pero Orfeo, fiel al pacto, se niega a revelarle el misterio. Finalmente, incapaz de soportar el llanto de Eurídice, Orfeo se vuelve hacia ella para consolarla, momento en el que Eurídice muere por segunda vez. Abatido, Orfeo se dispone a suicidarse para reunirse, esta vez para siempre, con su esposa, pero una nueva aparición del Amor evita su muerte. En premio por la constancia de Orfeo, Amor devuelve la vida a Eurídice y la obra termina alegremente con la pareja reunida en compañía de ninfas y pastores que entonan alabanzas al dios del amor.

Traducción de la versión francesa del libreto al castellano.

Casi huelga decir que este libreto, en su búsqueda de la simplicidad argumental, distorsiona hasta cierto punto el conocido mito de Orfeo y Eurídice. En primer lugar, no es aquí Plutón quien impone a Orfeo la condición de no contemplar a Eurídice, sino el mismo Júpiter a través del Amor. Ya en los infiernos, Orfeo no se enfrenta a Caronte, al cancerbero ni a los jueces ni consigue tampoco la suspensión de las torturas, sino que convence a un grupo de espectros infernales que en ningún momento aluden a la voluntad de Plutón, señor del inframundo. Por último, el intento de suicidio de Orfeo y la resurrección de Eurídice son elementos extraños al mito que aportan un final feliz a la historia.


Orfeo y Eurídice constituye, como sabrá cualquier aficionado a la ópera, el cambio más radical que experimentó el género operístico en el siglo XVIII, y habría que preguntarse, incluso, si no lo ha sido también hasta el día de hoy. Christoph Willibald Gluck rompió los moldes tradicionales de la ópera barroca y clásica suprimiendo los diálogos y recitativos, que únicamente sobreviven de forma breve en esta obra como recitativo accompagnato por la orquesta. Prescindió también de la estructura simétrica de los números musicales que había predominado hasta entonces, y desarrolló unos personajes cuya música huye casi en todo momento de la mera exhibición vocal y el virtuosismo. La versión original, con libreto en italiano de Raniero de Calzabigi, se estrenó en Viena en 1762, llegando doce años más tarde a París en la Academie Royale de Musique. Para esta última ocasión se elaboró una versión francesa del libreto a cargo de Pierre-Louis Moline. Por su parte, Gluck amplió la versión vienesa adaptando la obra al gusto francés (véase, por ejemplo, la inclusión del ballet final) y entregando el papel de Orfeo no a un castrato, como exigía la versión vienesa, sino a un tenor. Casi un siglo después, cuando la presencia de los castrati en los teatros comenzaba a ser cada vez más exigua, Hector Berlioz repuso la versión francesa del Orfeo y Eurídice entregando el papel protagonista a una contralto, en la línea de la versión italiana: Pauline Viardot, hermana de María Malibrán. En líneas generales, tanto el propio Berlioz como Camille Saint-Saens respetaron la versión francesa, acudiendo a la italiana sólo cuando la consideraban superior. Quizás la mayor licencia fue la de cerrar la ópera con el coro “Le Dieu de Paphos et de Gnide” de la ópera Echo et Narcisse, también de Gluck. En lo personal, esta revisión de Berlioz tiene elementos que me satisfacen mucho: en general prefiero la versión francesa de la obra a la italiana, pero paradójicamente no termina de satisfacerme escuchar a Orfeo cantado por un tenor (quizás tenga la culpa Richard Croft, bastante apurado en la por otra parte excelente grabación de Minkowski). Por tanto, una versión francesa cantada por una voz femenina resulta idónea para mis gustos, y en eso consiste, en parte, la versión de Berlioz. Por lo demás, este último fue respetuoso con la música de Gluck y no me parece en absoluto que su revisión sea una traición a la obra original. Por poner un ejemplo, la inmensa mayoría de las grabaciones del Mesías de Handel no siguen la edición de ningún año en concreto, sino que acumulan música escrita por el compositor a lo largo de años diferentes para ese oratorio sin que nadie las tache de “anti-historicistas” ni se lleve las manos a la cabeza.

Existe entre muchos aficionados a la ópera el prejuicio de considerar la obra de Gluck como plana y aburrida, adjetivos que en mi opinión no son precisamente los que mejor describen al por otra parte célebre Orfeo y Eurídice. Es cierto que la música de Gluck no imprime a sus personajes la profundidad psicológica de la que en su siglo fueron capaces Handel o Mozart, pero no por ello estamos hablando de frialdad ni de insensibilidad. Yo veo al Orfeo como un arrebatador espectáculo que acontece ante nuestra vista y nuestro oído, y que nos fascina y conmueve como espectadores sin pretender posicionarnos en la mente de los propios personajes. Orfeo se disfruta desde un plano distante, pero se disfruta. Tomemos un ejemplo pictórico: cuando nos detenemos a contemplar los Fusilamientos del 3 de mayo nos sentimos (o yo me siento) fuertemente impactados por la gran carga dramática de la escena pintada por Goya: la luz que parece concentrarse en la camisa del desdichado que está a punto de morir nos obliga a fijar nuestra atención en éste y en su expresión, entre aterrada y resignada, que contrasta con sus ejecutores, retratados como un grupo anónimo, insensible, gris e impersonal. No nos sentimos soldados napoleónicos ni tampoco nos tortura la sensación de muerte inminente que debe sufrir todo condenado en esa circunstancia. Lo que nos trastorna es la contemplación, desde la relativa distancia del espectador, de una escena angustiosa de enorme patetismo. Eso es Orfeo y Eurídice. Basta para darse cuenta de ello con escuchar el coro fúnebre que abre la obra y que resulta aún más impactante después de haber oído una obertura enérgica y de cierto vitalismo. Las patéticas exclamaciones de Orfeo, repitiendo el nombre de su esposa mientras el coro dirige a los cielos sus oraciones funerarias producen un efecto angustioso en el oyente sin recurrir a los llantos desgarrados, a los gritos ni a las estridencias. El efecto, precisamente, se incrementa por la calma mortal que transmite la música, que se dulcifica magistralmente en el tierno “Objet de mon amour”. La amarga queja de Orfeo no es aquí violenta ni desgarrada, pero tampoco inexpresiva, sino tierna, sosegada y conmovedora, como quizás corresponde a quien ha dispuesto de algún tiempo para tratar de asimilar su desgracia una vez superado el shock inicial. Este tipo de lamento fúnebre reflexivo y dulcificado es lo que encontramos, por ejemplo, en las monumentales “Siete palabras” de Haydn.


Sin embargo, en mi opinión Gluck reserva la mejor música para el segundo acto. La súplica de Orfeo a los espíritus infernales que le bloquean el acceso a los infiernos carece del pathos del “Possente spirto” del Orfeo monteverdiano, que expresa de forma insuperable la mezcla de angustia, esperanza y ansiedad que sufre el personaje. Pese a ello, el hecho de contar no ya con la presencia de Caronte, como ocurría en la ópera de Monteverdi, sino de todo un coro infernal permite a Gluck sorprender al oyente con el magnífico contraste que suponen las súplicas de Orfeo con las violentas negativas de los espíritus (“Spectres, larves, ombres terribles” – “No!”). La escena, en suma, está resuelta del modo más eficaz posible teniendo en cuenta las posibilidades que ofrece el libreto, acudiéndose incluso a la música descriptiva al presentar inequívocamente los ladridos de Cerbero en el coro inicial “Quel est l’audacieux”. A esta secuencia le sigue la visión del Elíseo con un “ballet des ombres heureuses” (ballet de los espíritus dichosos) que, con su mágica intervención central de la flauta, constituye para mí la página más hermosa de toda la obra. De por sí sola, esta segunda escena del acto segundo, con la primera aparición de Eurídice, debería bastar para convencer de su error a los que tachan la música de Gluck de fría o inexpresiva. La inmediata irrupción de Orfeo (“Quel nouveau ciel”?) viene acompañada de una elaborada orquestación en la que el oboe se destaca con una hermosísima frase inicial. La agitada cuerda de fondo parece simular el fluir del agua, así como la flauta simula el canto de los pájaros, elementos ambos citados por el héroe como presentes en el Elíseo en donde se encuentra. Sigue el delicioso coro “Viens dans ce séjour paisible”, en el que los moradores del cielo calman la ansiedad de Orfeo prometiéndole el próximo renacimiento de Eurídice y que, tras una última intervención del protagonista, se repite de nuevo con distinto texto (“Près du tendre objet qu’on aime”), como conclusión del acto. En cuanto al tercer acto, la página más destacable la constituye la popular “J’ai perdu mon Eurydice” (“Che farò senza Euridice” en la versión vienesa), un monólogo de Orfeo ante el cuerpo, nuevamente sin vida, de Eurídice, quien obviamente no puede ya responder a sus llamadas y a sus lamentos.

La grabación en vídeo que motiva esta entrada es la registrada por Sir John Eliot Gardiner en octubre de 1999 en el Theâtre Musical de Paris (Châtelet). El director británico, a punto de embarcarse en su azaroso “peregrinaje” de las cantatas de Bach, representó también Alceste en París por las mismas fechas, optando en el caso del Orfeo y Eurídice por la edición de Berlioz.

El principal, y realmente el único grave, punto flaco de este Orfeo es la desangelada y fría puesta en escena de Robert Wilson. Destaco tres rasgos principales:

- Uso permanente de la iluminación azulada.
- Minimalismo escénico.
- Movimientos en escena deliberadamente antinaturales.

Kožená con aspecto de haberse estampado contra un cristal

En efecto, la propuesta escénica de Wilson es claramente monocromática, si bien es cierto que juega con distintos tonos de azul en función de las circunstancias. El primer acto está dominado por la oscuridad nocturna, mientras que toda la escena del Elíseo es escenificada con colores pálidos y con una gran luminosidad. La violencia del coro infernal del segundo acto se ve secundada en lo visual con algún cambio brusco de iluminación encaminado a desconcertar al espectador. Siguiendo este fácil juego de luz/oscuridad, vemos que Orfeo atraviesa dos entradas diferentes en su búsqueda de Eurídice: un primer panel es oscuro, como posible referencia al Tártaro, y el segundo, que le lleva al Elíseo donde habita su esposa, de color claro. Ahora bien, este juego de utilizar la luz y la oscuridad como referencias de lo positivo y lo negativo, respectivamente, lleva a Wilson a ofrecernos un Elíseo tan gélido visualmente que nos da la impresión de que el alma de Eurídice ha ido a parar nada menos que al Polo Norte. Las ropas de esta última son claras como las del coro (el blanco como obvia referencia a la inocencia), y todos deambulan en un escenario desangelado (curioso adjetivo en este caso) en el que tan sólo es posible encontrar una tela blanca que recubre el suelo y la presencia de una roca, que al ser también de color blanco, se asemeja más bien a un bloque de hielo. El resultado es de una gran frialdad visual que nada tiene que ver con la música que escuchamos, dominada precisamente en esas últimas escenas del segundo acto por las cálidas intervenciones de las maderas de la orquesta.


Tampoco resulta apropiada para huir de la frialdad del montaje la ausencia de casi cualquier elemento ornamental en el escenario. En el primer acto encontramos la presencia de unos acertados cipreses como alusión fúnebre al entierro de Eurídice y de una roca, que volverá a aparecer en el segundo acto, aunque de color blanco, como decía. Nada más. El gusto de Wilson por la desnudez escénica le lleva incluso a presentarnos a un Orfeo despojado de su lira en la escena del infierno, de modo que el oyente escucha el instrumento pero no puede verlo en el escenario. En el tercer acto sigue imperando la misma tónica, con la única presencia de nuevas rocas desde las que pretende despeñarse Orfeo tras perder por segunda vez a Eurídice. Ahora bien, Wilson rompe todos sus esquemas para el coro final (“L’amour triomphe”) al introducir en escena a personajes con un vestuario más elaborado y presentar una estructura que se asemeja a un gran salón o galería en la que flota un misterioso cubo ingrávido. Por más que me he esforzado, sólo le he encontrado dos posibles explicaciones a la presencia de ese cubo en el aire: o es algo tan profundamente intelectual y complejo que resulta inaccesible para el común de los mortales (entre los que me incluyo) o bien es simple y llanamente un mero capricho visual por parte de Wilson, al igual que su forma de iluminar el escenario tras la obertura, haciendo crecer precisamente a un cuadrado luminoso hasta abarcar todo el fondo del escenario.

Con todo lo dicho, lo más extraño del montaje es la peculiar forma de deambular por el escenario de los diferentes personajes. Todos ellos se desenvuelven de forma antinatural, gesticulando a cámara lenta como si de títeres se tratara. Esto último, unido al hecho de que el personaje del Amor parece moverse con una mayor “naturalidad”, por decirlo de algún modo, podría llevar a pensar que se nos quiere transmitir la idea de que la pareja protagonista se mueve en todo momento bajo el influjo de fuerzas mayores que dominan su voluntad como si de marionetas se tratara. Por alguna parte he leído que Wilson pudo inspirarse para esto en el teatro japonés. Sea como fuere, su propuesta escénica es visualmente fría, y excesivamente desnuda y extraña.

Entrando ya en el reparto, Magdalena Kožená es una mezzosoprano que precisamente saltó a la fama a comienzos de la década de 2000, por la época en la que afrontó el Orfeo que motiva esta entrada. Aunque se ha adentrado en otros terrenos, es su condición de cantante barroca la que le ha reportado mayor fama con los años: es capaz de resolver con cierta solvencia los pasajes de agilidad y coloratura, pero su principal virtud es la de ofrecer al oído una voz francamente hermosa, aunque con obvias limitaciones. Aquí la vemos cumpliendo sobradamente como un convincente Orfeo, si bien es cierto que suena permanentemente femenino. Sus limitaciones técnicas quedan de manifiesto en el aria “Amour, viens rendre à mon âme” que cierra el primer acto y que requiere de cierta dosis de virtuosismo vocal. Los comprometidos descensos al grave son constantes, pero alcanzan aquí su nivel de mayor inestabilidad, con una ornamentación improvisada al final que la obliga a descender a su apuradísimo grave en un ejercicio de coloratura que en su voz suena antimusical. En compensación, Kožená ofrece una espléndida versión de la famosa “J’ai perdu mon Eurydice” en la que juega magistralmente con los contrastes entre el forte y el piano, especialmente en la parte central con la repetición del da capo y la doble repetición de la palabra “Eurydice”, apenas susurrada la primera vez y lanzada como una lastimosa queja la segunda. Estas maravillas son las que consiguen que me olvide de lo malo y que sea benévolo con el Orfeo de Kožená. Con lo que no puedo ser benevolente es con el horrendo maquillaje (especialmente en lo que atañe a las cejas) que la afea en un vano intento de hacerla parecer masculina y que parece hecho con la escopeta de maquillaje de Homer Simpson.

En lo que se refiere al personaje de Eurídice, la para mí desconocida Madeline Bender posee una cristalina voz de soprano lírico ligera que encaja a la perfección con el aire inocente y angelical de la esposa de Orfeo. No hay ningún problema técnico, si bien resulta cierto por otra parte que su papel no es tan comprometido musical y teatralmente como el de aquél. No deja en buen lugar a Eurídice el libreto: es un personaje que a fuerza de ser puro y bueno se nos puede antojar como algo estúpido. De hecho, no es aquí la impaciencia de Orfeo por contemplarla la que la lleva a morir por segunda vez, sino la presión psicológica a la que ella misma somete, sin mala intención, a su esposo, que resulta derrotado. Wilson la retrata de la forma más inexpresiva posible: Eurídice está en el Elíseo y habla de felicidad, pero no sonríe. Tampoco se nos muestra excesivamente trágica ni llorosa en su discusión con Orfeo y sus facciones aparecen permanentemente relajadas, como si se pretendiera reflejar la “sofrosine” o serenidad perfecta, tan propia de la escultura clásica.


Como cabía esperar, Patricia Petibon está mucho más simpática en su papel de dios del Amor. Al igual que Kožená, la fama de Petibon nació precisamente por aquellos años, en los que aparecía públicamente con ese peinado maravilloso en forma de cuernos. Vocalmente es también una soprano de medios limitados, pero con inteligencia y recursos suficientes como para salir del paso de momentos de apuro. Por poner un ejemplo, su último trabajo de 2010, “Rosso”, me gustó bastante en líneas generales, si bien la calidad de sus interpretaciones no era precisamente uniforme. En este DVD cumple a la perfección con su papel secundario, algo breve pero muy agradecido musicalmente, especialmente en lo que atañe al acto primero, en el que cuenta con una hermosa aria propia (“Soumis au silence”), en la que aporta algún apianamiento interesante descriptivo del silencio que exige de Orfeo después de su simpática irrupción en escena. Pues bien, al margen de lo musical, hay que decir que la Petibon hace honor aquí a su fama de intérprete algo payasa. Sus gestos y movimientos resultan cómicos y hasta hay algún momento en el que da la sensación de mirar directamente a cámara con cara de guasa. Podría argumentarse que esto es voluntad de Wilson para reflejar el carácter infantil del dios y esas cosas, pero conociendo a Petibon lo más probable es que, simplemente, se lo estaba pasando estupendamente.

Una cosa más. Aunque la valoración general de las cantantes es positiva, es preciso señalar algo más en su favor: no debe resultar nada fácil aprenderse todos y cada uno de esos extraños movimientos en el escenario, especialmente en el caso de Kožená. Sin duda tiene su mérito.

Por lo demás, este Orfeo y Eurídice es tan extraordinario como pudiera esperarse. El Monteverdi Choir rinde, como siempre, a un nivel insuperable. En cuanto a la orquesta, Sir John Eliot Gardiner evita el anacronismo de acudir a sus habituales English Baroque Soloists al tratarse de la revisión de Berlioz, por lo que utiliza a su orquesta especializada en el repertorio decimonónico: la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, agrupación de empalagoso nombre bajo la cual se esconde, supongo, la plantilla de los English Baroque Soloists con instrumentos diferentes. El sonido que Gardiner extrae de la orquesta es hermosísimo, del mismo modo que extraordinaria resulta su comprensión de la misma, lo cual no me parece extraño tratándose como se trata de la tercera vez que la ha grabado: existe una grabación en EMI precisamente de la revisión de Berlioz y otra posterior en Philips de la versión italiana. El caso es que Gardiner pone la misma cara de gusto que yo en el “ballet des ombres heureuses”, que dirige con infinita delicadeza. Sólo una cosa me disgusta: al salir a saludar lleva enfundada una espantosa chaqueta con un forro interior de color verde fosforito que se le ve en las mangas. El caso es que la prenda es extraordinariamente parecida a la que llevaba cuando dirigió La Pasión según san Juan de Bach en el Proms del año pasado, lo que obliga a pensar que Gardiner tiene un dudoso gusto con las chaquetas oscuras con mangas de color verde fosforito.

La presentación en DVD deja gravemente que desear en dos puntos importantes: de un lado se omite tanto en la carátula como en los créditos de la propia filmación que nos encontramos ante la edición de Berlioz. Es obvio que el hecho de contar con un reparto íntegramente femenino tratándose de la versión francesa lo evidencia para el público entendido, pero nunca hubiera estado de más reflejar el dato en la carátula. Por otra parte, y esto sí que es ya impresentable, sólo se incluyen subtítulos en francés y en inglés.

Musicalmente muy bueno, pero sin interés escénico más allá de la mera curiosidad de ver algo tan... distinto.











lunes, 7 de junio de 2010

Così fan tutte (Gilfry, Roocroft, James - Gardiner)

“Tanto vale uno como otro porque ninguno vale nada”.
(Despina, Così fan tutte. Acto 1º, escena 3ª).

Llegó el momento de cerrar la particular trilogía Mozart-Da Ponte que ha ocupado mi ópera mensual del blog desde el mes de abril. El tercer y último título, Così fan tutte, es al mismo tiempo la ópera más inteligente de Mozart (junto con “La flauta mágica” y por otras razones) y también la más hiriente. Un título marginado a un segundo plano hasta hace no demasiados años en comparación con sus dos compañeros de Da Ponte (Le nozze di Figaro y Don Giovanni) y dotado sin embargo de una música bella e inspirada como pocas veces puede oírse, incluso tratándose de Mozart. Es también una ópera divertida y a la par dolorosa, capaz de provocar interminables debates y posiciones obcecadas, tan rica en la psicología de sus personajes que podrían dedicarse horas a examinar las mentalidades de seres tan complejos como Despina. De todo ello voy a escribir, aunque inevitablemente me quede muy corto. Y es que no puedo evitarlo: lo mío siempre ha sido verdadera devoción por Mozart.

Vamos a comenzar, como siempre, con un resumen de ese libreto tan peligroso y que como es habitual puede localizarse en castellano en la web kareol.

Acto 1: Nápoles, siglo XVIII. Los soldados Guglielmo y Ferrando apuestan contra el viejo filósofo Don Alfonso que sus novias (las hermanas Fiordiligi y Dorabella, respectivamente) son capaces de mantenerse fieles en cualquier circunstancia. Don Alfonso termina aceptando el reto, haciendo prometer a los soldados que harán cuanto él les ordene durante ese día. Enseguida se presenta el filósofo ante las hermanas seguido de los soldados, que se fingen apesadumbrados por tener que marcharse repentinamente al ejército. Fiordiligi y Dorabella caen en la trampa y se despiden de ambos llorando a mares.

Despina, criada de las hermanas, intenta levantar el ánimo de ambas diciendo que no tiene objeto apesadumbrarse por la pérdida de un hombre cuando ello implica ganar a todos los demás. Escandalizadas, Fiordiligi y Dorabella se niegan a escuchar. Por su parte, Don Alfonso ha ideado un plan para ganar la apuesta: Guglielmo y Ferrando se introducirán disfrazados de caballeros albaneses en la casa de las hermanas y harán lo posible por seducirlas, pero teme que Despina, a la que juzga más avispada que sus señoras, descubra el pastel. Para evitarlo decide involucrarla en el plan hasta cierto punto: el filósofo consigue convencer a Despina (a cambio de dinero) de que haga cuanto sea posible para que Fiordiligi y Dorabella sucumban a los dos “albaneses” sin revelarle que se trata de Guglielmo y Ferrando disfrazados. Despina no les reconoce con su disfraz, lo que tranquiliza a Don Alfonso, pero el primer intento de seducir a las hermanas queda frustrado por el enojo y la indignación de ambas, y muy especialmente de Fiordiligi, de carácter más fuerte.

La segunda intentona, más organizada, sale mejor. Los “albaneses” fingen beber un veneno mortal ante las hermanas y caen desplomados convulsionando. Don Alfonso, fingiéndose preocupado, corre a buscar a un médico para dejar así a las hermanas a solas con Guglielmo y Ferrando. Las dos palpan el pulso de los falsos moribundos y se sienten apesadumbradas y conmovidas. Enseguida vuelve Don Alfonso con el médico (Despina disfrazada), que “revive” a los soldados con un imán de Mesmer. Tal y como cabía esperar, los resucitados aprovechan la consternación para seguir su tarea de seducir a las hermanas.

Acto 2: Los acontecimientos del día han dejado confusas a Fiordiligi y Dorabella, y Despina no desaprovecha la oportunidad de insistir en que no hay nada de malo en divertirse un poco con los dos albaneses. La sugerencia de que en caso de escándalo Despina dirá que ambos acuden por ella termina de convencer a la vivaracha Dorabella, que escoge para sí al “morenito” (Guglielmo disfrazado).

Don Alfonso ha organizado un encuentro entre las hermanas y los albaneses en el jardín, donde tocan músicos y bailan personajes con máscaras. Guglielmo y Dorabella salen a pasear, y este le regala un colgante con el que afirma entregarle su amor. Para gran perplejidad de Guglielmo, Dorabella acepta el obsequio, lo que le hace lamentarse por su amigo Ferrando. Mientras tanto, este también ha salido a pasear con Fiordiligi, quien opta por huir ante las palabras apasionadas que le dirige.

Desde la “caída” de Dorabella los acontecimientos se precipitan. Guglielmo comunica a Ferrando la infidelidad de su novia, y Despina felicita a esta última por haber sabido llevar tan alegremente la pérdida de su novio. A su vez, Fiordiligi entra agitadísima, diciendo haber cometido el grave error de enamorarse de su albanés (Ferrando), del que ha huido. Dorabella y Despina aprovechan la debilidad de Fiordiligi para insistir una última vez, lo que hace que ella tome una determinación firme. Antes que exponerse por más tiempo a caer en la infidelidad irá a encontrarse con Guglielmo, aunque ello implique tener que vestir ropas de soldado y acudir al campo de batalla. Ferrando entra en el momento preciso y ante su presencia, el carácter hasta entonces inflexible de Fiordiligi se derrumba y accede a su amor.

Los cariacontecidos soldados, a cada cual más irritado, se reúnen con un victorioso Don Alfonso, quien les revela algo que les desconcierta: más que vengarse en la persona de las hermanas, lo que deben hacer es contraer matrimonio con ellas ahora que son conscientes de la fragilidad de la naturaleza humana.

La escena final es un monumental teatro. Reaparecen los “albaneses” y contraen matrimonio con Fiordiligi y Dorabella ante un falso notario (de nuevo Despina disfrazada). Inmediatamente se escucha el ruido de soldados acercándose y Guglielmo y Ferrando desaparecen por un momento para abandonar su disfraz, presentándose ante las hermanas con su indumentaria habitual y afirmando estar de vuelta por una “contraorden real”. Los dos se fingen furiosos cuando simulan descubrir al “notario” con el contrato matrimonial, y justo después de que las hermanas revelen su culpabilidad les hacen ver que ellos han sido también sus “albaneses”. La obra termina alegremente, con las dos parejas finalmente reconciliadas y probablemente con una noción menos idealizada y más racional de la convivencia amorosa.


Supuestamente, y por increíble que parezca, el libreto de Lorenzo Da Ponte parece partir de una historia real, o al menos eso se ha dicho siempre. En 1789 se murmuraba en la corte vienesa sobre el siguiente suceso acontecido en Trieste: dos jóvenes habían hecho una apuesta acerca de la fidelidad de sus prometidas y se habían presentado ante ellas disfrazados, tratando cada uno de seducir a la novia del contrario, sin que ninguna de ellas opusiese la menor resistencia. La historia, real o imaginaria, debió llegar también a oídos del emperador José II, que eligió ese nuevo tema como el adecuado para una nueva ópera de Wolfgang Amadeus Mozart en colaboración con Da Ponte. Es lógico que en plena Revolución francesa el emperador buscase algo menos “comprometido” que “Las bodas de Fígaro”, y una comedia romántica relativamente al uso sobre un tema popular por entonces parecía plegarse mejor que nada a dicha exigencia. Pero lo cierto es que la historia del Così se retrotrae precisamente a la época de Fígaro, en cuyo libreto Da Ponte, de forma casi profética, ponía en boca de Basilio la expresión “Così fan tutte le belle, non c'è alcuna novita” (“Así hacen todas las bellas, no hay ninguna novedad”) durante el terceto “Cosa sento” del primer acto.

Las primeras representaciones debieron interrumpirse a consecuencia de la muerte de José II el 20 de febrero de 1790 (la ópera se había estrenado el día 26 de enero, víspera del cumpleaños de Mozart) y la reacción general del público vienés fue simplemente aceptable, como ya había ocurrido anteriormente con el tibio acogimiento vienés de Don Giovanni. La posteridad no ha sido más benévola con esta ópera:

- Constanze Mozart admiraba la música escrita por su marido, pero no le gustaba el libreto: “No admira mucho el argumento de Così fan tutte, pero se mostró de acuerdo conmigo en que con tal música se puede llevar a su término cualquier pieza.” (Vincent Novello, 1829).

- “La enemistad de Salieri arranca de la composición de Così fan tutte, que él había iniciado, abandonándola como indigna de su invención musical.” (Mary Novello).

- “Mozart completó Così fan tutte en el año 1790... Uno se maravilla en general de que aquel gran intelecto pudiera rebajarse hasta el punto de malgastar sus melodías celestiales y dulces en un texto tan mísero y despreciable. Pero no podía rechazar el encargo, y el texto le fue específicamente recomendado” (Niemetschek).

- Detractores del Così fueron nada menos que Wagner y el siempre mojigato Beethoven, que consideraba el libreto escandalosamente inmoral.


Lo arriba expuesto no son más que varias muestras que evidencian el desplazamiento a un segundo plano que experimentó Così fan tutte a lo largo de siglo XIX. Se argumentará en detrimento de este título el que carezca de la “conciencia social” (por decirlo de algún modo) de Le nozze y que no se encuentre en él un sentido dramático a la manera de Don Giovanni. Habrá, por tanto, que esperar al siglo XX para el resurgir de Così, y en realidad solo hasta cierto punto, pues a día de hoy, si bien no puede considerarse ya un título infravalorado, sí es cierto que es el menos popular de la trilogía de Mozart y Da Ponte.

Las razones de dicho “desplazamiento” las expondré (siempre según las entiendo yo desde mi punto de vista personal y subjetivo) enseguida, pero justo es decir ahora que sin duda son de orden extramusical. Porque Così, la ópera en la que “cada número es más bello que el anterior”, es una delicia musical desde la extraordinaria obertura, que ya anticipa el predominio que tendrán los instrumentos de viento durante las siguientes tres horas y pico. La música no sólo retrata a los personajes y situaciones, sino que además insinúa, se muestra irónica, habla por sí misma como si se tratara de un personaje más que lo envuelve todo y nos muestra la precipitada evolución mental de los amantes. En lo que a mi entender es un ejercicio casi sobrehumano, la música de Mozart llega incluso a dibujar con sutileza lo que es real y lo que pertenece al mundo de lo ilusorio, esto es, el progresivo enamoramiento de las hermanas por los falsos albaneses. Todo ello implica el que esta ópera tenga un carácter tan personalísimo e independiente del resto de la producción mozartiana que, como escribe Gardiner en las notas que acompañan a su grabación en disco y DVD, difícilmente podríamos imaginar cualquiera de sus números trasplantado con éxito a otra ópera. Così fan tutte es más que el celebrado “Soave sia il vento”. Personalmente, también admiro su esquema teatral: en el primer acto abundan los números de conjunto y hasta el “Come scoglio” de Fiordiligi no comienzan a delimitarse con detalle los caracteres de cada uno de los miembros de las dos parejas, que quedarán definitivamente dibujados en el segundo acto, que para eso es el acto de las arias. ¡Y pensar que hay quien lo ha señalado como un defecto!



Portada de la grabación en CD, con Carlos Feller en el papel de Don Alfonso

Terminados estos apuntes, es hora de volver sobre la cuestión de lo que he llamado el “desplazamiento” de Così. En realidad, lo que incomoda verdaderamente y lo que ha motivado más reproches y censuras a lo largo del tiempo no es la música, sino el texto. Así, tras leer el libreto es preciso hacerse una pregunta: ¿es Così fan tutte una ópera machista? Lo fácil es responder afirmativamente (no en vano se trata de una apuesta perdida sobre la fidelidad femenina), pero la ambigüedad de esta ópera permite una lectura más rica. En efecto, estamos ante la derrota de dos jóvenes amantes ante lo que se presenta como una “tendencia natural” femenina hacia la inconstancia y la infidelidad. “Così fan tutte” significa “Así hacen todas”. A quien quiera quedarse con este mensaje del libreto (machismo en sentido puro) no podemos reprocharle nada, pero insisto en que en Così hay muchas segundas intenciones.

Estoy convencido de que despreciar Così fan tutte por este supuesto machismo (y enseguida aclararé por qué lo considero personalmente “supuesto”) es, además de una atrocidad intelectual (en lo que atañe a despreciar la música de Mozart) un síntoma de no haber captado toda la intención del libreto en su sentido más amplio y perverso. Porque a fin de cuentas, ¿quién desarrolla el papel del “malo” en Così?: ¿las hermanas infieles o tal vez sus novios, que tanto empeño ponen en engañarlas, y además a cambio de dinero?; ¿Es Don Alfonso, a quien es demasiado fácil y erróneo calificar de “viejo cínico”, el malo de la acción, o tal vez la criada desvergonzada y manipuladora? Vista en sentido amplio, Così fan tutte no es una ópera machista porque el mensaje que transmite no es el de la superioridad de ninguno de los dos sexos. Los cuatro protagonistas principales son derrotados (recordemos que no solo Fiordiligi y Dorabella) y del mismo modo que puede argumentarse legítimamente un mensaje “machista” en el libreto, podría defenderse también en sentido contrario el que son precisamente las dos hermanas engañadas las únicas que manifiestan sentimientos puros y que no actúan movidas por intereses oscuros. Desde esta perspectiva, sería el sector masculino de la ópera el que quedaría a la altura del betún, pues como dice Despina, tanto valdría un hombre como cualquier otro: la pareja masculina es rápidamente sustituida por los únicos personajes sinceros de la acción. Pero es este un discurso estéril, y lo digo con pleno convencimiento porque creo que el mensaje global de Così fan tutte no es exactamente sexista, aunque una lectura superficial pueda llevarnos a entenderlo como tal. El mensaje es algo peor, infinitamente peor. Così fan tutte es una bofetada contra idealización irracional de los afectos que consideramos más elevados y firmes. Es en realidad una cínica exhibición de que somos seres débiles incluso en aquello que consideramos más sagrado y sublime. Es gritarnos a la cara que no somos tan fuertes ni tan perfectos como podemos llegar a creer. Nadie, y no me refiero sólo a las mujeres, termina esta ópera sin sentirse afectado y fastidiado (por emplear una expresión elegante) ante lo visto sobre el escenario, que para más inri está enfocado desde la perspectiva de lo cómico, lo que hace que aún siente peor. No es una ópera cómoda, y precisamente por ello, por el cinismo y la alta dosis de realidad que se encierra en una historia paradójicamente tan irreal, es probablemente la ópera más inteligente que haya oído nunca.


No nos engañemos y tengamos los pies en el suelo: a medida que asistimos a la ópera, todos somos Guglielmo, Ferrando, Fiordiligi y Dorabella. Todos queremos, lo reconozcamos o no, que triunfe ese amor tan elevado y sublime del que tan convencidos se muestran los cuatro personajes en el primer acto, pero cuando naufraga en el segundo somos incapaces de culpar duramente a ninguno de ellos. El libreto es tan inteligente que obliga a que ocurra en las butacas de los espectadores el mismo proceso mental al que Don Alfonso somete a los personajes de la acción. No hay que llenarse la cabeza de pájaros, sino aplicar la razón (recordemos que estamos en la Ilustración) para que lo a otros les parece atroz nos sea “causa de risa” e incluso nos sirva como camino de iluminación, como les ocurre a nuestros personajes. Esta ópera, tal y como yo la entiendo, no es exactamente “una tragedia con forma de juego”, como apuntaba René Leibowitz, pues el resultado es doloroso pero no trágico. La clave, por evidente que parezca, se encierra en el título: Così fan tutte, ossia, la scuola degli amanti. Estamos en una escuela de amantes en la que Don Alfonso y Despina ejercen el papel de profesores. Y el fin último de una escuela es el de enseñar. ¿Pero enseñar qué? Que no son las personas las censurables en este caso, sino los arquetipos irreales e idealizados que Guglielmo y Ferrando tienen de las dos muchachas, y viceversa. No es el amor por ambas lo que se rompe, pues al final de la acción no las aman menos que al principio y terminan casándose, sino su consideración de seres poco menos que sobrehumanos, tan típica de los jóvenes enamorados (de ambos sexos) que terminan frustrándose al chocar con la realidad. Justo al comienzo de la acción, el irónico Don Alfonso pregunta a los dos amigos si Fiordiligi y Dorabella son simples mujeres o diosas, a lo que responden lo primero para contradecirse inmediatamente calificándolas de “Fénix”, “diosa” y “Citerea”. Después de “perdida” la apuesta (¿o tal vez ganada?) esos halagos se convertirán en “malvada”, “asesina”, “bribona”, “ladrona” y “perra”. La primera lección, la del desengaño de lo ilusorio y lo irreal, se ha consumado. La segunda lección es mucho más rápida: nada de venganza, pues no son las hermanas las que les han herido, sino su idealización mental, y por ello deben casarse con ellas, ya que por fin las aman aceptando su condición humana.

¡Qué fácil decir que Così fan tutte es simplemente una ópera machista! En realidad, ojalá pudiéramos hacerlo. Así podríamos considerarla como una reliquia teatral retrógada con una bella música, en lugar de constituir la genialidad hiriente que realmente es.


Hasta aquí el apartado de las reflexiones, que podría prolongarse hasta el infinito. Me basta con haber intentado con más o menos éxito esbozar la problemática del texto en su vertiente más compleja. Vayamos ya a comentar la tradicional propuesta mensual en DVD. Grabado en 1992, el Così fan tutte de Sir John Eliot Gardiner forma parte de las siete óperas de Mozart que grabó el director británico para el sello Archiv durante la primera mitad de los noventa, y de las que ya hemos dejado constancia por aquí con su extraordinaria versión de Le nozze di Figaro. Se trata de un Così que roza lo perfecto y que en mi opinión aún no ha sido superado en DVD (al menos en el campo de las versiones con instrumentos originales), si bien hay alguna propuesta que puede llegar a pisarle los talones y a la que me referiré al final.

Gardiner se mete en esta ocasión a director de escena, y lo cierto es que lo hace bien. Se trata de una propuesta de tipo convencional, visualmente muy bella y con ambientación de época, en la que la única licencia (absolutamente irrelevante) es la de sustituir la taberna de la escena primera por una escuela de esgrima. Por obvio que suene, es absolutamente imprescindible que el director escénico conozca la obra en profundidad a fin de evitar distorsiones entre el carácter de lo que se ve y lo que se escucha. El problema deja de existir en el momento en el que pluriempleamos al director de orquesta y le encargamos dicha función, aunque ello (además de dejar en el paro a los directores de escena) no deja de resultar descabellado por la sencilla razón de que talento musical y teatral no tienen en absoluto que ir de la mano en la misma persona. Parece, en cualquier caso, que en Gardiner sí ocurre: la puesta en escena busca la belleza visual sin caer fácilmente en lo empalagoso ni recargado, sino yendo más bien a lo esencial con un escaso decorado que nos obliga a concentrarnos más en los personajes y en la evolución mental que experimentan a lo largo de la ópera.


Comenzado el reparto con los dos soldados (también podría hacerlo con las hermanas) tenemos primeramente el maravilloso Guglielmo de Rodney Gilfry, que participó en aquellos años en las grabaciones de Gardiner de los tres títulos de Mozart y Da Ponte: Almaviva (Le nozze di Figaro), Don Giovanni (Don Giovanni) y Guglielmo. Puede extenderse aquí sin dificultad lo ya apuntado en relación a Fígaro: voz de barítono (recordemos la frecuencia con la que algunos de estos papeles han sido cantados por bajos de la talla de Siepi o Ghiaurov, con excelentes resultados por otra parte), clara, de amplia tesitura, ágil y con ese aire apasionado que encaja bien en los papeles de seductor malévolo, como encarnación de un hedonismo perverso cuya amenaza puede implicar graves consecuencias para el resto de los personajes: así ocurre con Almaviva y Susanna en Fígaro, con Don Giovanni y Zerlina en Don Giovanni y con Guglielmo y Dorabella en Così fan tutte. Guglielmo es la contrapartida de Ferrando: es el primario, el más apasionado, el divertido, y aunque el descubrimiento del carácter de los personajes es aquí algo paulatino, ya al comienzo de la obra vemos cómo desea emplear el dinero de la apuesta en un banquete con Fiordiligi, mientras que Ferrando, más “espiritual” por decirlo de algún modo, piensa en ofrecer una serenata a Dorabella. Rainer Trost no es un tenor conocido en exceso y cuya recreación de Ferrando tiene la virtud de, aparte de estar excelentemente cantada con una voz bellísima, evitar caer en una visión excesivamente edulcorada del personaje. Es muy obvio que Mozart parece identificarse más con Ferrando que con Guglielmo (uno de los aspectos más obvios de las óperas de Mozart es el hecho evidente de que el compositor parece meterse en la piel de sus personajes, sean buenos o malos), cuya visión elevada del amor le acerca a Tamino. Suyo es también el momento culminante de la acción, esto es, la “conquista” de la casi imperturbable Fiordiligi con una música bellísima que incluso parece distanciarse del carácter irónico y casi irreal del resto de las escenas de seducción (como “Il core vi dono” de Guglielmo), obligándonos a pensar por un momento que la pareja que vemos formarse ante nuestros ojos es en cierto modo “verdadera”:

FERRANDO
Vuelve a mi el rostro con piedad,
en mi no puedes encontrar más
que un esposo, un amante,
y más si quieres,
ídolo mío, no tardes más.

FIORDILIGI
¡Justo cielo!
Cruel, has vencido...
Haz de mi lo que te parezca.

Antes de pasar a las hermanas una última consideración sobre los soldados. Ellos ejercen el papel de manipuladores y manipulados. Su comportamiento es abiertamente irracional (no olvidemos el mensaje racionalista que se proclama en el desenlace), pues actúan movidos por la más insana curiosidad. Cualquiera en su sano juicio aceptaría de buen grado la buena fortuna de nuestros personajes y pretendería ser feliz con ello, en lugar de arriesgarse a destruirlo todo por dinero. Su “apuesta” es en sí un juego tan irracional como el arquetipo idealizado que ambos tienen de Fiordiligi y Dorabella, a las que consideran poco menos que diosas en la Tierra. Don Alfonso lo sabe y por ello se sabe también vencedor desde antes de apostar:

DON ALFONSO
Semejantes pruebas
será mejor dejarlas.

(Ferrando y Guglielmo
echan mano a la espada.)

FERRANDO, GUGLIELMO
No, no, las queremos:
o si no sacaremos la espada
y romperemos nuestra amistad.

Si el filósofo recomienda a los impulsivos jóvenes que se dejen de buscar pruebas (y por tanto que se conformen con lo que tienen) es porque conoce de antemano el resultado dañino que ello puede implicar, convicción que también se evidencia en el “E voi ridete?”:

DON ALFONSO
Me hace reír
esta risa suya,
pero sé que en llanto ha de acabar.

Fiordiligi y Dorabella comienzan la obra como auténticas gemelas, cantando a la misma voz y sin que se atisben demasiados rasgos del carácter individual de ninguna de ellas hasta bien entrado el acto primero. Este progresivo descubrimiento de la psicología de los personajes femeninos se ha visto frecuentemente empañado por la absurda costumbre de asignar el papel de Dorabella a una mezzosoprano para distinguirla de Fiordiligi. En este sentido, las cantantes originales de las que se valió Mozart para el estreno (Adriana Ferrarese del Bene y Louise Villeneuve) tenían voces muy similares a juzgar por las arias de concierto dedicadas a ellas, tal y como apunta Gardiner en sus notas. Aquí tenemos a unas estupendas Amanda Roocroft y Rosa Mannion, de voces bastante parecidas (lo que incrementa la sensación de empaste y claridad en los abundantes números de conjunto) aunque diferenciadas en su color: el timbre más carnoso de Roocroft encaja bien con la mal oculta necesidad afectiva de Fiordiligi, mientras que Mannion explota la faceta cómica y pícara de Dorabella sin llegar a convertir a su personaje en una caricatura.

Tras la fingida marcha de sus novios al campo de batalla comienzan a delimitarse los caracteres de ambas, y Mozart no escatima medios y nos anticipa ya con su música buena parte de la información que nos será dada al final de la obra. Comparemos las primeras arias de ambas: en la de Dorabella (Smanie implacabili) asistimos a una agresiva verborrea sobre el tema de la tristeza y la depresión dirigida a una Despina que aún no ha tenido tiempo siquiera de dar su particular opinión del sexo masculino. Es una música agitada y con un punto de artificialidad que anuncia que esos sentimientos son, si no exagerados, sí desproporcionados (en seguida la criada le dirá que jamás ha muerto mujer alguna de amor, como ella en su furia parece pretender). Ya podemos adivinar que Dorabella, la más vivaracha y animada de las hermanas, será la primera en caer. En el sentido opuesto tenemos el célebre “Come scoglio” de Fiordiligi, que dirigido directamente a los “albaneses” (cuya simple presencia en su casa considera ya insultante), contiene toda una declaración de intenciones acerca de su incorruptible fidelidad e inmutabilidad de carácter. Lo interesante aquí es que por mucho que también Fiordiligi caiga en la trampa de Don Alfonso (y tan solo un rato después que su hermana, pues toda la acción transcurre a lo largo de un único día) su música no contiene, a mi entender, ningún atisbo de exageración ni artificio irreal. Fiordiligi es una bondadosa joven de fortísimo carácter, capaz de decidir no hacer caso a sus incipientes sentimientos por su “albanés” y correr en brazos de Guglielmo, por arriesgado que sea. Lógicamente, una decisión tan dramática como la de presentarse en el campo de batalla para encontrarse con su amante evidencia un claro estado de agitación y confusión mental que termina derribando a su imperturbable carácter como un castillo de cartas. En realidad. Fiordiligi está ya derrotada al comenzar “Fra gli amplessi”: su necesidad de huir lo evidencia, y tan sólo es ya necesaria la presencia de Ferrando disfrazado una vez más para que el cortejo de la joven se haya consumado.


Despina es tal vez el personaje más interesante de la acción, y confieso que siento debilidad por ella. Junto con Don Alfonso asume el rol de manipuladora (también engañada, aunque en muy menor medida que el resto) respecto de las hermanas. Se da además la circunstancia de que la imaginativa criada no actúa del modo en que lo hace para contentar a Don Alfonso, sino que realmente está convencida de que conviene “devolver la moneda” a los egoístas hombres y “amar por vanidad”. Lo más seguro es que de haberse presentado en su casa los “albaneses” tratando de cortejar a las hermanas ella hubiese intercedido a favor de ellos sin que nadie le hubiese prometido a cambio una bolsa de dinero. La diferencia que obran las monedas consiste básicamente en que Despina considera ya como un asunto personal el que las hermanas caigan en las garras de los albaneses, empeñando en ello cuanto esfuerzo sea necesario, como se evidencia en la escena del arsénico. Escena en la que asistimos, por cierto, a una entrañable parodia de las terapias de Franz Anton Mesmer basadas en el “magnetismo”. Mesmer, buen aficionado a la música, empleaba la armónica de copas en sus terapias (escúchese, para hacerse una idea clara de este instrumento, el delicioso Adagio y Rondo, K.617 del propio Mozart) y fue amigo personal del salzburgués.

Volviendo con Despina, preciso es señalar también que no encarna en absoluto la inconstancia y volubilidad pregonada por Don Alfonso, sino más bien una libertad sexual absoluta y carente casi por completo de sentimientos afectivos. Para ella, lo mejor que pueden hacer Fiordiligi y Dorabella durante la ausencia de sus amantes es imitar al ejército y “reclutar”. Lo interesante es que la criada enfoca esta liberación sexual absoluta como justa respuesta a la inconstancia masculina (“hagamos como ellos”) por lo que bien podríamos hablar de Così fan tutti. Su referencia a que los hombres tan sólo buscan en ellas su propio y egoísta placer es una amarga queja (ignoramos si fundada en su propia experiencia) que la lleva a recomendar la búsqueda de nuevos amantes sin que la idea de la traición o la infidelidad se le cruce por la cabeza, pues ya da por sentado que los hombres tampoco pueden ser fieles y que por tanto Guglielmo y Ferrando se “divertirán” también durante su ausencia.

La mezzosoprano galesa Eirian James posee una bellísima voz (fue también la Zerlina de Gardiner en Don Giovanni), con una más que suficiente vis comica para ser una extraordinaria Despina. Tan solo no me gusta su interpretación del “notario”, cantado con voz extrañamente masculina mientras que la partitura indica que ha de tratarse de una voz “nasal”, y por tanto, más cómica si cabe. Pecata minuta, en cualquier caso, pues estamos ante una sobresaliente Despina.

Decía en el apartado de las reflexiones acerca del libreto que es fácil y equivocado calificar sin más a Don Alfonso de viejo cínico. Yo no lo veo así. Él se sabe ganador de antemano cuando Guglielmo y Ferrando le exigen batirse en duelo con ellos o probar sus afirmaciones, y puesto que probablemente no está ya en condiciones de empuñar la espada opta primero por tratar de disuadir a ambos de su peligrosa curiosidad, y en segundo lugar por enseñar a modo de “maestro de ceremonias” al tiempo que se divierte. No es exactamente un cínico por la simple razón de que son los propios Guglielmo y Ferrando los que se hacen daño a sí mismos, sino que más bien el papel de Don Alfonso parece encaminado a que ambos amen a sus “Penélopes” tal y como son, sin idealización mental alguna, lo que no deja de ser un valioso favor. El papel le corresponde a Claudio Nicolai, de voz clara y suficiente para un personaje que, sorprendentemente, canta poco pese a su enorme importancia. En la grabación en disco de ese mismo año (correspondiente a otra función), el papel corre a cargo de Carlos Feller (nos referimos a él en relación a Fígaro), de voz más consistente sin que ello descalifique a Nicolai.

La dirección musical de John Eliot Gardiner es, como no podía ser de otra manera, simplemente maravillosa, explotando la peculiar sonoridad de los instrumentos originales de The English Baroque Soloists y con un Monteverdi Choir que deslumbra siempre, por breves que sean sus apariciones. Sólo me parece discutible el que Gardiner entregue a Dorabella algunas frases del Come scoglio, convirtiéndolo en una especie de dúo descafeinado (“nella fede”). Por lo demás, una dirección absolutamente deliciosa.

Una maravilla de DVD seguida sólo de cerca (para mí) por la estupenda versión de Fischer en Glyndebourne. Absolutamente recomendable.

Terminaré con una reflexión que por mucho que tenga ya poco de original no deja de ser necesaria. Y es que ¿cuáles son las verdaderas parejas en Così fan tutte?; ¿las iniciales o las que germinan a lo largo de la acción? Si tenemos en cuenta la psicología de los personajes, el carácter divertido y despreocupado de una Dorabella encaja mucho mejor con el atractivo de Guglielmo que con el serio de Ferrando, que sí es en cambio un buen complemento de la fuerte Fiordiligi. Esa especial compatibilidad de carácter en las falsas parejas es deliberadamente pretendida por Mozart y Da Ponte, que llega a escribir que a Fiordiligi le sirve el uniforme militar de Ferrando y que Dorabella puede usar el de Guglielmo. Sabemos que al final hay boda, pero en realidad no se aclara quién se casa con quién, aunque lo fácil es suponer que cada uno vuelve con su pareja original a pesar de la falsa boda escenificada por Despina. Digamos que el libreto de Da Ponte busca mantener la ambigüedad hasta el final y desconcertar al espectador incluso en el último minuto. Por mucho que duela, Così fan tutte es una deliciosa obra maestra.

















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