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viernes, 27 de febrero de 2015

¡Feliz cumpleaños a Mirella Freni!

No se cumplen ochenta añazos todos los años, así que aunque no tengo costumbre de escribir este tipo de entradas no puedo más que hacer una excepción con quien es desde siempre mi soprano favorita y una persona hacia la que siento un cariño muy profundo incluso a pesar de no haberla conocido. Es más, nunca tuve la fortuna de verla actuar en vivo, pero le debo tantos momentos

jueves, 28 de noviembre de 2013

La Bohème (Karajan, 1973)

Herbert von Karajan (dir.); Mirella Freni (Mimì); Luciano Pavarotti (Rodolfo); Elizabeth Harwood (Musetta); Rolando Panerai (Marcello); Gianni Maffeo (Schaunard); Nicolai Ghiaurov (Colline); Michel Sénéchal (Benoit / Alcindoro). Schöneberger Sängerknaben. Chor der Deutschen Oper Berlin. Berliner Philharmoniker. DECCA 2 CD.

Hay grabaciones de opera tan importantes que a veces se corre el riesgo de darlas ya por bien conocidas y dejarlas de lado. Se acude a ellas, los grandes clásicos, normalmente al principio, cuando comenzamos a conocer la ópera en cuestión a través de sus grabaciones de referencia. Luego pasamos a otras y esos grandes clásicos se quedan muchas veces cogiendo polvo en las estanterías.

Supongo que esto no le ocurrirá a todos los aficionados, pero en mi caso personal reconozco que hasta hace poco habían pasado años desde la última vez que escuché esta emblemática Bohème de Karajan con Freni y Pavarotti. Como es lógico, no voy a descubrir nada nuevo en este escrito, pero sí me ha parecido interesante el reencuentro con la grabación. Las percepciones cambian con el tiempo, y es curioso cómo se tiene la sensación de volver sobre algo conocido pero al mismo tiempo diferente. En cualquier caso, la conclusión que hago ahora es la misma que habría hecho hace años: esta es mi Bohème de referencia, y lo es porque la considero una grabación sin fisuras que no concibo superable. Cualquier Bohème que reúna alguno de los elementos aislados de este registro –como pueden ser las presencias de Karajan, Freni, Pavarotti o Panerai– tiene interés ya de por sí. Reunirlos a todos en una misma grabación supone entonces, simple y llanamente, una maravilla para mí irrepetible.

Sé que no soy nada original considerando a Mirella Freni y a Luciano Pavarotti como las referencias absolutas de Mimì y Rodolfo, pero estoy convencido de que muy pocos casos hay en la historia de la ópera grabada en los que exista una adecuación tan milagrosa entre papel y cantante. Lo de Freni es una verdadera creación magistral de un personaje frágil y tierno a través de maravillosos pianissimi que cortan el aliento ya en el Mi chiamano Mimì. En el tercer acto muestra una inflexión dramática importante en el papel, aunque no tan acentuada (no tan verista, podría decirse) como en el muy posterior DVD de Severini que comenté por aquí. El Sono andati? del cuarto acto se me hace nuevamente insuperable y plagado de matices que incluso pueden escaparse a una única escucha: óigase por ejemplo el cálido infantilismo con el que recibe el manguito de Musetta, tan descorazonador en un personaje moribundo. Y a Luciano le pasa lo mismo que a ella: es el personaje de toda una carrera, de toda una vida. A veces se tiene la sensación de que no interpreta, sino de que es realmente así, y eso es, según lo veo yo, lo máximo a lo que puede aspirarse encima de un escenario, y más aún si ha de trabajarse exclusivamente con la voz. ¿Para qué esforzarme hablando largamente sobre el bellísimo timbre, el agudo seguro, colocado siempre sin vacilación y pleno de squillo, o simplemente sobre su magistral manera de transmitir la jovial inmadurez de su personaje? Basta con decir una vez ya lo ya dicho. Que Pavarotti es Rodolfo, igual que Freni es Mimì.

Aunque sea una digresión, siempre me ha hecho gracia el modo en el que la vida ha unido a estos dos grandísimos de la ópera. Los dos nacieron en Módena y sus madres trabajaban en la fábrica de tabacos. Compartieron nodriza y se llamaban por ello a sí mismos “hermanos de leche”. Nano y Nana. Pavarotti y Freni. Dos artistas espléndidos con voces líricas en ambos casos que empastaban de la manera más hermosa y que encontraron sus papeles-estrella encarnando a los protagonistas de la misma ópera: La Bohème. 

Elizabeth Harwood (Musetta) muestra un centro sedoso y sabe explotar debidamente la faceta más sensual de su papel. Pero me interesa mucho más el Marcello de Rolando Panerai. Otra creación del más alto nivel. Panerai, con esa voz pastosa y plenamente uniforme en todo el registro, es un Marcello tosco e impulsivo (explosivo incluso) manteniendo con ello una musicalidad que sale por completo indemne. Óigase por ejemplo el magistral dúo con Pavarotti del cuarto acto. Una maravilla. Y además es adecuadamente cómico sin caer en un histrionismo excesivo. 

Por otra parte, al igual que Freni y Panerai, también Gianni Maffeo (Schaunard) se había puesto ya a las órdenes de Karajan previamente para las míticas funciones de la Scala de las cuales hizo Zeffirelli su película (click aquí) y defiende su papel igual de bien. Nicolai Ghiaurov es un Colline de voz hermosa como pocas veces se ha oído en disco, aunque por alguna razón siempre he pensado que sus orígenes eslavos se hacen más claramente palpables en esta grabación que en tantas otras en las que canta papeles más largos. 

Por último, Karajan opta por un tenor (Michel Sénéchal) para las partes de Benoit y de Alcindoro en lo lugar de hacerlo por un bajo, y con ello acentúa quizá aún más lo cómico de ambos personajes.

La labor del salzburgués al frente de la Filarmónica berlinesa es para mí uno de los grandes hitos de su discografía. No hay en realidad cambios demasiado sustanciales respecto de las anteriores grabaciones con Freni y Raimondi, salvo que se aprecia quizá una mayor ralentización en los tempi de Freni –y esto habría que comprobarlo reloj en mano– y que el resultado general parece algo más grandilocuente, aun sin llegar aún ni por asomo a lo que sería el Karajan tardío de los ochenta.

Grabación imprescindible, pues. En mi opinión, una de las mejores que se hayan hecho jamás de una ópera.

martes, 22 de enero de 2013

Madama Butterfly (Sinopoli, 1988)

Giuseppe Sinopoli (dir.); Mirella Freni (Cio-Cio-San); José Carreras (Pinkerton); Teresa Berganza (Suzuki); Juan Pons (Sharpless); Anthony Laciura (Goro); Mark Curtis (Yamadori); Kurt Rydl (Bonzo); Marianne Rørholm (Kate). Ambrosian Opera Chorus. Philharmonia Orchestra. Deutsche Grammophon 3 CD.

Este segundo estudio de Mirella Freni como Madama Butterfly se produjo trece años después de su extraordinaria grabación con Karajan (click aquí) y de la película de Ponnelle (y aquí). Su concepción del personaje sigo siendo la misma en esencia: la Butterfly de Freni es una criatura angelical, de pureza virginal, aunque también cargada de dramatismo. En este último aspecto quizá resulte aquí aún más incisiva que en el registro de DECCA. No en vano, Freni sabe adaptarse a las condiciones naturales de su voz, cambiante con la edad, como es natural. Esta sigue sonando fresca y sorprendentemente juvenil, aunque con los años se observa ya cómo ha ganado en “anchura”, y sobre todo, en vibrato. La soprano de Módena utiliza bien estas condiciones vocales y dibuja así a una protagonista algo más dramática. Otro tanto hizo por la misma época con la Tosca que grabó con Sinopoli, en la que su madurez vocal le permite elaborar un retrato más trágico (y apropiado, en mi opinión) que en el anterior realizado con Rescigno. 

De las dos grabaciones que realizó Freni de esta ópera me quedaría con la primera, aunque confieso que mis razones son afectivas en buena medida. Quizá lo más justo sea dejarlo en un empate.

Bastante controvertido resulta el Pinkerton de José Carreras, grabado en la época de su enfermedad, pero personalmente soy benevolente con él. Su línea de canto me parece elegantísima, y en el primer acto, que es en el que mejor resulta, tiene momentos de enorme delicadeza y buen gusto, así como otros en los que puede mostrarse incluso algo brusco por momentos. Ya en el último acto se aprecia algo raro en la grabación al comienzo del Addio fiorito asil: justo después del primer agudo (“Di letizia e d’amor”) se observa lo que parece ser un “corte” o “salto” en la grabación al abordar la frase “Sempre il mite suo sembiante”. Hay que fijarse, pero ahí está. Quizás Carreras estuviese en apuros y se acudiese a engarzar el audio de varias tomas haciendo un “corta y pega”, algo que no deja de ser relativamente frecuente en las grabaciones discográficas de ópera (sobre todo en materia de agudos). Sea como fuere, al margen de estas limitaciones que la grabación busca disimular, el Pinkerton de Carreras me parece en general elegante y muy bien cantado. Para mí el mayor problema está en que su enfoque del papel es quizá excesivamente serio y falto de una cierta dosis de “descaro” que sería deseable para hacerlo más creíble. Carreras puede resultar aquí tan correcto como aburrido.

Muy curiosa resulta la presencia de la gran Teresa Berganza como Suzuki. Ciertamente produce extrañeza encontrarla aquí, en un repertorio tan inhabitual para ella. Su voz sigue sonando bellísima y sedosa y hace una Suzuki bastante personal, de un carácter especialmente cándido y dulce. En realidad está impecable, pero se hace un tanto extraña. Juan Pons dibuja a un buen Sharpless y Anthony Laciura, un secundario que ha hecho carrera en el Met, da un muy buen resultado como Goro. Mark Curtis es en cambio un Yamadori bastante flojo.

De entre los papeles menores hay dos cosas que llaman realmente la atención. La primera es la presencia de dos cantantes jóvenes que grababan por aquellos años y cuyas carreras no acabaron de despegar: Marianne Rørholm (Kate), que, por ejemplo, fue el Sesto de Jacobs en su célebre Giulio Cesare de Harmonia Mundi, y Petteri Salomaa (Yakusidé), del que algo hablamos aquí. La segunda cosa llamativa es la utilización de cantantes japoneses para los papeles menores del comisario imperial, el oficial del Registro y los familiares de Butterfly (madre, prima). Quizá la presencia de estos cantantes nipones se explique por el hecho de querer presentar una grabación que resulte más correcta en sus aspectos orientales. Por ejemplo, en lugar de “Omara” –el lugar de Nagasaki en el que Yamadori tiene su palacio– se pronuncia aquí “Omura”.

Mucho podría decirse de la dirección de Giuseppe Sinopoli. Somete a la partitura a un concienzudo examen y busca intencionadamente huir de toda clase de tradicionalismo, sacando de la orquesta colores y sonidos que habitualmente pasan inadvertidos y que se agradecen en obras que, como ésta, tienen una ambientación exótica. Su dirección es verdaderamente muy lenta –provocadoramente lenta, diría yo– pero riquísima en matices y expresión, y a veces resulta tan densa que incluso parece amenazar con tragarse a las voces. Por ejemplo, jamás ha sonado tan ampulosa la presentación del hijo de Butterfly. Pero es una lectura diferente y muy cuidada que merece conocerse.

En suma, creo que cualquier amante de esta ópera hará bien teniendo esta grabación.

jueves, 10 de enero de 2013

Madama Butterfly (Karajan, 1974)

Herbert von Karajan (dir.); Mirella Freni (Cio-Cio-San); Luciano Pavarotti (Pinkerton); Christa Ludwig (Suzuki); Robert Kerns (Sharpless); Michel Sénéchal (Goro); Giorgio Stendoro (Yamadori); Marius Rintzler (Bonzo), Elke Schary (Kate). Coro de la Ópera de Viena. Filarmónica de Viena. DECCA 3 CD.

Decir que Mirella Freni es mi Butterfly favorita puede parecer extraño, ya que la soprano modenesa jamás ha interpretado el papel completo sobre un escenario. Según dice, temía verse superada por la emoción y ponerse a llorar ante el público en cualquier momento. Quizá sea cierto, aunque no descartaría que la verdadera razón –o al menos una de las razones– por las que fue reacia a interpretarlo en vivo fue que temiese que el papel resultase demasiado pesado para ella. Freni fue una cantante cabal, y salvo excepciones, muy prudente en la selección de los papeles que conformaron su repertorio.

Pero el caso es que es mi Butterfly. Dejó dos grabaciones históricas: la primera con Karajan, y la segunda, bastantes años más tardía, con Sinopoli. En ambas da una absoluta lección de canto, aunque aquellos que consideren más lógico encumbrar a quien ha lucido el papel sobre los escenarios harán bien inclinándose por Scotto. Para cantar bien Madama Butterfly son necesarias una serie de condiciones que Freni reúne en ambos estudios: se requiere de una voz que suene fresca y juvenil, pues el personaje tiene tan sólo quince años en el primer acto y dieciocho en el segundo, pero al mismo tiempo, esa voz debe imponerse a una orquesta que, sobre todo en el segundo acto, resulta muy densa por momentos (¡y que aquí dirige Karajan, con todo lo que eso implica!). Además, por si fuera poco, el personaje no es estable, sino que a medida que la acción progresa, debe ir volviéndose más dramático y atormentado.

De entrada, Freni aparece con un “Ancora un passo or via” que resulta un prodigio de delicadeza y que remata de forma sublime con ese comprometidísimo re bemol que muchas intérpretes omiten. La primera lagrimita, por tanto, se me cae antes incluso de que empiece el verdadero drama. El enfoque que Freni da al personaje es obviamente infantil, aunque se crece en el segundo acto y verdaderamente sorprende en las escenas más dramáticas. Toda la escena de la carta siempre me ha parecido de un dramatismo mucho más acentuado que en otras grabaciones, y el final de la ópera es demoledor como nunca. La Butterfly de Freni no es una niña patética que inspira lástima, sino que verdaderamente es capaz de transmitir auténtico drama al oyente.

Su Pinkerton es Luciano Pavarotti, amigo de la infancia y compañero de tantas grabaciones y noches de ópera. Lo cierto es que escuchar al modenés en este poco agradecido papel no deja de ser curioso, ya que no puede decirse precisamente que lo frecuentase demasiado. Lo cierto es que el Pinkerton de Pavarotti resulta vocalmente impecable, aunque su enfoque del personaje parece querer distanciarse deliberadamente de la elegancia con la que otros intérpretes, como por ejemplo Bergonzi, abordaron la parte. En suma, este Pinkerton tiene más de marinero que de caballero sofisticado. A destacar, naturalmente, toda la escena final de amor del primer acto. Sólo hay que escuchar el modo en el que Pavarotti canta “Bimba dagli occhi”. Simplemente derrite, y el empaste de su voz con la de Freni es, como se sabe, espléndido. Quizás me equivoque, pero creo que recuerdo haber leído por alguna parte que Rodolfo Celletti consideraba este final de acto como el más logrado de toda la discografía de Butterfly, y no es de extrañar.

Los secundarios de esta grabación son todo un regalo, comenzando por la estupenda Suzuki de nada menos que Christa Ludwig. Robert Kerns, por su parte, canta Sharpless con agradable voz. Es claramente el anciano que ha visto mucho mundo, viene de vuelta de todo y se ve venir la tragedia de lejos. En cuanto al casamentero, Michel Sénéchal es de esos eternos secundarios a los que siempre se les toma gran cariño. Hoy hay cantantes con medios más limitados abordando papeles de mucha más enjundia, pero aquellos eran otros tiempos más pródigos que los de hoy en materia de grandes tenores. Por último, bien el Bonzo de Marius Rintzler y correctito, sin más, Giorgio Stendoro como Yamadori.

Herbert von Karajan dirige a la Filarmónica de Viena con el pie levantado del acelerador. La grabación es lenta y ocupa tres discos en lugar de dos, que es lo habitual. El director salzburgués se recrea en crear atmósferas, aunque mantiene en todo momento el pulso dramático de la acción. Hay algunas explosiones de sonido (“Ei torna e m’ama”) que buscan, obviamente, la espectacularidad sonora tan propia de lo que sería después el Karajan tardío. En cualquier caso, si alguien tiene dudas sobre la calidad y el alto nivel de su dirección no tiene más que escuchar el “sueño” de Butterfly, orquestalmente impecable.

Hay que referir, finalmente, la existencia de una película dirigida por Jean-Pierre Ponnelle con idéntico reparto salvo en lo que concierne al Pinkerton de Pavarotti, sustituido por Plácido Domingo por razones, según se dice, estrictamente visuales. Para leer mi comentario sobre esa interesante filmación, sólo hay que hacer click aquí.

En resumen, esta no es solamente mi Butterfly favorita, sino que la considero ni más ni menos que un verdadero hito en la historia de la ópera grabada.

martes, 8 de enero de 2013

Grabando "Don Giovanni"

Como el año pasado fui muy bueno, los Reyes Magos se han portado muy bien conmigo y me han traído la reciente reedición que la casa EMI ha publicado del célebre Don Giovanni de Klemperer con Ghiaurov.

El motivo de esta entrada no es el de ensalzar las consabidas virtudes de esa extraordinaria versión –quizá la mejor jamás grabada en disco de esta ópera junto con la famosa de Giulini– sino el de referir la existencia de un curiosísimo cedé extra que se ha añadido al estuche con grabaciones, obviamente inéditas, de los ensayos. Y es absolutamente fascinante escuchar a esos monstruos de la ópera trabajando en equipo, esforzándose por ofrecer el mejor resultado posible y debatiendo ideas musicales. 

El material es el siguiente: las dos primeras pistas contienen ensayos de la obertura. En la tercera tenemos el primer ensayo del Giovinette, che fate all’amore. Oímos a Klemperer buscando un sonido bien empastado en la orquesta y exigiendo del coro, francamente apagado, un carácter más festivo. Luego, escuchando la grabación, Freni discute con el director sobre la necesidad del canto legato en las notas ascendentes de “il remedio vedetelo qua” (pista 4). Los ensayos con el coro prosiguen durante las pistas 5 y 6, mientras que en las dos siguientes tenemos los del Batti, batti, en los que Klemperer pide más delicadeza a la orquesta. Por último, en la pista final de este cedé extra, el director ilustra a Hugh Bean (primer violín de la orquesta), sobre el modo correcto de pronunciar “Ghiaurov”. “GhiaRÚov”, dice. Seguidamente comienzan los ensayos del Deh, vieni a la finestra, en los que el bajo búlgaro se muestra autocrítico y también exigente con el trabajo de la mandolina, lo que parece exasperar por un momento a Klemperer. El esfuerzo, sin embargo, vale la pena, y el ensayo acaba alegremente, con Ghiaurov satisfecho y bromeando.



Pista 4. Conversación entre Mirella Freni y Otto Klemperer a propósito de la parte de Zerlina en el “Giovinette”. Tal y como señala la soprano modenesa, de no respetar el legato se produciría un efecto similar a la “risa” en “vedetelo qua”.

Puede parecer que la inclusión de todo este material extra es algo irrelevante, pero sinceramente, a mí me parece realmente fabuloso. Cuando escuchamos una grabación únicamente percibimos el resultado final, y permanecemos ajenos, obviamente, a todo el trabajo de “construcción”. Este cedé “extra” contiene material, en su mayoría, de un coro que vendrá a durar tan sólo un par de minutos. ¿Cuántas horas de trabajo habrá en toda la grabación? No tengo ni idea. Creo que es muy fácil escuchar ópera –y yo me incluyo– sin detenernos a pensar para nada en este enorme trabajo que hay detrás de cualquier buena versión. Por eso me gusta este “regalo” de EMI: nos permite asomarnos como espectadores a la labor de los más grandes, y darnos cuenta con ello de que precisamente fueron grandes no sólo por sus aptitudes naturales, sino también por su esfuerzo y profesionalidad.

martes, 17 de enero de 2012

La Bohème (Freni, Pavarotti, Pacetti - Severini)

Con cerca ya de una treintena de óperas comentadas en DVD –una por mes desde octubre de 2009– he decidido que ha llegado quizás el momento en el que puedo permitirme volver sobre títulos a los que ya dediqué otras entradas en filmaciones distintas. Continuaré escribiendo mi entrada mensual sobre un título, siempre nuevo, de ópera, y a ella añadiré siempre que me sea posible un segundo post de “repetición”. Se trata, por tanto, de escribir más y de aportar al lector comentarios de varias grabaciones de un mismo título. A todo ello hay que sumarle la próxima aparición de un apartado dedicado a la discografía comparada de grabaciones de ópera en cedé, cuya variedad es siempre mayor y más interesante que en el ámbito, infinitamente más residual, de las filmaciones.

He querido dedicar esta primera entrada “repetida”, por expresarlo de algún modo, a una popularísima versión de La Bohème: la registrada por Luciano Pavarotti y por Mirella Freni a las órdenes de Tiziano Severini en la Ópera de San Francisco en 1989. He escrito muchas veces sobre mi debilidad por Freni, y el hecho de que exista una grabación en vídeo de los que para mí son la mejor encarnación imaginable de Rodolfo y Mimì me ha hecho decantarme por este DVD como primera opción. La filmación, como decía, se ha distribuido muchísimo, formando parte de colecciones, estuches, etc.. A los interesados en una mayor reflexión sobre la obra –que aquí está ya fuera de lugar– así como en un resumen del libreto, les remito a mi comentario sobre el DVD de Karajan, también con Freni.


La producción de la Ópera de San Francisco (decorados de David Mitchell, vestuario de Jeanne Button y Peter J. Hall y dirección escénica de Francesca Zambello) es clasicona, y ofrece exactamente lo que se espera de una Bohème tradicional. Destaca en este sentido el buen empleo de la iluminación y de las sombras en el cuarto acto, así como la utilización de proyecciones de fondo (concretamente, de la catedral parisina de Notre Dame) como elemento moderno. La filmación, a su vez, del experimentado Brian Large es, como cabe esperar, muy buena, aunque resulta algo anticuado el modo en el que se superponen las imágenes de Freni y de Pavarotti, una junto a la otra, al final del tercer acto.


Y ahora vayamos a lo más interesante, que es el apartado musical. El papel de Mimì está pensado para una soprano lírica pura, que haga pareja con un tenor lírico puro. Si Pavarotti es, como decía, es mi ideal Rodolfo, su "hermana de leche", Mirella Freni, es la para mí la perfecta Mimì: una voz lírica pero dotada de cierto peso, que la aleja de los papeles de coloratura y agilidades vocales (por cierto que en este ámbito su controvertida Violetta me parece más que reivindicable), con un centro redondo y sin estridencias ni cambios de color en el agudo. Una cantante que no transmite la menor sensación de esfuerzo, con una voz de tinte quizá algo opaco, carnoso, que la hace ideal para este tipo de papeles casi infantiles. Freni es la perfecta Mimì, la perfecta Butterfly, la perfecta Liù (Turandot), la perfecta Micaela (Carmen) y hasta la perfecta Desdémona (Otello). La comparativa de esta filmación con la de Karajan con Zeffirelli, en la que podemos ver a la joven Freni en plenitud de facultades, es más que interesante. Con los años, la voz de Freni se ensanchó y ganó en vibrato. Pese a todo, y aunque que la edad ya no es la misma, ella sigue sonando desconcertantemente juvenil, y está en bastante mejor forma que Pavarotti en esta función de San Francisco. Además demostró ser una cantante inteligentísima y muy consciente de sus medios al aprovechar esos cambios naturales de la voz para ahondar en la faceta más trágica del personaje, sobre todo en el tercer acto, al tiempo que comenzaba a abordar papeles de lírico-spinto como sus Toscas en estudio o su extraña Aida. No puede esperarse menos de la Mimì por excelencia, de alguien que se dedicó a cantar el papel por todo el mundo durante la friolera de casi cuarenta años: de 1958 a 1996, con "La Bohème del Centenario".

Precisamente en relación a este lado trágico de Mimì, Mirella Freni siempre ha dicho que para estudiar bien al personaje hay que comenzar por el final, es decir, con su agonía y muerte en el cuarto acto. La muchacha enferma a la que vemos entonces sigue siendo la misma que oímos en "Mi chiamano Mimì", pero mucho más madura y "completa" desde el punto de vista intelectual, al ser también consciente de su fatalidad, que ya la amenazaba en el primer acto. Parece increíble meterse en este tipo de reflexiones sobre personas que no existen más que en la ficción. Nunca Freni, con su voz juvenil, aniñada incluso, ha sonado más creíble ni más trágica. Karajan dijo haber llorado por segunda vez en su vida (la primera fue a la muerte de su madre) tras escucharla ensayando el "Sono andati?" en la Scala. Saquemos los pañuelos.

En cuanto a Luciano Pavarotti, él es Rodolfo, y es que me sigue pareciendo la referencia absoluta en el papel: el particularísimo y luminoso color de su voz imprime a la música un aire juvenil a un personaje cuya inexperiencia e inmadurez suenan más conmovedoras que nunca. Aunque es muy obvio que Pavarotti no se encuentra ya en su mejor momento en esta filmación y que su voz se ha vuelto más plana, ya en los cuatro minutos de su "manina" hay una enorme cantidad de matices y una lección de buen canto que echan por tierra a muchos en el papel: el aire estudiadamente romántico del comienzo para que la chica se conmueva, la picardía indiscreta cuando se ha captado su atención ("chi son?") y todo el apasionamiento final que culmina en el estentóreo agudo de "la speranza", seguido de un "Or che mi conoscete" cantado en exquisita mezza voce. Una delicia.

Mención especial merece aquí el trabajo de Pavarotti en el tercer acto. Absolutamente sensacional su cambio de actitud con Marcello ("Ebbene no") transmitiendo una enorme sensación de espontaneidad y de sinceridad. Es un Rodolfo tan herido que a poco que le trata de sonsacar algo Marcello explota repentinamente (porque eso es lo que transmite aquí Pavarotti) dando la sensación de que comienza a hablar sin pensar. La primera frase ("Mimì è tanto malata") está cantada casi a mezza voce, aumentando el tono de confidencia con Marcello, y es absolutamente conmovedor el modo en que pronuncia la frase en la que se inculpa a sí mismo del negro destino de Mimì recalcando la palabra "uccide" ("mata") como diciendo "ya está; ya lo he dicho". En esa música aparentemente serena Pavarotti transmite pánico e inquietud, y también algo de la juvenil candidez e inocencia del poeta. Igualmente dramática es su forma de cerrar el discurso con un "Non basta amore" cantado de tal forma que parece incluso insinuar un comienzo de llanto.

Escuchar el Rodolfo de Pavarotti es una obligación para todo el que quiera adentrarse en esta ópera. A veces da la sensación de que el de Módena ni siquiera tenga que interpretar el personaje. Parece que es así.

Por cierto, muy particular resulta la forma en la que Luciano recoge los ramos de flores que caen al escenario al salir a saludar, sobresaltándose y dando un pequeño saltito cada vez que cae uno como si tuviera miedo de que fuesen a impactar sobre su cabeza.

Entrando en el capítulo de los secundarios, tenemos a una extraordinaria y comiquísima Musetta en Sandra Pacetti. No es una cantante excesivamente popular, pero muestra no solamente la voz exacta para el personaje, sino toda una lección de cómo interpretarla teatralmente, incidiendo en el segundo acto mediante gestos casi infantiles en la faceta caprichosa y cómica del personaje. En los actos tercero y cuarto su interpretación, como es lógico, es otra cosa. El que no me gusta para nada es el Marcello de Gino Quilico, aunque menos aún lo hace su padre, Louis Quilico. La voz, por expresarlo de algún modo, se me hace “empalagosa” y no siempre frasea con corrección ("vendicar-mi"). Tampoco la dicción es siempre clara. Vamos, que a veces parece que canta con una patata en la boca.


Del resto, hay que mencionar en primer lugar el Colline del gran Nicolai Ghiaurov, aunque muestra ya obvios signos de desgaste (véase, por ejemplo, su “Andiam” fuera de tono). Incluso se olvida de su texto (“Seduttore”) en la escena del casero, pero consigue al menos componer una estupenda "Vecchia zimarra", a pesar del tempo rápido marcado por la batuta de Severini. Por cierto que su “baile” al comienzo del cuarto acto constituye uno de los momentos más geniales de la presente filmación, rompiendo Ghiaurov su propia solemnidad natural que tanto encaja con el personaje al que da vida.

Mucho más modesto es el joven y endeblito Schaunard de Stephen Dickson. En cuanto a Italo Tajo, que se ocupa del doble papel de Benoît y de Alcindoro, resulta simpático, aunque es un cantante con el que no sintonizo especialmente.

También es curioso el modo en el que sale a saludar el reparto al concluir el cuarto acto. Los rostros están muy serios, como si todavía se encontrasen bajo la influencia de la música de Puccini.

Al frente del Coro y de la Orquesta de la Ópera de San Francisco tenemos, como decía antes, a Tiziano Severini, un director no precisamente bien conocido cuya labor está lejos de satisfacerme. Se inclina por un uso rápido de los tempi, especialmente en el primer acto, cuyo intimismo sugiere precisamente una mayor calma. Lo más reprochable, sin embargo, es el carácter algo superficial, aunque efectista, de su dirección.


El interés de este DVD se encuentra en el hecho de que constituye un buen documento visual que reúne a algunos de los que integraron el reparto de la mítica grabación de Karajan: Freni, Pavarotti y Ghiaurov. Aquí tenemos a una pareja de cantantes nacidos para interpretar a los papeles protagonistas, cuyas vidas –las de Nano y Nana– estuvieron siempre conectadas por vínculos tan estrechos como inquebrantables. Pavarotti afirmaba haberlo hecho todo con Mirella Freni, salvo el amor. Fueron los eternos amigos y compañeros de profesión, hasta el punto de que es mucho lo que Pavarotti debió artísticamente a Freni y a su primer marido, Leone Magiera. Sus vidas, como digo, parecían destinadas a conectar desde el primer momento: las madres de ambos portentos trabajaban en la fábrica de tabacos de Módena y recurrieron a la misma nodriza para amamantarlos –de ahí que dijeran que eran “hermanos de leche”–. Aquí se les ve algo mayores, pero no cabe duda de que ellos son Rodolfo y Mimì.














sábado, 31 de diciembre de 2011

Otello (Vickers, Freni, Glossop - Karajan)

Este mes de diciembre quiero despedir el año comentando la muy estimable filmación del Otello verdiano dirigido por Karajan que que distribuye Deutsche Grammophon. Como llevo haciendo todos los meses durante más de dos años, comienzo resumiento brevemente el libreto:

Acto 1: En mitad de una fuerte tormenta, la nave que transporta a Otello, general de la armada veneciana, arriba al puerto de Chipre. Todos reciben con júbilo al héroe victorioso salvo Jago (Yago), que odia al moro por haberle concedido el rango de capitán a Cassio en lugar de a él. Deseoso de hacer caer a Cassio en desgracia, Jago manipula sin escrúpulos a Roderigo, que se encuentra enamorado de Desdémona, la esposa de Otello. Jago hace creer al celoso Roderigo que Cassio también ama a la muchacha, y ambos deciden emborracharle para que provoque un tumulto que enoje a Otello. El plan sale bien: Cassio se muestra en principio reacio a beber, pero la insistencia de Jago le lleva a emborracharse. Roderigo se burla entonces de él, que furioso, desenvaina la espada. El ex gobernador Montano trata de poner orden, pero es herido en la lucha. En ese instante se presenta furioso Otello, y al descubrir lo sucedido destituye inmediatamente a Cassio de su condición de capitán.


El moro se queda entonces a solas con su esposa Desdémona. Ambos recuerdan con ternura los momentos iniciales de su amor y el telón cae cuando Otello besa a su mujer.

Acto 2: Jago sigue adelante con sus propósitos de destruir a Otello y a Cassio. De momento, ha convencido a este último de que hable con Desdémona para que interceda por él ante Otello y recuperar así de nuevo su antiguo rango de capitán. Cuando Cassio se retira para buscar a Desdémona, Jago medita a solas sobre su maldad y sobre la existencia de un Dios cruel que ha escrito su propio destino como una sucesión de actos ruines. Otello se presenta después y Jago finge observar con preocupación a Desdémona y a Cassio conversando. Con habilidad, insinúa al moro que desconfíe de la fidelidad de su esposa y que preste especial atención a todas sus palabras. Inmediatamente se acerca Desdémona para pedirle a su esposo que auxilie a Cassio. Los celos de Otello se despiertan y se niega a conceder el perdón. Ella nota su turbación y le acerca un hermoso pañuelo bordado que él arroja al suelo sin mirarlo siquiera. El pañuelo es recogido por Emilia, la esposa de Jago, que se hace con él con la fuerza. En ese instante decide dejarlo en casa de Cassio como prueba de que Desdémona le visita.

De nuevo a solas con Jago, Otello, rojo de ira, se muestra violento con él y le exige una prueba certera de que su esposa le es infiel con Cassio, su mejor amigo. Jago inventa entonces una historia, narrando cómo escuchó a Cassio hablar en sueños cierta vez exclamando su pasión por Desdémona y su desprecio por el moro. También afirma haber visto en manos de Cassio el pañuelo bordado de Desdémona que acaba de recoger, que Otello identifica inmediatamente como un regalo que él había hecho a su esposa en señal de amor. Fuera de sí, Otello jura venganza.

Acto 3: Otello, por indicación de Jago, se dispone a esconderse para escuchar sin ser visto una conversación entre Cassio y Desdémona. Sin embargo, esta última aparece antes de tiempo y pide nuevamente el perdón para Cassio. El furioso Otello la acusa violentamente de infidelidad y exige que le entregue el pañuelo que él le regaló tiempo atrás. Tal y como él sospecha, ella confiesa no tenerlo, lo que aparentemente parece confirmar la afirmación de Jago de que se encuentra en poder de Cassio. Otello se deshace muy bruscamente de su esposa, insultándola, y se esconde para escuchar las palabras de Cassio, que acaba de llegar y conversa a lo lejos con Jago. Sin que el moro lo sepa, este último ha dejado el pañuelo de Desdémona en casa de Cassio y habla con él en la distancia sobre sus aventuras amorosas. Tal y como Jago había planeado, Cassio, sin saberse observado por Otello, saca el pañuelo de Desdémona afirmando haberlo encontrado en su casa. Otello identifica el bordado y su ira es incontenible. Cuando Cassio se retira nombra nuevo capitán a Jago y le pide que le consiga un veneno de inmediato para acabar con su esposa esa misma noche. Jago, sin embargo, le sugiere que la estrangule en su propio lecho, al tiempo que manifiesta su deseo de acabar personalmente con la vida de Cassio.


Llega entonces una nave veneciana con Lodovico, portador de un mensaje del dux. Otello procede a su lectura pública en presencia de la entristecida Desdémona. El mensaje expresa la necesidad de que Otello se persone inmediatamente en Venecia, nombrándose a Cassio nuevo gobernador de Chipre. Tras leer el mensaje, Otello arroja enloquecido a su esposa al suelo, golpeándola. Jago, por su parte, promete a Roderigo que conseguirá el amor de Desdémona si elimina esa misma noche a su rival Cassio. Otello ordena a todos que se retiren, y a solas, sufre un desvanecimiento mientras Jago se regocija de su inminente triunfo.

Acto 4: Acompañada de Emilia, Desdémona espera inquieta la llegada de Otello a su habitación durante la noche. Para conmover a su esposo, la muchacha pide a su amiga que extienda sobre la cama su vestido de novia. Tras entonar una canción triste sobre una muchacha abandonada por su enamorado, se despide de Emilia, consciente de que tal vez no la verá nunca más. De este modo, Desdémona dirige sus rezos nocturnos a la salvación de los pecadores y se acuesta a dormir. Otello entra en la habitación, la besa y tras forcejear con ella, la asesina estrangulándola. Entra entonces Emilia muy agitada para comentarle a Otello la noticia de que Cassio ha matado a Roderigo tras ser atacado por aquél. Horrorizada, descubre el cuerpo de Desdémona y pide auxilio a voces. Se presentan Jago, Lodovico, Montano y Cassio, sano y salvo. Emilia declara entonces que fue su esposo Jago quien le arrebató el pañuelo de Desdémona por la fuerza. Cassio, por su parte, manifiesta haberlo encontrado en su casa, y Montano, por último, señala que Roderigo acaba de morir señalando a Jago como el instigador de sus acciones. Jago, que se sabe perdido, trata de darse a la fuga, perseguido por los guardias. Entonces, Otello, consciente de haber matado a una inocente, se suicida con su puñal no sin besar antes una última vez más el cuerpo inerte de Desdémona.

Traducción del libreto al castellano en kareol.


Giuseppe Verdi culminó su Otello en 1886, dieciséis años después de su anterior ópera, Aida. En esta ocasión, el compositor contó a su favor con el extraordinario libreto de Arrigo Boito, tomado de la obra homónima de William Shakespeare. Boito, pese a todo, introdujo algunos cambios interesantes en la acción que resultaban útiles para transformar el drama teatral en ópera. Así, suprimió todo el acto veneciano de la obra original, aunque hizo suyos algunos elementos de importancia, y en el primer borrador era el nombre de Jago y no el de Otello el que aparecía en la primera página. Verdi, que hasta entonces había estado ocupado con revisiones de Simon Boccanegra y de Don Carlo, aceptó la oportunidad y dio a luz una partitura en la que su lenguaje musical ha evolucionado a un discurso mucho más compacto que el de otras obras anteriores. La composición resulta portentosa desde el enérgico comienzo, con la escena de la tormenta, hasta las oraciones finales de Desdémona y su muerte junto con la de Otello, en la que el espectador vuelve a oír la misma melodía que ya cerraba tiernamente el primer acto (“Un baccio”) dando a la obra un cierto carácter simétrico. También es llamativo, en este sentido, la utilización de la melodía de Jago “È un'idra fosca, livida, cieca” para abrir el tercer acto, en el que el malvado personaje ultima sus engaños para con Otello. El estreno de la obra en La Scala de Milán el 5 de febrero de 1887 constituyó un éxito atronador.


Herbert von Karajan luciendo bigotazo e infiltrándose en su propia grabación

El DVD que motiva esta entrada es la película dirigida por Herbert von Karajan en 1974 distribuida por Deutsche Grammophon (el audio lo comercializa la casa EMI en cedé). Se trata de la puesta en escena ideada por el propio Karajan para su Otello salzburgués de 1970 con Vickers y una Freni primeriza en el papel. Visualmente se deja ver con agrado, aunque a veces la filmación se ve algo anticuada y los decorados no siempre terminan de ser muy realistas. A modo de anécdota, hay que señalar la presencia del propio Karajan con mostacho entre el coro en la escena del vino.


Cuando en 1974 se puso a las órdenes de Karajan para la presente grabación, Jon Vickers ya había grabado el papel de Otello trece años atrás bajo la dirección de Tullio Serafin. Los melómanos verdianos suelen dividirse entre aquéllos que consideran al gran Mario del Monaco –que también lo grabó para Karajan– como el intérprete de referencia para el papel del moro y los que prefieren a Vickers. Yo me cuento entre los primeros, aunque justo es reconocer la valía del canadiense en un papel en el que se sitúa en cabeza junto con el referido Del Monaco y Plácido Domingo. La voz de Vickers se ha calificado muchas veces, no sin razón, de leñosa y poco agraciada, con ingratos cambios de color a lo largo del registro. Tampoco se le ve cómodo en el agudo –en las notas más altas del "Esultate", del que he oído que tuvieron que tomarse varias tomas, su voz parece amenazar con quebrarse, aunque sale airoso– y su “Amor e gelosia vadan dispersi insieme” (2º acto) es un berrido que resulta bastante penoso. En cualquier caso, si algo hay que criticarle a Vickers es el escaso atractivo de su voz y no la técnica. De hecho, consigue hacer maravillas y matizar mucho más y mejor que Del Monaco, aunque, claro está, sin transmitir la contundencia masculina de aquél. Todo el final de primer acto está cantado con pasmosa delicadeza (“Un baccio...”) y su lectura del mensaje en el tercer acto resulta extraordinaria.


Portada de la grabación de EMI


Quien lea habitualmente este blog sabrá de mi debilidad por Mirella Freni, mi soprano favorita de siempre. Aquí, en su papel de Desdémona, se muestra extraordinaria de principio a fin, desde los bellísimos pianissimi de “Mio superbo guerrier” hasta una canción del sauce y un Ave Maria de reclinatorio, nunca mejor dicho. Abajo pongo una breve entrevista en la que Freni cuenta sus experiencias como Desdémona, al tiempo que nos hace partícipes de algunas anécdotas con Vickers y Karajan.



El vídeo está en italiano, así que por si alguien no domina la lengua, he hecho la siguiente traducción:

“El maestro Karajan me pidió que hiciera Otello –Desdémona, naturalmente– y en aquél momento me sentí un poco preocupada porque era mi primer paso en la ópera en papeles un poco más spinto. Tenía un poco de miedo. Le dije al maestro: “Déjeme un momento para que pueda probarlo en casa y ver si me siento cómoda y puedo sostenerlo”. Vi que funcionaba. Luego, cuando llegué a Salzburgo, me mostraba siempre un poco reservada en el papel, porque debo decir que cuando hago una cosa por primera vez ando siempre con pies de plomo. No doy lo máximo para no dañarme las cuerdas vocales. Poco a poco, con los años, me voy soltando y gano arrojo. Estoy hecha de ese modo. Como dice mi nombre, “Freni”, soy “frenada” en ciertas cosas, pero en eso consiste la broma. Debo decir que el maestro Karajan estuvo muy cariñoso y gentil, y también mis compañeros, sobre todo Vickers.


Tengo un recuerdo bellísimo de mi contacto con Vickers, con Otello. Era extraordinario, una persona muy seria. Me trataron verdaderamente bien. Recuerdo que como él tenía un gran temperamento y yo era un poco más endeblita, me decía: “Mirella, por favor, cuando deba zarandearte y golpearte, déjate hacer porque no quiero hacerte ningún daño”. Le dije: “Vale, no te preocupes”, y así lo hicimos. Recuerdo que una noche, en el último acto, él llevaba un vestido bellísimo con una cadena y un gran medallón. Cuando me agarró en la cama para matarme, ese medallón me golpeó en el labio, rompiéndolo. Naturalmente, noté cómo sangraba. Él estaba desesperado, y mientras me mataba me preguntaba: “Mirella, ¿estás viva?” Y yo: “Sí”. Después estuvo muy disgustado porque creía que era él el que me había hecho daño, cuando en realidad fue el medallón el que me golpeó sin él pretenderlo.

También debo decir que con Karajan tuve una relación especial. Teníamos sintonía, y nos entendíamos sin hablar. No sé por qué tuve la fortuna de encontrarme con él. Naturalmente, esto no era siempre así, pero el maestro transmitía una serie de cosas que yo recibía con facilidad, y viceversa: él comprendía lo que yo quería hacer. Muchísimas veces –no diré que casi siempre para no parecer presuntuosa– estábamos de acuerdo. No teníamos necesidad de ensayar mucho y fue una experiencia única. A él le gustaban esas frases largas, coloridas y con expresión. Esta es la clave para la soprano lírica: las frases largas, con legato, con expresión y con color. Yo lo hago por naturaleza, pero he podido desarrollarlo muy bien con Karajan.

El cuarto acto de Otello contiene la canción del sauce y el Ave Maria, que son momentos extraordinarios para Desdémona. Ya en el “sauce” ella tiene el presentimiento triste de que algo no va bien, y no sólo el maltrato de Otello, sino algo más profundo que ella percibe. Al contar esa historia es necesario vivirla, sufrirla, colorearla... No es sólo la canción de Bárbara, que cantaba “sauce, sauce”. Ello es así sobre todo en el Ave María, porque Desdémona probablemente estaría acostumbrada a rezarla antes de irse a dormir, pero la de esa noche es otra Ave Maria. Ella debe rezar de un modo especial por los débiles, etc.. Hay muchas cosas que subraya con tristeza y miedo, y sin exagerar, según lo entiendo yo. Ahí está la dificultad. Si fallas en la última nota del Ave Maria arruinas todo el Otello. Si piensas que al margen de esa nota no estás cantando bien el aria debes concentrarte para hacerlo lo mejor posible al menos por arriba. Muchas noches te sientes un poco cansada y dices “Virgen, ayúdame, te lo pido al menos de otro modo”.

Jago es probablemente junto con el barón Scarpia de Tosca, el “malo” más siniestro de la historia de la ópera. De hecho, sus maléficos planes le salen bien y acaba arruinando a Otello, tal y como se había propuesto, aunque al final es descubierto y probablemente capturado. Peter Glossop es un Jago interesantísimo, susurrante y muy efectivo, aunque por alguna razón no agrada por igual a todos los aficionados. A mí me satisface mucho. Véase por ejemplo su teatral forma de describir a Otello la pelea de Cassio y Roderigo en el primer acto (“Non so...”), en susurros. El Jago de Glossop es insinuante, pues parece que era voluntad del propio Verdi el que Jago cantase básicamente en susurros –escúchense los “Vigilate” de Glossop en el segundo acto– y adecuadamente maléfico en el celebrado “Credo”, aunque sin caer en la brusquedad ni la sobreactuación. De hecho, es el suyo un “Credo” bastante meditativo en comparación con otros intérpretes. Personalmente, en este punto adoro la efectividad de la música de Verdi, con ese brusco e inesperado silencio después de “La morte è il nulla”. Lo que no me gusta, y esto no es culpa de Glossop, es que se difumine innecesariamente su voz en la escena en la que narra a Otello el falso sueño de Cassio, para reforzar así la sensación de ensoñación.


El altísimo nivel se mantiene en los secundarios, comenzando por el estupendo Cassio de Aldo Bottion, de muy hermosa voz lírica. Dos nombres de excepción se suman a la plantilla de secundarios: Michel Sénéchal como Roderigo y José Van Dam como Lodovico. A ello se ha de sumar la convincente Emilia de Stefania Malagú y el Montano de Mario Macchi. Muy bien también el Coro de la Ópera de Berlín, dirigido por Walter Hagen-Groll.

Como hemos apuntado ya repetidas veces, la dirección de la Orquesta Filarmónica de Berlín corre a cargo de Herbert von Karajan, que ya había grabado antes un excelente Otello con Del Monaco, Tebaldi y Protti. La dirección de esta nueva grabación es bastante similar e igual de efectista, aunque pierde interés en la comparativa por la introducción de algunos cortes cuya justificación no alcanzo a comprender. En el segundo acto se omite el coro que acompaña a la entrada de Desdémona (“Ti offriamo il giglio”), así como parte del final del tercer acto, prescindiéndose de las instigaciones de Jago a Roderigo para que se deshaga de Cassio. Queda así sin sentido la afirmación de Emilia en el cuarto acto de que Cassio ha matado a Roderigo. Con todo, merece la pena.












lunes, 30 de mayo de 2011

Don Carlo (Domingo, Freni, Ghiaurov - Levine)

Hacía ya mucho que no aparecía Giuseppe Verdi por el blog, y lo cierto es que el inminente Don Carlo del Maestranza (sobre el que a día de hoy aún no se conoce el reparto completo) es una buena ocasión para traerle de vuelta con una de sus óperas más monumentales. Como siempre, comenzaré trazando un resumen del libreto. Para que sea lo más completo posible, tomaré como referencia la versión italiana en cinco actos.

Acto 1. Escena primera: El infante Don Carlos, hijo del rey Felipe II de España, conoce a su prometida, la joven Isabel de Valois, en los bosques de Fontaineblau. La pareja conversa a solas unos instantes y ambos se enamoran uno del otro. Enseguida aparece Tebaldo, paje de Isabel, acompañando a una embajada española que comunica a la princesa que su padre ha cambiado de opinión y ha decidido entregar su mano al propio Felipe II, en lugar de a su hijo. Mientras Isabel y Carlos se desesperan, el resto de los presentes saluda jubilosamente a la nueva reina de España.

Escena segunda: Ha pasado algún tiempo y Don Carlos se encuentra sumido en sus pensamientos en el monasterio de Yuste, ante la tumba de su abuelo el emperador Carlos V. Aparece entonces, recién llegado de Flandes, Rodrigo, marqués de Posa y amigo íntimo de Don Carlos. Este último le confiesa el amor que siente por quien ya se ha convertido en su madrastra, y Rodrigo le aconseja alejarse de la corte y marchar a Flandes para poner fin a la interminable guerra. Don Carlos accede y ambos amigos juran prestarse apoyo mutuo hasta la muerte.

Escena tercera: En el jardín exterior del monasterio, la princesa de Éboli se entretiene mientras tanto entonando canciones con sus damas. Cuando cesan los cantos entra Isabel, que vive en una permanente melancolía. Rodrigo le entrega furtivamente una carta de Carlos en la que este le manifiesta que desea hablar con ella de inmediato, y la princesa de Éboli comienza a sospechar que el infante ama secretamente a alguna mujer de la corte, haciéndose ilusiones de que pueda tratarse de ella misma. Finalmente, la reina se queda a solas y recibe a Don Carlos, que le expone sus deseos de marchar a Flandes al tiempo que le confiesa nuevamente su amor. Isabel, conmovida pero firme, exclama que solamente podría estar en sus brazos en el caso de que él asesinara a su padre el rey para casarse con ella, su madrastra. Horrorizado por las palabras de Isabel, a quien no le falta la razón, Don Carlos abandona el lugar precipitadamente.

Tras la salida de Don Carlos entra el rey. Felipe II se indigna ante el hecho de que su esposa se encuentre a solas, sin la compañía de ninguna de sus damas, por lo que decide expulsar de España a la condesa de Aremberg, que debía estar acompañándola. Isabel consuela a su amiga y se despide tristemente de ella. Seguidamente, el rey conversa con Rodrigo. Felipe II está dispuesto a premiarle por su demostrado valor en Flandes, pero el marqués de Posa le revela que el único favor que puede hacerle a él y a su pueblo es el de poner fin a la guerra. Consciente de que Rodrigo desea la libertad de los que él considera los herejes flamencos, el rey le recomienda que se mantenga alejado del poder la Inquisición.


Acto 2. Primera parte: Don Carlos espera encontrarse con Isabel en los jardines durante la noche. Sin embargo, no es la reina, sino la princesa de Éboli la que acude al encuentro. El infante la reconoce en la oscuridad demasiado tarde, cuando ya le ha dicho palabras de amor dedicadas a la reina. Éboli, herida en sus sentimientos y sabedora ahora de que Don Carlos ama a su madrastra, jura venganza. Rodrigo entra y piensa en matarla, pero finalmente desiste y la enfurecida princesa se retira. Para evitar que Carlos se encuentre en una posición delicada, Rodrigo le pide que le entregue sus cartas más importantes, especialmente las relativas a la liberación de Flandes, para que no puedan ser vinculadas con el infante.

Acto tercero: La multitud asiste a un auto de fe presidido por el rey. De improviso irrumpe Don Carlos con varios emisarios flamencos que imploran a Felipe II que ponga fin a la guerra. Este último se niega a ceder ante los herejes y rechaza la petición de Carlos de marchar a Flandes, pues sospecha con acierto de las intenciones revolucionarias de su hijo. Fuera de sí, Carlos desenvaina su espada en un gesto amenazante contra su padre, pero ninguno de los presentes se atreve a desarmarle, ante la indignación de Felipe. Finalmente, Rodrigo interviene y hace entrar en razón a Carlos, que le entrega el arma. El rey le recompensa convirtiéndole en duque y prosigue la celebración.

Acto cuarto. Escena primera: Amanece y Felipe II se encuentra a solas en su despacho, consumido por la sospecha de que su esposa y su hijo son amantes. Entra el Gran Inquisidor y el rey le pregunta por la conveniencia de desterrar o incluso ejecutar a su hijo. El anciano religioso se compromete, llegado el caso, a dar su absolución al rey. Sin embargo, el inquisidor se ha enterado de que no es Carlos el único que conspira por la liberación de Flandes, sino también Rodrigo. Felipe II, que siente, pese a sus abismales diferencias en materia política, cierto aprecio por Posa, se niega a entregarlo a los tribunales. El Gran Inquisidor estalla de ira y llega a culpar al rey de proteger a los partidarios de los herejes. Tras la agria discusión, Felipe pide al viejo consejero que, en lo sucesivo, sigan siendo amigos.

Tras la salida del malhumorado inquisidor entra una alterada Isabel, que denuncia a su marido el robo de un cofre donde guarda sus joyas. Felipe observa que el cofre perdido se encuentra allí, en su despacho, y lo abre. En el interior, entre las joyas de su esposa, descubre un retrato de Carlos, lo que supone una confirmación de sus sospechas. Felipe acusa de adúltera a su esposa, que contesta con dignidad y altivez antes de desmayarse. Cuando la reina vuelve en sí se encuentra con una apesadumbrada princesa de Éboli, que se confiesa como autora del robo del cofre. Su intención era la de herir a Carlos enviándolo, con el retrato dentro, a las habitaciones del rey, pero no entraba en sus planes el que éste ultrajara a su esposa. Isabel le da la opción de escoger entre exiliarse y vivir en un monasterio, y Éboli, arrepentida, se compromete a salvar a Carlos de la ira del rey.

Escena segunda: Don Carlos recibe en su prisión la visita de su amigo, el marqués de Posa. El leal Rodrigo ha ideado una estrategia para salvar la vida del infante, aun a costa de perder la suya propia: ha dejado en sus habitaciones, con la intención de que sean encontrados, los papeles que Carlos le confió en los que se demostraba claramente su intención de iniciar una rebelión en Flandes, haciéndose culpable, por tanto, a sí mismo y liberando a Carlos de cualquier sospecha que le vincule con la ansiada paz de Flandes. Aún está explicándose Rodrigo cuando recibe un disparo que acaba con su vida. Inmediatamente entra el rey en la celda para perdonar a su horrorizado hijo. En ese momento, una muchedumbre irrumpe en la prisión con la intención de linchar a Carlos, que consigue abandonar el lugar con la ayuda de la princesa de Éboli.

Acto quinto. Rezando ante el sepulcro de Carlos V, Isabel espera la inminente llegada de Carlos en el interior del monasterio de Yuste. Cuando este llega le manifiesta su intención de liberar Flandes inmediatamente y de hacer levantar allí una hermosa tumba para su amigo Rodrigo. La pareja se está despidiendo cuando irrumpen el rey y el Gran Inquisidor para arrestarlos. Carlos retrocede hasta la tumba del difunto emperador, y en ese momento, ante el terror de todos, el espíritu de Carlos V aparece con vestimentas de fraile y se lleva consigo al infante.

En la web kareol pueden localizarse sendas traducciones al castellano del libreto en sus versiones francesa e italiana.

Inspirado en el drama de Friedrich Schiller, el libreto de Joseph Méry y Camille du Locle carece, obviamente, casi de cualquier rigor histórico. El eje central de la historia (la promesa de matrimonio entre el infante don Carlos e Isabel de Valois, que se frustra cuando ésta es destinada finalmente al propio rey) es prácticamente el único hecho verídico en términos históricos. Schiller, y con él los libretistas de Verdi, se apoya principalmente en la leyenda negra (que, sin embargo, siempre se ha difundido con mayor fuerza fuera del ámbito continental, esto es, en la esfera anglosajona), retratando a una España oscura dominada por una Inquisición implacable (por mucho que la patria de Schiller destacase mucho más en lo que se refiere a autos de fe y demás atrocidades) y por un rey débil, sin sentido de la realidad y fanatizado hasta casi la locura. El hijo, protagonista de la obra, es enfocado exactamente como la antítesis de Felipe II: un hombre joven que ama a Isabel mientras que su padre la trata con dureza y que desea convertirse en libertador de un pueblo oprimido por Felipe. Esta mezcla de amor y rebelión contra la tiranía debió convencer obviamente al reivindicativo Giuseppe Verdi, que por poco que simpatizase con la ópera francesa supo comprender la necesidad de popularizarse en el país galo para conseguir intensificar la difusión de su música por Europa. El compositor cumplió su tarea escribiendo una larga partitura que, como señalaré brevemente (pues no es este el sitio para debatir sobre historia de la ópera) se vio obligado a acortar en más de una ocasión, convirtiendo a Don Carlo (Don Carlos en la versión original francesa) en la ópera verdiana de la que más versiones diferentes nos han llegado.


Tras el estreno en Francia en 1867, Verdi abordó la tarea de elaborar una nueva versión de la obra adaptando la música ya escrita a un nuevo libreto, esta vez en italiano, escrito por Achille de Lauzieres y Angelo Zanardini. En esta ocasión, y por razones que parecen ajenas a su voluntad, Verdi se vio obligado a simplificar la obra prescindiendo del primer acto y reduciéndola, por tanto, a una ópera en cuatro actos. Es obvio que el “acto de Fontaineblau” no es necesario desde el punto de vista argumental. No aparece en el drama de Schiller, y además ya en el segundo acto de la ópera (que se convierte en el primero de esta versión italiana de 1884), Don Carlo explica a Rodrigo que ama a su madrastra Isabel. Por otra parte, al prescindir del primer acto se consiguió como efecto positivo el de otorgar una estructura más o menos simétrica a la obra, que quedaba así en cuatro actos de los cuales el primero y el último comienzan con idéntica música (el sombrío tema de los monjes de Yuste “Carlo, il sommo imperatore”). Sea como fuere, Verdi se sacó la espina de haber mutilado su propia obra restaurando el acto de Fontaineblau en una nueva versión italiana de la ópera, en 1886. Desde el punto de vista de las adiciones y supresiones musicales salidas de la pluma de Verdi con el paso de los años, es posible encontrar otras versiones de Don Carlo, pero la referencia a la versión francesa y a las dos versiones italianas (con y sin el acto de Fontaineblau) es más que suficiente para las pretensiones de esta entrada, que como todos los meses, no tiene otra intención que la de ofrecer al hipotético lector un comentario más o menos detallado de una filmación operística.


La partitura es para mí una de las mejores salidas de la pluma de Verdi. Está plagada de ideas hermosísimas manejadas de forma inteligente. Por ejemplo, tenemos temas que se repiten con frecuencia sin que podamos calificarlos claramente como leitmotivs, pues más que venir asociados a personajes o situaciones concretas, aparecen en momentos dispares y sin una clara conexión a los que otorgan algún significado especial. Por poner un ejemplo, la melodía, entre dulce y lastimosa, que entonan los emisarios flamencos antes del comienzo del auto de fe pidiendo la libertad para su patria es repetida justo al final del acto por una voz celestial que parece dirigir al cielo a las almas de los ajusticiados. El tema musical aparece vinculado, por tanto, a una suerte de liberación melancólica que se produce en situaciones independientes. En cambio, sí me parece más adecuado calificar como leitmotiv el “tema de la amistad”, que suena siempre vinculado a Posa tanto en su primera intervención en el segundo acto como después de que le arrebate la espada a Carlos en el tercero, o también durante la escena de su muerte en la prisión, en el cuarto. A todo ello hay que añadirle, en el apartado de los logros de la partitura, dos de las arias más aclamadas de Verdi: la monumental “Ella giammai m’amò” de Filippo y “Tu che la vanità” de Elisabetta, precedida ésta última por el tema de los monjes esbozado por los metales de la orquesta. Súmese a todo ello todo el monumental acto tercero, con el coro festivo que celebra el atroz auto de fe, la solemne y al mismo tiempo oscura entrada del rey y el conflicto con Don Carlo y los flamencos, para cerrarse finalmente con el coro inicial y la misteriosa voz celestial.


Como propuesta en DVD, la primera opción debe ser, en mi opinión, la filmación procedente del Met de 1983, que ofrece la versión italiana “completa” en cinco actos con un reparto espectacular. La puesta en escena de John Dexter ofrece exactamente lo que suele demandar el público neoyorkino: ambientación clásica conforme al libreto y lujo por doquier. Sin embargo, también es preciso señalar que la iluminación es algo oscura, lo que dudo que pueda achacarse a la filmación, que recae en alguien de garantía como el estupendo Brian Large. Más bien parece que Dexter pretende mostrar una España apagada, dominada en suma por rey que aparece como un ser siniestro y que deprime a los personajes positivos (llamémosles “luminosos”), que son Carlos e Isabel. El mayor momento de opulencia visual se reserva, lógicamente para el auto de fe, en el que el escenario queda completamente dominado por muchedumbre, cortesanos, religiosos, etc. También resulta original la idea de presentar el escudo imperial español en el mismísimo telón del Metropolitan. Con todo, los decorados clásicos no son el elemento más destacable de esta puesta en escena. Es más, con la excepción de la magnífica cancela que constituye el decorado de los actos segundo y quinto (que transcurren en el monasterio de Yuste), la ambientación es algo plana y se resiente por la utilización de paneles que hoy resultan claramente anticuados. Véase, por ejemplo, el bosque de Fontaineblau en el primer acto. Lo que verdaderamente es digno de resaltar desde el punto de vista visual es el portentoso vestuario de Ray Diffen, tan trabajado, rico y realista que resulta mucho más creíble y digno que el de una infinidad de películas históricas.

Vayamos con el reparto.

Don Carlo es, como indica el mismo nombre de la ópera, el protagonista. La imagen puramente romantizada que nos ofrece la ópera verdiana (heredera, a fin de cuentas, de Schiller) nada tiene que ver con el repulsivo personaje histórico que fue Carlos Habsburgo. Aquí aparece como el héroe enamorado de una joven inalcanzable que, sobreponiéndose de sus desgracias, se dispone a convertirse en un libertador frente a la tiranía encarnada por su padre. Sin embargo, pese a estos rasgos generales, el personaje no está enfocado desde un punto de vista exclusivamente heroico. Durante toda la acción, Carlos se nos muestra como un ser atormentado en incluso débil y próximo a la locura: su incapacidad para controlar sus sentimientos desemboca en el conflicto con la princesa de Éboli, y su bienintencionado intento de solventar el problema de Flandes por la vía pacífica, esto es, conmoviendo al rey, se viene abajo cuando pierde los estribos y desenvaina su espada en mitad de una celebración pública. Don Carlos, por tanto, no es un héroe en sentido estricto ni tampoco un jovencito completamente irreflexivo, sino alguien que se convierte en héroe sólo en el último acto de la ópera, una vez que ha sacado fuerzas de sus desgracias. Dicho de otro modo: la ópera nos muestra el proceso de conversión del infante en héroe. Hasta el acto final han sido otros, especialmente Rodrigo, quienes le han sacado de apuros, y su conversión en un hombre firme y decidido sólo tiene lugar tras la muerte de aquél. Igual que Aquiles se lanza furioso al combate tras la muerte de Patroclo, Don Carlos se decide entonces, y esta vez de verdad, a marcharse a Flandes para liberar a ese pueblo y erigir allí un gran monumento para su amigo. Isabel, despidiéndose de él, se da cuenta de la transformación y derrama por el infante las lágrimas que vierten las mujeres, según dice, por los héroes.

El papel del infante corre a cargo de Plácido Domingo, una garantía de que el público del Met responderá siempre enfervorizado. Lo cierto es que Don Carlo es un papel que le va bien a nuestro Plácido, que ha dejado registros sonoros tanto de la versión italiana como de la francesa. La extraordinaria grabación de Carlo Maria Giulini de 1971, afeada tan solo por el Filippo de Ruggero Raimondi, sitúa a Domingo como uno de los intérpretes de obligada escucha para el melómano verdiano. Es verdad que en la fecha en la que se registró la filmación del Met habían pasado ya más de diez años desde aquella mítica grabación y que la interpretación de Domingo pierde en frescura, pero en líneas generales sigue siendo un Don Carlo competente. Tenía también por la época todavía la adecuada presencia escénica para el papel.

Mirella Freni, que como ya he dicho alguna vez por aquí es y ha sido siempre mi cantante preferida, borda magistralmente el papel de Elisabetta di Valois, hasta el punto de constituir la suya la que en mi opinión es la mejor interpretación del personaje existente en la discografía. Grabó el papel con Karajan, y esta filmación que comentamos aquí constituye, según la carpetilla informativa del DVD, el único testimonio existente de su paso por el Met en ese papel tan emblemático de su carrera. Freni, ovacionada por el público tras el “Tu che la vanità”, muestra no sólo una adecuación vocal perfecta para las exigencias de la partitura, sino un control preciso de las emociones y la psicología de su personaje, rasgos que la sitúan en mi opinión por encima, por ejemplo, de otra ilustre Elisabetta como Montserrat Caballé, que suena algo más distante. Conseguir el adecuado equilibrio entre candidez y rigidez aristocrática, elementos ambos que confluyen en Elisabetta, es una tarea harto difícil, y lo cierto es que Freni lo consigue.

Esa doble faceta de Elisabetta a la que acabo de aludir se entiende perfectamente si se examina su comportamiento (y su música) en soledad y cuando se encuentra acompañada de Don Carlo o de Filippo. Cuando entra en el acto segundo tras la alegre “canción sarracena” de la princesa de Éboli lo hace de forma melancólica, y la propia princesa nos informa de la depresión en la que se encuentra sumida la reina desde su boda con Filippo. La Elisabetta doliente reaparece en la escena en la que Rodrigo le hace entrega de la carta de Don Carlo, lo que la lleva a expresar interiormente sus temores, y por último, en su melancólica oración ante el sepulcro de Carlos V. Sin embargo, ella es más consciente de su situación y de su posición que Don Carlo, y ello la lleva a observar lo que podríamos llamar las formas adecuadas o protocolarias que se esperan de ella incluso cuando se encuentra a solas con el infante. Ella lo ama y Carlos lo sabe, pero se dirige a él utilizando la palabra “hijo” y recriminándole su pasión, lo que hace desesperar aún más al infante, que ve aumentado su sentimiento de culpa.

Esta diferencia de comportamiento entre Elisabetta y Don Carlo, unidos sin embargo por el amor mutuo que se profesan en su fuero interno, se explica por el hecho de que ella, a diferencia de él, no madura a lo largo de la acción. Ya en el primer acto la vemos tan madura como en el último, lo que la aleja de otras heroínas verdianas. De hecho, su sentido de la justicia y del honor la llevan a enfrentarse al propio rey en el cuarto acto, afirmando sin titubear haber guardado el retrato de Carlos entre sus objetos más queridos y reprochando a su esposo las dudas sobre su fidelidad. Sea como fuere, tampoco parece que esta tensión entre Felipe II e Isabel de Valois tenga demasiado fundamento histórico. El matrimonio transcurrió sin sobresaltos hasta la muerte de ella a los veintitrés años, precisamente la misma edad que tenía el infante cuando murió recluido por conspirar contra su padre.


Y llegamos así al que es mi personaje favorito. Como decía antes, Don Carlo traza un retrato siniestro de Felipe II (aquí Filippo), en la línea de la leyenda negra. El rey aparece retratado de un modo brutal desde su primera intervención, en la que expulsa a una de las damas de la reina ante el asombro y la indignación de los presentes. En realidad, el personaje es tan sumamente complejo que una aproximación adecuada del mismo requeriría de muchas líneas, quizá demasiadas. Filippo se nos muestra como un rey débil que recurre a la violencia y a la brutalidad para “pacificar” a los pueblos, algo que no es sino una clara evidencia de esa debilidad. En su dúo con Rodrigo se hace evidente que vive fuera de la realidad, creyendo que sembrando el horror en Flandes puede conseguir la gratitud de la gente. También le vemos dominado por el fanatismo religioso encarnado por el Gran Inquisidor, que ejerce poder sobre él al tiempo que le recuerda que, paradójicamente, no hay nadie por encima del rey (“Perché allor il nome hai tu di Re, Sire, se alcun v'ha pari a te?” – “¿Por qué llevas el nombre de rey si hay alguien igual a ti?”). Su sumisión al clero queda patente en su relación con Rodrigo. Ambos hombres tienen pensamientos completamente incompatibles, pero el rey se siente atraído por Posa, a quien sin duda debe considerar un revolucionario, y lo convierte en su amigo y confidente. También ocurre el proceso inverso: Posa, en teoría, no debería ser amigo de un rey a quien considera tiránico, pero se conmueve claramente por la confianza que el monarca deposita en él. Ambos constituyen una pareja incompatible que se respeta mutuamente antes de lanzarse uno sobre el otro, porque es eso lo que ocurre: Filippo deja de proteger a Posa cuando se descubre su implicación en una revolución en Flandes (papeles que, en realidad, pertenecen a Don Carlos). Es algo que no debería sorprenderle, pero su apoyo escrito a los “herejes” flamencos es suficiente para hacer que cambie de actitud para con él y ordene su muerte. Por su parte, Posa muere habiendo preparado una revolución contra el rey cuyo apoyo tanto le conmovía. ¿No es una genialidad presentar a personajes tan creíbles y contradictorios?

Ella giammai m’amò, el aria meditativa que abre el cuarto acto, constituye en mi opinión una de las páginas más fascinantes salidas de la pluma de Verdi. Las primeras palabras de Filippo vienen precedidas de una larga y lenta introducción orquestal dominada por un simple tema de dos notas que se entrelaza conversando con el violonchelo, que traza una melancólica línea descendente. Un nuevo tema esbozado por las cuerdas, bastante obsesivo y con un discreto pizzicato termina mezclándose con la melodía del violonchelo abriendo paso finalmente a la intervención del cantante justo después de que la cuerda se agite nerviosamente. Las palabras pausadas del bajo y el inteligente juego de los silencios logran producir el efecto de una profunda meditación: el rey insomne está ausente, encerrado en sus propios pensamientos hasta que, de pronto, percibe la luz del amanecer. En realidad, la música es simple en su elaboración, como evidencia, por ejemplo, la repetición de notas (“Dormirò sol nel manto...”), pero el resultado que ofrece es el de una profunda melancolía envuelta en un ámbito de ensoñación casi irreal a fuerza de resultar verídico.

La filmación que comentamos tiene a un Filippo excepcional en Nicolai Ghiaurov, mi intérprete favorito del papel seguido de Cesare Siepi. Su voz no suena ya como en la grabación que hiciera con Solti a mediados de los sesenta, pero dista mucho de sonar gastado. Ghiaurov fue uno de los mejores bajos del siglo XX y de la historia de la ópera grabada (para mí el mejor, aunque eso sea subjetivo) y en 1983 borda un rotundo Filippo, de impresionante presencia escénica. Su furiosa mirada cuando Posa le recrimina andar sembrando la paz de los cementerios es digna del óscar, y no deja de tener cierta gracia el verle haciendo de marido de Freni, su esposa en la vida real. Como se ve, ambos no pueden formar una pareja más creíble, solo que no hay argumentos para pensar que no fuera bien avenida, sino afortunadamente todo lo contrario.

El verdadero punto flaco de este DVD, que fastidia un reparto que podría haber sido de ensueño, es el execrable Rodrigo de Louis Quilico, un cantante que me resulta imposible. En realidad, jamás he oído a nadie que disfrute de su voz. No voy a entrar en una descripción de su voz ni de sus carencias, sino que me limito a decir que su canto me parece feo, con una voz por momentos demasiado vibrada y con una emisión inestable que parece amenazar con derrumbarse de un momento a otro. Una escucha prolongada supone, al menos para mí, un sacrificio. Su hijo Gino Quilico me parece algo más tolerable, pero sólo “algo”: él es uno de los responsables de fastidiar la famosísima Bohème de San Francisco de Freni y Pavarotti.

En realidad, el papel del marqués de Posa es un invento de Schiller (que le llama “Poza”). El personaje es inexistente desde el punto de vista histórico, pero es una pieza clave en el proceso de maduración de Don Carlos. Él es el verdadero revolucionario, por mucho que su afecto por el rey resulte, como apuntábamos antes, algo contradictorio. El atormentado infante es más débil y menos decidido a la hora de abordar grandes empresas, lo que lleva a Posa a abrirle el camino para convertirse en el libertador de Flandes sacándolo de unos apuros amorosos que probablemente considera menudeces que Carlos olvidará en cuanto pise tierra flamenca. Lo cierto es que la amistad entre ambos personajes se me hace más empalagosa que un bocadillo de polvorones y que los repetitivos “amado Carlos” hacen que me den ganas de que aparezca el Inquisidor enseguida para cargárselos a los dos. Al final Posa muere, lo que es especialmente de agradecer en el caso de Quilico aunque para ello haya que esperar al cuarto acto. Por cierto que su aria de despedida (“Io morrò, ma lieto in core”) siempre me ha parecido muy bella, aunque extrañamente calmada para ser entonada por una persona herida mortalmente.


Seguimos con los secundarios. Grace Bumbry es una princesa de Éboli estupenda, cuya voz espesa me recuerda a la de Shirley Verrett en la grabación de Giulini. La distorsión histórica a la que se somete a su personaje es también importante, pues su caída en desgracia nada tuvo que ver con Isabel de Valois ni con el infante Carlos. Siempre me han intrigado las palabras arrepentidas que dirige a Isabel tras revelarse a sí misma como la autora del robo del cofre en el cuarto acto. La frase “L'error che v'imputai io stessa avea commesso” (“El error que os imputaba yo misma lo había cometido”) puede leerse de dos formas, o al menos así me lo parece: puede entenderse que Éboli se está culpando de haber revelado verbalmente al rey el amor entre Isabel y Carlos, aparte de haber dejado en su despacho el cofre; o bien puede deducirse que está confesando haber sido la amante del rey en el pasado. A favor la primera lectura está el hecho de que Filippo sospecha de la fidelidad de Isabel aun antes de abrir el cofre ("Ella giammai m’amò"), y a favor de la segunda la utilización de la palabra “seducida” (“sedotta”) por la propia Éboli al hablar del rey. Sea como fuere, a la amarga confesión de la princesa y al castigo impuesto por Isabel le sigue el firme propósito de ayudar a Carlos, sacándolo de la prisión justo cuando la muchedumbre amenaza con licharlo.

El papel, aunque breve si lo comparamos con los de la pareja protagonista, es agradecido. Además cuenta con la pegadiza “canción sarracena”, cuya alegría y virtuosismo no guardan relación alguna con las melancólicas arias de Elisabetta y Filippo ni con su posterior “O don fatale”.


Terminando con los secundarios, cavernoso el Gran Inquisidor de Ferruccio Furlanetto, que aporta la adecuada potencia, rayana en la violencia verbal, de un personaje que, sin embargo, es un anciano nonagenario. Esta es una de las consecuencias de la decisión de Schiller y los libretistas de envejecer a Felipe II, que en realidad no contaba más de treintaidós años cuando se casó con Isabel. El duelo verbal entre ambos personajes es uno de los puntos culminantes de la partitura, esbozado sobre una melodía tranquila y sombría que va creciendo en intensidad al tiempo que la conversación sube de tono. Por último, Betsy Norden es un Tebaldo de adecuada presencia en el escenario, aunque de voz infantil.

Al frente de la orquesta y el coro del Metropolitan de Nueva York, James Levine dirige este Don Carlo de forma muy solvente, evitando que su conocida tendencia a la espectacularidad prive al oyente del carácter reflexivo que requiere buena parte de la partitura. Opta acertadamente por la versión italiana en cinco actos, incluyendo también el coro inicial en el acto de Fontaineblau (“L’inverno è lungo”). Precisamente en el primer acto es donde más destacado encuentro a Levine, dirigiendo el final con verdadero pathos (“L’ora fatale è suonata”) y con auténtico brío el coro festivo que celebra la noticia de la unión de Elisabetta y Filippo.

Muy recomendable.














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