James Levine (dir.); John Del Carlo (Don Pasquale); Anna Netrebko (Norina); Matthew Polenzani (Ernesto); Mariusz Kwiecien (Dr. Malatesta); Bernard Fitch (Notario). The Metropolitan Opera Orchestra and Chorus. DEUTSCHE GRAMMPHON DVD.
Hacía bastante tiempo que tenía por casa este DVD de Don Pasquale sin que hasta ahora me hubiese decidido a verlo, y lo cierto es que ha sido para mí una gratísima sorpresa. Me ha gustado mucho más de lo que esperaba.
Con cuarenta años de carrera en el Met a sus espaldas, estas funciones han sido las primeras que ha dirigido James Levine de esta ópera, y lo cierto es que el resultado me ha parecido en términos generales bastante óptimo. Hay un obvio trabajo con la orquesta enfocado muchas veces a ayudar a los cantantes
Hacía ya mucho que no aparecía Giuseppe Verdi por el blog, y lo cierto es que el inminente Don Carlo del Maestranza (sobre el que a día de hoy aún no se conoce el reparto completo) es una buena ocasión para traerle de vuelta con una de sus óperas más monumentales. Como siempre, comenzaré trazando un resumen del libreto. Para que sea lo más completo posible, tomaré como referencia la versión italiana en cinco actos.
Acto 1. Escena primera: El infante Don Carlos, hijo del rey Felipe II de España, conoce a su prometida, la joven Isabel de Valois, en los bosques de Fontaineblau. La pareja conversa a solas unos instantes y ambos se enamoran uno del otro. Enseguida aparece Tebaldo, paje de Isabel, acompañando a una embajada española que comunica a la princesa que su padre ha cambiado de opinión y ha decidido entregar su mano al propio Felipe II, en lugar de a su hijo. Mientras Isabel y Carlos se desesperan, el resto de los presentes saluda jubilosamente a la nueva reina de España.
Escena segunda: Ha pasado algún tiempo y Don Carlos se encuentra sumido en sus pensamientos en el monasterio de Yuste, ante la tumba de su abuelo el emperador Carlos V. Aparece entonces, recién llegado de Flandes, Rodrigo, marqués de Posa y amigo íntimo de Don Carlos. Este último le confiesa el amor que siente por quien ya se ha convertido en su madrastra, y Rodrigo le aconseja alejarse de la corte y marchar a Flandes para poner fin a la interminable guerra. Don Carlos accede y ambos amigos juran prestarse apoyo mutuo hasta la muerte.
Escena tercera: En el jardín exterior del monasterio, la princesa de Éboli se entretiene mientras tanto entonando canciones con sus damas. Cuando cesan los cantos entra Isabel, que vive en una permanente melancolía. Rodrigo le entrega furtivamente una carta de Carlos en la que este le manifiesta que desea hablar con ella de inmediato, y la princesa de Éboli comienza a sospechar que el infante ama secretamente a alguna mujer de la corte, haciéndose ilusiones de que pueda tratarse de ella misma. Finalmente, la reina se queda a solas y recibe a Don Carlos, que le expone sus deseos de marchar a Flandes al tiempo que le confiesa nuevamente su amor. Isabel, conmovida pero firme, exclama que solamente podría estar en sus brazos en el caso de que él asesinara a su padre el rey para casarse con ella, su madrastra. Horrorizado por las palabras de Isabel, a quien no le falta la razón, Don Carlos abandona el lugar precipitadamente.
Tras la salida de Don Carlos entra el rey. Felipe II se indigna ante el hecho de que su esposa se encuentre a solas, sin la compañía de ninguna de sus damas, por lo que decide expulsar de España a la condesa de Aremberg, que debía estar acompañándola. Isabel consuela a su amiga y se despide tristemente de ella. Seguidamente, el rey conversa con Rodrigo. Felipe II está dispuesto a premiarle por su demostrado valor en Flandes, pero el marqués de Posa le revela que el único favor que puede hacerle a él y a su pueblo es el de poner fin a la guerra. Consciente de que Rodrigo desea la libertad de los que él considera los herejes flamencos, el rey le recomienda que se mantenga alejado del poder la Inquisición.
Acto 2. Primera parte: Don Carlos espera encontrarse con Isabel en los jardines durante la noche. Sin embargo, no es la reina, sino la princesa de Éboli la que acude al encuentro. El infante la reconoce en la oscuridad demasiado tarde, cuando ya le ha dicho palabras de amor dedicadas a la reina. Éboli, herida en sus sentimientos y sabedora ahora de que Don Carlos ama a su madrastra, jura venganza. Rodrigo entra y piensa en matarla, pero finalmente desiste y la enfurecida princesa se retira. Para evitar que Carlos se encuentre en una posición delicada, Rodrigo le pide que le entregue sus cartas más importantes, especialmente las relativas a la liberación de Flandes, para que no puedan ser vinculadas con el infante.
Acto tercero: La multitud asiste a un auto de fe presidido por el rey. De improviso irrumpe Don Carlos con varios emisarios flamencos que imploran a Felipe II que ponga fin a la guerra. Este último se niega a ceder ante los herejes y rechaza la petición de Carlos de marchar a Flandes, pues sospecha con acierto de las intenciones revolucionarias de su hijo. Fuera de sí, Carlos desenvaina su espada en un gesto amenazante contra su padre, pero ninguno de los presentes se atreve a desarmarle, ante la indignación de Felipe. Finalmente, Rodrigo interviene y hace entrar en razón a Carlos, que le entrega el arma. El rey le recompensa convirtiéndole en duque y prosigue la celebración.
Acto cuarto. Escena primera: Amanece y Felipe II se encuentra a solas en su despacho, consumido por la sospecha de que su esposa y su hijo son amantes. Entra el Gran Inquisidor y el rey le pregunta por la conveniencia de desterrar o incluso ejecutar a su hijo. El anciano religioso se compromete, llegado el caso, a dar su absolución al rey. Sin embargo, el inquisidor se ha enterado de que no es Carlos el único que conspira por la liberación de Flandes, sino también Rodrigo. Felipe II, que siente, pese a sus abismales diferencias en materia política, cierto aprecio por Posa, se niega a entregarlo a los tribunales. El Gran Inquisidor estalla de ira y llega a culpar al rey de proteger a los partidarios de los herejes. Tras la agria discusión, Felipe pide al viejo consejero que, en lo sucesivo, sigan siendo amigos.
Tras la salida del malhumorado inquisidor entra una alterada Isabel, que denuncia a su marido el robo de un cofre donde guarda sus joyas. Felipe observa que el cofre perdido se encuentra allí, en su despacho, y lo abre. En el interior, entre las joyas de su esposa, descubre un retrato de Carlos, lo que supone una confirmación de sus sospechas. Felipe acusa de adúltera a su esposa, que contesta con dignidad y altivez antes de desmayarse. Cuando la reina vuelve en sí se encuentra con una apesadumbrada princesa de Éboli, que se confiesa como autora del robo del cofre. Su intención era la de herir a Carlos enviándolo, con el retrato dentro, a las habitaciones del rey, pero no entraba en sus planes el que éste ultrajara a su esposa. Isabel le da la opción de escoger entre exiliarse y vivir en un monasterio, y Éboli, arrepentida, se compromete a salvar a Carlos de la ira del rey.
Escena segunda: Don Carlos recibe en su prisión la visita de su amigo, el marqués de Posa. El leal Rodrigo ha ideado una estrategia para salvar la vida del infante, aun a costa de perder la suya propia: ha dejado en sus habitaciones, con la intención de que sean encontrados, los papeles que Carlos le confió en los que se demostraba claramente su intención de iniciar una rebelión en Flandes, haciéndose culpable, por tanto, a sí mismo y liberando a Carlos de cualquier sospecha que le vincule con la ansiada paz de Flandes. Aún está explicándose Rodrigo cuando recibe un disparo que acaba con su vida. Inmediatamente entra el rey en la celda para perdonar a su horrorizado hijo. En ese momento, una muchedumbre irrumpe en la prisión con la intención de linchar a Carlos, que consigue abandonar el lugar con la ayuda de la princesa de Éboli.
Acto quinto. Rezando ante el sepulcro de Carlos V, Isabel espera la inminente llegada de Carlos en el interior del monasterio de Yuste. Cuando este llega le manifiesta su intención de liberar Flandes inmediatamente y de hacer levantar allí una hermosa tumba para su amigo Rodrigo. La pareja se está despidiendo cuando irrumpen el rey y el Gran Inquisidor para arrestarlos. Carlos retrocede hasta la tumba del difunto emperador, y en ese momento, ante el terror de todos, el espíritu de Carlos V aparece con vestimentas de fraile y se lleva consigo al infante.
En la web kareol pueden localizarse sendas traducciones al castellano del libreto en sus versiones francesa e italiana.
Inspirado en el drama de Friedrich Schiller, el libreto de Joseph Méry y Camille du Locle carece, obviamente, casi de cualquier rigor histórico. El eje central de la historia (la promesa de matrimonio entre el infante don Carlos e Isabel de Valois, que se frustra cuando ésta es destinada finalmente al propio rey) es prácticamente el único hecho verídico en términos históricos. Schiller, y con él los libretistas de Verdi, se apoya principalmente en la leyenda negra (que, sin embargo, siempre se ha difundido con mayor fuerza fuera del ámbito continental, esto es, en la esfera anglosajona), retratando a una España oscura dominada por una Inquisición implacable (por mucho que la patria de Schiller destacase mucho más en lo que se refiere a autos de fe y demás atrocidades) y por un rey débil, sin sentido de la realidad y fanatizado hasta casi la locura. El hijo, protagonista de la obra, es enfocado exactamente como la antítesis de Felipe II: un hombre joven que ama a Isabel mientras que su padre la trata con dureza y que desea convertirse en libertador de un pueblo oprimido por Felipe. Esta mezcla de amor y rebelión contra la tiranía debió convencer obviamente al reivindicativo Giuseppe Verdi, que por poco que simpatizase con la ópera francesa supo comprender la necesidad de popularizarse en el país galo para conseguir intensificar la difusión de su música por Europa. El compositor cumplió su tarea escribiendo una larga partitura que, como señalaré brevemente (pues no es este el sitio para debatir sobre historia de la ópera) se vio obligado a acortar en más de una ocasión, convirtiendo a Don Carlo (Don Carlos en la versión original francesa) en la ópera verdiana de la que más versiones diferentes nos han llegado.
Tras el estreno en Francia en 1867, Verdi abordó la tarea de elaborar una nueva versión de la obra adaptando la música ya escrita a un nuevo libreto, esta vez en italiano, escrito por Achille de Lauzieres y Angelo Zanardini. En esta ocasión, y por razones que parecen ajenas a su voluntad, Verdi se vio obligado a simplificar la obra prescindiendo del primer acto y reduciéndola, por tanto, a una ópera en cuatro actos. Es obvio que el “acto de Fontaineblau” no es necesario desde el punto de vista argumental. No aparece en el drama de Schiller, y además ya en el segundo acto de la ópera (que se convierte en el primero de esta versión italiana de 1884), Don Carlo explica a Rodrigo que ama a su madrastra Isabel. Por otra parte, al prescindir del primer acto se consiguió como efecto positivo el de otorgar una estructura más o menos simétrica a la obra, que quedaba así en cuatro actos de los cuales el primero y el último comienzan con idéntica música (el sombrío tema de los monjes de Yuste “Carlo, il sommo imperatore”). Sea como fuere, Verdi se sacó la espina de haber mutilado su propia obra restaurando el acto de Fontaineblau en una nueva versión italiana de la ópera, en 1886. Desde el punto de vista de las adiciones y supresiones musicales salidas de la pluma de Verdi con el paso de los años, es posible encontrar otras versiones de Don Carlo, pero la referencia a la versión francesa y a las dos versiones italianas (con y sin el acto de Fontaineblau) es más que suficiente para las pretensiones de esta entrada, que como todos los meses, no tiene otra intención que la de ofrecer al hipotético lector un comentario más o menos detallado de una filmación operística.
La partitura es para mí una de las mejores salidas de la pluma de Verdi. Está plagada de ideas hermosísimas manejadas de forma inteligente. Por ejemplo, tenemos temas que se repiten con frecuencia sin que podamos calificarlos claramente como leitmotivs, pues más que venir asociados a personajes o situaciones concretas, aparecen en momentos dispares y sin una clara conexión a los que otorgan algún significado especial. Por poner un ejemplo, la melodía, entre dulce y lastimosa, que entonan los emisarios flamencos antes del comienzo del auto de fe pidiendo la libertad para su patria es repetida justo al final del acto por una voz celestial que parece dirigir al cielo a las almas de los ajusticiados. El tema musical aparece vinculado, por tanto, a una suerte de liberación melancólica que se produce en situaciones independientes. En cambio, sí me parece más adecuado calificar como leitmotiv el “tema de la amistad”, que suena siempre vinculado a Posa tanto en su primera intervención en el segundo acto como después de que le arrebate la espada a Carlos en el tercero, o también durante la escena de su muerte en la prisión, en el cuarto. A todo ello hay que añadirle, en el apartado de los logros de la partitura, dos de las arias más aclamadas de Verdi: la monumental “Ella giammai m’amò” de Filippo y “Tu che la vanità” de Elisabetta, precedida ésta última por el tema de los monjes esbozado por los metales de la orquesta. Súmese a todo ello todo el monumental acto tercero, con el coro festivo que celebra el atroz auto de fe, la solemne y al mismo tiempo oscura entrada del rey y el conflicto con Don Carlo y los flamencos, para cerrarse finalmente con el coro inicial y la misteriosa voz celestial.
Como propuesta en DVD, la primera opción debe ser, en mi opinión, la filmación procedente del Met de 1983, que ofrece la versión italiana “completa” en cinco actos con un reparto espectacular. La puesta en escena de John Dexter ofrece exactamente lo que suele demandar el público neoyorkino: ambientación clásica conforme al libreto y lujo por doquier. Sin embargo, también es preciso señalar que la iluminación es algo oscura, lo que dudo que pueda achacarse a la filmación, que recae en alguien de garantía como el estupendo Brian Large. Más bien parece que Dexter pretende mostrar una España apagada, dominada en suma por rey que aparece como un ser siniestro y que deprime a los personajes positivos (llamémosles “luminosos”), que son Carlos e Isabel. El mayor momento de opulencia visual se reserva, lógicamente para el auto de fe, en el que el escenario queda completamente dominado por muchedumbre, cortesanos, religiosos, etc. También resulta original la idea de presentar el escudo imperial español en el mismísimo telón del Metropolitan. Con todo, los decorados clásicos no son el elemento más destacable de esta puesta en escena. Es más, con la excepción de la magnífica cancela que constituye el decorado de los actos segundo y quinto (que transcurren en el monasterio de Yuste), la ambientación es algo plana y se resiente por la utilización de paneles que hoy resultan claramente anticuados. Véase, por ejemplo, el bosque de Fontaineblau en el primer acto. Lo que verdaderamente es digno de resaltar desde el punto de vista visual es el portentoso vestuario de Ray Diffen, tan trabajado, rico y realista que resulta mucho más creíble y digno que el de una infinidad de películas históricas.
Vayamos con el reparto.
Don Carlo es, como indica el mismo nombre de la ópera, el protagonista. La imagen puramente romantizada que nos ofrece la ópera verdiana (heredera, a fin de cuentas, de Schiller) nada tiene que ver con el repulsivo personaje histórico que fue Carlos Habsburgo. Aquí aparece como el héroe enamorado de una joven inalcanzable que, sobreponiéndose de sus desgracias, se dispone a convertirse en un libertador frente a la tiranía encarnada por su padre. Sin embargo, pese a estos rasgos generales, el personaje no está enfocado desde un punto de vista exclusivamente heroico. Durante toda la acción, Carlos se nos muestra como un ser atormentado en incluso débil y próximo a la locura: su incapacidad para controlar sus sentimientos desemboca en el conflicto con la princesa de Éboli, y su bienintencionado intento de solventar el problema de Flandes por la vía pacífica, esto es, conmoviendo al rey, se viene abajo cuando pierde los estribos y desenvaina su espada en mitad de una celebración pública. Don Carlos, por tanto, no es un héroe en sentido estricto ni tampoco un jovencito completamente irreflexivo, sino alguien que se convierte en héroe sólo en el último acto de la ópera, una vez que ha sacado fuerzas de sus desgracias. Dicho de otro modo: la ópera nos muestra el proceso de conversión del infante en héroe. Hasta el acto final han sido otros, especialmente Rodrigo, quienes le han sacado de apuros, y su conversión en un hombre firme y decidido sólo tiene lugar tras la muerte de aquél. Igual que Aquiles se lanza furioso al combate tras la muerte de Patroclo, Don Carlos se decide entonces, y esta vez de verdad, a marcharse a Flandes para liberar a ese pueblo y erigir allí un gran monumento para su amigo. Isabel, despidiéndose de él, se da cuenta de la transformación y derrama por el infante las lágrimas que vierten las mujeres, según dice, por los héroes.
El papel del infante corre a cargo de Plácido Domingo, una garantía de que el público del Met responderá siempre enfervorizado. Lo cierto es que Don Carlo es un papel que le va bien a nuestro Plácido, que ha dejado registros sonoros tanto de la versión italiana como de la francesa. La extraordinaria grabación de Carlo Maria Giulini de 1971, afeada tan solo por el Filippo de Ruggero Raimondi, sitúa a Domingo como uno de los intérpretes de obligada escucha para el melómano verdiano. Es verdad que en la fecha en la que se registró la filmación del Met habían pasado ya más de diez años desde aquella mítica grabación y que la interpretación de Domingo pierde en frescura, pero en líneas generales sigue siendo un Don Carlo competente. Tenía también por la época todavía la adecuada presencia escénica para el papel.
Mirella Freni, que como ya he dicho alguna vez por aquí es y ha sido siempre mi cantante preferida, borda magistralmente el papel de Elisabetta di Valois, hasta el punto de constituir la suya la que en mi opinión es la mejor interpretación del personaje existente en la discografía. Grabó el papel con Karajan, y esta filmación que comentamos aquí constituye, según la carpetilla informativa del DVD, el único testimonio existente de su paso por el Met en ese papel tan emblemático de su carrera. Freni, ovacionada por el público tras el “Tu che la vanità”, muestra no sólo una adecuación vocal perfecta para las exigencias de la partitura, sino un control preciso de las emociones y la psicología de su personaje, rasgos que la sitúan en mi opinión por encima, por ejemplo, de otra ilustre Elisabetta como Montserrat Caballé, que suena algo más distante. Conseguir el adecuado equilibrio entre candidez y rigidez aristocrática, elementos ambos que confluyen en Elisabetta, es una tarea harto difícil, y lo cierto es que Freni lo consigue.
Esa doble faceta de Elisabetta a la que acabo de aludir se entiende perfectamente si se examina su comportamiento (y su música) en soledad y cuando se encuentra acompañada de Don Carlo o de Filippo. Cuando entra en el acto segundo tras la alegre “canción sarracena” de la princesa de Éboli lo hace de forma melancólica, y la propia princesa nos informa de la depresión en la que se encuentra sumida la reina desde su boda con Filippo. La Elisabetta doliente reaparece en la escena en la que Rodrigo le hace entrega de la carta de Don Carlo, lo que la lleva a expresar interiormente sus temores, y por último, en su melancólica oración ante el sepulcro de Carlos V. Sin embargo, ella es más consciente de su situación y de su posición que Don Carlo, y ello la lleva a observar lo que podríamos llamar las formas adecuadas o protocolarias que se esperan de ella incluso cuando se encuentra a solas con el infante. Ella lo ama y Carlos lo sabe, pero se dirige a él utilizando la palabra “hijo” y recriminándole su pasión, lo que hace desesperar aún más al infante, que ve aumentado su sentimiento de culpa.
Esta diferencia de comportamiento entre Elisabetta y Don Carlo, unidos sin embargo por el amor mutuo que se profesan en su fuero interno, se explica por el hecho de que ella, a diferencia de él, no madura a lo largo de la acción. Ya en el primer acto la vemos tan madura como en el último, lo que la aleja de otras heroínas verdianas. De hecho, su sentido de la justicia y del honor la llevan a enfrentarse al propio rey en el cuarto acto, afirmando sin titubear haber guardado el retrato de Carlos entre sus objetos más queridos y reprochando a su esposo las dudas sobre su fidelidad. Sea como fuere, tampoco parece que esta tensión entre Felipe II e Isabel de Valois tenga demasiado fundamento histórico. El matrimonio transcurrió sin sobresaltos hasta la muerte de ella a los veintitrés años, precisamente la misma edad que tenía el infante cuando murió recluido por conspirar contra su padre.
Y llegamos así al que es mi personaje favorito. Como decía antes, Don Carlo traza un retrato siniestro de Felipe II (aquí Filippo), en la línea de la leyenda negra. El rey aparece retratado de un modo brutal desde su primera intervención, en la que expulsa a una de las damas de la reina ante el asombro y la indignación de los presentes. En realidad, el personaje es tan sumamente complejo que una aproximación adecuada del mismo requeriría de muchas líneas, quizá demasiadas. Filippo se nos muestra como un rey débil que recurre a la violencia y a la brutalidad para “pacificar” a los pueblos, algo que no es sino una clara evidencia de esa debilidad. En su dúo con Rodrigo se hace evidente que vive fuera de la realidad, creyendo que sembrando el horror en Flandes puede conseguir la gratitud de la gente. También le vemos dominado por el fanatismo religioso encarnado por el Gran Inquisidor, que ejerce poder sobre él al tiempo que le recuerda que, paradójicamente, no hay nadie por encima del rey (“Perché allor il nome hai tu di Re, Sire, se alcun v'ha pari a te?” – “¿Por qué llevas el nombre de rey si hay alguien igual a ti?”). Su sumisión al clero queda patente en su relación con Rodrigo. Ambos hombres tienen pensamientos completamente incompatibles, pero el rey se siente atraído por Posa, a quien sin duda debe considerar un revolucionario, y lo convierte en su amigo y confidente. También ocurre el proceso inverso: Posa, en teoría, no debería ser amigo de un rey a quien considera tiránico, pero se conmueve claramente por la confianza que el monarca deposita en él. Ambos constituyen una pareja incompatible que se respeta mutuamente antes de lanzarse uno sobre el otro, porque es eso lo que ocurre: Filippo deja de proteger a Posa cuando se descubre su implicación en una revolución en Flandes (papeles que, en realidad, pertenecen a Don Carlos). Es algo que no debería sorprenderle, pero su apoyo escrito a los “herejes” flamencos es suficiente para hacer que cambie de actitud para con él y ordene su muerte. Por su parte, Posa muere habiendo preparado una revolución contra el rey cuyo apoyo tanto le conmovía. ¿No es una genialidad presentar a personajes tan creíbles y contradictorios?
Ella giammai m’amò, el aria meditativa que abre el cuarto acto, constituye en mi opinión una de las páginas más fascinantes salidas de la pluma de Verdi. Las primeras palabras de Filippo vienen precedidas de una larga y lenta introducción orquestal dominada por un simple tema de dos notas que se entrelaza conversando con el violonchelo, que traza una melancólica línea descendente. Un nuevo tema esbozado por las cuerdas, bastante obsesivo y con un discreto pizzicato termina mezclándose con la melodía del violonchelo abriendo paso finalmente a la intervención del cantante justo después de que la cuerda se agite nerviosamente. Las palabras pausadas del bajo y el inteligente juego de los silencios logran producir el efecto de una profunda meditación: el rey insomne está ausente, encerrado en sus propios pensamientos hasta que, de pronto, percibe la luz del amanecer. En realidad, la música es simple en su elaboración, como evidencia, por ejemplo, la repetición de notas (“Dormirò sol nel manto...”), pero el resultado que ofrece es el de una profunda melancolía envuelta en un ámbito de ensoñación casi irreal a fuerza de resultar verídico.
La filmación que comentamos tiene a un Filippo excepcional en Nicolai Ghiaurov, mi intérprete favorito del papel seguido de Cesare Siepi. Su voz no suena ya como en la grabación que hiciera con Solti a mediados de los sesenta, pero dista mucho de sonar gastado. Ghiaurov fue uno de los mejores bajos del siglo XX y de la historia de la ópera grabada (para mí el mejor, aunque eso sea subjetivo) y en 1983 borda un rotundo Filippo, de impresionante presencia escénica. Su furiosa mirada cuando Posa le recrimina andar sembrando la paz de los cementerios es digna del óscar, y no deja de tener cierta gracia el verle haciendo de marido de Freni, su esposa en la vida real. Como se ve, ambos no pueden formar una pareja más creíble, solo que no hay argumentos para pensar que no fuera bien avenida, sino afortunadamente todo lo contrario.
El verdadero punto flaco de este DVD, que fastidia un reparto que podría haber sido de ensueño, es el execrable Rodrigo de Louis Quilico, un cantante que me resulta imposible. En realidad, jamás he oído a nadie que disfrute de su voz. No voy a entrar en una descripción de su voz ni de sus carencias, sino que me limito a decir que su canto me parece feo, con una voz por momentos demasiado vibrada y con una emisión inestable que parece amenazar con derrumbarse de un momento a otro. Una escucha prolongada supone, al menos para mí, un sacrificio. Su hijo Gino Quilico me parece algo más tolerable, pero sólo “algo”: él es uno de los responsables de fastidiar la famosísima Bohème de San Francisco de Freni y Pavarotti.
En realidad, el papel del marqués de Posa es un invento de Schiller (que le llama “Poza”). El personaje es inexistente desde el punto de vista histórico, pero es una pieza clave en el proceso de maduración de Don Carlos. Él es el verdadero revolucionario, por mucho que su afecto por el rey resulte, como apuntábamos antes, algo contradictorio. El atormentado infante es más débil y menos decidido a la hora de abordar grandes empresas, lo que lleva a Posa a abrirle el camino para convertirse en el libertador de Flandes sacándolo de unos apuros amorosos que probablemente considera menudeces que Carlos olvidará en cuanto pise tierra flamenca. Lo cierto es que la amistad entre ambos personajes se me hace más empalagosa que un bocadillo de polvorones y que los repetitivos “amado Carlos” hacen que me den ganas de que aparezca el Inquisidor enseguida para cargárselos a los dos. Al final Posa muere, lo que es especialmente de agradecer en el caso de Quilico aunque para ello haya que esperar al cuarto acto. Por cierto que su aria de despedida (“Io morrò, ma lieto in core”) siempre me ha parecido muy bella, aunque extrañamente calmada para ser entonada por una persona herida mortalmente.
Seguimos con los secundarios. Grace Bumbry es una princesa de Éboli estupenda, cuya voz espesa me recuerda a la de Shirley Verrett en la grabación de Giulini. La distorsión histórica a la que se somete a su personaje es también importante, pues su caída en desgracia nada tuvo que ver con Isabel de Valois ni con el infante Carlos. Siempre me han intrigado las palabras arrepentidas que dirige a Isabel tras revelarse a sí misma como la autora del robo del cofre en el cuarto acto. La frase “L'error che v'imputai io stessa avea commesso” (“El error que os imputaba yo misma lo había cometido”) puede leerse de dos formas, o al menos así me lo parece: puede entenderse que Éboli se está culpando de haber revelado verbalmente al rey el amor entre Isabel y Carlos, aparte de haber dejado en su despacho el cofre; o bien puede deducirse que está confesando haber sido la amante del rey en el pasado. A favor la primera lectura está el hecho de que Filippo sospecha de la fidelidad de Isabel aun antes de abrir el cofre ("Ella giammai m’amò"), y a favor de la segunda la utilización de la palabra “seducida” (“sedotta”) por la propia Éboli al hablar del rey. Sea como fuere, a la amarga confesión de la princesa y al castigo impuesto por Isabel le sigue el firme propósito de ayudar a Carlos, sacándolo de la prisión justo cuando la muchedumbre amenaza con licharlo.
El papel, aunque breve si lo comparamos con los de la pareja protagonista, es agradecido. Además cuenta con la pegadiza “canción sarracena”, cuya alegría y virtuosismo no guardan relación alguna con las melancólicas arias de Elisabetta y Filippo ni con su posterior “O don fatale”.
Terminando con los secundarios, cavernoso el Gran Inquisidor de Ferruccio Furlanetto, que aporta la adecuada potencia, rayana en la violencia verbal, de un personaje que, sin embargo, es un anciano nonagenario. Esta es una de las consecuencias de la decisión de Schiller y los libretistas de envejecer a Felipe II, que en realidad no contaba más de treintaidós años cuando se casó con Isabel. El duelo verbal entre ambos personajes es uno de los puntos culminantes de la partitura, esbozado sobre una melodía tranquila y sombría que va creciendo en intensidad al tiempo que la conversación sube de tono. Por último, Betsy Norden es un Tebaldo de adecuada presencia en el escenario, aunque de voz infantil.
Al frente de la orquesta y el coro del Metropolitan de Nueva York, James Levine dirige este Don Carlo de forma muy solvente, evitando que su conocida tendencia a la espectacularidad prive al oyente del carácter reflexivo que requiere buena parte de la partitura. Opta acertadamente por la versión italiana en cinco actos, incluyendo también el coro inicial en el acto de Fontaineblau (“L’inverno è lungo”). Precisamente en el primer acto es donde más destacado encuentro a Levine, dirigiendo el final con verdadero pathos(“L’ora fatale è suonata”) y con auténtico brío el coro festivo que celebra la noticia de la unión de Elisabetta y Filippo.
Con la idea de preparar lo que aún depara la temporada de ópera del Maestranza, hoy comentaré una famosa filmación de La Traviata, con música de Giuseppe Verdi -como todo el mundo sabe- y libreto de Francesco Maria Piave, basado en “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas hijo. Aquí un resumen:
Violetta Valéry es una cortesana (una putilla, con perdón) del París de mediados del siglo XIX que vive en un ambiente de alcohol, drogas y sexo desenfrenado en el cual se siente perfectamente integrada. Un buen día, durante una de sus orgías (venga, es sólo una fiesta) conoce a un tonto llamado Alfredo Germont, que se enamora de ella. Violetta queda sumida en profundas cavilaciones: ¿siento la cabeza y me voy con el tonto o continúo pasándomelo de lo lindo?
En el acto segundo vemos que Violetta se ha inclinado por la primera opción. Está muy reformadita y vive con su Alfredo en una casa de campo... hasta que un buen día se presenta el papá de Alfredo diciendo que no le gusta que su hijo viva con semejante pelandrusca. Además, el citado señor Germont tiene otra hija que no podrá casarse salvo que Alfredo vuelva con su familia. La pareja rompe y Alfredito sigue a Violetta hasta la fiesta de su amiga Flora, donde la ofende públicamente al arrojarle encima un puñado de billetes. El barón Douphol, protector de Violetta, le reta a un duelo.
Violetta está tísica perdida en el acto tercero. Alfredo, después de pegarle un tiro al barón (que se recupera), corre a visitarla seguido por el tonto de su papá. Ambos se presentan arrepentidísimos de haber sido dominados por los prejuicios y de haberse comportado cruelmente con ella. Violetta casca.
La historia se nos puede antojar simple y previsiblemente lacrimógena, como si se tratara de un culebrón cutre, pero lo que ocurre en realidad es que hemos perdido perspectiva. Hoy nadie muere en el primer mundo de tuberculosis, por lo que corremos el riesgo de ver lo que ocurre en escena como algo lejano. En 1853, lógicamente, era otra cosa y lo que ocurría frente al espectador le sobrecogía del mismo modo que nos ocurriría hoy a nosotros si el tema versase sobre el sida o las drogas. Algo parecido le oí comentar a Luciano Pavarotti en una entrevista en relación con La Bohème, cuyo argumento es en cierto modo similar. La historia, por tanto, no ha dejado de ser actual, aunque las formas hayan cambiado.
Con sus dos nominaciones a los Oscar, la película que dirigió Franco Zeffirelli en 1982 es quizás la filmación más famosa que se haya realizado de una ópera. Hoy es un clásico, aunque la fama y la calidad son desde luego factores independientes. ¿A qué debe su fama esta Traviata? Probablemente al espectáculo visual que viene unido siempre al nombre del director italiano. El problema es que Zeffirelli tiende a abusar injustificadamente de los extras y a llenarlo todo de objetos y cachivaches que hacen de sus montajes (y de sus películas de óperas) algo aparatoso, recargado, casi asfixiante. El resultado es que uno termina agobiado por el horror vacui zeffirelliano, consistente en que no puede quedar ni un centímetro libre de chismes en el escenario, y no puede concentrarse en la música. Se agradecen, desde luego, los montajes espectaculares, pero cuando perdemos el sentido de la medida corremos el riesgo de traicionar a la música. Y eso es exactamente lo que va a ocurrir cuando el director de escena se excede de su cometido y toquetea la partitura para que se adapte a su visión escénica. En su película de Otello, Zeffirelli mutila sin piedad la partitura verdiana, y en nuestra Traviata comete el error contrario: se saca de la manga una escena completa al comienzo del segundo acto en la que vemos la llegada de Violetta a su nueva casa utilizando para ello la música de la fiesta del acto primero. ¿Tan difícil es que el director escénico se ocupe de lo que ocurre sobre el escenario y que las cuestiones musicales corran a cargo del señor que lleva la batuta (en nuestro caso James Levine)?
Por supuesto que es una Traviata visualmente espectacular (con el ballet del Bolshoi en la famosa escena de las gitanas y los toreros de la fiesta de Flora) y muy bien filmada, pero sin duda excesiva y recargada. Toda la fiesta de Violetta (primer acto) me parece visualmente de lo más agobiante. La escena del brindis parece un juego de “a ver cuántas decenas de personas cabemos en esta habitación”. ¡Más madera! Y que conste también que no soy absolutamente anti-Zeffirelli: nadie negará que sus montajes son muy bellos, y en sus filmaciones hace alarde de recursos cinematográficos muy inteligentes, habituales en el cine pero no en la ópera. Por ejemplo, en esta Traviata tenemos el uso abundante de flashbacks (los dos primeros actos se presentan como recuerdos de Violetta enferma) y de palabras “pensadas” (algo que ya había hecho antes Ponnelle), pues vemos que la protagonista no abre los labios durante su “E strano!” (“Es extraño”) transmitiendo así la sensación del pensamiento. Desde luego, me quedo con cualquier montaje suyo de La Traviata antes que con otros como el perpetrado en el festival de Salzburgo de 2005 con Netrebko y Villazón y difundido también en DVD. Dentro de la faceta de Zeffirelli como director de cine, debo decir que me encanta su “Jesús de Nazaret”.
Violetta Valéry es un personaje de curiosa evolución: de mujer entregada a los placeres (en La dama de las camelias Alejandro Dumas la presenta como prostituta, si bien la palabra maldita no sale en toda la ópera) a amante dispuesta a vender cuanto tiene por pagar los gastos de su vida con Alfredo, y de ahí a mujer abandonada y moribunda. La evolución del personaje es algo que no vemos, aunque intuimos: en el acto primero tenemos a la Violetta despreocupada y superficial, en el segundo pasamos de repente a ver a la amante entregada, y en el tercero su salud se ha degradado por la enfermedad y podemos intuir el desenlace. Violetta es distinta en cada acto, reuniendo según se dice a tres sopranos en una: ligera (primer acto), lírica (segundo) y finalmente dramática (tercero). Por cierto que en cuanto a la reputación de la protagonista en el primer acto hay que mencionar que en contra de la voluntad del compositor, en el estreno de la ópera en La Fenice veneciana y hasta entrado el siglo XX, la historia no se ambientaba en la época “actual” de su estreno (década de 1850), sino en el siglo XVIII, más abierto sexualmente y menos “escandaloso” por tanto para la mojigata moral victoriana. De todas formas, Verdi, siempre pragmático, se refería a Violetta como “la puta”.
Teresa Stratas es el gran “pero” de esta película. El problema es que en La Traviata, todo el peso de la acción recae sobre el personaje de Violetta, por lo que una Traviata sin Violetta ni es Traviata ni es nada. No soy ningún entendido en materia de técnica vocal, sino un simple aficionado, pero parece evidente que Stratas muestra problemas en la colocación de la voz, que suena a veces descolorida, inconsistente y apagada a medida que desciende (“Morir sì giovine, io che ho penato tanto!” – “¡Morir tan joven, yo que he sufrido tanto!”). En las coloraturas es chillona hasta lo desagradable y su poco control del fiato deja una sensación de ahogo casi permanente. Desde luego, no pasa la prueba del Sempre libera, donde además del horror vocal (está “ahogaíta” perdida), tenemos que verla correteando por la casa como si la persiguiera el coco, mientras se le aparece en los espejos el espectro de Plácido Domingo con melena rubia, lo que puede resultar muy cómico o muy patético según se mire. Lo más salvable de su interpretación es el segundo acto. Por cierto, ¡cuánto daño ha hecho ese anuncio de coches que han emitido durante meses! Cada vez que llego al Sempre libera termino viendo en mi imaginación a vehículos saltando.
De la versatilidad de Plácido Domingo ya hablaba en las entradas dedicadas a Tosca y a Turandot. Este hombre ha cantado de todo, si bien es cierto que cuesta encontrar un papel en el que sea la referencia absoluta. Otello y Don José (Carmen) son quizá sus mejores logros. En el ámbito verdiano, además del celoso moro, Radamés (Aida) ha sido su principal caballo de batalla, si bien se encuentra muy lejos de ser la referencia absoluta en ese papel. Aquí le tenemos en el rol, algo gris, de Alfredo: ofender a Violetta dice poco de su inteligencia y de su hombría (¡que se las apañe el novio de su hermana como quiera!). El personaje parece el simple comparsa de Violetta, un niño de papá con cerebro de mosquito y que en escena no tiene el menor peso dramático comparado con ella. ¿Exagero? Es posible, pero Alfredo, por mucho que se arrepienta al final, no me despierta muchas simpatías. Nuestro Domingo no tiene aquí el nivel del también nuestro Alfredo Kraus (a fin de cuentas, y perdón por el chiste fácil, “Alfredo es Alfredo”), pero aguanta el papel sin complicaciones. Y si las tuviera, nadie lo notaría al lado de la Stratas.
Giorgio Germont (padre de Alfredo) sufre dos desengaños a lo largo de la ópera: el primero se lo da Violetta misma durante su conversación del acto segundo. Con malos modales, él la acusa de ser la responsable de que su hijo despilfarre su fortuna, pero no tiene más remedio que abandonar su tono agresivo cuando la ex-cortesana le demuestra que, más bien al contrario, es ella la que carga con los gastos. Sin argumentos, Germont abre otra vía de ataque utilizando el inconsistente argumento de su hija y afirmando sin pestañear que su relación con Alfredo está condenada al fracaso al no haber sido bendecida por la Iglesia. Es obvio que cuando se le acaba un argumento toma otro, y la razón es algo tan simple como que en el fondo, por debajo de su tono ahora educado, Giorgio Germont desprecia a Violetta. Su arrepentimiento llegará más tarde, cuando la vea moribunda en el tercer acto (“Finchè avrà il ciglio lacrime io piangerò per te” – “Mientras tenga lágrimas lloraré por ti”).
El segundo desengaño afecta a su propio hijo. Germont observa su deplorable conducta en el baile de Flora (hay que pensar que a escondidas, pues Alfredo afirma haber venido solo), y le dice no reconocer en él a su hijo. Duras palabras, desde luego, aunque sin duda el muchacho contribuyó a ganárselas. Si la “maldad” de Alfredo radica en la estupidez y la impulsividad, la de su padre son los prejuicios. Giorgio Germont no es exactamente un “malo malísimo”, pero sí un hombre que impone egoístamente lo que considera correcto sin calcular las consecuencias, lo que termina amargando la vida de Violetta y la de su propio hijo. Se arrepiente, sí, y eso le humaniza, aunque no le exculpa. En el presente DVD, el papel corre a cargo de Cornell MacNeil, extraordinario barítono verdiano (un excelente Rigoletto) por el que siento gran cariño. Fue mi primer Scarpia (un Scarpia más mucho más musical que el de Gobbi, aunque menos violento). En 1982 se encontraba en el ocaso de su carrera y su voz no era la de antaño, pero consigue componer un excelente Germont, por cierto muy bien actuado. Es de lejos el mejor de los tres personajes principales. Durante su larga conversación con Violetta en el acto segundo –conversación en la que termina por convencerla de que abandone a Alfredo– le da palabras de consuelo al tiempo que mantiene su cara de fiscal, como dejando ver que por mucho que se conmueva por el dolor de Violetta, tiene muy claro que no quiere a esa mujer para su hijo. Pero lo mejor –al menos para mí– es el bellísimo “Di Provenza il mar” que se marca, cantado con cálida voz y exquisita delicadeza. No puedo ser imparcial con este hombre.
La dirección corre a cargo, como decía antes, de James Levine al frente de la orquesta del Metropolitan. La época dorada de Levine fueron sin duda los ochenta, cuando se le nombró director artístico del teatro neoyorkino. Dirige con brío y busca ser efectista, impresionar, aunque sus lecturas carecen en realidad de especial personalidad. En el caso que nos ocupa, firma una correctísima Traviata de tempos ágiles, que si bien no es memorable –cuestión desde luego difícil en una obra tantas veces grabada– sí ofrece al menos un sonido intimista cuando se requiere y gusto por el detalle.
Y vuelvo a la pregunta inicial: ¿merece su fama de “la mejor ópera filmada”? Por increíble que parezca, no existe en DVD ninguna Traviata indispensable (en CD, lógicamente, es otra cosa). En cualquier caso, creo que el aspecto puramente visual pesa más que el musical en quienes piensan así. Stratas es un miscast evidente y ello convierte a esta filmación en la gran Traviata que pudo ser y no fue. No puede ser “la mejor” cuando flaquea en lo más importante, que es en la música. Si apagamos el televisor y la escuchamos como si de un CD se tratase, descubriremos con más evidencia que, Zeffirelli aparte, Stratas no da la talla. Nada que hacer al lado de los registros de Callas, Scotto, Sutherland, Caballé... Yo la recomiendo como una película muy cuidada en su dirección, con la extraordinaria música de Verdi. Por sus innegables cualidades visuales, puede servir como “anzuelo” para empezar en la ópera, pues se deja ver con gusto, pero no es la Traviata referencial que muchos quieren ver.
Personalmente, tengo pendientes de ver los deuvedés de Moffo, Gheorghiu, Ciofi y Gruberova. También me tienta la película de la Freni, pese a que los fragmentos que he visto en el yutú evidencian que el montaje no ha envejecido bien (quizá sea esa la razón por la que no ha sido editada en DVD). Pero doña Mirella es mi debilidad...
Un pequeño apunte histórico como nota final. La historia es real y autobiográfica. Alejandro Dumas tuvo relaciones con una cortesana muerta a los veintitrés años precisamente de tuberculosis. Además de con el compositor Franz Liszt y con varios otros, esta joven mantuvo una escandalosa relación con un aristócrata llamado Agénor Gramont, cuyo apellido se asemeja desde luego a “Germont”. Así que para los que no lo sepan, nuestra “descarriada” existió y se llamaba Marie Dupplesis.
“¡Pueblo de Pekín! Esta es la ley: Turandot, la Pura, será la esposa de aquel que, siendo de sangre real, resuelva los tres enigmas que ella le propondrá. Pero el que afronte la prueba y resulte vencido ofrecerá al hacha su soberbia cabeza”.
Acto 1: Pekín, en “época legendaria”. Turandot es una princesa china que tiene por costumbre plantear tres acertijos a sus pretendientes y decapitarlos en caso de que no acierten. La multitud, ávida del morbo de la sangre, se reúne frente a palacio para contemplar la ejecución del joven príncipe de Persia. Entre ellos se encuentra un extranjero desconocido por todos llamado Calaf, que tropieza por casualidad con su anciano padre, que camina ayudado de una esclava llamada Liù. El padre, llamado Timur, no es otro que el viejo rey de los tártaros, depuesto del trono y en el exilio.
El pueblo, conmovido por la juventud y aspecto inocente del príncipe persa, pide inútilmente clemencia a Turandot, cuya aparición trastorna a Calaf hasta el punto de disponerse a pasar la prueba de los enigmas y jugarse la vida por ella. Ni los intentos de los Ministros de Turandot (Ping, Pang y Pong), ni las súplicas del padre ni de Liù (quien le revela veladamente su amor por él) le hacen cambiar de opinión.
Acto 2: El acto comienza con una larga escena en la que los Ministros se lamentan de haber dejado atrás sus hogares para convertirse en los “ministros del verdugo”.
Calaf, el príncipe desconocido, es llevado ante el emperador Altoum, quien le brinda la oportunidad in extremis de no someterse a los acertijos y salvar la vida. Calaf insiste y consigue superar la prueba, pero Turandot se niega a cumplir su palabra y entregarse a él. El príncipe opta por una solución intermedia: si Turandot descubre su identidad antes del amanecer se entregará al verdugo como si no hubiese pasado la prueba de los enigmas, pero en caso contrario ella se convertirá en su esposa.
Acto 3: Turandot está que se sube por las paredes y ha prohibido dormir en Pekín esa noche. Bajo pena de muerte, el nombre del desconocido debe serle revelado antes del amanecer. Temiendo que la cruel princesa pueda hacer una carnicería con su propio pueblo, los Ministros ofrecen a Calaf tesoros, mujeres y la posibilidad de huir, pero el príncipe se niega.
La guardia de Turandot arresta al anciano Timur y a Liù, los únicos que fueron vistos conversando con el extranjero el día anterior. Liù, para proteger a su anciano señor, dice conocer ella sola el nombre del extranjero, y acto seguido se suicida ante la consternada Turandot. La muerte de la esclava la trastorna y termina cediendo al amor de Calaf, que en un gesto de entrega absoluta y algo suicida, le revela su nombre (“soy Calaf, hijo de Timur”). Amanece y Turandot comparece ante su padre el emperador diciendo que conoce la identidad del extranjero y que su nombre es “Amor”.
Turandot es la cima del exotismo operístico de Giacomo Puccini (de quien ya hablamos en relación a Tosca), cuyos notables antecedentes son el Nagasaki de Madama Butterfly y el lejano oeste de La fanciulla del West. Genio de la ambientación, nos ofrece aquí una partitura espectacular de principio a fin, con una música enigmática y solemne de acuerdo a la trama de intriga plasmada en el libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni, cuya traducción castellana enlazo aquí. Una ópera “de acción” ideal para abrir boca en el género y que en el caso del DVD que comento se deja ver como si de una película se tratase.
No quiero perderme en otros temas pasando por alto lo ingenioso del libreto, pese a lo irreal del desenlace, al que me referiré más adelante. Estamos en una China imaginaria, ambientada en ningún período histórico concreto (como el Egipto de La flauta mágica), gobernada por una enigmática princesa cuya principal característica es la crueldad. El ambiente extraño, oscuro, casi fantasmal por momentos del primer acto se incrementa con la inteligente música de Puccini, que llega incluso a emplear varios temas originales de la música china tradicional. Ejemplos de cómo la música de Puccini refuerza e intensifica las palabras del libreto dotándolas de una atmósfera especial los hay a montones. Escúchese, por ejemplo, el coro de voces de las almas de los príncipes muertos por Turandot (“Fa ch'ella parli! Fa che l'udiamo!” – “¡Haz que hable ! ¡Haz que la oigamos!”), quienes aun desde la tumba ansían contemplar a la princesa en el primer acto. La lúgubre melodía de la ejecución del príncipe persa (“O giovinotto! Grazia, grazia!” – “Oh, ¡qué joven! ¡Gracia! ¡Gracia”) sirve también como tema del enamoramiento de Calaf (“O divina bellezza”), como dejando claro que el amor a la princesa viene acompañado de la perdición personal y la muerte. Musicalmente, la princesa es el único personaje con un leitmotiv propio, que se escucha repetidamente en todas sus apariciones. El tema del celebrado Nessun dorma("Que nadie duerma") es usado en el segundo acto (“Il mio nome non sai” – “No conoces mi nombre”) así como en el coro final. Este encaje perfecto entre música y texto no debe extrañar a nadie, pues es sabido del papel activo que asumía Puccini en la redacción de los libretos de sus óperas (especialmente con los textos de Illica y Giacosa), haciendo imponer sus exigencias a los libretistas.
En el mundillo operístico, todo el mundo sabe que el maestro de Lucca murió en 1924 a consecuencia de un cáncer de garganta dejando esta ópera inconclusa a partir de la muerte de Liù en el tercer acto. Sería Franco Alfano el encargado de componer el largo dúo de Turandot y Calaf (“Principessa di morte”) y el coro final, que como decíamos antes, emplea el tema del Nessun dorma por voluntad de Puccini. Sea como fuere, la dignísima labor de Alfano no se ha visto libre de críticas, hasta el punto de que Luciano Berio estrenó una nueva versión del final en el año 2002. Y no puedo dejar de mencionar aquí la famosa anécdota de Arturo Toscanini dirigiendo el estreno y bajando el telón tras la muerte de Liù. Acto seguido se giró al público y dijo “hasta aquí escribió el maestro”, dando por terminada la función. Al día siguiente, Turandot se representaría completa por primera vez.
De las distintas filmaciones que circulan de esta ópera, la más celebrada es probablemente la que ocupa esta entrada: la célebre película de 1989 registrada en el Metropolitan de Nueva York con Plácido Domingo y Eva Marton en los papeles de Calaf y Turandot, respectivamente. La bellísima escenografía de Franco Zeffirelli es exactamente lo que se puede esperar del director italiano: ambientación clásica y decorados de lujo, con la intervención en el escenario de un considerable número de extras que no pintan nada pero que la hacen más espectacular. El problema es que la megalomanía de Zeffirelli choca con demasiada frecuencia con la necesidad del oyente de concentrarse en la música y no en el apartado meramente visual, aunque ello no es problema en esta ocasión. Turandot es una ópera que por alguna razón se presta al “exceso” escénico y a cuanto sea espectacular.
Calaf es un personaje de curiosa psicología. En principio se nos presenta como un héroe, aunque bien pensado su comportamiento es extraño y no exactamente admirable. Nada más pisar el escenario le vemos como un joven embargado de emoción por el reencuentro con su padre, a quien besa las manos que llama “santas”. Este joven también implora el perdón para el príncipe de Persia y desea poder maldecir a la cruel Turandot. Pero la simple contemplación de esta es suficiente para enamorarle, lo que le aleja de un retrato realista y le acerca al mundo de los cuentos. Se juega la vida imprudentemente al tiempo que expone a su padre y a Liù a morir sin el consuelo de su compañía y, superados los enigmas, comete la majadería de volver a poner su vida en peligro con el juegecito de su nombre. ¿No sería más sensato olvidarse de la psicópata de Turandot e irse con Liù?
Pero es la tercera imprudencia del príncipe la que no tiene perdón de Dios. Por tercera vez pone su vida en manos de Turandot, la “princesa de hielo”, revelándole su nombre antes del alba, por lo que Liù muere para nada. Al final el juego termina funcionándole y tiene lo que quiere, que es también lo que se merece: a Turandot.
En la entrada dedicada a Tosca ya exponía algunas de mis impresiones sobre Plácido Domingo, que podemos transpolar sin problemas al presente escrito. Utilizando una terminología propia de Emilio, nuestro famoso tenor sería “el Raúl de la ópera”. No existe un papel en el que sea imprescindible escucharle, pero siempre está ahí y es difícil, cuando no imposible, el no acabar tropezando con él. Un hombre que ha cantado de todo y que a sus años aún sigue al pie del cañón. Se merece mis respetos.
Dicho lo dicho, debo señalar que, al menos en mi humildísima opinión, Domingo no es Calaf, por mucho que llegase a grabarlo con Karajan. En el presente DVD aparenta comodidad en el escenario, se le ve relajado y hasta parece que disfruta, pero vocalmente el papel queda algo por encima de sus posibilidades. Sus agudos son tirantes (el problema habitual de Domingo), muy forzados, y casi duele verle al final del Nessun dorma. Al final lo que tenía que pasar termina pasando y emite lo que en toda regla puede llamarse un gallo en “Gli enigmi sono tre, la morte una! - Gli enigmi sono tre, una è la vita!” (“Los enigmas son tres, la muerte una” – “Los enigmas son tres, una es la vida”). Como Placidín es un profesional como la copa de un pino lo disimula y es fácil que pase desapercibido, pero ahí está.
Mis príncipes de referencia, de los que adjunto un par de vídeos, son Franco Corelli y Luciano Pavarottiex aequo. El primero por el tono heroico que supo dar al personaje, y el otro por el bellísimo color de su voz y la aparente “simplicidad” de su canto.
Más lograda es la espléndida Turandot de Eva Marton. Una Turandot que ya da miedo nada más empezar su “In questa reggia” (“En esta corte”). Es una princesa ajena a la realidad, que vive en su burbuja (ella no es “cosa humana” y el simple contacto físico supone una profanación) y a la que nada le importa que decenas de personas hayan perdido literalmente la cabeza por ella. Si no fuera por su repentino e incomprensible cambio de actitud al final de la obra, su personaje sería simplemente el de una psicópata y sería una “mala” de antología en la historia de la ópera. Pero no. Turandot deja de ser la princesa sanguinaria que era por un simple beso de Calaf (una razón tan peregrina para justificar un cambio de actitud como la del enamoramiento de éste último) y después de verter sus primeras lágrimas se entrega al extranjero sin que parezca pesarle en conciencia el baño de sangre en que ha convertido su existencia hasta el momento. De modo que por un beso y la visión de una muerte (otra más, y además la de una simple esclava), la mujer que estaba dispuesta a arrasar su propia ciudad pasa a cambiar de actitud.
Extraordinaria la voz de Marton en esta película, squillante en los agudos, lanzados como cuchillos. Supera con creces la dura prueba del “In questa reggia”, dificilísima de cantar, si bien se la ve algo más apurada en el registro grave. Su escaso atractivo físico produce un efecto curioso. Se supone que Turandot ha de ser muy bella, pero el aire severo y las más de las veces furioso de Marton refleja físicamente lo que debe ser el frío interior del personaje. La cara como espejo del alma.
Como referencia clara en el papel de Turandot, aquí os dejo a Birgit Nilsson y a la stupendaJoan Sutherland, pese a que esta última jamás llegase a interpretar el personaje en escena.
Liù es el gran personaje trágico de la ópera (hay quien afirma que es ella y no Turandot la verdadera heroína) y el único que no se comporta como un demente. Con ella es con la que mejor sintoniza el público, a quien le cuesta empatizar con Turandot por estar como la jaca de la Algaba y con Calaf por comportarse irracionalmente y dárselas de héroe. Fue idea del propio Puccini el que muriese ante Turandot para favorecer el cambio de mentalidad de la princesa, pues inicialmente los libretistas no tenían pensado un final trágico para ella. Pero hacía falta algo que hiciese cambiar de actitud a la princesa y ese “algo” fue la muerte de Liù. Aunque la solución ayuda a explicar el cambio mental de Turandot, éste sigue pareciendo extraño y forzado, como si se buscase un happy end aun a costa de traicionar el espíritu mismo del personaje.
En el papel tenemos a una entregada Leona Mitchell, soprano de gran popularidad al otro lado del charco por aquellos entonces. No se le puede objetar nada a su canto ni a su cálida voz en sus dos momentos clave: el “Signore, ascolta” (“Señor, escucha”) del primer acto y su largo monólogo y suicidio en el tercer acto.
Mis “Liùs” preferidas son Montserrat Caballé y Mirella Freni:
El reparto se cierra con un solvente equipo de secundarios encabezados por el Timur de Paul Plishka (correcto aunque lejos de la perfección de Nicolai Ghiaurov). Graciosos los tres Ministros, personajes divertidos que rebajan el ambiente tenso de la ópera. Lo que no termino de entender es que Zeffirelli los presente algo así como bailarines en palacio. Una cosa es que sean simpáticos y otra muy distinta el que los ministros de Turandot se comporten como saltimbanquis.
En cuanto a la dirección musical de James Levine, al frente de la orquesta del Metropolitan, he de decir que este DVD es de lo mejorcito que le he visto al director americano, por quien no siento demasiada simpatía.
Animo a quien quiera interesarse en esta ópera a probar suerte con este DVD, que contiene una preciosa función con un reparto en el que Domingo hace lo que puede y el resto está entre lo bueno y lo muy bueno, con la barroquísima puesta en escena de Zeffirelli. ¿Mejorable? Naturalmente. ¿Espectacular? No quepa ninguna duda.
PS: Sé que últimamente escribo demasiado de ópera y sé que no es un tema que levante pasiones entre los lectores. A partir de la semana que viene intentaré contenerme un poco. Que lo consiga es otra cosa...
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