martes, 29 de noviembre de 2011

Contención drámatica


La pianista Maria João Pires tiene sesenta y siete años muy bien llevados tanto en su aspecto exterior como en el plano profesional. Aunque la de ayer no fue precisamente su primera visita a Sevilla, yo no había tenido la oportunidad de verla actuar en vivo, por lo que dirigí mis pasos al Teatro de la Maestranza con la plena convicción de que no iba a salir defraudado. Y lo cierto es que todo fue más o menos como se suponía que había de ser. Pires, que traía su propio piano para el recital –un estupendo Yamaha CFIII– venía acompañada en esta oportunidad por el violonchelista brasileño Antonio Meneses, de brillante trayectoria. Sin embargo, yo estaba allí fundamentalmente para escucharla a ella, de modo que no me sorprendió mucho la sensación constante de que la pianista le daba muchas vueltas al chelista. Quizá fuese que yo venía más predispuesto a favor de Pires que de Meneses, pero a servidor le parecía que el papel de este último parecía limitarse en demasiadas ocasiones a servir de mero acompañamiento –muy bello, sí– a la verdadera protagonista de la noche, que era Pires. Así quedó patente en los dos Impromptus schubertianos ofrecidos con absoluta maestría y control técnico. El programa, en cambio, no reservaba a Meneses ninguna pieza individual.

Ambos abrieron el recital con una versión quizá incluso demasiado contenida de la espléndida sonata para violonchelo y piano nº3, op.69 de Beethoven, marcando las mismas pautas que se observarían durante las siguientes obras (la sonata para arpeggione –aquí, obviamente, violonchelo– y piano, D.821 de Schubert y la nº1, op.38 de Brahms): interpretaciones dotadas de un dramatismo bastante reposado en las que brilló Pires con su perfección técnica y en las que mejoró Meneses, ganando progresivamente en técnica y expresión. De propina para el público, una obra moderna brasileña (no recuerdo el autor), que se me antojó hermosa, aunque encajaba más bien poco con el carácter “bachiano” de la sonata de Brahms.

En cuanto al aforo, el teatro ofrecía un aspecto casi lleno, aunque esa misma mañana comprobé, por simple curiosidad, que aún quedaban bastantes localidades por vender. A todo esto, el público no se enteró en toda la noche de que no hay que aplaudir entre movimiento y movimiento. Lo de las toses en las pausas ya es un capítulo aparte. Al margen de los ruidos producidos por objetos al caer al suelo, algunas toses llegaron a ser tan exageradísimas que arrancaron no solamente protestas, sino también algunas risas.

Pero hoy no es día de quejas, precisamente después de haber leído que ahora también la Diputación Provincial de Sevilla ha decidido reducir –en un 40%– su aportación al Maestranza. Entre todos lo mataron y él solito se murió.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Lucia di Lammermoor (Sutherland, Kraus, Elvira - Bonynge)

Después de mi aproximación de la semana pasada al universo wagneriano de la mano de La Valquiria, lo cierto es que me apetecía una buena dosis de belcanto italiano, y por eso he pensado dedicar mi crónica mensual de deuvedés operísticos a Lucia di Lammermoor, ópera sobre la que aún no había escrito en el presente blog y que podrá verse también en el Teatro de la Maestranza de Sevilla en cuestión de pocos meses. Como siempre, comenzaré con un breve resumen del libreto:

Acto 1: Escocia, finales del siglo XVII. Lord Enrico Ashton pretende estabilizar su comprometida posición política obligando a su hermana Lucia a contraer un matrimonio de conveniencia con Lord Arturo Bucklaw. Sin embargo, Enrico se desespera ante la negativa de Lucia al enlace. Cuando el jefe de la guardia Normanno le comunica que ella acostumbra a tener encuentros secretos con Sir Edgardo de Ravenswood, su peor enemigo, monta en cólera y ni siquiera las palabras del capellán Raimondo le hacen desistir de sus propósitos de venganza.

Entretanto, Lucia espera acompañada de Alisa la llegada de Edgardo. Ya entonces comienza la muchacha a mostrar algunos síntomas de demencia, al narrar a su amiga una aparición fantasmal que afirma haber tenido en ese preciso lugar. Cuando al fin llega Edgardo, éste comunica a su amada su necesidad de ausentarse de Escocia temporalmente y de dirigirse a Francia por asuntos políticos. La pareja se despide no sin antes intercambiarse sus anillos y jurar al cielo que desde ese mismo instante serán marido y mujer.

Acto 2: Durante la ausencia de Edgardo, Enrico ha interceptado todas sus cartas enviadas a Lucia, a quien espera convencer de una vez por todas de que se case con Arturo mostrándole una carta falsificada dirigida a hacerla creer que su amado se ha comprometido con otra mujer. Lucia entra demacrada y queda conmocionada al leer la falsa carta. Enrico aprovecha ese instante de debilidad para presionar nuevamente, afirmando que si ella no consiente el enlace, él será llevado al patíbulo, y que por tanto, la muerte de su hermano caerá sobre su conciencia. También el capellán Raimondo participa en el engaño, aconsejando a Lucia que siga su consejo. Derrotada, Lucia termina cediendo al creer que de ese modo salvará la vida de su hermano.

Arturo llega al castillo dispuesto a celebrar su boda con Lucia, y el cínico Enrico le previene de que si la encuentra en exceso entristecida, ello se debe al reciente fallecimiento de su madre. Lucia, desorientada y muy debilitada mentalmente, firma el compromiso nupcial justo antes de que entre Edgardo en la habitación para liarla más o menos como el Alfredo de La traviata, encolerizándose al descubrir la infidelidad de su amada.

Acto 3: Mientras se celebra en el castillo la fiesta de la boda de Lucia con Arturo, Enrico visita furioso a su enemigo Edgardo con la intención de vengar su reciente atrevimiento al presentarse inoportuno durante la ceremonia. Ambos acuerdan batirse en duelo al amanecer.

Mientras tanto, la alegría de la fiesta nupcial es interrumpida por la aparición de Raimondo, que narra con detalle cómo acaba de dirigirse a la habitación de los recién casados después de haber escuchado un griterío, encontrando muerto a Arturo y a Lucia sosteniendo aún el puñal. Esta última entra enloquecida, y delirando, sueña en voz alta con su ansiada boda con Edgardo. La desequilibrada muchacha es retirada y Raimondo recrimina a Normanno su condición de artífice de tales desgracias.

Edgardo, por su parte, ha decidido arrojarse sobre la espada de Enrico durante el duelo, escapando así a una existencia sin Lucia. Escucha entonces el tañido de las campanas, que tocan a difunto, y cuando descubre a través de Raimondo que Lucia acaba de morir se suicida con su propia espada para unirse finalmente a su amada en el cielo.

Traducción del libreto al castellano en kareol.


En 1819, Walter Scott publicaba su novela “La novia de Lammermoor”, basada, según parece, en acontecimientos reales y escogida por Gaetano Donizetti en 1835 como argumento de una nueva ópera que habría de componer por encargo del Teatro de San Carlo de Nápoles. Lo cierto es que la novela de Scott ya había dado lugar a una primera adaptación operística tan solo diez años después de su publicación: Le nozze di Lammermoor, compuesta en 1829 por el olvidado Michele Carafa. La tarea de escribir el libreto recayó en un todavía inexperto Salvatore Cammarano, quien posteriormente trabajaría no solamente con Donizetti, sino también con Verdi, y que fue capaz de dar a luz un texto que si bien no brilla por la especial belleza de su poesía, sí que resulta tremendamente eficaz desde el punto de vista teatral. El proceso de composición, como era habitual en Donizetti, fue extraordinariamente rápido, componiendo el autor la música prácticamente a la misma velocidad a la que recibía las páginas del libreto. Más compleja resultó, sin embargo, la historia de su estreno napolitano, amenazado por unos problemas económicos del teatro que a punto estuvieron de dar al traste con todo el proyecto. Con todo, el estreno de la obra, el 26 de septiembre de 1835, supuso un éxito tan atronador que Lucia atravesó las fronteras italianas muy pronto, así como las continentales. El propio Donizetti realizó posteriormente una adaptación francesa de la obra.

Lucia di Lammermoor constituye, por así decirlo, la quintaesencia de la ópera romántica italiana, y ello es así no solamente debido a su efectivo libreto, sino también al innegable sentido teatral del compositor, que supo crear una música inquietantemente sombría desde el mismo preludio que le da comienzo. Es un error grave, por tanto, enfocar Lucia como si se tratara de una obra de mera exhibición de la soprano protagonista, especialmente en cuanto atañe a la famosa escena de la locura. Este tipo de escenas eran recurrentes en la ópera belcantista, precisamente para permitir al divo de turno exhibir toda su pirotecnia vocal, pero la complejidad de Lucia impide considerar que el interés de la obra se agote en el mero lucimiento canoro. Tomando un ejemplo anterior en el tiempo, es fácil pensar en otra escena de locura, la del Orlando handeliano, que en términos interpretativos ha tenido peor fortuna que la de Lucia en lo que se refiere a encontrar intérpretes capaces no solamente de defender la escena con la necesaria brillantez vocal, sino de saber entenderla y transmitirla adecuadamente.

Esta efectividad de teatro y música, que se alinean en Lucia para crear una verdadera obra maestra, ha permitido a esta obra, junto con L’elisir d’amore y La favorita, sobrevivir sin interrupciones en los escenarios operísticos desde su estreno. Resulta llamativo que esto sólo pueda afirmarse de unos pocos títulos de entre toda la enorme producción de Donizetti, pero lo cierto es que sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX se ha producido por parte de intérpretes y aficionados un mayor interés en la obra del compositor que ha devuelto a los teatros de ópera títulos que nunca debieron quedar marginados de las programaciones.


Si hay una pareja de intérpretes que ha destacado por su pasión a la hora de devolver estas obras belcantistas al lugar que realmente ameritan, esos han sido sin duda el director de orquesta Richard Bonynge y su esposa, la soprano Joan Sutherland, a quienes encontramos en el DVD cuyo comentario origina esta entrada. La filmación, del año 1982, procede de unas representaciones del Met neyorkino con la convencional puesta en escena de Bruce Donnell. Tratándose de este teatro, nos encontramos por tanto ante una propuesta escénica de corte clásico, agradable visualmente aunque ciertamente despojada de otros elementos de interés que no sean los meramente estéticos. Resultan más logradas las escenas de interiores de los dos últimos actos, localizadas en amplias salas góticas, que las más oscuras del primero y del tercero. La iluminación es precisamente oscura, acorde al carácter sombrío del drama, y sobresale el vestuario de Attilio Colonnello. Es bien sabida la predilección del público neoyorkino por estas producciones de tipo clásico, aunque no demuestra un nivel muy alto de exigencia al romper a aplaudir el decorado del bosque en el que transcurre la primera escena nada más levantarse el telón. Precisamente, nada hay en ese bosque oscuro que resulte llamativo, y los aplausos llevan a pensar en un público que se entrega de antemano y que acude –o acudía aquél lejano día de 1982– muy pero que muy predispuesto a dejarse sorprender por la puesta en escena.

Por lo demás, la dirección escénica es eficaz sin más, buscando más la espectacularidad visual en los números de conjunto –por ejemplo, en la entrada de Edgardo durante la boda de Lucia con Arturo y el consiguiente sexteto– que el carácter intimista del drama personal que vive cada uno de los personajes, y de manera especial, la protagonista. Sí que resulta muy inteligente el modo en el que se nos presenta el final de la escena de la locura: Lucia, dirigiéndose al ausente Edgardo, se abraza a su hermano Enrico como si de su amado se tratara, recalcando de este modo la culpabilidad de éste último y su sensación de remordimiento.

De entre la gran cantidad de intérpretes que han dejado registros discográficos del papel protagonista, sobresalen dos: Maria Callas y Joan Sutherland. Como decíamos antes, tenemos a la segunda de ellas en el presente DVD. La Lucia de Sutherland es un prodigio de técnica y control vocal, una verdadera exhibición de todo cuanto supone el belcanto, aunque lejos, en términos interpretativos, del mayor dramatismo y profundidad psicológica con el que sólo Callas supo revestir al personaje. A medida que avanzaba la década de los ochenta del pasado siglo, el declive vocal de Sutherland se hacía más evidente, aunque consigue componer esta notable Lucia en 1982, no tan perfecta como su anterior registro discográfico con Bonynge pero defendida con enorme maestría. Mantiene sus consabidos problemas de dicción (Di speranza nutrirò), marca de la casa, y su voz da ya señales de desgaste en el descenso (Non son tanto snaturata). Sin embargo, y pese a que sale con la voz algo fría en su primera aparición (Ancor non giunse), el público del Metropolitan, que sabe a quién tiene delante, rompe aplaudir nada más aparecer ella en escena. Con todo, cuando realmente estalla el Met es al término, lógicamente, del Regnava nel silenzio, en el que empieza la fiesta de todos los recursos belcantistas de los que Sutherland era capaz y que se repetirán, cómo no, en su escena de la locura, sembrada de trinos, mordentes, agilidades casi imposibles y sobreagudos. Una verdadera lección de manos de una veterana, homenajeada largamente con los aplausos de un público totalmente rendido a ella en el tercer acto.

Resulta interesarte detenerse a reflexionar, aunque solo sea brevemente, en el personaje en sí mismo, al margen ya de sus exigencias vocales e interpretativas. Lucia no debe verse exclusivamente como alguien débil y desprovisto de carácter, cuyo cometido no es otro que el de verse engañada y manipulada por los demás. En ella no vemos a una persona dócil desde el primer momento ni desprovista tampoco de voluntad propia hasta que la inhumana presión a la que la somete su hermano la obliga a claudicar en el segundo acto. La ópera nos muestra, en suma, el progreso de la demencia de la protagonista, de menos a más, hasta alcanzar su culmen en el tercer acto con el sentimiento de culpa de haber traicionado a Edgardo y el consiguiente asesinato de Arturo. Comparemos a Lucia, por ejemplo, con Salomé, otro personaje con el que es fácil pensar que comparte sus problemas mentales, así como la muerte de alguien a consecuencia de su demencia. Pues bien, la locura de Lucia no está retratada de modo tan siniestro y enfermizo como la de Salomé. Mientras que la maldad de esta última se presenta al espectador como algo innato a ella y a su personalidad, la locura de Lucia es “inocente” en el sentido de que no es más que el reflejo de las perversas actuaciones de las personas que la rodean.


Del mismo modo que ocurre con Joan Sutherland, el público del Met celebra también con aplausos la presencia del maestro Alfredo Kraus nada más entrar en escena. A sus cincuenta y cinco años, sorprende la frescura de su voz, rasgo característico aún en él durante toda la década de los ochenta. Resulta innecesario emplear demasiadas palabras cuando todo son parabienes. La emisión limpia, la irreprochable técnica y el dominio del lenguaje y del personaje le hacen uno de los intérpretes referenciales de Edgardo al que sólo puede acercarse Luciano Pavarotti y quizá el joven Di Stefano. Soberbia resulta su manera de comenzar el Verranno a te sull’aure en pianissimo, como si de un susurro amoroso dirigido al oído de Lucia se tratara, para ir ganando progresivamente en intensidad (Pensando ch’io di gemiti). Donizetti reserva, sin embargo, para el último acto las páginas más memorables del personaje (Tombe degli avi miei), en las que brilla Kraus. Todos aquellos que repiten esa vieja cantinela de que se trataba de un cantante “frío” deberían oír su forma, absolutamente sideral, de concluir la ópera con un Tu che a Dio spiegasti l’ali trágico y conmovedor como pocas veces sin caer en innecesarios gemiditos ni en una sobreactuación que vendría a mermar una de las páginas más hermosas salidas de la pluma del compositor.


Si bien la calidad de Sutherland y de Kraus es perfectamente esperable, la sorpresa la constituye aquí el muy convincente Enrico del puertorriqueño Pablo Elvira, un barítono no demasiado bien conocido que arranca el primer aplauso del público con una muy notable Cruda, funesta smania. Quizá pueda esperarse algo más de arrojo al comienzo, pero su interpretación va ganando enteros a medida que avanza su escena del primer acto, cuya conclusión constituye el primer momento realmente grande de esta filmación. Ya bien metido en su personaje, Elvira se marca un Se tradirmi tu potrai adecuadamente incisivo en el segundo acto y con la adecuada dosis de violencia, aunque huyendo también de sobreactuar ni de afear su canto.

Donde flaquea más el reparto es en los personajes secundarios, comenzando por el siempre engolado Paul Plishka en el papel de Raimondo. Confieso que cada vez le tengo mayor antipatía a este hombre. Su emisión antinatural me repele, y su larga carrera en el Met se me hace cuanto menos sorprendente e incomprensible, así como el hecho de que el público le aplauda al terminar su Dalle stanze. Uno incluso puede llegar a dudar de sus conocimientos de la lengua italiana después de oírle pronunciar, y por dos veces, “femerà” en vez de “fremerà”. Lo cierto es que tampoco profeso simpatía hacia el personaje del clérigo mentiroso que se presta a un juego hipócrita durante toda la obra: en el primer acto le vemos intentando aplacar sabiamente la cólera de Enrico, para pasar en el segundo a tomar parte activa de los engaños de éste que llevan a Lucia a aceptar su boda con Arturo. Por último, en el colmo del cinismo, el personaje recrimina en el tercer acto a Normanno el papel que ha jugado en el curso de los acontecimientos después de que Lucia haya matado a su esposo. Claro que cuando el que canta este papel es Ghiaurov la cosa cambia... Más correcto es el Normanno de John Gilmore. En cuanto al personaje de Arturo, papel breve y sin embargo nada fácil, Jeffrey Stamm no llega al aprobado. Posee la adecuada voz lírica que demanda el personaje, pero en la colocación se muestra excesivamente inseguro y tambaleante. Por último, me gusta mucho la estupenda Alisa de Ariel Bybee.


Al frente de la orquesta del Met tenemos nada menos que al gran Richard Bonynge dirigiendo lo que mejor que se le da. Toda una garantía. La orquesta -y también el coro- responde bien, obviamente, aunque quizá sería deseable un mayor ajuste de las trompas al comienzo del Soffriva nel pianto. Desgraciadamente, en el apartado de los cortes tradicionales, se omite toda la escena del duelo entre Edgardo y Enrico (Orrida è questa notte), que al margen de gustarme musicalmente, no me parece tan prescindible como muchas veces se pretende hacer ver. De hecho, aunque ambos personajes ya han echado mano a la espada en el fabuloso sexteto Chi mi frena in tal momento?, aún no se han retado formalmente a duelo, por lo que sin esta escena queda sin sentido para el espectador el deseo de Edgardo de arrojarse sobre el arma enemiga en su Tombe degli avi miei (Sul nemico acciaro abbandonar mi vo’). También se omiten los reproches de Raimondo a Normanno, finalizando por tanto la escena de la locura con la última frase de Lucia (Al giunger tuo soltanto fia bello il ciel per me!), tras la cual cae el telón.

La filmación ofrece una correcta calidad de imagen, aunque algo discreta al comienzo del primer acto, probablemente a causa de lo oscuro del decorado del bosque.

En suma, la adquisición de este DVD resulta plenamente recomendable no sólo por constituir una Lucia de gran calidad, sino también porque nos ofrece la nada desdeñable oportunidad de ver compartiendo el escenario a dos monstruos irrepetibles como la stupenda Joan Sutherland y Alfredo Kraus bajo la brillante y detallista dirección de Richard Bonynge. A aquellos que prefieran, sin embargo, una versión sin ningún corte, con una propuesta escénica más moderna y buena calidad interpretativa, les recomendaría sin reservas el estupendo DVD de Fournillier con Marcelo Álvarez y una maravillosa Stefania Bonfadelli. Pero esta versión merece conocerse.









viernes, 25 de noviembre de 2011

Arranque navideño

Cada año estamos más acostumbrados a pasear por las calles y los centros comerciales con decoración navideña en fechas aún muy lejanas a las fiestas, e incluso a encontrar turrones y dulces de Navidad en los supermercados casi en cualquier época del año. No es algo que me entusiasme, porque la generalización implica en ocasiones desdibujar el carácter especial del que tradicionalmente hemos revestido a algunas cosas: parte del atractivo de disfrutar de unas buenas torrijas o de, por ejemplo, de unos huesos de santo –ya que estamos en noviembre– se encuentra en el hecho de que sean los dulces propios de unas épocas muy determinadas del año.

Mi “arranque navideño”, excesivamente temprano en mi opinión, tuvo lugar el pasado miércoles con el extraordinario concierto de la Orquesta Barroca de Sevilla en la iglesia de la Anunciación de Sevilla en el marco del Proyecto Atalaya. Este último consiste en una iniciativa de colaboración de las diez universidades públicas andaluzas con la Conserjería de Economía, Innovación y Ciencia de la Junta de Andalucía, que dio lugar en el año 2009 al Proyecto de Recuperación del Patrimonio Musical Andaluz con la finalidad de rescatar del injusto olvido las composiciones musicales tragadas por el tiempo en Andalucía. El proyecto consiste precisamente en su recuperación, interpretación en vivo y grabación en disco, a efectos de divulgar en la mayor de las medidas posibles este patrimonio histórico que no merece permanecer olvidado. Y lo cierto es que el concierto de la OBS del pasado miércoles, retransmitido también por internet, fue una auténtica maravilla, dedicado íntegramente a la figura de Juan Manuel de la Puente (1692-1753), quien durante más de cuarenta años ostentó el cargo de maestro de capilla de la Catedral de Jaén. El programa lo integraban un total de cuatro villancicos (Oíd, infelices moradores; En este convite sacro; A la competencia, cielos; A dónde, niña hermosa) y de un elaborado Miserere. La música de los villancicos es encantadora y ligera, y resulta efectivo el carácter casi “conversacional” del primero de los mencionados. Quizás el que más me satisfizo fue el más agitado “A dónde, niña hermosa”, de tema mariano, en el que el coro se agita nerviosamente mientras es replicado serenamente por la soprano (“Antes que principio los siglos tuvieran...”). Junto a la extraordinaria orquesta, dirigida por Enrico Onofri, tuvimos la nada desdeñable oportunidad de escuchar a la no menos extraordinaria María Espada, siempre una garantía, acompañada de la mezzosoprano Marta Infante y del barítono Jesús García Aréjula, que demostró tener un registro lo suficientemente amplio como para ascender en ocasiones a las notas altas con voz incluso atenorada. Acompañó a los solistas el recién creado Coro Juan Manuel de la Puente, dirigido por Lluis Vilamajó.

En conclusión, un auténtico privilegio (además, gratuíto) que se repite hoy en Córdoba y mañana en el mismo lugar para el que las obras fueron concebidas: la Catedral de Jaén. A destacar también lo elaborado del programa de mano, con amplias notas y el texto íntegro de cada una de las composiciones. Ahora toca esperar el disco.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Adiós a Figueras y Jurinac


Ayer, día 22 de noviembre, se nos iba la soprano yugoslava Sena Jurinac, una estupenda cantante a la que apreciaba especialmente en terrenos mozartianos y a la que debemos, por ejemplo, uno de los Cherubinos más irresistibles de toda la discografía gracias a la mítica grabación de Karajan. Mucho más inesperada ha sido la noticia del fallecimiento hoy mismo de Montserrat Figueras, esposa de Jordi Savall y soprano especializada en el repertorio antiguo y barroco. Algo había leído de cancelaciones estos días pasados, pero lo cierto es que todo parece haber sucedido de forma repentina. Recuerdo cómo su voz llegó a los oídos de todos los españoles en los anuncios televisivos del año conmemorativo de El Quijote. Por mucho que prefiera a otras intérpretes en este tipo de repertorio, Figueras fue una intérprete estimable y una persona que investigó y contribuyó a difundir la música culta de nuestro país, por lo que su pérdida no deja de ser un suceso lamentable. Sirvan estas palabras como recuerdo hacia estos artistas.




lunes, 21 de noviembre de 2011

La valquiria galáctica


El Teatro de la Maestranza ha continuado, pese a la notable reducción presupuestaria de los últimos dos años, con su apuesta de traer por primera vez a Sevilla la Tetralogía wagneriana, iniciada ahora hace un año con El oro del Rin. Como en aquella ocasión, el coliseo sevillano ha traído la arriesgada propuesta escénica de La Fura dels Baus, sobre la que hablaré enseguida en términos halagadores.

Del mismo modo que hice hace un año, debo empezar aclarando que no soy un aficionado wagneriano. Cada vez estoy más convencido de que una paulatina aproximación a Wagner me depararía alegrías insospechadas por mí hasta hace no mucho, pero también temo que ese proceso de aproximación requiere, al menos en mi caso, de un esfuerzo mucho mayor del que necesito para asimilar otros lenguajes operísticos. Para el apasionado wagneriano sonará obvio, pero para mí el elemento más interesante y revolucionario de estas obras se encuentra en el papel destinado por el compositor a la orquesta, muy lejano ya del mero acompañamiento instrumental del divo que se presenta ante el público, sobre el escenario. La orquesta wagneriana tiene no solamente una personalidad independiente, sino vida propia en el curso de la obra. El mismo lenguaje wagneriano es así consecuencia de una concepción de la orquesta que se convierte en algo denso y que no busca ya solamente la mera belleza estética, la recreación psicológica de los personajes o la descripción ambiental de las distintas situaciones que acontecen. Esta orquesta, que se asemeja en ocasiones a un ser vivo que se dispone a saltar desde el foso para devorar al espectador, exige voces poderosas en el escenario, de más peso que agilidad y lejanas, en suma, de cuanto encarna el belcanto italiano.


Este lenguaje denso se me hace hoy por hoy quizá demasiado pesante, acostumbrado como estoy a otros estilos y autores, a concepciones, en suma, totalmente diferentes del drama teatral. Intuyo, como decía, que puedo llegar a asimilar bien esta música, pero me temo que eso no me puede ser posible con sólo tres o cuatro escuchas. Por eso mismo, cuando pese a estas limitaciones, afirmo que ayer disfruté de las cinco horas de La Valquiria en el Teatro de la Maestranza, es porque lo que escuché y lo que vi merecían realmente la pena. Sin ser, ni pretenderlo, un gran conocedor de la vocalidad wagneriana, me pareció satisfactorio el Siegmund de José Ferrero, más en los momentos de solemne heroicidad que en los más intimistas. Sensacional estuvo, por ejemplo, en la escena tercera del primer acto, manteniendo espectacularmente el agudo de Wälse, Wälse! Igualmente notable me pareció la Sieglinde de Petra Lang, quien no sé cómo no ha acabado con la espalda hecha añicos estos días a causa de la dirección escénica. El bajo Dimitri Ulianov ya hizo en la temporada pasada un fabulosamente sombrío inquisidor en el Don Carlo, y ahora no ha defraudado en su papel de Hunting. Michael Volle, por su parte, estuvo magnífico en su papel de Wotan, exhibiendo una voz poderosa y naturalmente oscura sin recurrir a artificios. Fue la suya una interpretación destacable en lo que se refiere a la faceta más preocupada y doliente del dios, mostrándole no tanto como un ser lejano como alguien presa de graves conflictos morales que afligen su ánimo. Evelyn Herlitzius fue Brünnhilde, la valquiria rebelde y también la mayor triunfadora de la función de ayer. También convencieron las otras valquirias, así como la inquisitiva Fricka de Iris Vermillion.



En cuanto a la labor de Pedro Halffter, muy aplaudido en los saludos finales, poco podría decir, dado mi escaso conocimiento en terrenos wagnerianos. A mí me gustó. Terrible resultó la entrada del furioso Wotan en persecución de Brünnhilde, con la ROSS rugiendo en el foso mientras el escenario se iluminaba de una siniestra luz rojiza, y muy espectacular la famosa cabalgata del tercer acto.

Y ahora, unas palabras finales para referirme al montaje de La Fura dels Baus. El año pasado, escribí que la producción de El oro del Rin se asemejaba a una mezcla de los Transformers con Star wars. En esta ocasión, no ha habido Transformes (los titanes), pero el elemento “galáctico”, con fondos de estrellitas y visiones del planeta Tierra en las escenas “divinas”, ha estado muy presente. La dirección escénica fue inteligentísima: véase, por ejemplo, el acoso verbal al que Fricka somete a Wotan, escenificado de forma interesante con la primera “cabalgando” desde el aire en círculos alrededor del mortificado dios, o la brillante entrada de las valquirias en el tercer acto, cuyo vuelo las lleva a sobrepasar el escenario y a situarse sobre el foso del la orquesta. Igualmente excelente es la conclusión del segundo acto, en el que el espectador verá elevarse todos los elementos del escenario como si de un gigantesco móvil aéreo se tratara. Por lo demás el recurso a las proyecciones sigue resultando tan efectivo como en El oro del Rin (el árbol de la espada, la mirada de un lobo...). El uso de grúas para desplazar a los dioses por el aire me sigue pareciendo espectacular, aunque ello implique pagar el peaje de tener ver a los encargados de moverlas sobre el escenario, vestidos siempre de colores discretos, a fin de pasar desapercibidos.

Ahora, a esperar a Sigfrido.



Vídeo de la representación valenciana de Zubin Mehta, con el montaje de la Fura y disponible en DVD:

miércoles, 16 de noviembre de 2011

De palabras y música

Ayer se celebró en el Convento de Santa Clara el primer encuentro de poesía en Vandalia, de la Fundación Juan Ramón Lara. Para ser el primer año, puede decirse que lo han hecho bien, ya que han contado con la presencia ni más ni menos de José Manuel Caballero Bonald y de Pere Gimferrer. Ambos reflexionaron sobre una variedad de temas relativamente amplia, incluyendo anécdotas personales y explicando las causas que les empujaron a la poesía en su juventud, todo ello salpicado sabiamente con lecturas de poemas y algún toque de humor.

Otro gran acierto, en mi opinión, fue el de clausurar el acto con un pequeño concierto de veinte minutos a cargo la impecable viola de María de Gracia Ramírez y de otros dos imprescindibles de la Orquesta Barroca de Sevilla, sobre los que he escrito muchas veces: la chelista Mercedes Ruiz y el flautista Guillermo Peñalver. El conjunto interpretó los tríos para baryton nos. 80 y 85 de Joseph Haydn (compositor sobre el que trata el último disco de la OBS, de muy reciente aparición) adaptados para sus respectivos instrumentos con la brillantez esperada, ofreciendo una lectura arrebatadoramente vívida del Presto final del trío nº 80.

Otra forma de hacer poesía, sin caer en la esclavitud de las palabras.

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