viernes, 25 de diciembre de 2009

Y digo yo...

Confieso que vivo presa del terror. Ya ni siquiera soy capaz de dormir pensando en la inminente tragedia que se nos avecina. Como soy susceptible, prefiero no anticiparme a los hechos y no acudir a los cines a ver cómo se desploma la cúpula del Vaticano y rueda por la plaza de San Pedro como un neumático Michelín. ¿No fue acaso diseñada por Michelangelo? Siempre he dicho que la casualidad no existe...

Se nos viene encima el fin del mundo. Y no porque el sol se acabe en 2012, no, sino porque lo predijeron los mayas. Lo que me reconcome la mente desde hace tiempo es una pregunta: ¿Qué año 2012?; ¿El de la equivocada cronología cristiana o el de verdad?; ¿Se destruirá el mundo el 1 de enero y un poco después en la China (por aquello de ajustarse al calendario más que nada)? Una vez leí de un pueblecito que celebraba el año nuevo en verano. ¿Caerán bolas incandescentes sobre sus cabezas antes que sobre las del resto de la Humanidad? Y lo más inquietante: ¿sobrevivirán las cucarachas?

Me trae sin cuidado para cuándo predijeran los mayas el fin del mundo. En realidad, si somos escrupulosos con la Historia, el 2012 ya lo hemos pasado. Es perfectamente sabido que Jesús de Nazaret no nació en el año que hoy llamamos “cero”, sino en el “menos seis” o “menos siete”. El error se debió a un monje del siglo VI llamado Dionisio el Exiguo: sabemos a ciencia cierta que el sanguinario Herodes el Grande murió en el año 4 a.C., y los Evangelios concuerdan en que Jesús nació “en tiempo de Herodes”. Si este rey, pretendiendo acabar con Jesús, hizo matar a todos los niños de Belén de dos años para abajo (algo de lo que era perfectamente capaz), habría que retrasar el nacimiento de Cristo al referido “menos seis” o “menos siete”.

Siguiendo la misma línea de errores, la muerte de Jesús no se produjo en el año 33, sino con toda probabilidad el viernes 7 de abril del año 30. Es una simple cuestión de calendario: la crucifixión se produjo en la parasceve (la preparación de la Pascua), la víspera de la fiesta judía del 14 de Nisán que ese año era doblemente solemne por caer en sábado. Por supuesto que la coincidencia se produjo en otras fechas, pero la arriba citada es altamente probable, por no retrasarse ni alejarse peligrosamente en el tiempo.

Y si en la Navidad celebramos el nacimiento de Jesús, entonces tampoco estamos en Navidad. La fiesta del 25 de diciembre no es otra que la celebración pagana del Sol Invicto (señal de que los días comienzan a alargarse y del triunfo un año más de la luz sobre la oscuridad), debidamente cristianizada. En realidad, Jesús ni siquiera pudo nacer en invierno por la sencilla razón de que por aquél entonces se viajaba en época seca. Y eso era exactamente lo que estaban haciendo José y María. Tampoco suena convincente, desde luego, que los pastores durmiesen al raso (tal y como consta en los Evangelios) con temperaturas por debajo de cero.

Así que despreocupaos del fin del mundo y brindad con champán por el año entrante. Como me gusta decir, que lo mejor de 2009 sea para vosotros lo peor de 2010.



viernes, 18 de diciembre de 2009

"La Favorita" en el Maestranza y tosedores de teatro

“La Favorita” no se cuenta entre mis óperas preferidas, pero este año he decidido darle una oportunidad al belcanto de Donizetti acudiendo a la primera representación que acogió el Teatro de la Maestranza sevillano el pasado 11 de diciembre. La primera y agradable sorpresa de la noche fue la de descubrir que se representaría la versión original francesa, que para muchos de “los que entienden” es preferible a la posterior y más extendida versión italiana. Como sólo conocía esta última, la velada tuvo para mí el aliciente del descubrimiento de algo novedoso en una obra que ya conocía a través del DVD de Kraus y Cossotto.

La puesta en escena de Hugo de Ana me produjo sentimientos encontrados. El escenario se encontraba cubierto por un tul transparente en el que se proyectaban imágenes de construcciones, a guisa de decorado, mientras que sobre la cabeza de los cantantes pendía un enorme crucifijo (símbolo, se supone, del poder de la Iglesia y del importante papel de la religión en el trascurso de la acción) que adoptaba todas las posiciones posibles y que recordaba a la losa del Fidelio y a la piedra Roseta del Giulio Cesare in Egitto de la pasada temporada. Por las críticas que he leído, muchos parecen haberse sentido cansados de las continuas proyecciones, mientras que al menos para mí el problema, más que el supuesto cansancio visual (que yo no experimenté) fue el hecho de que me distrajeran de la música y de lo que sucedía en el escenario. Por lo demás, el montaje me pareció muy acertado: vestuario de época e inteligente dirección escénica. El único “pero” fue el de acompañar absurdamente de palmadas y flamenqueo el ballet del segundo acto.

En lo vocal, Sonia Ganassi cantó una excelente Leonor de Guzmán (ignoro cómo escapará en las últimas funciones, pues se comenta que sufre un fuerte resfriado) acompañada por un tenor netamente belcantista como José Bros. Se ha comentado lo esforzado que pareció al abordar los sobreagudos, pero ¡qué difícil es el papel de Fernando! Al leer ciertas críticas y comentarios me pregunto el por qué de la necesidad de algunos de echar por tierra cuando escriben cuanto se representa en el Maestranza. ¿Será que así se aparenta ser “exquisito”, que se disfruta criticando (mal) o es que simplemente que no se hizo la miel para la boca del asno? Volviendo al rol de Fernando, estoy acostumbrado al timbre más ancho de Kraus, pero lo que le escuché a Bros me satisfizo plenamente y recibió una merecidísima ovación en el Ange si pur (el famoso “Spirto gentil” de la versión italiana). Recuerdo que al escucharle durante la función me pregunté qué tal sería su Almaviva (Il barbiere di Siviglia). Sin duda no desbancará aquí a un genio de la talla de Juan Diego Flórez, pero recuerdo que me picó la curiosidad.


De entre los secundarios, premio para el Baltasar de Carlo Colombara. Poderosa voz de bajo cargada de todos los matices psicológicos por los que pasa su personaje: seguridad en sí mismo, furia, incredulidad, compasión... Más flojo me pareció el Alfonso XI de Vladimir Stoyanov, que sin embargo salió airoso del estreno con una acertadísima interpretación teatral del personaje. Se ha dicho que no se escuchó a Tatiana Davidova en su papel de Inés en todo el teatro. Lo ignoro, porque desde mi butaca de terraza la escuché perfectamente y no percibí el menor problema de volumen. Introdujo con gracia la segunda mitad del acto primero (Rayons dorés).

Muy bien el coro del Maestranza (no sé por qué, esta vez me parecieron mejores las voces femeninas) y sobre todo nuestra Real Orquesta Sinfónica de Sevilla dirigida magistralmente por Roberto Rizzi, sin un ápice de la “lentitud” que he leído en alguna crítica de la que discrepo (otra vez) completamente.

Noche agradabilísima, en suma, que me ha hecho acercarme un poco más a una obra por la que nunca he sentido demasiada predilección.


Al día siguiente asistí al recital pianístico de Ivo Pogorelich. Para mi desgracia, frente a mi asiento en el patio de butacas había sentada una señora extranjera, de pelo cano, muy maquillada y emperifollada y que no hacía más que dar gestitos de éxtasis durante el concierto. La buena señora, sentada con otros dos extranjeros más jóvenes que ella, daba incluso saltitos en su butaca y aplaudía levantando los brazos por encima de la cabeza. Para completar el cuadro, al señor mayor que había a mi lado le sonó el móvil y le dieron dos ataques de tos que solucionó tomándose un caramelo y abriendo muy despacito el envoltorio para que se oyera más. ¿Por qué tose tanto el público del Maestranza? A veces, cuando las toses se acumulan en las pausas entre movimiento y movimiento, uno tiene la sensación de estar en una especie de sanatorio y no en un teatro de ópera. Otras veces es tan exagerado lo de las toses que ha llegado a hacerme hasta gracia.

En cuanto a Pogorelich, de poco sirve que cuente aquí sus excentricidades durante el concierto (sobre todo en el Chopin que ofreció en la primera parte), que culminaron en la rotura de una de las cuerdas, que arregló el propio artista después de repetir una y otra vez la nota desafinada y continuando después como si tal cosa. Un personaje y un genio al piano, pese a todo. Al menos nos ofreció un excelente Ravel en la segunda parte.

Mi próxima parada en el coliseo sevillano será el recital de René Pape. Seguiremos informando...

jueves, 10 de diciembre de 2009

Gente a la que admiro: Ana Frank

Imaginemos no poder salir al exterior y tener que convivir cada día con el miedo. Imaginemos vivir dos años en unas pocas habitaciones sin poder ver el sol ni sentir el aire en el rostro, sin poder mirar siquiera por la ventana y debiendo guardar absoluto silencio durante horas hasta que los trabajadores de la fábrica que hay bajo nuestros pies hayan terminado su jornada laboral. Sin poder usar el baño durante esas horas, sin poder caminar calzados ni siquiera en invierno, sin poder disponer de un médico. Imaginemos, si tal cosa es posible, la claustrofobia, el hambre, la falta de ropa, la soledad, el ambiente tenso y el continuo sobresalto de los ruidos, que durante la noche se asemejan a las pisadas de los verdugos que se acercan.

De entre los libros que más me han impactado se encuentra el célebre Diario de Ana Frank, escrito en forma de cartas a una amiga imaginaria llamada Kitty. Estamos ante una niña cualquiera, con sus virtudes y defectos, y que sin embargo terminó convirtiéndose tras su muerte en el símbolo del sufrimiento del pueblo judío en el Holocausto y la voz de todos aquellos que son marginados por las razones más peregrinas. No se trata de un libro escrito con la riqueza literaria de un Cervantes, como es obvio al tratarse de una autora de entre trece y quince años, pero su infinita capacidad de transmisión lo ha convertido en el libro de no ficción más vendido por debajo de la Biblia. Sentimos la esperanza, la fe y el miedo que sintió Ana cuando escribía, de modo que la joven escondida consiguió su meta de inmortalizarse al introducirse en la mente del lector. Mientras los seres humanos sigamos discriminándonos, será de utilidad el mensaje de Ana como denuncia de lo ocurrido y aviso de lo que no debe ocurrir.

Durante la ocupación alemana de Holanda, Ana compartió sus más de dos años de escondite (del 6 de julio de 1942 al 4 de agosto de 1944) con sus padres Otto y Edith Frank y con su hermana Margot, la modélica hermana guapa e inteligente que en ocasiones desquiciaba a Ana. Con ellos se escondió también un matrimonio amigo formado por Hermann y Auguste van Pels, así como su hijo Peter (con el que Ana viviría algo parecido a un romance que ella misma cortaría) y un dentista llamado Fritz Pfeffer, quien compartiría habitación con Ana. El escondite fue un anexo del piso superior de Prinsengracht, 263, al que se accedía desplazando una estantería giratoria. En ese edificio, cuyo escondite bautizaría Ana como “la Casa de Atrás” (Het Achterhuis), Otto Frank había dirigido una fábrica de mermeladas, que por aquél entonces se llamaba “Gies & Cia.”. Cuatro miembros del personal de oficina fueron los “protectores” de los ocho escondidos, convirtiéndose en su único enlace con el mundo exterior: Victor Kugler, Johannes Kleiman, Bep Voskuijl y Miep Gies, quien aún vive y se ocupó cada día de la complicadísima tarea de la compra y de procurar a los escondidos cuanto fuese necesario. Cuatro personas, por tanto, que arriesgaron sus vidas voluntariamente y que jamás se vieron a sí mismos como héroes, sino como meros cumplidores de un deber moral.

Como escondite, la Casa de atrás es ideal; aunque hay humedad y está toda inclinada, estoy segura de que en todo Ámsterdam y quizá hasta en toda Holanda no hay otro escondite tan confortable como el que hemos instalado aquí. Sábado, 11 de julio de 1942.

El mejor ejemplo de ello creo que son nuestros propios protectores [...]. Ninguno de ellos se ha quejado jamás de la carga que representamos [...]. En lo posible ponen buena cara, nos traen flores y regalos en los días de fiesta o cuando celebramos algún cumpleaños, y están siempre a nuestra disposición. Es algo que nunca debemos olvidar: mientras otros muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con su buen ánimo y el cariño que nos demuestran. Viernes, 28 de enero de 1944.


Uno de los más graves errores cometidos con la figura de Ana Frank ha sido el de idealizarla, presentándola como una especie de ángel adorable (véase, por ejemplo, la película de George Stevens) víctima de la barbarie nazi. Ana no fue una santa, y desde luego tampoco fue ajena a la inestabilidad emocional propia de la adolescencia, que en su caso se tradujo en una actitud insolente con su madre. Privarla de sus errores no deja de ser una bienintencionada manipulación que, paradójicamente, oscurece al personaje al despojarle de parte de su muy humana fragilidad. Ana era una persona posesiva, incapaz de mantener la boca cerrada, que adoraba ser el centro de atención y probablemente una niña algo consentida. Pero lo que la engrandece no es que olvidemos estas carencias personales, sino el que ella misma tomase conciencia de ellas y tratase de superarlas, tal y como se observa en las entradas de 1944. De niña mimada, respondona y cruel con su madre a una persona infinitamente más sabia y reflexiva, hasta el punto de desligar su ahora complejo yo interior de la imagen despreocupada que proyecta. El Diario, libro ideal para jóvenes y adolescentes, muestra el abandono de la niñez y la llegada de una precipitada madurez a consecuencia de las opresivas circunstancias en las que vivió la joven autora. No es una obra que cuente los hechos a posteriori, sino que está escrita a medida en que se producían los acontecimientos, de modo que todo el texto se reviste de una autenticidad “en directo” que emociona y engancha al lector. Deseosa de convertirse en periodista y publicar sus vivencias tras la guerra en un libro que se llamaría “La Casa de Atrás”, Ana nos hace partícipes de sus reflexiones sobre lo divino y lo humano, de su fe en la Humanidad, de su sentido del humor, de sus ideas sobre el amor y el sexo, de su sensacional capacidad para describir personas y situaciones, de su magistral, cómico y despiadado dominio de la ironía y de sus comprensibles momentos de flaqueza:

Nos veo a los ocho y a la Casa de atrás, como si fuéramos un trozo de cielo azul, rodeado de nubes de lluvia negras, muy negras. La isla redonda en la que nos encontramos aún es segura, pero las nubes se van acercando, y el anillo que nos separa del peligro inminente se cierra cada vez más. Ya estamos tan rodeados de peligros y de oscuridad, que la desesperación por buscar una escapatoria nos hace tropezar unos con otros. Miramos todos hacia abajo, donde la gente está peleándose entre sí, miramos todos hacia arriba, donde todo está en calma y es hermoso, y entretanto estamos aislados por esa masa oscura, que nos impide ir hacia abajo o hacia arriba, pero que se halla frente a nosotros como un muro infranqueable, que quiere aplastarnos, pero que aún no lo logra. Noche del lunes, 8 de noviembre de 1943.

El 1 de agosto de 1944 Ana plasmaba en su diario la reflexión de que, aunque alberguemos a la bondad en nuestro interior, es el mundo que hemos creado el que no nos deja ser realmente buenos. Cuando el lector vuelva la página para seguir leyendo la encontrará en blanco y sentirá un nudo en la garganta. Es la última entrada. El círculo oscuro se había cerrado para los ocho escondidos el 4 de agosto. Un denunciante anónimo los había delatado, iniciándose así el largo calvario de los campos de concentración. Miep recogería los papeles de Ana del escondite, salvando así al Diario y a los Cuentos (la mayoría de estos últimos de corte autobiográfico). Como la historia ha quedado interrumpida, el lector buscará el desenlace por sus propios medios... y probablemente lamentará haberlo hecho. De los ocho escondidos, sólo Otto Frank sobrevivió. Después de pasar por Westerbork y Auschwitz, el final de Ana en Bergen-Belsen fue, al menos en mi opinión, infinitamente más agónico y cruel que el de tantas miles de víctimas inocentes que experimentaron la relativa rapidez de una muerte en las cámaras de gas.

Ana nunca pudo escribir su libro, pero su padre cumplió en lo que pudo su voluntad publicando el Diario con el título de “Het Achterhuis” (que con el tiempo se ha visto lamentablemente sustituido por el más simple de “Diario de Ana Frank”) y dedicando su vida a difundirlo. Hay libros que deberían ser gratis, por mucho que les pese a los defensores de sus asesinos, quienes se han esforzado ridículamente en defender la “falsedad” del texto, cuya autenticidad está más que demostrada. Algo huele mal cuando se busca desacreditar un libro que defiende la bondad entre las personas por encima de meros conceptos como los de raza o religión.

El mejor complemento del Diario son los antes referidos Cuentos (mi favorito es “Blurry, el que quiso ver el mundo”, traducido a veces al castellano como “Blurry, el explorador”), de menor interés aunque dotados de algunas reflexiones interesantes. Muy valiosos son los libros de las personas que conocieron a la propia Ana: así encontramos los testimonios de la mismísima Miep Gies (“Mis recuerdos de Ana Frank”, escrito por Alison Leslie Gold) y de sus amigas de colegio Jacqueline van Maarsen (“Me llamo Ana, dijo Ana Frank”) y Hanneli Goslar (“Mi amiga Ana Frank”, escrito por Alison Leslie Gold). A ellos habría que añadir la documentadísima biografía de Carol Ann Lee y (aunque no la he leido) la de Melissa Müller.

A medida que avanzaba la posguerra, la difusión del Diario conseguía convertir a la joven escritora en el símbolo que hoy representa. No es extraña la rápida propagación del texto, pues el autorretrato de Ana es tan completo que es difícil, si no imposible, no encontrar nada en ella con lo que podamos identificarnos. La obra de teatro “El diario de Ana Frank” dio paso a la película de Stevens, que si bien es un clásico no resulta satisfactoria desde el punto de vista de la recreación de los hechos y personajes, a lo que tampoco contribuye Millie Perkins, casi infumable en el papel de Ana. Mucho mejor fue la miniserie “La historia de Ana Frank” de 2001, con una extraordinaria Hannah Taylor Gordon en el papel protagonista y Ben Kingsley como Otto Frank. Uno de los grandes méritos de esta película es el de recrear con considerable rigor histórico lo sucedido en los campos de concentración tras el arresto, lo que obliga al espectador a pasar el trago de ver el deterioro físico de Ana en Bergen-Belsen, donde la vemos desnuda y envuelta en una manta tras desprenderse de sus ropas, llenas de piojos, tal y como ocurrió realmente. Este mismo año ha aparecido la estimable serie de la BBC “The diary of Anne Frank”, aún no distribuída en España y que aporta una extraordinaria reconstrucción del escondite y un valiente retrato de los personajes: Ana no aparece como un ser perfecto, sino como alguien lleno de claroscuros y muchas veces difícil de soportar, mientras que por fin se profundiza en la mente de Margot, a la que por una vez no vemos como poco más que una figurante. Muy de destacar es el acertado retrato de Pfeffer, lejos del imbécil que Ana describió en su diario, donde le llamaba “señor Dussel”, que significa precisamente algo así como “idiota”. Para el próximo año está previsto el rodaje de otra película dirigida por David Mamet que llevará el ya poco original título de “El diario de Ana Frank”. Al margen del cine, a todo ello habría que añadir el justamente oscarizado documental “Anne Frank remembered” de Jon Blair, con interesantísimas entrevistas a quienes conocieron a los Frank y la aportación de datos novedosos.

Algún día tengo que ir a Ámsterdam y entrar en “la Casa de Atrás”. Poco me importa el que se trate tan sólo de unas habitaciones sin el menor atractivo visual. Fue el escenario real de una de las historias que más me han conmovido, hasta el punto de leer el diario cada año. Allí vivió ella, una persona que a fuerza de sincerarse ante el papel, termina siéndonos conocida y querida. Miep lleva razón cuando dice que “una persona vale más que un libro”. Es inevitable el desear que la historia hubiese terminado de otra manera, pese a que ello implicase que el mundo se hubiese perdido el Diario de Ana. Lo que sí tengo claro es que, sin saberlo, Ana cumplió su deseo de escribir algo grande y ser de utilidad a las personas. Hoy vuela libre, sin perseguidores ni escondites que la detengan.

No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas. Quiero ser de utilidad y alegría para los que viven a mi alrededor, aun sin conocerme. ¡Quiero seguir viviendo, aun después de muerta! Y por eso le agradezco tanto a Dios que me haya dado desde que nací la oportunidad de instruirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí. Miércoles, 5 de abril de 1944.





sábado, 5 de diciembre de 2009

El Réquiem de Mozart

Tras su regreso de Praga, Mozart se puso inmediatamente a componer el Réquiem, trabajando con una diligencia excepcional y un vivo interés; pero su enfermedad iba avanzando y le deprimía. Con profundo pesar, su esposa veía cómo la salud de Mozart se iba deteriorando gradualmente. Cuando en un hermoso día de otoño (1) le lleen coche al Prater para que se distrajera y ambos se hallaban sentados a solas, Mozart empezó a hablar de la muerte; afirmó que estaba escribiendo el Réquiem para sí mismo. Al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas, y cuando ella intentó apartarle de aquellos pensamientos lúgubres, él contestó. “No, no, lo siento con demasiada intensidad. No voy a durar mucho más. Estoy seguro de que me han envenenado. No puedo librarme de estos pensamientos” (2).

El 5 de diciembre es día de luto para el arte en general y para la música en particular. Tal día como hoy fallecía Wolfgang Amadeus Mozart en el lejano año de 1791, a la edad de 35 años y en circunstancias que parecen sacadas de un oscuro relato a la manera de Poe o de Lovecraft: el niño prodigio que asombró a Europa, el joven compositor que se rebeló contra el patronazgo del arzobispo de Salzburgo y trabajó como artista libre, el genio maduro cuyas óperas causaron furor en Viena y Praga yacía moribundo en una habitación de un oscuro piso de Rauhensteingasse, obsesionado en la composición de una misa de difuntos. Una misa de réquiem que decía escribir para sí mismo y que quedaría inconclusa a su muerte. Un enigmático personaje vestido de oscuro y cuya identidad se negaba a revelar había hecho el encargo en el mes de julio, prometiendo una fuerte suma a cambio. Ignoramos si la enfermedad final de Mozart (a la que habría que añadir sus habituales depresiones y su carácter fantasioso) alteró también su estabilidad mental, pues se terminó creyendo destinatario de la visita de un ser del más allá que le anticipaba su propia muerte encargándole un Réquiem. “¿No os había dicho que escribo este réquiem para mí?”. “Me han envenenado y han calculado con exactitud el día de mi muerte” (3).

Desde hace años, cada 5 de diciembre cumplo el ritual de escuchar este Réquiem. Y el motivo es doble este año, pues hace apenas unos días que he sabido del fallecimiento de quien hasta ahora era el mayor experto mundial en la música de Haydn y de Mozart: el musicólogo H. C. Robbins Landon. Su 1791, el último año de Mozart fue, si mal no recuerdo, el primer libro que compré con mis ahorrillos cuando era poco más que un niño. Curiosamente, ha venido a morir en el año del doscientos aniversario del fallecimiento de su admirado Joseph Haydn, a cuyo estudio no es exagerado decir que dedicó su vida. Cosas del Destino.

Cuando ya tenía preparado el presente escrito, me veo obligado a incluir el presente párrafo para referir también el repentino fallecimiento de mi abuela, devota del Réquiem mozartiano. Me alegra enormemente haber conseguido embelesarla con Mozart y mostrarle algo bello, puro, inocente, inmaculado. Si Cioran llevaba razón y Mozart escribió “la música oficial del Paraíso”, no cabe duda de que ella hoy seguirá escuchándole. Como a mí, le gustaba el Recordare, una música tierna, melancólica y tan hermosa que “casi duele”. Como decía Landon en relación al Quinteto para clarinete (K.581), “la música sonríe a través de las lágrimas”.

Un año más, como decía, quiero pasearme sobre éste adiós de quien para mí fue el mayor genio de la historia del arte. Una obra cuyo trabajo deprimía al genio enfermo hasta el extremo de que su esposa, Constanze, llegó a prohibirle su composición hasta que su estado anímico mejoró hacia mediados del mes de noviembre, cuando concluyó su Pequeña cantata masónica, K.623. Pero al poco de retomar su trabajo en el Réquiem (K.626), Mozart volvía a caer en la paranoia y la depresión. Lo que no podía saber entonces es que aquél extraño emisario vestido de gris no era un ser del otro mundo que le anticipaba su propia muerte, como creía, sino un lacayo del Conde Walsegg-Stupach, quien había perdido hacía poco a su esposa a la edad de veinte años. Este conde Walsegg disfrutaba interpretando en su castillo música de autores anónimos, y cuando alguien le preguntaba por el autor, se limitaba a lanzar una significativa sonrisa, dando a entender que se trataba de él mismo, y eso cuando no copiaba el trabajo de su propia mano. Así que cuando no se comportaba exactamente como un estafador que se atribuía abiertamente el trabajo de otros, lo hacía como un noble petulante que disfrutaba de confundir a su público haciéndole creer lo que no era. De modo que la aterradora historia del enigmático personaje que encargaba a Mozart una misa de difuntos no era más que el excéntrico capricho de un conde egocéntrico y con un punto quizás de demencia. Algo que el autor de La flauta mágica jamás llegaría a saber y que amargó sin duda sus últimas semanas de vida. Sabemos, por ejemplo, que el día antes de su muerte, varios músicos acompañaban a Mozart y cantaban entre todos (el enfermo incluido) las partes terminadas del Réquiem, cuyas páginas se hallaban esparcidas sobre la cama, hasta que Mozart, llorando y sintiéndose incapaz de continuar, las apartó a un lado. Pocas dudas pueden caber de que este hombre extraordinario merecía un poco más de paz en aquellas horas finales.

Tampoco parece que la muerte de Mozart tuviese nada que ver con el veneno, por mucho que él mismo lo creyera y que el anciano y demente Salieri se acusara a sí mismo muchos años después como responsable de la muerte del genio, dando pie a los rumores y leyendas (nacidos en realidad tras la misma muerte del compositor) de un asesinato por envidia profesional. La historia se plasmaría posteriormente en el Mozart y Salieri de Pushkin y, sobre todo, en el Amadeus de Peter Shaffer, llevado magistralmente al cine por Milos Forman. Una película, dicho sea de paso, carente del menor rigor histórico en cuanto a los hechos que narra y la descripción de los personajes, pero sin duda brillante desde el punto de vista cinematográfico. Sea como fuere, prescindiendo de las hipótesis sensacionalistas e históricamente descabelladas (que van desde la triquinosis al envenenamiento por parte de sus hermanos masones por escribir La flauta mágica, pasando por la hilarante idea de un golpe en la cabeza propinado por un marido celoso) lo cierto es que todos los investigadores serios parecen atribuir la muerte de Mozart a causas naturales, y de forma más concreta, a algún tipo de fiebre reumática.

Cuando hablamos del Réquiem, hablamos de una obra inconclusa, terminada tras la muerte de Wolfgang por su discípulo Franz Xaver Süssmayr y que lleva más de doscientos años sembrando controversia entre músicos e historiadores. ¿Qué escribió realmente Mozart y qué se debe a Süssmayr? Sabiendo que el salzburgués murió mientras escribía la Lacrimosa (la escritura de Mozart se interrumpe en el octavo compás), muchos caen en el gravísimo error de atribuir la autoría de Mozart al cien por cien de cuanto antecede al Lacrimosa y de atribuir a Süssmayr todo lo que sigue (Ofertorio, Sanctus, Benedictus, Agnus Dei y Communio). En realidad, cualquiera que se informe un poco sobre el tema concluirá que la participación de Süssmayr fue mucho menor de lo que muchos, desde la ignorancia, suponen.

Hagamos balance del tiempo del que dispuso Mozart para la composición de su Réquiem. Sabemos que el “misterioso” encargo se produjo probablemente a finales de julio de 1791, fecha en la que Wolfgang se hallaba enfrascado en la finalización de La flauta mágica. Terminada ésta, debió también ponerse manos a la obra con el delicioso Concierto para clarinete para Stadler (K.622) y escribir en tiempo récord La clemenza di Tito (agosto-septiembre) para la coronación en Praga del emperador Leopoldo (el emisario desconocido se presentó por segunda vez ante Mozart justo antes de que este abandonara Viena para dirigirse a Praga). A ello hay que restar además el tiempo invertido en la composición de la antes citada Pequeña cantata masónica. Teniendo en cuenta que el enfermo entró en cama el 20 de noviembre, no debió de disponer de más de un mes para escribir el grueso del Réquiem (4).

El estudio detallado de las partituras autógrafas revela que en ellas no sólo se contienen las caligrafías de Mozart y de Süssmayr, sino también la de otro alumno llamado Joseph Eybler, a quien Constanze entregó la partitura incluso antes que a Süssmayr. Sea como fuere, Eybler no debió sentirse capaz de concluir el Réquiem y lo devolvió a la viuda después de haber colaborado en la instrumentación. Por tanto, Constanze sólo acudió a Süssmayr como medida in extremis para la finalización de la obra. ¿Y qué es lo que escribió Süssmayr? Según el estudio de los distintos tipos de papel empleados en el Réquiem, Mozart compuso el “Introitus” en su totalidad y el "Kyrie" completo, cuya instrumentación terminarían Süssmayr y F. J. Freystädler. Igualmente, escribió la totalidad de la “Sequentia” (Dies irae, Tuba mirum, Rex tremendae, Confutatis y ocho compases de la Lacrimosa) y del “Offertorium” (Domine Jesu y Hostias) en esquema, que incluía la totalidad de las voces e importantes apuntes para la instrumentación. Un trabajo más que destacable si tenemos en cuenta el escaso tiempo del que dispuso Mozart, si bien no tiene nada de particular dada su habitual velocidad a la hora de componer.

Süssmayr se atribuyó a sí mismo la totalidad del “Sanctus”, del “Benedictus” y del “Agnus Dei” (el “Communio” no es más que una repetición de la música del “Introitus” y del “Kyrie”), de los que, en efecto, no hay nada escrito de la mano de Mozart. El problema aquí es doble:

1. Constanze afirmaba que cualquiera con unos mínimos conocimientos de armonía hubiera podido completar el Réquiem, lo que choca con la posibilidad de que Mozart no hubiese escrito nada de esas secciones.

2. Como se ha apuntado hasta la saciedad, no existe en la mediocre producción sacra de Süssmayr nada que sea ni remotamente comparable a la música que él mismo se atribuyó del Réquiem.

Por último, la cuestionable exclusividad que se atribuía Süssmayr sobre el “Sanctus”, “Benedictus” y “Agnus Dei” termina desplomándose con la declaración de Constanze al compositor Maximilian Stadler en 1826, donde afirma que Süssmayr se apropió de papeles escritos por Mozart de los que jamás se volvió a saber. Ello cobró aún más fuerza con el hallazgo en fecha tan tardía como 1963 de un esbozo de fuga escrito por Mozart y no usado por Süssmayr para el “Amen” que cierra la “Lacrimosa”. La evidencia histórica parece atribuirle la razón, por tanto, a Constanze, limitando quizás la actuación de Süssmayr a un simple trabajo “de relleno”. Una labor, por cierto, criticada con frecuencia, hasta el punto de que estudiosos como Beyer, Maunder, Levin, o el mismo Landon se han puesto en el lugar de Süssmayr y han elaborado sus propias instrumentaciones del Réquiem corrigiendo las deficiencias de la versión original.


Pero en realidad poco importa este debate. La sombra de Mozart planea sobre la totalidad de la obra, de modo que estamos en una obra de Mozart y sobre Mozart. El misterio de su autoría encierra mucho de romántico, y revelar el enigma sería romper parte del encanto. Estamos ante una obra maestra que busca servir de puente entre lo arcaico (escúchese, por ejemplo, la fuga del Quam olim Abrahae que cierra el “Domine Jesu” y el “Hostias”) y lo nuevo (nótese la utilización de clarinetes en la instrumentación). Pasada la solemnidad del Introitus nos sumergimos en la angustiosa fuga del Kyrie (cuyo tema está prestado del coro “And with his stripes” del “Mesías” de Handel), así como en el furioso Dies irae. Pero la idea de la muerte comienza a antojarse no como algo perturbador, sino como un adiós temporal que abrazamos con resignación (Tuba mirum, Rex tremendae) hasta llegar a su sublimación absoluta en el Recordare. Se nos muestra aquí el tránsito, de evidente significación masónica, de la oscuridad a la luz. La muerte ha pasado a convertirse aquí, en el sentido masónico del tercer grado, en una idea consoladora y en la “mejor amiga” y “objetivo final” del ser humano:

“Ya que la muerte (considerando las cosas de cerca) es el verdadero objetivo final de nuestra vida, desde hace unos pocos años me he familiarizado tanto con esta verdadera y mejor amiga del hombre, que su imagen no sólo ya no conserva para mí nada de aterrador, ¡sino que tiene mucho de tranquilizador y consolador! Y doy gracias a mi Dios por la felicidad que me ha concedido al proporcionarme la oportunidad (vos me entendéis) de reconocerla como la llave de nuestra verdadera felicidad. No me voy nunca a la cama sin pensar que (por joven que sea) quizá al día siguiente ya no estaré, y no obstante, ninguna de las personas que me conocen podrá decir que en mi trato me muestre malhumorado o triste, y por esta felicidad doy gracias a mi Creador, y la deseo desde el fondo de mi corazón para cada uno de mis semejantes” (5).

¡Qué lejos están de la realidad histórica los que imaginan a Mozart como un cretino incapaz de toda reflexión trascendente a la manera de “Amadeus”! Los símbolos masónicos, esparcidos por buena parte de la obra mozartiana –incluyendo, como es lógico, a la música escrita expresamente para las ceremonias– se encuentran muy presentes en el Réquiem. De este modo encontramos, por ejemplo, la utilización de los corni de basetto, empleados en las tenidas masónicas, y de la tonalidad de mi bemol mayor (el tono de la sabiduría) (6), así como los “triples” acordes del “Benedictus” que recuerdan a la obertura de La flauta mágica y simbolizan la tríada de la iniciación masónica (aprendiz-compañero-maestro) y los tres pilares del templo de la Humanidad: belleza, fuerza y sabiduría.

Iniciación masónica en la logia vienesa “La esperanza coronada” (“Zur gekrönten Hoffnung”). Se ha identificado a Mozart como el primer personaje por la derecha, en actitud de conversar.


Os invito a que os sumerjáis conmigo en esta obra emblemática y misteriosa, ya sea como homenaje al genial autor o como simple llamamiento a uno mismo a la reflexión espiritual y a la contemplación de la belleza.

La grabación que propongo a continuación, filmada en el Palau de la Musica de Cataluña en 1991, es la del director británico Sir John Eliot Gardiner al frente del Monteverdi Choir y de los English Baroque Soloists, con instrumentos de época. Los solistas son Barbara Bonney (soprano), Anne Sofie von Otter (mezzosoprano), Anthony Rolfe Johnson (tenor) y Alastair Milnes (bajo).

Añadido (7-12-2009): Curiosamente el blog ha alcanzado su visita número 626 siendo esta la última entrada publicada. La casualidad no existe.


WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756-1791)

REQUIEM, K.626

Terminado por Franz Xaver Süssmayr (1766-1803)


I. Introitus

- Requiem aeternam

II. Kyrie

III. Sequentia

- Dies irae

- Tuba mirum

- Rex tremendae

- Recordare

- Confutatis

- Lacrimosa

IV. Offertorium

- Domine Jesu

- Hostias

V. Sanctus

VI. Benedictus

VII. Agnus Dei

VIII. Communio

- Lux aeterna


Barbara Bonney, soprano

Anne Sofie von Otter, mezzosoprano

Anthony Rolfe Johnson, tenor

Alastair Milnes, bajo


The Monteverdi Choir

The English Baroque Soloists

John Eliot Gardiner


(1) El 20 ó 21 de octubre.

(2) Nissen, según testimonio de Constanze Mozart.

(3) Íd. y diario de Vincent y Mary Novello, según testimonio de Constanze.

(4) H. C. Robbins Landon: 1791, el último año de Mozart. Ed. Siruela. Madrid, 1995. Pág. 173.

(5) Fragmento de la última carta de Mozart dirigida a su padre moribundo (1787). El “vos me entendéis” es una referencia velada a las ideas masónicas compartidas por padre e hijo.

(6) David Humphreys: Mozart y su realidad (Coord.: H. C. Robbins Landon). Ed. Labor. Barcelona, 1991. Pág. 269.

























martes, 1 de diciembre de 2009

Turandot (Domingo, Marton, Mitchell - Levine)

“¡Pueblo de Pekín! Esta es la ley: Turandot, la Pura, será la esposa de aquel que, siendo de sangre real, resuelva los tres enigmas que ella le propondrá. Pero el que afronte la prueba y resulte vencido ofrecerá al hacha su soberbia cabeza”.

Acto 1: Pekín, en “época legendaria”. Turandot es una princesa china que tiene por costumbre plantear tres acertijos a sus pretendientes y decapitarlos en caso de que no acierten. La multitud, ávida del morbo de la sangre, se reúne frente a palacio para contemplar la ejecución del joven príncipe de Persia. Entre ellos se encuentra un extranjero desconocido por todos llamado Calaf, que tropieza por casualidad con su anciano padre, que camina ayudado de una esclava llamada Liù. El padre, llamado Timur, no es otro que el viejo rey de los tártaros, depuesto del trono y en el exilio.

El pueblo, conmovido por la juventud y aspecto inocente del príncipe persa, pide inútilmente clemencia a Turandot, cuya aparición trastorna a Calaf hasta el punto de disponerse a pasar la prueba de los enigmas y jugarse la vida por ella. Ni los intentos de los Ministros de Turandot (Ping, Pang y Pong), ni las súplicas del padre ni de Liù (quien le revela veladamente su amor por él) le hacen cambiar de opinión.

Acto 2: El acto comienza con una larga escena en la que los Ministros se lamentan de haber dejado atrás sus hogares para convertirse en los “ministros del verdugo”.

Calaf, el príncipe desconocido, es llevado ante el emperador Altoum, quien le brinda la oportunidad in extremis de no someterse a los acertijos y salvar la vida. Calaf insiste y consigue superar la prueba, pero Turandot se niega a cumplir su palabra y entregarse a él. El príncipe opta por una solución intermedia: si Turandot descubre su identidad antes del amanecer se entregará al verdugo como si no hubiese pasado la prueba de los enigmas, pero en caso contrario ella se convertirá en su esposa.

Acto 3: Turandot está que se sube por las paredes y ha prohibido dormir en Pekín esa noche. Bajo pena de muerte, el nombre del desconocido debe serle revelado antes del amanecer. Temiendo que la cruel princesa pueda hacer una carnicería con su propio pueblo, los Ministros ofrecen a Calaf tesoros, mujeres y la posibilidad de huir, pero el príncipe se niega.

La guardia de Turandot arresta al anciano Timur y a Liù, los únicos que fueron vistos conversando con el extranjero el día anterior. Liù, para proteger a su anciano señor, dice conocer ella sola el nombre del extranjero, y acto seguido se suicida ante la consternada Turandot. La muerte de la esclava la trastorna y termina cediendo al amor de Calaf, que en un gesto de entrega absoluta y algo suicida, le revela su nombre (“soy Calaf, hijo de Timur”). Amanece y Turandot comparece ante su padre el emperador diciendo que conoce la identidad del extranjero y que su nombre es “Amor”.

Turandot es la cima del exotismo operístico de Giacomo Puccini (de quien ya hablamos en relación a Tosca), cuyos notables antecedentes son el Nagasaki de Madama Butterfly y el lejano oeste de La fanciulla del West. Genio de la ambientación, nos ofrece aquí una partitura espectacular de principio a fin, con una música enigmática y solemne de acuerdo a la trama de intriga plasmada en el libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni, cuya traducción castellana enlazo aquí. Una ópera “de acción” ideal para abrir boca en el género y que en el caso del DVD que comento se deja ver como si de una película se tratase.

No quiero perderme en otros temas pasando por alto lo ingenioso del libreto, pese a lo irreal del desenlace, al que me referiré más adelante. Estamos en una China imaginaria, ambientada en ningún período histórico concreto (como el Egipto de La flauta mágica), gobernada por una enigmática princesa cuya principal característica es la crueldad. El ambiente extraño, oscuro, casi fantasmal por momentos del primer acto se incrementa con la inteligente música de Puccini, que llega incluso a emplear varios temas originales de la música china tradicional. Ejemplos de cómo la música de Puccini refuerza e intensifica las palabras del libreto dotándolas de una atmósfera especial los hay a montones. Escúchese, por ejemplo, el coro de voces de las almas de los príncipes muertos por Turandot (“Fa ch'ella parli! Fa che l'udiamo!” – “¡Haz que hable ! ¡Haz que la oigamos!”), quienes aun desde la tumba ansían contemplar a la princesa en el primer acto. La lúgubre melodía de la ejecución del príncipe persa (“O giovinotto! Grazia, grazia!” – “Oh, ¡qué joven! ¡Gracia! ¡Gracia”) sirve también como tema del enamoramiento de Calaf (“O divina bellezza”), como dejando claro que el amor a la princesa viene acompañado de la perdición personal y la muerte. Musicalmente, la princesa es el único personaje con un leitmotiv propio, que se escucha repetidamente en todas sus apariciones. El tema del celebrado Nessun dorma ("Que nadie duerma") es usado en el segundo acto (“Il mio nome non sai” – “No conoces mi nombre”) así como en el coro final. Este encaje perfecto entre música y texto no debe extrañar a nadie, pues es sabido del papel activo que asumía Puccini en la redacción de los libretos de sus óperas (especialmente con los textos de Illica y Giacosa), haciendo imponer sus exigencias a los libretistas.

En el mundillo operístico, todo el mundo sabe que el maestro de Lucca murió en 1924 a consecuencia de un cáncer de garganta dejando esta ópera inconclusa a partir de la muerte de Liù en el tercer acto. Sería Franco Alfano el encargado de componer el largo dúo de Turandot y Calaf (“Principessa di morte”) y el coro final, que como decíamos antes, emplea el tema del Nessun dorma por voluntad de Puccini. Sea como fuere, la dignísima labor de Alfano no se ha visto libre de críticas, hasta el punto de que Luciano Berio estrenó una nueva versión del final en el año 2002. Y no puedo dejar de mencionar aquí la famosa anécdota de Arturo Toscanini dirigiendo el estreno y bajando el telón tras la muerte de Liù. Acto seguido se giró al público y dijo “hasta aquí escribió el maestro”, dando por terminada la función. Al día siguiente, Turandot se representaría completa por primera vez.


De las distintas filmaciones que circulan de esta ópera, la más celebrada es probablemente la que ocupa esta entrada: la célebre película de 1989 registrada en el Metropolitan de Nueva York con Plácido Domingo y Eva Marton en los papeles de Calaf y Turandot, respectivamente. La bellísima escenografía de Franco Zeffirelli es exactamente lo que se puede esperar del director italiano: ambientación clásica y decorados de lujo, con la intervención en el escenario de un considerable número de extras que no pintan nada pero que la hacen más espectacular. El problema es que la megalomanía de Zeffirelli choca con demasiada frecuencia con la necesidad del oyente de concentrarse en la música y no en el apartado meramente visual, aunque ello no es problema en esta ocasión. Turandot es una ópera que por alguna razón se presta al “exceso” escénico y a cuanto sea espectacular.

Calaf es un personaje de curiosa psicología. En principio se nos presenta como un héroe, aunque bien pensado su comportamiento es extraño y no exactamente admirable. Nada más pisar el escenario le vemos como un joven embargado de emoción por el reencuentro con su padre, a quien besa las manos que llama “santas”. Este joven también implora el perdón para el príncipe de Persia y desea poder maldecir a la cruel Turandot. Pero la simple contemplación de esta es suficiente para enamorarle, lo que le aleja de un retrato realista y le acerca al mundo de los cuentos. Se juega la vida imprudentemente al tiempo que expone a su padre y a Liù a morir sin el consuelo de su compañía y, superados los enigmas, comete la majadería de volver a poner su vida en peligro con el juegecito de su nombre. ¿No sería más sensato olvidarse de la psicópata de Turandot e irse con Liù?

Pero es la tercera imprudencia del príncipe la que no tiene perdón de Dios. Por tercera vez pone su vida en manos de Turandot, la “princesa de hielo”, revelándole su nombre antes del alba, por lo que Liù muere para nada. Al final el juego termina funcionándole y tiene lo que quiere, que es también lo que se merece: a Turandot.

En la entrada dedicada a Tosca ya exponía algunas de mis impresiones sobre Plácido Domingo, que podemos transpolar sin problemas al presente escrito. Utilizando una terminología propia de Emilio, nuestro famoso tenor sería “el Raúl de la ópera”. No existe un papel en el que sea imprescindible escucharle, pero siempre está ahí y es difícil, cuando no imposible, el no acabar tropezando con él. Un hombre que ha cantado de todo y que a sus años aún sigue al pie del cañón. Se merece mis respetos.

Dicho lo dicho, debo señalar que, al menos en mi humildísima opinión, Domingo no es Calaf, por mucho que llegase a grabarlo con Karajan. En el presente DVD aparenta comodidad en el escenario, se le ve relajado y hasta parece que disfruta, pero vocalmente el papel queda algo por encima de sus posibilidades. Sus agudos son tirantes (el problema habitual de Domingo), muy forzados, y casi duele verle al final del Nessun dorma. Al final lo que tenía que pasar termina pasando y emite lo que en toda regla puede llamarse un gallo en “Gli enigmi sono tre, la morte una! - Gli enigmi sono tre, una è la vita!” (“Los enigmas son tres, la muerte una” – “Los enigmas son tres, una es la vida”). Como Placidín es un profesional como la copa de un pino lo disimula y es fácil que pase desapercibido, pero ahí está.

Mis príncipes de referencia, de los que adjunto un par de vídeos, son Franco Corelli y Luciano Pavarotti ex aequo. El primero por el tono heroico que supo dar al personaje, y el otro por el bellísimo color de su voz y la aparente “simplicidad” de su canto.






Más lograda es la espléndida Turandot de Eva Marton. Una Turandot que ya da miedo nada más empezar su “In questa reggia” (“En esta corte”). Es una princesa ajena a la realidad, que vive en su burbuja (ella no es “cosa humana” y el simple contacto físico supone una profanación) y a la que nada le importa que decenas de personas hayan perdido literalmente la cabeza por ella. Si no fuera por su repentino e incomprensible cambio de actitud al final de la obra, su personaje sería simplemente el de una psicópata y sería una “mala” de antología en la historia de la ópera. Pero no. Turandot deja de ser la princesa sanguinaria que era por un simple beso de Calaf (una razón tan peregrina para justificar un cambio de actitud como la del enamoramiento de éste último) y después de verter sus primeras lágrimas se entrega al extranjero sin que parezca pesarle en conciencia el baño de sangre en que ha convertido su existencia hasta el momento. De modo que por un beso y la visión de una muerte (otra más, y además la de una simple esclava), la mujer que estaba dispuesta a arrasar su propia ciudad pasa a cambiar de actitud.

Extraordinaria la voz de Marton en esta película, squillante en los agudos, lanzados como cuchillos. Supera con creces la dura prueba del “In questa reggia”, dificilísima de cantar, si bien se la ve algo más apurada en el registro grave. Su escaso atractivo físico produce un efecto curioso. Se supone que Turandot ha de ser muy bella, pero el aire severo y las más de las veces furioso de Marton refleja físicamente lo que debe ser el frío interior del personaje. La cara como espejo del alma.

Como referencia clara en el papel de Turandot, aquí os dejo a Birgit Nilsson y a la stupenda Joan Sutherland, pese a que esta última jamás llegase a interpretar el personaje en escena.





Liù es el gran personaje trágico de la ópera (hay quien afirma que es ella y no Turandot la verdadera heroína) y el único que no se comporta como un demente. Con ella es con la que mejor sintoniza el público, a quien le cuesta empatizar con Turandot por estar como la jaca de la Algaba y con Calaf por comportarse irracionalmente y dárselas de héroe. Fue idea del propio Puccini el que muriese ante Turandot para favorecer el cambio de mentalidad de la princesa, pues inicialmente los libretistas no tenían pensado un final trágico para ella. Pero hacía falta algo que hiciese cambiar de actitud a la princesa y ese “algo” fue la muerte de Liù. Aunque la solución ayuda a explicar el cambio mental de Turandot, éste sigue pareciendo extraño y forzado, como si se buscase un happy end aun a costa de traicionar el espíritu mismo del personaje.

En el papel tenemos a una entregada Leona Mitchell, soprano de gran popularidad al otro lado del charco por aquellos entonces. No se le puede objetar nada a su canto ni a su cálida voz en sus dos momentos clave: el “Signore, ascolta” (“Señor, escucha”) del primer acto y su largo monólogo y suicidio en el tercer acto.

Mis “Liùs” preferidas son Montserrat Caballé y Mirella Freni:







El reparto se cierra con un solvente equipo de secundarios encabezados por el Timur de Paul Plishka (correcto aunque lejos de la perfección de Nicolai Ghiaurov). Graciosos los tres Ministros, personajes divertidos que rebajan el ambiente tenso de la ópera. Lo que no termino de entender es que Zeffirelli los presente algo así como bailarines en palacio. Una cosa es que sean simpáticos y otra muy distinta el que los ministros de Turandot se comporten como saltimbanquis.

En cuanto a la dirección musical de James Levine, al frente de la orquesta del Metropolitan, he de decir que este DVD es de lo mejorcito que le he visto al director americano, por quien no siento demasiada simpatía.

Animo a quien quiera interesarse en esta ópera a probar suerte con este DVD, que contiene una preciosa función con un reparto en el que Domingo hace lo que puede y el resto está entre lo bueno y lo muy bueno, con la barroquísima puesta en escena de Zeffirelli. ¿Mejorable? Naturalmente. ¿Espectacular? No quepa ninguna duda.

PS: Sé que últimamente escribo demasiado de ópera y sé que no es un tema que levante pasiones entre los lectores. A partir de la semana que viene intentaré contenerme un poco. Que lo consiga es otra cosa...














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