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lunes, 11 de noviembre de 2013

“Aida” con altibajos

El pasado sábado asistí a la última de las representaciones de Aida, primer título de ópera en la presente temporada del Teatro de la Maestranza. Evité deliberadamente leer demasiadas críticas o comentarios antes de la función con la intención de mantener en lo posible una opinión lo más objetiva posible. Allá va:

Empezando por el plano visual, resultó absolutamente deliciosa la propuesta a base de papeles pintados de Josep Mestres Cabanes para el Liceo barcelonés, que con cincuenta años de antigüedad sobrevivieron al último incendio del teatro y han sido restaurados por Jordi Castells. Al margen incluso del bello clasicismo visual de cada acto, yo destacaría la sobresaliente sensación de perspectiva y profundidad, así como la interesantísima creación de atmósferas merced a un adecuado uso de la iluminación. Súmese a ello el muy visual vestuario de Franca Squarciapino y tenemos una Aida capaz de alegrarle la vista a cualquiera, argumento (seamos sinceros) quizá ya suficiente para que el público sevillano sea pródigo en aplausos.


En lo musical, la velada resultó para mí bastante irregular. Me gustó muchísimo la Aida de Tamara Wilson, especialmente en su espléndida recreación de su aria del tercer acto. Es la suya una Aida que tal vez algunos puedan considerar algo falta de patetismo, pero su elegante contención, más que un defecto, me parece un enfoque personal y diferente que, al menos en su caso, da buen resultado. No se prodigan mucho a día de hoy los cantantes capaces de aportar cosas realmente interesantes a papeles tan trabajados. No se anunció por megafonía indisposición alguna por su parte, como parece que ha ocurrido con otras funciones.

El que no me gustó en absoluto fue el Radamés de Alfred Kim, tenor al que no conocía y al que, tras escucharle, atribuyo principalmente dos bazas a su favor: potencia y agudo. Es cierto que la voz corre estupendamente por el teatro y que es valiente manejándose sin vacilación en la zona alta, pero tampoco lo es menos que dibujó a su personaje de forma tosca, cantándolo de manera permanentemente monocorde. Cuestión más subjetiva es que, por mi parte, al margen de sus obvias limitaciones en materia de recursos expresivos, no considero tampoco que su voz sea interesante en términos de belleza.

Sí que me gustó, y bastante, María Luisa Corbacho como Amneris. He leído que en las funciones anteriores mostró dificultades a la hora de mantener un color de voz homogéneo a lo largo de todo el registro. No lo discuto, pero yo no lo percibí, más allá de cierta palidez de la voz en la zona grave atribuible probablemente más a una mera cuestión de extensión que otra cosa. O bien estuvo el sábado a un nivel superior al de los otros días o me estoy volviendo algo blando, que no lo creo.

Espléndido, como afortunadamente nos tiene ya acostumbrados, Dimitry Ulyanov en su papel de Ramfis. Fue con diferencia el mejor del reparto masculino, y a decir verdad, el único verdaderamente rotundo en su papel junto con Wilson. Hasta ahora le he visto hacer en Sevilla el papel del Gran Inquisidor en el Don Carlo (aquí), el Hunting de La Valquiria (aquí) y el Sparafucile del Rigoletto (aquí), y en todos los casos ha estado a un magnífico nivel. No diré lo mismo del Amonasro de Mark S. Doss, bastante tosco. Uno de los momentos esenciales en Aida es el encuentro entre padre e hija del tercer acto, en el que, como en La traviata, el barítono va a acabar convenciendo a la reticente protagonista a sacrificar sus propios deseos de amor por lo que en ese momento se presenta como una causa mayor. En el caso de Amonasro, antes de acudir directamente a la violencia verbal lo hace a la dulzura, que es como entiendo que hay que cantar el “Rivedrai le foreste imbalsamate”, sobre el que Doss pasó de puntillas. Mucho más lejos de ser satisfactorio fue aún el mediocre rey de Egipto de Carlo Malinverno, con una voz tan tremolante que parecía que estuviese cantando desde dentro de una lavadora.

Y ahora viene lo realmente difícil de escribir, que es la cuestión de Pedro Halffter al frente de la ROSS. Digo que me es difícil de escribir por la sencilla razón de que también me es difícil hacerme una opinión clara sobre lo escuchado. No es un director que suela convencerme (ni a muchos otros) en Verdi, y particularmente el primer acto me resultó marcadamente falto de tensión dramática. Tomemos por ejemplo el primer enfrentamiento entre Aida y Amneris, al poco de pisar el escenario por primera vez la protagonista (terzetto “Trema, rea schiava”), en el que la cuerda se agita convulsa como sustento tenso y patético de las voces. Nada de eso tuvimos en Sevilla, y en el espectacular “Su! Del Nilo” todo se redujo a una mera muestra de hasta cuántos decibelios puede llegar a sonar la ROSS sin llegar a tapar a las voces. Sí que funcionó, en cambio, muy bien la escena de la sacerdotisa (estupenda Inmaculada Águila), gracias en parte al maravilloso coro que tiene el Maestranza, de primerísimo nivel.


Me gustó más el segundo acto, que quizá sea también el que menos dramatismo exige de la orquesta con todo aquello de la marcha triunfal y los esclavos etíopes. Halffter, hay que reconocérselo, sabe ser efectista y aquí cayó de pie para ofrecer luego un tercer acto sobresaliente (el mejor planteado de los cuatro por parte de la orquesta) y un cuarto que para mí estuvo bastante bien resuelto (¡qué espléndida escena la del juicio con la voz de Ulyanov y el coro!). Creo que Halffter fue claramente de menos a más, y que su labor alcanzó el punto culminante en el tercer acto.

Una función llena, por tanto, de altibajos tanto en el reparto como en su dirección orquestal, y eso sí, visualmente hermosa.

domingo, 30 de junio de 2013

Un “Rigoletto” de altura en Sevilla

Llegó a su término la temporada de ópera 2012-13 en el Maestranza con un título y un protagonista que han causado verdadera expectación. Si bien la presencia de Plácido Domingo, aun cantando de barítono, y la espléndida Nino Machaidze provocaban la sensación de una gran apertura de temporada con Thaïs, el ambientillo de que en el Maestranza está ocurriendo algo grande ha vuelto a repetirse con su clausura gracias al Rigoletto de Leo Nucci.

En cualquier caso, antes de hablar sobre Nucci, quiero dedicar unas palabras a la producción de Stefano Vizioli. Es una producción clásica, ambientada en su época, visualmente bella y bien resuelta y que huye de los excesos “zeffirellianos”. Muy notable también el vestuario de Pierluigi Samaritano y bien resuelta la dirección escénica, aunque resulta casi infantil la forma en la que el Ducca se infiltra en la casa de Rigoletto durante el segundo acto. Para los interesados, recientemente se ha puesto en circulación con motivo del año Verdi un DVD con esta misma producción protagonizado por el propio Nucci junto con Machaidze (habrá que oírla, pero puede ser una muy interesante Gilda) y Demuro como Ducca. Prometo hacerme con ese DVD y comentarlo por el blog.

Había, como digo, auténtica expectación con Nucci. Sólo había que prestar oídos a los comentarios entusiastas de la gente antes de comenzar la función para darse cuenta de que tenía al público en el bolsillo aun antes de poner un pie en el escenario. Algo tendrá para provocar esas pasiones encendidas a sus nada menos que 71 años. Nucci tiene un magnetismo más que evidente que te hace estar pendiente de cada pequeño gesto, y sabe hacer algo tan difícil como “conectar” con un público que es capaz de enloquecer y ponerse en pie cuando bisa la “vendetta”, por muy sabido que estuviese de antemano que habría tal bis. Y eso es algo que va obviamente más allá del apartado meramente vocal. Probablemente tiene que ver con el resultado global que ofrece, que es una unión muy efectiva de canto verdiano y un indudable sentido del teatro.


Leo Nucci tendrá detractores. Por supuesto, puede preferirse un Rigoletto cantado por Leonard Warren o Cornell MacNeil, pero ¿existe algún cantante vivo capaz de abordar la parte con semejante “tirón”? Yo, francamente, lo dudo. Me da a mí que en su conjunto, con el panorama actual de voces y escenografías raras, no puede hacerse una representación de esta ópera que supere con mucho a lo visto estos días en Sevilla.

Por lo demás, el Rigoletto de Nucci creció a partir del segundo acto, en que el ofreció un sensible “Veglia, o donna”, y se reveló como un ser profundamente despreciativo en el “Pari siamo” llegando hasta casi la caricatura al imitar la voz del Ducca en el “Fa ch’io rida”. Más violento aún resultó durante la primera sección del “Cortigiani, vil razza”, acentuando así el contraste con la segunda sección (“Ebben, piango”).


Se pueden decir muchas cosas, pero algo que tengo muy claro es que Leo Nucci hace ópera, con todos sus “excesos” y su “populismo”, si se les quiere llamar así. La ópera es un espectáculo, y no considero que tener el buen gusto de admirar en disco los trabajos de fieras como Kraus, Pavarotti, MacNeil o Sutherland deba implicar, como parece que ocurre con algunos, una decepción continua de lo que se está viendo. Así que mi opinión sobre Nucci es que ayer me lo pasé estupendamente. Simple y llanamente.


Angelical la Gilda de Jessica Pratt, que lució una buena colección de pianissimi en un “Caro nome” de altura. No he visto a Mariola Cantarero en el papel, que ha formado el otro reparto con Ismael Jordi y Juan Jesús Rodríguez, pero conociendo su habilidad para los filados y demás recursos belcantistas estoy convencido de que debe resultar una Gilda estupenda.

En cuanto a Celso Albelo, resulta muy claro que su modelo para el papel de Ducca es Alfredo Kraus. No puede hablarse, por tanto, de mucha originalidad, aunque puestos a querer parecerse a alguien no está mal elegir al que probablemente es el más destacable intérprete del papel. Resultó muy efectivo especialmente en el tercer acto, con un muy braveado “Ella mi fu rapita” y un “Possente amor” en el que Halffter eliminó el da capo (si la memoria no me traiciona) y en el que acabó con el temible re sobreagudo potestativo que, francamente, no me esperaba. Y volvemos a lo mismo que decía con Nucci: si somos francos, habrá que admitir que no vivimos en una época de grandes tenores verdianos. Así que para lo que puede escucharse hoy, lo que hizo Albelo ayer se sitúa obviamente a una altura destacable.


Dimitri Ulianov, que lleva tiempo frecuentando con éxito el Maestranza, fue un muy adecuado Sparafucile que evitó caer en la caricatura durante el último acto, como le ocurre a otros. Más endeble resultó la Maddalena de María José Montiel, con claras limitaciones en el grave.

En cuanto a lo demás, absolutamente enorme el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Llevo tiempo escribiendo que en Sevilla tenemos a un coro de ópera al nivel de los mejores del mundo, y sigo viendo cómo una buena cantidad de grabaciones procedentes del Met o de la ROH presentan a sus respectivos coros con voces ni remotamente tan bien empastadas como las de aquí. Lo digo sin pudor alguno. Además, Rigoletto es una obra especialmente significativa para el coro del Maestranza ya que se trató de su primer trabajo.


Y ahora... Pedro Halffter. Resulta claro que Halffter no conecta con Verdi ni de lejos al nivel en que es capaz hacerlo con el verismo. Durante el primer acto optó por tempi algo erráticos, y fraseó los minuetos de forma marcadamente entrecortada y pimpante. En algunos momentos de intimismo (“Veglia, o donna”) resultó algo plano y mecánico, mientras que a partir del tercer acto funcionó realmente bien, especialmente todo el espectáculo relacionado con la tormenta y la muerte de Gilda.

Insisto: si lo que queremos es escuchar a los divos del pasado tendremos que esperar a que inventen la máquina del tiempo. Mientras tanto, un Rigoletto como el que hemos tenido estos días en Sevilla se sitúa a una gran altura en los días que vivimos. Un lujo.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La valquiria galáctica


El Teatro de la Maestranza ha continuado, pese a la notable reducción presupuestaria de los últimos dos años, con su apuesta de traer por primera vez a Sevilla la Tetralogía wagneriana, iniciada ahora hace un año con El oro del Rin. Como en aquella ocasión, el coliseo sevillano ha traído la arriesgada propuesta escénica de La Fura dels Baus, sobre la que hablaré enseguida en términos halagadores.

Del mismo modo que hice hace un año, debo empezar aclarando que no soy un aficionado wagneriano. Cada vez estoy más convencido de que una paulatina aproximación a Wagner me depararía alegrías insospechadas por mí hasta hace no mucho, pero también temo que ese proceso de aproximación requiere, al menos en mi caso, de un esfuerzo mucho mayor del que necesito para asimilar otros lenguajes operísticos. Para el apasionado wagneriano sonará obvio, pero para mí el elemento más interesante y revolucionario de estas obras se encuentra en el papel destinado por el compositor a la orquesta, muy lejano ya del mero acompañamiento instrumental del divo que se presenta ante el público, sobre el escenario. La orquesta wagneriana tiene no solamente una personalidad independiente, sino vida propia en el curso de la obra. El mismo lenguaje wagneriano es así consecuencia de una concepción de la orquesta que se convierte en algo denso y que no busca ya solamente la mera belleza estética, la recreación psicológica de los personajes o la descripción ambiental de las distintas situaciones que acontecen. Esta orquesta, que se asemeja en ocasiones a un ser vivo que se dispone a saltar desde el foso para devorar al espectador, exige voces poderosas en el escenario, de más peso que agilidad y lejanas, en suma, de cuanto encarna el belcanto italiano.


Este lenguaje denso se me hace hoy por hoy quizá demasiado pesante, acostumbrado como estoy a otros estilos y autores, a concepciones, en suma, totalmente diferentes del drama teatral. Intuyo, como decía, que puedo llegar a asimilar bien esta música, pero me temo que eso no me puede ser posible con sólo tres o cuatro escuchas. Por eso mismo, cuando pese a estas limitaciones, afirmo que ayer disfruté de las cinco horas de La Valquiria en el Teatro de la Maestranza, es porque lo que escuché y lo que vi merecían realmente la pena. Sin ser, ni pretenderlo, un gran conocedor de la vocalidad wagneriana, me pareció satisfactorio el Siegmund de José Ferrero, más en los momentos de solemne heroicidad que en los más intimistas. Sensacional estuvo, por ejemplo, en la escena tercera del primer acto, manteniendo espectacularmente el agudo de Wälse, Wälse! Igualmente notable me pareció la Sieglinde de Petra Lang, quien no sé cómo no ha acabado con la espalda hecha añicos estos días a causa de la dirección escénica. El bajo Dimitri Ulianov ya hizo en la temporada pasada un fabulosamente sombrío inquisidor en el Don Carlo, y ahora no ha defraudado en su papel de Hunting. Michael Volle, por su parte, estuvo magnífico en su papel de Wotan, exhibiendo una voz poderosa y naturalmente oscura sin recurrir a artificios. Fue la suya una interpretación destacable en lo que se refiere a la faceta más preocupada y doliente del dios, mostrándole no tanto como un ser lejano como alguien presa de graves conflictos morales que afligen su ánimo. Evelyn Herlitzius fue Brünnhilde, la valquiria rebelde y también la mayor triunfadora de la función de ayer. También convencieron las otras valquirias, así como la inquisitiva Fricka de Iris Vermillion.



En cuanto a la labor de Pedro Halffter, muy aplaudido en los saludos finales, poco podría decir, dado mi escaso conocimiento en terrenos wagnerianos. A mí me gustó. Terrible resultó la entrada del furioso Wotan en persecución de Brünnhilde, con la ROSS rugiendo en el foso mientras el escenario se iluminaba de una siniestra luz rojiza, y muy espectacular la famosa cabalgata del tercer acto.

Y ahora, unas palabras finales para referirme al montaje de La Fura dels Baus. El año pasado, escribí que la producción de El oro del Rin se asemejaba a una mezcla de los Transformers con Star wars. En esta ocasión, no ha habido Transformes (los titanes), pero el elemento “galáctico”, con fondos de estrellitas y visiones del planeta Tierra en las escenas “divinas”, ha estado muy presente. La dirección escénica fue inteligentísima: véase, por ejemplo, el acoso verbal al que Fricka somete a Wotan, escenificado de forma interesante con la primera “cabalgando” desde el aire en círculos alrededor del mortificado dios, o la brillante entrada de las valquirias en el tercer acto, cuyo vuelo las lleva a sobrepasar el escenario y a situarse sobre el foso del la orquesta. Igualmente excelente es la conclusión del segundo acto, en el que el espectador verá elevarse todos los elementos del escenario como si de un gigantesco móvil aéreo se tratara. Por lo demás el recurso a las proyecciones sigue resultando tan efectivo como en El oro del Rin (el árbol de la espada, la mirada de un lobo...). El uso de grúas para desplazar a los dioses por el aire me sigue pareciendo espectacular, aunque ello implique pagar el peaje de tener ver a los encargados de moverlas sobre el escenario, vestidos siempre de colores discretos, a fin de pasar desapercibidos.

Ahora, a esperar a Sigfrido.



Vídeo de la representación valenciana de Zubin Mehta, con el montaje de la Fura y disponible en DVD:

lunes, 4 de julio de 2011

Don Carlo cartográfico


Ayer asistí a la última de las representaciones del Don Carlo verdiano que ha servido de colofón a la temporada de ópera del Teatro de la Maestranza. De entre las versiones que dejó Verdi de la obra, Halffter optó por la abreviada de 1884, privándonos así del acto de Fontaineblau.

Antes de entrar en detalle sobre los aspectos musicales de la función, mis primeras palabras van a ir dirigidas a la puesta en escena de Giancarlo del Monaco. El interés de esta producción no radica en absoluto en sus monótonos decorados, que no son sino unas desnudas estructuras recubiertas de oscuros mapas cartográficos que ilustran o quieren ilustrar la expansión territorial del imperio español. Honestamente, me hubiera gustado ver cómo se las hubiera ingeniado Del Monaco para recrear con semejante pobreza de material escénico el suprimido acto de Fontaineblau, en el que la presencia de los mapas hubiera sobrado claramente más que nunca. En cualquier caso, el clásico vestuario que exhibieron todos los personajes llevaba a pensar que el director escénico pretendía situar una ambientación clásica bajo unos parámetros más o menos abstractos. El problema está en que para que esto sea creíble, los personajes vestidos de época no deben entonces interactuar con el decorado abstracto, y eso es exactamente lo que ocurre en la escena del auto de fe, en el que el esforzadísimo coro debe arrastrar por el escenario un enorme crucifijo que no pinta nada. Representar el poder de la Iglesia mostrando al público un gran crucificado no es ni original ni novedoso en el Maestranza, donde ya pudimos ver exactamente eso en La favorita de la pasada temporada, en la que la presencia del crucifijo estaba además bastante mejor resuelta desde el punto de vista técnico y escénico. Cuando el señor que estaba sentado a mi lado vio el enorme Cristo, simplemente exclamó: “Con el crucifijo s’han pasao”. La sabiduría de lo espontáneo.

Hubo otras decisiones completamente arbitrarias de Del Monaco, pero la más flagrante fue el modo en el que presentó al Gran Inquisidor en su dúo con Filippo. El viejo nonagenario apareció como un penitente exageradísimo, no solamente flagelado, sino coronado también de espinas e incluso con las manos y los pies agujereados. Grave, gravísimo error en mi opinión. Se supone que Del Monaco ha querido mostrar la ceguera, la brutalidad y el fanatismo religioso, pero de lo que no parece haberse dado cuenta es de que lo que realmente resulta transgresor y atrevido es presentar al personaje vistiendo sus ropas sacerdotales. Si reducimos la apariencia física del Inquisidor al aspecto ensangrentado del villano de una película de terror adolescente estaremos distorsionando por completo el sentido abiertamente anticlerical pretendido por Verdi para la escena. Insisto: la denuncia contra el fanatismo resulta infinitamente más atrevida presentando al personaje con ropas de religioso. Luego, a Del Monaco se le ocurre añadir tensión, como si no hubiera ya la suficiente, a la escena del “duelo” entre el inquisidor y el rey, haciendo que éste tome algo de la mesa (creo que un candelabro o algo así) y esté a punto de abrirle la cabeza. Grotesco. Tanto como el hecho de que Don Carlo no sea conducido a la sepultura de Carlos V por el fantasma del emperador, sino que muera asesinado por su padre, lo que deja completamente fuera de lugar a la aparición fantasmal que cierra la obra. Soy permisivo con los montajes que se toman libertades (hay un montón de pruebas en este blog que me da pereza recopilar) pero el límite de lo tolerable viene marcado por la propia coherencia argumental, aquí rota en la última escena, y por el respeto a la música. ¿Se puede salvar algo de esta producción? En mi opinión, el estupendo vestuario de Jesús Ruiz, aunque los principales personajes vistan todos de color oscuro, con la excepción del inquisidor, que como decíamos, en su dúo con Filippo va directamente de mamarracho.


Vayamos ahora con los cantantes. Mucha caña le han dado por internet al Don Carlo de Kamen Chanev, tanto que casi iba mentalizado de escuchar algo espantoso. Lo cierto es que no me lo pareció. Está claro que no es el suyo un Don Carlo maduro en absoluto, y comenzó con algún problema de afinación que fue venciendo a lo largo de la noche, compensando con agudos muy seguros en los que su voz, que me sonó más bien lírica, brilló hermosa. En ningún momento cantó engolado, como apunta Mengíbar en su crítica de Diario de Sevilla respecto de la primera de las funciones. Del Monaco recurrió a él para introducir otra chorrada dirigida quizá a desconcertar al público, y de paso, impedirle concentrarse en la música: la escena en la que el infante cae desmayado ante Elisabetta se escenificó con ridículos espasmos de Chanev, bastante próximos a lo cómico y que en absoluto encuentran respuesta en el clima que describe la tierna música que Verdi escribió para la escena. En fin. Más segura estuvo la Elisabetta de Fiorenza Cedolins, que aportó una estupenda Tu che la vanità, aunque en ocasiones acusó algún problema, no excesivamente preocupante, de volumen. Me hubiera gustado también algo más de pathos en el personaje. No es que fuera la suya una interpretación gris, pero tampoco me pareció desbordante de personalidad.


Al margen de la pareja protagonista, el papel de Filippo ha recaído en el joven bajo Ievgen Orlov, reciente ganador de Operalia. Ha sido su primera ópera completa y la impresión es la de que hay material para que pueda convertirse en un buen bajo. Su problema más obvio es la pésima dicción italiana, que evidencia que no maneja en absoluto el idioma. Por lo demás, hubiera sido deseable una mayor intensidad para evitar convertir al personaje en algo plano. No fue un Filippo bien matizado, aunque siendo la primera vez que se sube a un escenario a cantar un papel completo (y nada menos que el Filippo) poco hay que se le pueda objetar con severidad. Debo decir que mis compañeros de butaca me pusieron realmente nervioso en el Ella giammai m’amò. El señor de al lado reconoció la melodía, y en un gesto de grave mala educación comenzó a silbar bajito. Giré mi cabeza hacia él y me quedé observándolo sin decir nada. El hombre captó el mensaje, de eso estoy seguro, pero entonces le vino un ataque de tos que alternó con nuevos silbidos, violando todas las leyes de la naturaleza y del cuerpo humano. Luego, la pareja que había a mi espalda tuvo una conversación distendida y entró en acción “la tonta del caramelo”, personaje mítico que no podía faltar. Da igual donde uno se siente, siempre hay una “tonta del caramelo” cerca dispuesta a abrir el envoltorio despacito, despacito. Debe haber varias decenas en cada teatro, repartidas por todas las zonas. El silencio volvió en mis alrededores durante el dúo entre el rey y el inquisidor, aunque cuando el primero intentó partirle el cráneo al segundo, gracias a la inventiva de Del Monaco, una persona sentada a mi derecha aludió a algún tipo de problema mental (de Filippo, no del regista) diciendo “el rey no está bueno”.


La triunfadora de la noche fue la estupenda Éboli de Dolora Zajick, que me gustó más en el O don fatale que en la canción sarracena. Agudos impactantes, lanzados como cuchillos sin la menor cavilación y graves perfectamente colocados, sin el menor asomo de palidez en la voz. El público respondió y se llevó, creo, la mayor ovación. Tenía partidarios enfebrecidos en la zona de Paraíso (donde estuve sentado) que la bravearon intensamente. También me gustó mucho el Rodrigo de Ángel Ódena, que empezó con un excesivo vibrato en el primer acto que supo controlar después. Lo mejor, la escena de su muerte, aunque el disparo sobresaltó a medio teatro. Vocalmente, aunque no en lo escénico (algo de lo que no tiene culpa) resultó sobresaliente el Gran Inquisidor de Dimitri Ulianov, en cuyo dúo con Filippo brilló respondiendo a cada una de las preguntas del rey con una potente voz casi fantasmal y sin la menor vacilación, como si de un siniestro oráculo se tratara. Por último, la orquesta se tragó al Tebaldo de Aurora Amores.


Excelente el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Según me ha llegado a través de uno de sus miembros, la cosa ha sido esta vez especialmente esforzada.

En cuanto a la dirección de Pedro Halffter al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, sinceramente no percibí que los tempi empleados fueran “erráticos”, como más de uno ha señalado, sino más bien tirando a lo convencional. Halffter está más convincente en territorios veristas, entregándose más aquí a la espectacularidad y al sonido efectista (tremendo, por ejemplo, el sonido que extrajo de la orquesta en “La pace dei sepolcri”), pero, en general, servidor lo pasó bien.

PS: No quiero cerrar la entrada sin dedicar un recuerdo especial a los desconocidos que me rodearon en la zona de Paraíso. Ya he dicho las cosas más significativas, pero no pienso resistirme a plasmar aquí los innegables conocimientos históricos de una mujer sentada a mi espalda: “Isabel de Bolís” (¡!) y “la del parche”. Como suena.

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