¿Cómo podemos recibir en Sevilla a un bajo de la talla de René Pape con numerosas localidades sin vender? No es que el Maestranza estuviera vacío ayer, pero bastaba una simple ojeada para observar muchas más butacas vacías de las que en principio cabría esperar ante la visita de un artista de la categoría de Pape. Por supuesto, me gustaría pensar que la culpa la tiene la crisis, pero la realidad es que por poco más de quince euros era posible conseguir una entrada en Paraíso.
Al margen de esta primera y amarga impresión, que nada tiene que ver con el amigo Pape, lo que pudimos escuchar ayer los asistentes fue una admirable lección de canto en todos sus sentidos. Pape hizo gala durante todo el recital de una voz poderosa, consistente en la totalidad del registro y de gran naturalidad, sin una pizca de engolamiento. Tras un estupendo Schwanengesang (“El canto del ciste”) schubertiano, Pape rindió un justísimo homenaje a Hugo Wolf en su centenario con sus “Canciones sobre poemas de Miguel Ángel”, que según se lee en el programa de mano fue lo último que escribió Wolf antes de perder la cabeza. No sintonizo demasiado con esta música, pero justo es reconocer que Pape supo imprimir sobresalientemente la inquietante tensión, administrada en su justa medida, de los tres lieder. De vuelta con Franz Schubert, Pape ofreció una cálida interpretación de la famosa An die Musik (“A la música”), seguida por una vigorosa Lachen und Weinen (“Reir y llorar”).
El público del Maestranza se esforzó, como siempre, en tomar parte activa en el recital y hacerlo participativo, convirtiéndolo en un conjunto de canciones con coro... de toses. Lo peor fue en la primera parte, aunque en la segunda, dedicada a Robert Schumann (también de aniversario en 2010) se produjo el desagradable incidente de que las toses arruinaran el comienzo de Ich hab’im Traum geweinet (“He llorado en sueños”), precedido por un Am leuchtenden Sommermorgen (“En una luminosa mañana de verano”) cantada con exquisita media voz. En cuanto al acompañamiento al piano de Camillo Radicke me pareció o bien algo gris o bien que Pape se lo merendó.
PS: A Pape le quedaba ancho el pantalón.
Añadido: "Un bajo de la talla de René Pape...". Suena gracioso, lo sé, pero lo escribí sin maldad. Además el señor Pape no tiene problemas de estatura.
Hace apenas unos días que hablaba de ella y del valor que demostró protegiendo a los ocho escondidos de "La Casa de Atrás". Miep Gies, la protectora de Ana Frank y la persona que salvó el Diario, se nos ha ido a la avanzada edad de 100 años. Y han sido una caída reciente y una lesión en el cuello las que se la han llevado, porque a su edad se encontraba como una rosa y con el suficiente ánimo y lucidez como para responder por escrito a la legión de admiradores que se dirigían a ella.
Se negaba a ser considerada una heroína. Junto con su esposo, Jan Gies (afiliado a la Resistencia holandesa), ayudó a los ocho escondidos cumpliendo sólo -según ella- un deber moral que cualquiera hubiera realizado. Lo que no es tan sabido es que durante buena parte de la guerra también refugió a otro joven perseguido en su propia casa, con lo que quedaba al frente de la descomunal tarea del cuidado y la atención de nueve personas. Tampoco es demasiado conocido el hecho de que arriesgase su propia vida hasta el extremo de entrar en el cuartel general de la Gestapo el día despúes de las detenciones para intentar sobornar (en vano) al oficial encargado de ellas. Hoy más que nunca animo a quien lea esta entrada a buscar el libro "Mis recuerdos de Ana Frank", en el que Alison Leslie Gold recoge minuciosamente sus vivencias durante la guerra. Hoy está descatalogado, mientras que las librerías están bien surtidas de libros que bien podrían calificarse de "porquería". Sea como fuere, aún cabe la posibilidad de adquirirlo de segunda mano, como hice yo en su día.
Ana Frank y su padre el día de la boda de Miep.
Con Miep se nos va la última protagonista de una historia que ha conmovido a millones de lectores y que, en el fondo, no es sino un drama más (uno de tantos) de la barbarie nazi. Si en el mundo predominasen el humanitarismo y la fraternidad el comportamiento de Miep no hubiera sido digno de elogio (como ella pretendía). Por desgracia no lo es y el caso de Miep es llamativo. Ahora que no está para quejarse, supongo que poco importa el decir que sí: que Miep Gies fue una valiente y una heroína.
GRACIAS, Miep, por salvar el mensaje de Ana y transmitirlo al mundo. Ejemplos como el tuyo son los que de verdad hacen que valga la pena levantarse cada mañana. Saluda a Ana de mi parte.
Con la idea de preparar lo que aún depara la temporada de ópera del Maestranza, hoy comentaré una famosa filmación de La Traviata, con música de Giuseppe Verdi -como todo el mundo sabe- y libreto de Francesco Maria Piave, basado en “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas hijo. Aquí un resumen:
Violetta Valéry es una cortesana (una putilla, con perdón) del París de mediados del siglo XIX que vive en un ambiente de alcohol, drogas y sexo desenfrenado en el cual se siente perfectamente integrada. Un buen día, durante una de sus orgías (venga, es sólo una fiesta) conoce a un tonto llamado Alfredo Germont, que se enamora de ella. Violetta queda sumida en profundas cavilaciones: ¿siento la cabeza y me voy con el tonto o continúo pasándomelo de lo lindo?
En el acto segundo vemos que Violetta se ha inclinado por la primera opción. Está muy reformadita y vive con su Alfredo en una casa de campo... hasta que un buen día se presenta el papá de Alfredo diciendo que no le gusta que su hijo viva con semejante pelandrusca. Además, el citado señor Germont tiene otra hija que no podrá casarse salvo que Alfredo vuelva con su familia. La pareja rompe y Alfredito sigue a Violetta hasta la fiesta de su amiga Flora, donde la ofende públicamente al arrojarle encima un puñado de billetes. El barón Douphol, protector de Violetta, le reta a un duelo.
Violetta está tísica perdida en el acto tercero. Alfredo, después de pegarle un tiro al barón (que se recupera), corre a visitarla seguido por el tonto de su papá. Ambos se presentan arrepentidísimos de haber sido dominados por los prejuicios y de haberse comportado cruelmente con ella. Violetta casca.
La historia se nos puede antojar simple y previsiblemente lacrimógena, como si se tratara de un culebrón cutre, pero lo que ocurre en realidad es que hemos perdido perspectiva. Hoy nadie muere en el primer mundo de tuberculosis, por lo que corremos el riesgo de ver lo que ocurre en escena como algo lejano. En 1853, lógicamente, era otra cosa y lo que ocurría frente al espectador le sobrecogía del mismo modo que nos ocurriría hoy a nosotros si el tema versase sobre el sida o las drogas. Algo parecido le oí comentar a Luciano Pavarotti en una entrevista en relación con La Bohème, cuyo argumento es en cierto modo similar. La historia, por tanto, no ha dejado de ser actual, aunque las formas hayan cambiado.
Con sus dos nominaciones a los Oscar, la película que dirigió Franco Zeffirelli en 1982 es quizás la filmación más famosa que se haya realizado de una ópera. Hoy es un clásico, aunque la fama y la calidad son desde luego factores independientes. ¿A qué debe su fama esta Traviata? Probablemente al espectáculo visual que viene unido siempre al nombre del director italiano. El problema es que Zeffirelli tiende a abusar injustificadamente de los extras y a llenarlo todo de objetos y cachivaches que hacen de sus montajes (y de sus películas de óperas) algo aparatoso, recargado, casi asfixiante. El resultado es que uno termina agobiado por el horror vacui zeffirelliano, consistente en que no puede quedar ni un centímetro libre de chismes en el escenario, y no puede concentrarse en la música. Se agradecen, desde luego, los montajes espectaculares, pero cuando perdemos el sentido de la medida corremos el riesgo de traicionar a la música. Y eso es exactamente lo que va a ocurrir cuando el director de escena se excede de su cometido y toquetea la partitura para que se adapte a su visión escénica. En su película de Otello, Zeffirelli mutila sin piedad la partitura verdiana, y en nuestra Traviata comete el error contrario: se saca de la manga una escena completa al comienzo del segundo acto en la que vemos la llegada de Violetta a su nueva casa utilizando para ello la música de la fiesta del acto primero. ¿Tan difícil es que el director escénico se ocupe de lo que ocurre sobre el escenario y que las cuestiones musicales corran a cargo del señor que lleva la batuta (en nuestro caso James Levine)?
Por supuesto que es una Traviata visualmente espectacular (con el ballet del Bolshoi en la famosa escena de las gitanas y los toreros de la fiesta de Flora) y muy bien filmada, pero sin duda excesiva y recargada. Toda la fiesta de Violetta (primer acto) me parece visualmente de lo más agobiante. La escena del brindis parece un juego de “a ver cuántas decenas de personas cabemos en esta habitación”. ¡Más madera! Y que conste también que no soy absolutamente anti-Zeffirelli: nadie negará que sus montajes son muy bellos, y en sus filmaciones hace alarde de recursos cinematográficos muy inteligentes, habituales en el cine pero no en la ópera. Por ejemplo, en esta Traviata tenemos el uso abundante de flashbacks (los dos primeros actos se presentan como recuerdos de Violetta enferma) y de palabras “pensadas” (algo que ya había hecho antes Ponnelle), pues vemos que la protagonista no abre los labios durante su “E strano!” (“Es extraño”) transmitiendo así la sensación del pensamiento. Desde luego, me quedo con cualquier montaje suyo de La Traviata antes que con otros como el perpetrado en el festival de Salzburgo de 2005 con Netrebko y Villazón y difundido también en DVD. Dentro de la faceta de Zeffirelli como director de cine, debo decir que me encanta su “Jesús de Nazaret”.
Violetta Valéry es un personaje de curiosa evolución: de mujer entregada a los placeres (en La dama de las camelias Alejandro Dumas la presenta como prostituta, si bien la palabra maldita no sale en toda la ópera) a amante dispuesta a vender cuanto tiene por pagar los gastos de su vida con Alfredo, y de ahí a mujer abandonada y moribunda. La evolución del personaje es algo que no vemos, aunque intuimos: en el acto primero tenemos a la Violetta despreocupada y superficial, en el segundo pasamos de repente a ver a la amante entregada, y en el tercero su salud se ha degradado por la enfermedad y podemos intuir el desenlace. Violetta es distinta en cada acto, reuniendo según se dice a tres sopranos en una: ligera (primer acto), lírica (segundo) y finalmente dramática (tercero). Por cierto que en cuanto a la reputación de la protagonista en el primer acto hay que mencionar que en contra de la voluntad del compositor, en el estreno de la ópera en La Fenice veneciana y hasta entrado el siglo XX, la historia no se ambientaba en la época “actual” de su estreno (década de 1850), sino en el siglo XVIII, más abierto sexualmente y menos “escandaloso” por tanto para la mojigata moral victoriana. De todas formas, Verdi, siempre pragmático, se refería a Violetta como “la puta”.
Teresa Stratas es el gran “pero” de esta película. El problema es que en La Traviata, todo el peso de la acción recae sobre el personaje de Violetta, por lo que una Traviata sin Violetta ni es Traviata ni es nada. No soy ningún entendido en materia de técnica vocal, sino un simple aficionado, pero parece evidente que Stratas muestra problemas en la colocación de la voz, que suena a veces descolorida, inconsistente y apagada a medida que desciende (“Morir sì giovine, io che ho penato tanto!” – “¡Morir tan joven, yo que he sufrido tanto!”). En las coloraturas es chillona hasta lo desagradable y su poco control del fiato deja una sensación de ahogo casi permanente. Desde luego, no pasa la prueba del Sempre libera, donde además del horror vocal (está “ahogaíta” perdida), tenemos que verla correteando por la casa como si la persiguiera el coco, mientras se le aparece en los espejos el espectro de Plácido Domingo con melena rubia, lo que puede resultar muy cómico o muy patético según se mire. Lo más salvable de su interpretación es el segundo acto. Por cierto, ¡cuánto daño ha hecho ese anuncio de coches que han emitido durante meses! Cada vez que llego al Sempre libera termino viendo en mi imaginación a vehículos saltando.
De la versatilidad de Plácido Domingo ya hablaba en las entradas dedicadas a Tosca y a Turandot. Este hombre ha cantado de todo, si bien es cierto que cuesta encontrar un papel en el que sea la referencia absoluta. Otello y Don José (Carmen) son quizá sus mejores logros. En el ámbito verdiano, además del celoso moro, Radamés (Aida) ha sido su principal caballo de batalla, si bien se encuentra muy lejos de ser la referencia absoluta en ese papel. Aquí le tenemos en el rol, algo gris, de Alfredo: ofender a Violetta dice poco de su inteligencia y de su hombría (¡que se las apañe el novio de su hermana como quiera!). El personaje parece el simple comparsa de Violetta, un niño de papá con cerebro de mosquito y que en escena no tiene el menor peso dramático comparado con ella. ¿Exagero? Es posible, pero Alfredo, por mucho que se arrepienta al final, no me despierta muchas simpatías. Nuestro Domingo no tiene aquí el nivel del también nuestro Alfredo Kraus (a fin de cuentas, y perdón por el chiste fácil, “Alfredo es Alfredo”), pero aguanta el papel sin complicaciones. Y si las tuviera, nadie lo notaría al lado de la Stratas.
Giorgio Germont (padre de Alfredo) sufre dos desengaños a lo largo de la ópera: el primero se lo da Violetta misma durante su conversación del acto segundo. Con malos modales, él la acusa de ser la responsable de que su hijo despilfarre su fortuna, pero no tiene más remedio que abandonar su tono agresivo cuando la ex-cortesana le demuestra que, más bien al contrario, es ella la que carga con los gastos. Sin argumentos, Germont abre otra vía de ataque utilizando el inconsistente argumento de su hija y afirmando sin pestañear que su relación con Alfredo está condenada al fracaso al no haber sido bendecida por la Iglesia. Es obvio que cuando se le acaba un argumento toma otro, y la razón es algo tan simple como que en el fondo, por debajo de su tono ahora educado, Giorgio Germont desprecia a Violetta. Su arrepentimiento llegará más tarde, cuando la vea moribunda en el tercer acto (“Finchè avrà il ciglio lacrime io piangerò per te” – “Mientras tenga lágrimas lloraré por ti”).
El segundo desengaño afecta a su propio hijo. Germont observa su deplorable conducta en el baile de Flora (hay que pensar que a escondidas, pues Alfredo afirma haber venido solo), y le dice no reconocer en él a su hijo. Duras palabras, desde luego, aunque sin duda el muchacho contribuyó a ganárselas. Si la “maldad” de Alfredo radica en la estupidez y la impulsividad, la de su padre son los prejuicios. Giorgio Germont no es exactamente un “malo malísimo”, pero sí un hombre que impone egoístamente lo que considera correcto sin calcular las consecuencias, lo que termina amargando la vida de Violetta y la de su propio hijo. Se arrepiente, sí, y eso le humaniza, aunque no le exculpa. En el presente DVD, el papel corre a cargo de Cornell MacNeil, extraordinario barítono verdiano (un excelente Rigoletto) por el que siento gran cariño. Fue mi primer Scarpia (un Scarpia más mucho más musical que el de Gobbi, aunque menos violento). En 1982 se encontraba en el ocaso de su carrera y su voz no era la de antaño, pero consigue componer un excelente Germont, por cierto muy bien actuado. Es de lejos el mejor de los tres personajes principales. Durante su larga conversación con Violetta en el acto segundo –conversación en la que termina por convencerla de que abandone a Alfredo– le da palabras de consuelo al tiempo que mantiene su cara de fiscal, como dejando ver que por mucho que se conmueva por el dolor de Violetta, tiene muy claro que no quiere a esa mujer para su hijo. Pero lo mejor –al menos para mí– es el bellísimo “Di Provenza il mar” que se marca, cantado con cálida voz y exquisita delicadeza. No puedo ser imparcial con este hombre.
La dirección corre a cargo, como decía antes, de James Levine al frente de la orquesta del Metropolitan. La época dorada de Levine fueron sin duda los ochenta, cuando se le nombró director artístico del teatro neoyorkino. Dirige con brío y busca ser efectista, impresionar, aunque sus lecturas carecen en realidad de especial personalidad. En el caso que nos ocupa, firma una correctísima Traviata de tempos ágiles, que si bien no es memorable –cuestión desde luego difícil en una obra tantas veces grabada– sí ofrece al menos un sonido intimista cuando se requiere y gusto por el detalle.
Y vuelvo a la pregunta inicial: ¿merece su fama de “la mejor ópera filmada”? Por increíble que parezca, no existe en DVD ninguna Traviata indispensable (en CD, lógicamente, es otra cosa). En cualquier caso, creo que el aspecto puramente visual pesa más que el musical en quienes piensan así. Stratas es un miscast evidente y ello convierte a esta filmación en la gran Traviata que pudo ser y no fue. No puede ser “la mejor” cuando flaquea en lo más importante, que es en la música. Si apagamos el televisor y la escuchamos como si de un CD se tratase, descubriremos con más evidencia que, Zeffirelli aparte, Stratas no da la talla. Nada que hacer al lado de los registros de Callas, Scotto, Sutherland, Caballé... Yo la recomiendo como una película muy cuidada en su dirección, con la extraordinaria música de Verdi. Por sus innegables cualidades visuales, puede servir como “anzuelo” para empezar en la ópera, pues se deja ver con gusto, pero no es la Traviata referencial que muchos quieren ver.
Personalmente, tengo pendientes de ver los deuvedés de Moffo, Gheorghiu, Ciofi y Gruberova. También me tienta la película de la Freni, pese a que los fragmentos que he visto en el yutú evidencian que el montaje no ha envejecido bien (quizá sea esa la razón por la que no ha sido editada en DVD). Pero doña Mirella es mi debilidad...
Un pequeño apunte histórico como nota final. La historia es real y autobiográfica. Alejandro Dumas tuvo relaciones con una cortesana muerta a los veintitrés años precisamente de tuberculosis. Además de con el compositor Franz Liszt y con varios otros, esta joven mantuvo una escandalosa relación con un aristócrata llamado Agénor Gramont, cuyo apellido se asemeja desde luego a “Germont”. Así que para los que no lo sepan, nuestra “descarriada” existió y se llamaba Marie Dupplesis.
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