Ayer asistí al estreno de Der Freischütz (El cazador furtivo) en Sevilla. Y digo bien: al estreno, pues nunca antes se había representado este clásico de Carl Maria von Weber en el Teatro de la Maestranza. Pues bien, el comienzo fue algo desconcertante. Antes de que sonaran los primeros compases de la obertura tuvo lugar un diálogo en escena, a manera de prólogo, entre Agathe y el ermitaño. No he visto esta escena en ninguna edición del libreto, y el hecho de situarse antes de la obertura, es decir, estructuralmente fuera de la ópera, lleva a pensar que puede tratarse simplemente de una invención. Si hay alguien con información acerca de dónde proviene este prólogo le quedaré muy agradecido de que me ilumine.
Regular el Max de Michael König, que empezó algo frío y con algún ascenso al agudo comprometido, para ir mejorando poco a poco. Tuvo tendencia a entubarse en los graves, lo que acabó dando en ocasiones un extraño color abaritonado a su voz de lírico. Mucho más acertada estuvo la Agathe de Manuela Uhl, ovacionada por el público y que ofreció una excelente interpretación del “Und ob die Wolke sie verhülle”.
Me gustó mucho la graciosa Ännchen de Ofelia Sala, si bien estuvo algo corta de volumen y su voz no llegaba con la rotundidad deseada al Paraíso, donde me encontraba sentado. Muy bien Gordon Hawkins (Kaspar), que ya se lució en noviembre como un gran Alberich en El oro del Rin, de voz densa, envolvente e inteligentemente trabajada. La escena de la fundición de las balas, con chispazos y explosiones incluidas que asustaron al público, fue de lo mejor de la noche. Cortísimo de volumen el Kilian de Isaac Galán, cuya voz apenas llegaba al Paraíso y muy bien Klaus Kuttler, del que hablé favorablemente a propósito del Hänsel und Gretel de Glyndebourne, como Ottokar. Kuttler posee una voz muy hermosa que maneja con sabiduría sin cambios de color a lo largo del registro. Es un cantante todavía joven con aptitudes para darnos muchas alegrías. Cerrando el desigual reparto, bien el Kuno de Rolf Haunstein, así como las damas de honor (Inmaculada Águilas, Rocío Botella y Sandra Romero) y pura gola el ermitaño de Bjarni Thor Kristinsson, sobre el que también recayó el papel del diablo Samiel. Puesto que ambos personajes aparecen en la última escena, se optó por una solución ridícula: visto de frente, el bajo vestía una túnica de blanco inmaculado junto con las barbas y pelambreras típicas de un profeta bíblico. Nada nuevo. Lo desconcertante es que su túnica era negra por la espalda y llevaba una careta de Samiel encasquetada en la parte posterior de la cabeza, como si del dios Jano se tratase.
Muy bien, como siempre, la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza, así como la dirección de Andreas Spering, que ya dirigió por aquí el Giulio Cesare de hace un par de años.
Con todo lo dicho, lo peor estuvo en la plana puesta en escena de Christian Floeren. Durante el primer acto, todo se limitaba a unas mesas y a un panel de fondo que representaba un bosque y en el que aparecía y desaparecía continuamente la proyección de la mira de una escopeta (para algo la ópera se llama “El cazador furtivo”). Inteligencia cero en el montaje. Por lo demás, muy austeras y demasiado desnudas todas las escenas en casa de Agathe. La escena del desfiladero era visualmente anodina, pero al menos el coro estaba bien resuelto en escena. Lo más visual fue quizás el tercer y último acto. Sobraron en todo momento las luces azules del suelo (de discoteca) y las lucecillas amarillas que rodeaban el escenario, como si fuera un cabaret.
El público respondió bien, pero muy lejos del entusiasmo. En la zona del Paraíso hubo cierta desbandada nada más caer el telón.
Der Freischütz no ha entrado en Sevilla por todo lo alto. En suma, un reparto irregular y una puesta en escena pobretona.
Nada más terminar el Festival de Música Antigua de Sevilla, la Orquesta Barroca de Sevilla sigue dándonos una alegría semanal en el Convento de Santa Clara con el Ciclo de Músicas Históricas. Ayer miércoles contamos con la presencia de Juan Carlos Rivera, que nos ofreció un interesante programa para laúd con obras de Dowland, Kapsberger, Piccinini y del manuscrito de Cracovia. No hubo una excesiva afluencia de público, pero las interpretaciones de Rivera lo hubieran merecido. Delicadeza en estado puro.
Sigo con mi pequeña crónica del Festival de Música Antigua de Sevilla, que acaba de terminar. El viernes 18 se ofrecía un interesantísimo programa bachiano en Santa Clara, a cargo del grupo Hippocampus, dirigido desde el clave por Alberto Martínez Molina. Bofetada de calor nada más entrar, pero la presencia de Raquel Andueza compensaba el cocinarse a fuego lento. Pues bien, el programa consistía en tres cantatas (BWV 109 Ich glaube, lieber Herr, 202 Weichet nur, betrübte Schatten –solita para Andueza– y 112 Der Herr ist mein getreuer Hirt) y el cuarto concierto de Brandemburgo, BWV 1049. En lo que concierne a las cantatas, la inexistencia de un coro obligó a adoptar la sistemática OVPP en la primera y última de ellas. Suena bien, pero servidor prefiere de lejos al Monteverdi Choir. Excepcional en todo momento Raquel Andueza, tal y como cabía esperar, y muy bien también el joven tenor Juan Sancho, del que ya hablé algo a propósito del Orfeo de Christie en el Real. También estuvo perfectamente a la altura el bajo Enrique Sánchez Ramos, salvo por el hecho de que uno no puede cantar Bach con un traje tan feo. En cuanto al contratenor Jordi Domènech, este tiene indudablemente una bella voz, pero el tránsito a los agudos y a algunos graves fue dificultoso e inseguro en la primera cantata (Der Heiland kennet ja die Seinen), transmitiendo cierta sensación de inestabilidad. Mejoró bastante en la segunda cantata (Zum reinen Wasser er mich weist). Extraordinaria y de primer nivel la orquesta, con unos oboes impecables (Xavier Blanch y Pepo Domènech), así como también las flautas en el concierto de Brandemburgo (Fernando Paz y Bárbara Sela). Eso sí, las trompas sonaron al comienzo de la última cantata como suelen hacerlo las trompas del XVIII. Como he leído por ahí, a pedos de elefante, aunque eso es exagerar. No hubo bises y el mayor aplauso fue merecidamente para Andueza al término de su cantata para solista.
Y del calor de Santa Clara pasamos al día siguiente al frío de la iglesia de San Alberto, en la que el grupo Musica Ficta consiguió con un programa dedicado a Tomás Luis de Victoria en el cuatrocientos aniversario de su muerte llenar la iglesia poco a poco. Tratándose como se trataba de los Responsorios de Tinieblas escritos por Victoria para el jueves, viernes y sábado santo, el director Raúl Mallavibarrena se dirigió al público para dedicar el concierto a las víctimas de la catástrofe de Japón, hecho por el cual fue aplaudido. El concierto en sí mismo fue una maravilla, con un coro perfectamente empastado.
Con todo, lo más gordo fue lo de ayer. Cuatro conciertos el mismo día, a los que naturalmente asistí. La cosa empezó a media mañana en el horno, digo en Santa Clara, con un atractivo programa barroco a cargo del grupo Archivo 415 dirigido por Leonardo Rossi: primera sinfonía de Boyce, Concerto grosso op. 6 nº 5 de Handel, Concierto para oboe op. 9 nº 2 de Albinoni y la Suite de Armide de Lully. Las interpretaciones merecieron sin duda el sobresaliente. Al oboísta Jacobo Díaz le costó algo entrar en el concierto de Albinoni (una de mis muchas debilidades) dando alguna nota falsa al comienzo del primer movimiento para ir ganando en seguridad inmediatamente. En el segundo movimiento se echó de menos una mayor sutilidad en las cuerdas. Por muy barrocos que seamos, no está de más parar el motor de cuando en cuando (Pinnock y Bernardini lo demuestran en sus grabaciones). A todo ello le siguió inmediatamente después otro excelente programa de Victoria y Guerrero titulado “Misa para una festividad mariana en época de Victoria”. Estupendo aquí el Coro Barroco de Andalucía, dirigido por Martín Schmidt, que cosechó más aplausos que el Archivo 415. Como propina al público se ofreció un Ave María a dos coros de Victoria.
El atracón “victoriano” continuó por la tarde con el Réquiem a cargo de la Sociedad Musical de Sevilla de Israel Sánchez López. Ya hablé de ellos hace varios meses y debo decir que éste concierto me ha gustado más incluso que el dedicado a Purcell y compañía del año pasado. No entiendo bien el por qué de la decisión de Sánchez López de situar al coro haciendo, para entendernos, un medio cuadrado. Él sabrá, y si hay alguien que quiera explicármelo le quedaré muy agradecido. Lamentablemente tuve que salirme unos minutos antes de la finalización de este concierto para poder llegar con tiempo al último de ellos: el concierto de clausura en Cajasol, a cargo de nuestra Orquesta Barroca de Sevilla dirigida nada menos que por Giuliano Carmignola.
El título del programa (“Mendelssohn y Schubert, ¿al límite de la interpretación histórica?”) dejaba ver a las claras parte del atractivo del concierto: visiones historicistas de obras que rara vez son interpretadas bajo esos criterios y con instrumentos de época (sinfonías 9 y 10 y concierto de violín de Mendelssohn y Rondó para violín, D. 438 de Schubert), y todo ello de la mano de Carmignola, uno de los más reputados y virtuosos violinistas barrocos de hoy en día. Precisamente el hecho de que el barroco (y de manera especial Vivaldi) sea el campo de juego más habitual de este hombre, o al menos el que mayor fama le ha dado, es lo que hacía curioso ver cómo se enfrentaba a estas obras. A todo esto que ya que aludo al título del concierto, debo decir que es incorrecto: debería poner “interpretación historicista” y no “histórica”. Una interpretación es histórica por la perspectiva del tiempo y de la calidad, pero no de los instrumentos que se usen.
Al grano. Llegaron los músicos. Afinaron. Se hizo el silencio en espera de la inminente aparición de Carmignola. Pasaron unos segundos de completo silencio y éste último no aparecía. Como estaba sentado en la sexta fila pude ver alguna sonrisa, quizá de extrañeza, en los miembros de la orquesta. Carmignola no daba señales de vida. En ese preciso instante se desatan varios segundos de surrealismo difíciles de olvidar. Justo a la izquierda del escenario, por el lado por el que debía aparecer el violinista y director, se escucha un golpe seco. Catapúm. Un miembro de la orquesta se levanta de su silla sobresaltado y mira hacia el lugar por el que provino el golpe. El público murmura: “Se ha caío”, “Se ha cargao el violín”, etc. A mi lado estaba sentada una muchacha (bastante guapa, por cierto) que comenzó a reírse. Por mi parte, yo pensé en el fantasma del FeMÁS, que impide como ya hablé cualquier interpretación de obras que excedan del siglo XVIII. Pero el surrealismo prosigue: de ese mismo lado del golpe emerge la figura de un empleado del ICAS que se dirige al centro de la orquesta. Parte del público, que se ve que no había visto una foto de Carmignola en su vida, le ovacionó calurosamente. El buen hombre cogió entonces una silla vacía, giró sobre sus talones y desapareció por donde había venido, desatando las consiguientes risotadas por parte de los más que perplejos espectadores. Finalmente apareció (sin ninguna lesión visible) el tan esperado Carmignola, un tipo más flaco y larguirucho de lo que imaginaba. Peina canas, pero posee cierto aire de actor de cine. Verle dirigir es un cromo. El buen hombre mira la partitura y mueve la manita derecha arriba y abajo a la altura de la cintura. Arriba y abajo, arriba y abajo. Ahora se gira un poco a la izquierda, hace un gesto y vuelve a la postura inicial: arriba y abajo. Un derroche de pasión física. Quizás el calor, del que se quejó con razón, tuvo algo que ver. Con el violín, sin embargo, se transforma y sale el divo virtuoso y a la par meditativo cuando hace falta. Todos sus ataques fueron abordados con una seguridad pasmosa y superó, en suma, las altas expectativas que todos teníamos. Alexis Aguado, primer violín, fue casi arrastrado a la fuerza por Carmignola al centro del escenario en varias ocasiones para recibir el aplauso del público. Luego, al terminar, le abrazó calurosamente y sólo faltó que le diera un beso. Un tipo muy natural, Carmignola. Me ha caído bien.
Con esto terminó la edición de este año del FeMÁS. Ahora comienza la larga espera para el del año que viene.
PS: No conozco personalmente a Mercedes Ruiz (violonchelo de la OBS), pero su maratoniana participación en este Festival bien ha merecido un aplauso y esta mención especial.
Sigue su curso el Festival de Música Antigua de Sevilla (FEMÁS), esta vez sin sobresaltos. Uno de sus rasgos más destacables es, en mi opinión, la combinación de los clásicos conciertos que requieren de entrada con otros gratuitos y que en absoluto desmerecen respecto de los anteriores en calidad ni atractivo.
Desafiar a los elementos y aventurarse a salir a la calle con el inmenso aguacero que cayó en Sevilla el pasado domingo 13 es toda una declaración de amor a la música y al Festival. Por lo que a mí se refiere, ni que decir que mi paraguas “Gold rain” no pudo hacer nada para evitar que zapatos y pantalones estuvieran chorreando cuando llegué al restaurado Convento de Santa Clara, enclave apropiadísimo para muchos de los conciertos de este año. Permite un aforo grande, la acústica del lugar es buena (sin los ecos, por ejemplo, de otras iglesias que ha frecuentado la Orquesta Barroca de Sevilla, como Santa Marina), y no se pasa frío. Pues bien, cuando estaba sentado y empapado, Mercedes Ruiz, intérprete de violonchelo de la OBS de la que ya he hablado algo, se dirigió al público para referir un obligado cambio total de programa. En teoría, debería de haber interpretado con el acompañamiento pianístico de Alfonso Sebastián la Sonata para violonchelo y fortepiano nº.5 Op.102 nº2 en re mayor de Beethoven y la nº2 Op.58 en re mayor de Mendelssohn, junto con el Lied ohne Worte (“Romanza sin palabras”) Op.109 en re mayor beethoveniano. Pues bien, según comentó, el fortepiano que iba a emplearse había sido “destrozado” durante su traslado, creo recordar que desde Madrid, resultando dañado el pedal. Una pena. Dijo que era probable incluyo que el propio Schubert hubiera utilizado ese mismo instrumento. En cualquier caso, debió mediar en todo esto el fantasma barrocófilo del FEMÁS, un espíritu vengativo que desde el más allá impide que el Festival acoja música del siglo XIX, por mucho que pretenda interpretarse con instrumentos históricos. Crucemos los dedos para que su maldición no se repita en el concierto de clausura del próximo domingo, dedicado a Mendelssohn y Schubert.
Como resulta obvio, la imposibilidad de trasladar hasta Sevilla en pocas horas otro instrumento adecuado conllevó el referido cambio de programa. Podrían haber utilizado un piano moderno, claro, pero no hubiera sido lo mismo, y su utilización en el FEMÁS hubiera resultado sin duda más discutible. En lugar de esto, Ruiz y Sebastián contaron con el apoyo de Ventura Rico, cofundador de la OBS, para ofrecernos un variado y atractivo programa barroco que me hizo olvidarme de que mis pantalones podían exprimirse. Ruiz nos brindó dos sonatas para violonchelo y continuo y un movimiento suelto de Geminiani en una interpretación enérgica, de gran personalidad, en absoluto gris ni insípida. Su estilo barroco, con gran fuerza y pasión, me hizo pensar que se asemeja a una especie de Goebel pero al violonchelo. Por decir algo, yo hubiera deseado, eso sí, una mayor sutilidad y lirismo en algunos pasajes.
Por su parte, Alfonso Sebastián deleitó verdaderamente al público con tres sonatas de Scarlatti (“música para ser más feliz”). Siento no recordar una de ellas. Las otras dos fueron la K.380 y la K.159. Pocas notas falsas y sólo algún apuro técnico en la última de las que he citado (una de mis debilidades scarlattianas), con alguna ralentización en el tempo que excedió de las licencias que permite el tempo rubato. Mucho más plano resultó el Preludio, fuga y alegro, BWV 998 de J. S. Bach, en una interpretación quizás excesivamente sobria. Por cierto que cuando presentó la obra, Sebastián se empeñó en retratarla como una referencia a la Santísima Trinidad. Yo es que esas cosas del esoterismo y Bach no termino de encajarlas bien.
Sala llena, a pesar como digo del tiempo desapacible y la intensa lluvia. Pese al cambio de programa, el público acabó encantado, a qué negarlo, yo también.
Al día siguiente, lunes 14, había otro concierto gratuito en el mismo lugar. Se trataba del proyecto pedagógico del Festival, que permite contar con la presencia de varios alumnos del Conservatorio Superior de Música entremezclados con los músicos de la Orquesta Barroca de Sevilla, formando de ese modo un conjunto semihistoricista. Resulta lógico que los alumnos no se encuentran familiarizados con los instrumentos antiguos, especialmente los de viento, siempre complejos y traicioneros, y de ahí que acudieran con instrumentos modernos. En cualquier caso, el resultado global fue mejor que bueno, especialmente contando con director de absoluto lujo como Enrico Onofri, que, eso sí, nos dejó con las ganas de oírle al violín. El programa se abrió con Kapsberger y unas Sinfonías para cuerdas y bajo continuo, siguiendo por la Passacaglia para cuerdas y bajo continuo de Marini y la Sonata Decimosexta de Castello. Absolutamente deliciosa resultó la interpretación de la Sonata op.II nº12 Ciaccona para cuerdas y bajo continuo de Corelli, que abrió paso a una endiabladamente rápida interpretación (en su primer movimiento) de la famosa Sinfonía en sol mayor, RV 149 de Vivaldi, con una deliciosa interpretación del movimiento central que se ofreció como bis a la finalización del concierto. La cosa acabó con Mozart y dos sinfonías tempranas: la nº 5, K.22 y esa bomba que es la nº 10, K.74, por cierto abordada por Onofri de forma imaginativa en su primer movimiento. El segundo hubo que repetirlo de propina para el público. Y todo gratis.
El miércoles 16 tocaba ir a Cajasol, por lo que a la vista de lo ocurrido en el concierto de Savall (hecho lamentable que aún se comentaba entre el público) decidí presentarme con tiempo. Los señores del ICAS han aprendido la lección: al acceder al interior de la Sala Joaquín Turina, una persona rompía la entrada y otra, ahora sí, indicaba a cada uno la zona de butacas que le correspondía. De todas formas no hubo problema porque el aforo no llegó a llenarse pese al atractivo programa. La culpa quizás la tuvo el hecho de que el concierto se celebrara entre semana. En cualquier caso, tuvimos dos de las más típicas sinfonías londinenses de Haydn: la “Sorpresa” y la “Londres” en las transcripciones de Salomon para conjunto de cámara. La cosa estuvo a cargo de miembros de la OBS: Andoni Mercero y Alexis Aguado, violines; José Manuel Navarro, viola; Mercedes Ruiz, violonchelo; Ventura Rico, contrabajo y Guillermo Peñalver, flauta. Huelga decir que con estos monstruos en el escenario las interpretaciones fueron absolutamente magistrales. Resultan curiosos estos arreglos camerísticos, que permiten explorar con gran facilidad la arquitectura musical de estas monumentales obras. La única pega es que la “sorpresa”, a cargo de seis músicos, no asustó a nadie.
A mí me habría hecho mucha ilusión ver brincar a las viejas del público.
Uno de los grandes atractivos de la edición de este año del Festival de Música Antigua de Sevilla ha sido la presencia del violagambista Jordi Savall con su conjunto Hespèrion XXI. El concierto tuvo lugar en las instalaciones de Cajasol en la calle Laraña, concretamente en la Sala Joaquín Turina, donde tan agradables veladas musicales nos ha ofrecido su Obra Social hasta que el año pasado decidieran adoptar por la política del tijeretazo y, entre otras cosas lamentables, volver la espalda a la Orquesta Barroca de Sevilla. Por lo demás, el único concierto al que he acudido allí en este 2011, la absolutamente impresentable “Revoltosa” de enero, ya me había hecho plantearme que la máxima de que cualquier tiempo pasado fue mejor es cierta en este caso: lejos, aunque demasiado cercanos en el recuerdo, parecen haber quedado los tiempos en los que desfilaban figuras de la talla de Trevor Pinnock, de Diego Fasolis, de Andrew Manze, de Enrico Onofri, del English Concert...
Indudablemente, hay que agradecer la gratísima presencia de Savall a los organizadores del FEMÁS, con Fahmi Alqhai, que tomó parte activa en el concierto, a la cabeza, pero optar por Cajasol como lugar para el concierto ha sido un error. Nada tengo en contra de la caja de ahorros, pero el de hoy ha sido el segundo espectáculo bochornoso al que he asistido en la Sala Joaquín Turina en lo que va de año. La estadística es mala: dos desastres de dos. La culpa, eso sí, no la ha tenido esta vez Savall ni sus músicos, sino la desastrosa e inadmisible organización (o debería decir falta de organización) bien de los empleados de Cajasol, bien de los del Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla (ICAS). Comencemos por el principio: el precio de las entradas variaba, lógicamente, en función de la butaca. Las más caras eran las de la llamada “Zona A”, que se correspondía, para entendernos, con el patio de butacas. Pues bien, al acceder a la sala, ningún encargado indicaba al público el lugar por donde debía acceder a su asiento. Ante esta falta de control, fácilmente subsanable, muchos optaron descaradamente por sentarse en el patio aunque sus entradas fueran de la “Zona B” o balcón. Nadie lo controlaba, y por supuesto, las entradas no eran numeradas. Cuando yo llegué conseguí sentarme en las últimas filas del patio (mi entrada era para la Zona llamada “A”), pero muchos de los que llegaron detrás de mí se encontraron con la desagradable sorpresa de que, como yo, habían pagado las butacas más caras y que, sin embargo, no tenían donde sentarse porque había gente que, pagando menos, les había arrebatado el asiento sin que nadie les hubiera impedido el acceso al patio. Ese grupo de personas, bastante abundante, permaneció de pie e indignado durante bastantes minutos. Vi cómo algunos se resignaban a subir a la “Zona B” con tal de poder sentarse en algún sitio. Lo más indignante llegó cuando también esta zona pareció llenarse y aún quedaban personas de pie. Según se rumoreaba, se habían vendido más entradas que asientos.
Salieron Savall y sus músicos y la tensión aumentó. Uno de los perjudicados alzó la voz y manifestó, con toda la razón, que consideraba que en esas circunstancias no debía empezar el concierto. Los rostros de los miembros de Hespèrion XXI eran un cromo, especialmente el la violagambista Imke David. Temí una reacción airada por parte de Savall, pero de momento permaneció silencioso y mirando al vacío. Otro hombre, desde uno de los balcones, llamó la atención sobre el hecho de que nadie salía “a dar la cara”. En ese punto intervino Savall, diciendo que si había alguien que debía dar la cara aquella noche era él y que invitaba a sentarse en el escenario a todos aquellos que habían pagado una entrada y no tenían donde sentarse. Diciendo que no tenía objeto demorar por más tiempo el inicio del concierto, pidió que el público se “relajara” porque “hay cosas peores”. Pensé, y tal vez no fui el único, que se refería tal vez a la tragedia de Japón. Seguidamente, él mismo desapareció del escenario por momentos para volver llevando sillas, tarea en la que fue ayudado por otros. El público agradeció el gesto con aplausos. Hay algunas cuestiones, digamos que en principio extramusicales, que hacen que este hombre me caiga algo antipático, pero ayer se comportó como un caballero y mi estima hacia él subió varios puntos.
Savall dirigiéndose al público en el interior de la Sala Joaquín Turina.
Después, y sólo después, de que Savall mediara, tomó la palabra Paz Sánchez, del Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla (los mismos que vendieron la práctica totalidad de las entradas de Las cuatro estaciones en diciembre antes de que diera oficialmente la hora de inicio de la venta), que habló en un tono de voz tan sumamente bajo que fue casi imposible captar nada. El público se lo hizo saber, pero sus palabras en absoluto subieron de volumen. Capté que decía que había habido un “problema” con la venta de las entradas. ¡América!
El concierto, titulado “La Europa musical: la edad de oro de la música para conjunto de violas (1500-1700)” fue una verdadera delicia, claro, con una encantadora improvisación (“Canarios”) como cierre de la primera mitad. El programa se dividía en seis partes: Danzas italianas del Renacimiento veneciano, Música de consort de la Inglaterra isabelina, Danzas y variaciones de España, Música para el rey Luis XIII, Músicas de Alemania y Músicas de la Europa barroca. A destacar también la bellísima ejecución de la Gallarda Napolitana de Antonio Valente que cerró el concierto “oficialmente”. De propina, una pieza de Schein y unas variaciones sobre el tema “Guárdame las vacas”.
Desde luego, una noche para recordar. Un excelente concierto y una pésima imagen de Sevilla inmerecidamente transmitida a esos músicos. Y dos huevos duros.
Añadido: Diario de Sevilla informa hoy de que, al parecer quedaba sitio libre en paraíso, por lo que no se habrían vendido entradas de más. De todas formas, ello no exonera a Cajasol o al ICAS (porque entre ellos queda la cosa), con su nula organización, de ser los únicos responsables del caos de anoche y de la patética imagen ofrecida a los músicos. Una falta de diligencia de que la que no se hace eco la crítica de Juan Ramón Lara, que incomprensiblemente llega a verter algunas palabras contra el público que protestaba legítimamente. El único que se ha hecho eco de la lamentable organización ha sido Ismael G. Cabral en el Correo de Andalucía, periódico del que he extraído las siguientes imágenes. Hablan por sí solas.
Junto con Le nozze di Figaro, La flauta mágica es mi ópera favorita de Mozart. Aparte de la incomparable belleza musical de cada número, resulta una obra de innegable atractivo desde el punto de vista del estudio incluso extramusical. Aprovechando como excusa el DVD de Sir Colin Davis en el Covent Garden de Londres, expondré con cierto detalle algunos de los aspectos que considero más relevantes en esta celebrada obra. Como siempre, comenzaré con un resumen del complejo argumento. El libreto traducido al castellano puede localizarse aquí.
Acto 1: La acción transcurre en un Egipto imaginario. Tamino, un príncipe oriental, es perseguido por una gigantesca serpiente. Sin flechas con las que poder matarla, el príncipe, presa del horror, cae desmayado. Aparecen entonces las Tres Damas, unas enigmáticas mujeres que sirven a su no menos enigmática soberana: la Reina de la Noche. Las Damas matan al monstruo y corren a informar a su señora de la presencia del príncipe en sus dominios.
Tamino despierta y observa confuso el cadáver del la serpiente. En ese momento irrumpe Papageno, un extraño hombre-pájaro que captura aves atrayéndolas con su flauta de pan para encerrarlas después en su jaula. La charlatanería de Papageno le lleva a afirmar ante Tamino que él mismo ha matado a la serpiente estrangulándola, lo que lleva a las Tres Damas a castigarle por mentiroso, cerrándole la boca con un candado. Estas entregan al príncipe un retrato de Pamina, la hija de la Reina de la Noche, que se presenta en persona para prometérsela en matrimonio en caso de que él consiga rescatarla de las garras de Sarastro, su secuestrador. Tamino se arma de valor para ir hasta los dominios de Sarastro en busca de Pamina, recibiendo como arma protectora una flauta mágica que deberá hacer sonar en caso de peligro. Por su parte, Papageno, que ya ha recuperado el habla, es forzado a acompañarle llevando consigo como defensa un carrillón mágico. Ambos se despiden de las Tres Damas y emprenden su camino siguiendo a los Tres Muchachos, que no son sino unos niños de espíritu puro cuyos sabios consejos habrán de seguir durante toda la aventura.
Papageno se ha separado de Tamino y de los muchachos y ha llegado por su cuenta hasta el templo de Sarastro. En la habitación de Pamina, su guardián negro Monostatos está apunto de violarla, pero la presencia del hombre-pájaro lleva al agresor a salir huyendo. Papageno pone al corriente de los acontecimientos a la muchacha y abandonan juntos el lugar para encontrarse con Tamino. Este último, por su parte, ha sido conducido por los Tres Muchachos ante la entrada de tres templos distintos: a ambos lados los templos de la Naturaleza y de la Razón; en el centro, el de la Sabiduría. Rechazado en los dos primeros, Tamino se dispone a franquear la entrada de éste último, donde es recibido por el Orador, un sacerdote de la orden de Sarastro que le informa de que ellos son los custodios de la luz frente la oscuridad que encarna la Reina de la Noche, que sólo pretende utilizarle a él para acabar con la orden y expandir así totalmente su reinado de oscuridad. Desde el interior de los templos, varias voces animan a Tamino, cada vez más confundido, diciéndole que Pamina aún vive, lo que lleva al príncipe a hacer sonar su flauta de pura alegría. Al sonido de la flauta mágica acuden atraídas diversas fieras que bailan alrededor de Tamino, que escucha a lo lejos la flautita de Papageno, que se acerca.
La huída de Papageno y de Pamina se ve, sin embargo, interrumpida ante la aparición del detestable Monostatos y de varios esclavos que pretenden apresarles. Papageno hace sonar sus campanas y todos su captores se alejan del lugar bailando contra su voluntad. Sin embargo, la llegada del propio Sarastro acompañado de sus sacerdotes impide que ambos puedan proseguir su escapada. Pamina informa a Sarastro de los abusos a los que se ve sometida por Monostatos, quien no tarda en aparecer después de haber capturado a Tamino. Sarastro, repugnado por lo que Pamina acaba de contarle, ordena que el guardián sea azotado en castigo por su lujuria y dispone que Tamino y Papageno ingresen en el interior del templo.
Acto 2: Reunido con sus sacerdotes, Sarastro expone en el interior del templo la posibilidad de que Tamino sea iniciado en los misterios de Isis y Osiris, votándose favorablemente al respecto. El príncipe acepta su futura iniciación, de la que espera obtener como recompensa la sabiduría y rectitud necesarias que le hagan digno de Pamina. Por su parte, también Papageno, atraído por la posibilidad de encontrar un equivalente femenino (una Papagena) es convencido para iniciarse. Ambos son abandonados en una habitación a oscuras en las que se les prohíbe hablar, especialmente con mujeres. Apenas se han quedado a solas cuando aparecen en el interior de la habitación las Tres Damas, que tratan por todos los medios de arrancarles algunas palabras y frustrar así su iniciación.
Mientras tanto, el dolorido Monostatos observa con embeleso a Pamina mientras duerme en el exterior. La súbita aparición de la Reina de la Noche, cuya presencia despierta a Pamina, evita un nuevo intento de violación. Cuando la Reina se entera a través de su hija de que Tamino no ha destruido a Sarastro, sino de que se ha unido a la orden, monta en cólera y ordena a la joven que apuñale ella misma a Sarastro. Cuando la furiosa Reina se retira aparece de nuevo Monostatos, que ahora trata de conseguir el amor de Pamina chantajeándola con revelarle a Sarastro el contenido de la reciente conversación con su madre. En ese momento irrumpe el propio Sarastro, que asqueado por la conducta de Monostatos, le expulsa definitivamente del tempo y consuela a Pamina.
Tamino y Papageno son conducidos a una nueva habitación, recibiendo instrucciones de proseguir en su silencio. Aparece una anciana que da de beber agua a Papageno, quien incapaz de contener su lengua conversa con ella. La mujer desaparece después de afirmar que se llama “Papagena”. Después de esto entran en escena los Tres Muchachos, quienes además de alimentos traen consigo los instrumentos mágicos de Tamino y Papageno. Mientras este último se entrega a la glotonería, el príncipe opta por no probar bocado, haciendo sonar su flauta mágica. Pamina acude atraída por el sonido, pero cuando observa que el príncipe se mantiene esquivo y silencioso deduce que ha perdido todo interés hacia ella, alejándose del lugar no sin antes manifestar su intención de cometer suicidio.
Los sacerdotes de Sarastro elevan sus oraciones a los dioses Isis y Osirirs y Sarastro ordena que Tamino se despida de Pamina antes de afrontar su tercera y definitiva prueba iniciática, en la que puede perder la vida: el paso a través del fuego y el agua. La pareja se despide. Por su parte, Papageno, que hasta el momento ha fracasado en sus pruebas, es dejado en una habitación a solas. Tras beber un vaso de vino, hace sonar sus campanas mágicas en la esperanza de que ellas le traigan a una Papagena. Enseguida reaparece la enigmática anciana, que se transforma en una bella muchacha después de que Papageno le haya jurado amor eterno. Sin embargo, los sacerdotes alejan del lugar a la joven, dejando de nuevo a solas a Papageno.
Los Tres Muchachos se encuentran con la trastornada Pamina y evitan su suicidio, explicando que la esquiva actitud de Tamino hacia ella no se debe al desamor, sino a su propia iniciación. Por su parte, el príncipe es conducido por dos caballeros armados al lugar donde deberá afrontar su última prueba. Enseguida aparece Pamina, que toma su mano y atraviesa junto a él por el fuego y el agua, que se retiran de su paso por el poder de la flauta mágica. El definitivo triunfo de la pareja es celebrado por los sacerdotes.
Papageno, desesperado ante la idea de una existencia solitaria en ese lugar, está apunto de ahorcarse cuando los Tres Muchachos le insisten en que haga sonar por una vez más su instrumento mágico. Al sonido de las campanas aparece Papagena. La pareja se retira alegremente, regocijados por la idea de tener pronto muchos Papagenos y Papagenas.
En un último intento por derrotar a Sarastro, la Reina de la Noche y sus Damas se introducen en el interior del templo con Monostatos como guía, a quien ha prometido a Pamina en caso de que la aventura culmine con éxito. Sin embargo, los malvados quedan atrapados para siempre y Sarastro, en compañía de los iniciados, agradece a los dioses el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
La flauta mágica es la última ópera de Wolfgang Amadeus Mozart estrenada en vida del autor, pues su última ópera compuesta, La clemenza di Tito, se estrenó previamente en Praga con motivo de la coronación de Leopoldo II como emperador a la muerte de su hermano José II. Habría tanto que decir que cuesta empezar por alguna parte. Digamos que esta ópera, en realidad singspiel, puede observarse como un divertido cuento de hadas tal y como lo haría un niño, o también como una obra de gran complejidad y contenedora de una serie de símbolos que se refieren inequívocamente a la francmasonería. Mozart era un apasionado masón perteneciente a la logia Zur gekrönten Hoffnung (“La esperanza coronada”), y Emanuel Schikaneder, autor del texto (los rumores que apuntan a Giesecke como autor o colaborador del libreto no acaban de tener un fundamento histórico sólido) y primer intérprete de Papageno, también pertenecía a la orden. Resulta obvio que el ritual masónico escenificado en la obra no debía pasar desapercibido para el público, y lo más probable es que esa fuera precisamente la intención de Mozart y Schikaneder. Leopoldo II, probablemente alarmado por los acontecimientos de Francia (la reina María Antonieta era su hermana) había adoptado una postura mucho menos tolerante que su hermano José hacia sociedades como la francmasonería, que se vieron amenazadas. De hecho, ya el propio José II había hecho reducir a tres el número de logias masónicas existentes en Viena en 1785, lo que obligó a que muchos masones dejaran de asistir a las reuniones. ¿Nació La flauta mágica como una reivindicación masónica de las bondades de la orden frente a la contraria opinión “oficial” defendida por el emperador? Es muy probable, especialmente si tenemos en cuenta un hecho casi desconocido: el estreno en 1790 de una ópera de autoría colectiva en cuya composición tomó parte el propio Mozart, llamada La piedra filosofal (Der Stein de Weisen), y que según parece es el antecedente directo de La flauta mágica. Aún conservo un recorte de prensa que hice de la edición “Cultural” del diario ABC de Sevilla de 6 de noviembre de 1999, firmado Jorge Fernández Guerra. Según se lee en el referido artículo, La piedra filosofal (grabada por Martín Pearlman para el sello TELARC) se representó de forma segura hasta 1814 (última función en Linz). El texto también es de Schikaneder y los autores de la música son Mozart, Johann Baptist Henneberg, Benedikt Schack, Franz Xaver Gerl (esposo de Barbara Gerl, la primera Papagena de La flauta mágica) y el propio Schikaneder. Lo interesante es que también en La piedra filosofal los protagonistas deben superar pruebas iniciáticas para alcanzar el amor y que también encontramos la presencia antagónica de dos poderes efrentados: si en La flauta mágica estos son encarnados por Sarastro y la Reina de la Noche, en La piedra filosofal son Astrofonte y Eutifonte (éste último es un personaje masculino, a cargo de un tenor). También hay una pareja seria y una cómica, ambos con nombres similares en masculino y femenino: Nadir y Nadine, de un lado, y Lubano y Lubanara de otro, siendo Schikaneder el primer Lubano, tal y como ocurriría después con Papageno. Es bien probable que Schikaneder, como inteligente empresario teatral, desease incidir en 1791 para su Theater auf der Wieden en la misma dirección marcada por La piedra filosofal mediante una ópera escrita esta vez por un solo autor y con melodías que fascinasen al público. ¿El objetivo? Probablemente, convertir una apología de la masonería en un gran éxito popular en plena represión antimasónica.
Lo que resulta obvio es que La flauta mágica es toda una declaración de intenciones. Estrenar esa obra equivalía, obviamente, a manifestar públicamente la pertenencia a la masonería de los autores de la música y el texto, con las posibles consecuencias negativas que ello podía implicar durante el breve reinado de Leopoldo II. Pongamos un ejemplo. Sabemos que, inicialmente, no se pensó en una gigantesca serpiente para la primera escena, sino en un león. Pues bien, en opinión de Nicholas McNair en las notas que acompañan a la grabación en disco de La flauta mágica de Sir John Eliot Gardiner, es más que probable que decidiesen prescindir de esa fiera después de que Leopoldo hiciese prohibir una publicación titulada “Biografía del león RRRR”, al darse por aludido (el latín leo-nis se asemeja al oído con el nombre Leopold, de origen germánico). La idea de representar precisamente a un león persiguiendo en escena al iniciado masón debió quizás parecer demasiado explícita y arriesgada, siendo sustituida antes del estreno por una serpiente. Está claro que tanto Mozart como Schikaneder andaban por el filo de la navaja. En lo que atañe al salzburgués, ya tenía una probada experiencia como transgresor después de estrenar una obra prohibida como Las bodas de Fígaro, de elevar a la condición de protagonista a un ser despreciable y marginal como Don Giovanni y de fastidiar a todo el mundo (hasta el día de hoy) con Così fan tutte. Cuanto más lo pienso más convencido estoy: Mozart no era el zoquete que muchos creen. Su obra, sencillamente, no tiene sentido si el autor no fue un verdadero intelectual con una sólida conciencia de la realidad social en la que vivía y de sus carencias, aparte de contar con la valentía necesaria para denunciarla y para hacerlo arrojándolo a la cara de los que consideraba culpables. Mozart era un ilustrado de su tiempo, dotado de iniciativa y de ideas propias (sabemos por Constanze, por ejemplo, que pretendía fundar él mismo una logia que pensaba llamar “La gruta”) y con unas tendencias políticas que, de haber vivido más, le habrían acercado probablemente al liberalismo.
Mucho se ha hablado sobre los símbolos masónicos de La flauta mágica. El error, en mi opinión, consiste en buscar de forma retorcida una lectura demasiado subterránea de algo que, en realidad, es más obvio de lo que parece, haciendo que los árboles no nos dejen ver el bosque. En realidad, los elementos simbólicos más llamativos no están precisamente disimulados. Como bien apunta, por ejemplo, H. C. Robbins Landon en su 1791, el último año de Mozart, en La flauta mágica encontramos un importante predominio del número tres. No es este el lugar para discutir sobre la importancia de esta cifra en la masonería, pero baste decir que tres son los estadios por los que atraviesa todo masón durante el curso de su iniciación (aprendiz, compañero y maestro); triple es también el famoso emblema masónico de “Libertad, igualdad, fraternidad”; el triángulo, que representa habitualmente a la divinidad, es la figura geométrica más simple, etc. Así, ya los triples acordes de la parte central de la obertura (que se repetirán posteriormente a lo largo del segundo acto) nos llaman la atención sobre la importancia de esta cifra: tenemos tres damas, tres muchachos y tres templos. Tres son las pruebas de la iniciación y tres son los iniciados, pues debemos contar entre ellos a Pamina, algo sobre lo que escribiré más adelante. También el número dieciocho, relativo al grado Rosa Cruz, adquiere su importancia: es la edad de que afirma tener la supuesta anciana que conversa con Papageno y es también el número de sacerdotes que parlamentan con Sarastro al comienzo del segundo acto. Hasta la propia situación de los hechos en un Egipto imaginario de ninguna dinastía concreta es otra referencia a los orígenes míticos de la masonería. Quizás la referencia más obvia sean las palabras del coro final Heil sei euch Geweiten (“Salve a los iniciados”). Con todo, cuando el espectador escucha La flauta mágica asiste, por mucho que no capte estos elementos, a una iniciación masónica escenificada y en absoluto disimulada. Lo más importante está a la vista, y no cabe duda de que esa era la intención de los creadores de la obra, precisamente porque en ello radicaba parte de la utilidad de la misma en el momento de su estreno.
De las distintas filmaciones que circulan de esta obra maestra, en los últimos años se ha ganado especial fama la registrada en la Royal Opera House londinense en 2003, con escenografía de David McVicar. De este último ya hablé hace ahora justo un año en relación a su igualmente celebrado Giulio Cesarede Glyndebourne. No diré que sea de forma exclusiva, pero sin duda gran parte del atractivo de este DVD radica precisamente en la logradísima puesta en escena. McVicar es de esos directores de escena jóvenes que gustan de transportar los hechos de cada ópera a momentos históricos diferentes, algo que puede no gustar a todos. Lo que le hace especialmente interesante es que en cada una de las cosas que le he visto demuestra una enorme inteligencia y comprensión de la obra. Nada es gratuito, y su trabajo se mantiene muy lejos del simple hecho de colocar aquí una lámpara y allá una silla. Así, su propuesta para La flauta mágica no busca como objetivo final recrear la vista del espectador, sino dar vida a la historia de la forma más creíble posible. Por eso acude a una iluminación oscura y a presentar el Templo de la Sabiduría gobernado por Sarastro no como un enclave destinado al culto religioso, sino como un lugar de estudio y reflexión cuyos sacerdotes son, en realidad, ilustrados. Lo que hace McVicar es eliminar parte del disimulado barniz con el que Schikaneder disfraza a los moradores del templo y presentarlos tal y como son en la práctica real: masones. Un gran ojo, obvio símbolo de la divinidad, preside el interior del templo. Por cierto que lo único que me disgusta en este sentido es que la puerta de acceso a este sea la tercera a contar desde la izquierda, cuando en realidad debería ser la puerta central, flanqueada a ambos lados por los Templos de la Razón y de la Naturaleza. Por otra parte, la representación del fuego y el agua en el segundo acto recurriendo a bailarines y figurantes era algo a lo que ya había recurrido Gardiner en su Flauta de Ámsterdam de 1995, que por cierto bien podría reeditar en DVD Deutsche Grammpohon. Por lo demás, tenemos también la presencia de truenos durante los diálogos, que como es tradicional se presentan bastante cortados.
Al hablar de los personajes de La flauta mágica, supongo que lo más normal sería hacerlo abordando a la pareja formada por Tamino y Pamina. En cambio, prefiero comenzar con los dos personajes entorno a cuyo enfrentamiento gira la totalidad de la acción: Sarastro y la Reina de la Noche.
Sarastro, cuyo nombre es una obvia desviación de Zoroastro, es la encarnación del espíritu fraternal y piadoso de su orden, y por ende, del ideal de comportamiento masónico. A diferencia de la presencia cuasi sobrenatural de su enemiga, la Reina de la Noche, él se nos presenta como un ser mucho más próximo y de carne y hueso. Esta humanidad de Sarastro, indudablemente pretendida por un Mozart que le entrega la tierna y consoladora aria In diesen heil’gen Mauern (“En estos sagrados muros”) justo detrás de la violenta Der Hölle Rache, marcando así el contraste entre la personalidad de Sarastro y la de la Reina de la Noche, ha quedado dañada por la práctica lamentable de interpretar el papel desde una concepción casi completamente deshumanizada. Sarastro no es ni debe ser ni por asomo una especie de robot inexpresivo que lance respuestas de tono ético, sino un ser de carne y hueso. Sus sentimientos hacia Pamina, apenas insinuados, así lo demuestran. No es su padre, como algunos afirman, pues la propia Reina de la Noche manifiesta que éste ha muerto, y las primeras palabras de Sarastro en escena confirman que sus sentimientos hacia Pamina no son paternales:
SARASTRO
¡Levántate, serénate, querida!
Pues antes incluso de apremiarte
sé ya muchas cosas de tu corazón:
amas mucho a otro.
No quiero obligarte a amar,
pero tampoco
te daré la libertad.
Es obvio que bajo la expresión “no quiero obligarte a amar” no se encierra una referencia al violador Monostatos, al que él mismo está a punto de castigar severamente. En realidad, como bien expone Jan Assmann en su estupenda obra La flauta mágica: ópera y misterio, la frase sólo tiene sentido si aceptamos que Sarastro tiene sentimientos amorosos hacia Pamina a los que renuncia al ser consciente de un rechazo por parte de ella al que, como espectadores, no hemos asistido. Es un personaje de acentuados contrastes, en el que no todo es luz, tal y como habría que esperar. Resulta obvio que durante buena parte del primer acto se nos presenta como un malvado secuestrador, por la sencilla razón de que, como espectador de los acontecimientos, el público ha sido también engañado por las insidias de la Reina de la Noche. Más adelante, cuando ya hemos descubierto la grandeza y la bondad del personaje, encontramos ciertos elementos desconcertantes: el castigo impuesto al repulsivo Monostatos (los azotes) no deja de ser una auténtica barbarie, y también resulta chocante su despectiva forma de referirse al color de su piel cuando en el segundo acto manifieste que sus intenciones son tan oscuras como su cara. Igualmente, su concepción del sexo femenino parece marcadamente sexista, algo que comparten sus sacerdotes, y de manera muy clara el Orador durante su conversación con Tamino en el primer acto. La cuestión es que estos defectos en el personaje son, en mi opinión, plenamente intencionados por Mozart y Schikaneder. Por ahora, dejémoslo en que ambos masones tenían motivos para trazar un retrato sexista de sus hermanos.
Se dice, para terminar, que el papel de Sarastro está inspirado en el mineralogista y masón Ignaz von Born, que no vivó para ver el estreno.
Partiendo de la acertada intención de mostrar al público un Sarastro plenamente humanizado, el papel es asignado en este DVD al bajo Franz-Josef Selig, de quien ya hablamos en relación a Don Giovanni y que en todo momento busca huir de una excesiva solemnidad, llegando a mostrar algún gesto atormentado de cuando en cuando. Es un acierto, en este sentido, el presentarle como un hombre aún joven y no como el típico viejo sabio. Selig aborda el papel sin problemas, y se maneja sin complicaciones en los graves, completamente asesinos, escritos por Mozart, pero se echa en falta un poco más de implicación que haga la suya una interpretación menos sosa y gris.
La interpretación más lograda en este DVD es la espléndida Reina de la Noche de Diana Damrau. En su primera aria (O zittre nicht) transmite algo que muy pocas intérpretes consiguen en un papel tantas veces abordado: la Reina no se muestra al público sólo como una desconsolada madre que ha perdido a su hija, sino que se nos hace entender que allí hay realmente gato encerrado, exhibiendo una tristeza falsa de controlada teatralidad. También McVicar ayuda a reforzar esta visión de la primera aria de la Reina, presentando a ésta sostenida por sus Damas, casi a punto de desvanecerse teatralmente. Su segunda “Ach helft” (Ayuda) está abordada de forma originalísima, con una inhabitual smorzatura que produce un efecto de gran patetismo. Seguidamente, Damrau aborda la frase Denn meine Hilfe war zu schwach (Mi poder fue demasiado débil) de forma entrecortada, como simulando un llanto. La música, con la quietud de las cuerdas de fondo, permite sin salir dañada esa intencionada licencia en términos de legato. La conclusión del aria, en la que se consuma el engaño del príncipe, es todo un ejercicio de coloratura que Damrau aborda como si de una explosión de felicidad histérica se tratara ante la idea de recuperar a su hija. Teatro dentro del teatro. En la segunda y célebre aria, Der Hölle Rache, en la que el personaje termina quitándose la máscara y manifestándose en su verdadera faceta diabólica, Damrau nos presenta a una Reina que roza el histerismo asesino, convertida en pura irracionalidad y sed de poder y venganza. En mi opinión, este es el enfoque correcto, bastante alejado de un mero “cantar bonito” por parte de la eventual intérprete. Mozart exige aquí verdadera violencia y brutalidad. La triple repetición de la palabra “Hört” (“Escuchad”), como invocación a los dioses de la venganza, enfatiza el carácter violento del momento. Por cierto que también McVicar escenifica adecuadamente esta segunda aria, presentando un claro contraste entre la exaltada y despiadada madre, inconmovible, y el llanto desconsolado de la hija.
Por lo demás, resulta claro que Tamino no es más que un peón del que la Reina pretende valerse. Tampoco su hija Pamina parece importarle lo más mínimo, pues después de que ella no mate a Sarastro opta por prometérsela a Monostatos. Lo que la impulsa es el deseo furioso de destruir la luz de la orden de los iniciados y de extender así su oscuridad. Su imagen de madre desconsolada en O zittre nicht es falsa y falsa es por tanto la acertada interpretación que Damrau nos ofrece.
¿A qué representa la Reina de la Noche? A la oscuridad intelectual, como su propio nombre indica. No es una referencia a la Iglesia Católica, como algunos pretender hacer ver tendenciosamente, sino que alude a todos los elementos irracionales y supersticiosos que oscurecen el pensamiento, en el marco de la Ilustración y del librepensamiento masónico. La Reina de la Noche no es la verdad, sino lo que el oscurantismo pretende hacer ver de forma distorsionada mediante el miedo: ella representa a la anti-masonería que censura a la orden, por ejemplo, extendiendo rumores o porque la gente alberga sospechas negativas que no son probablemente sino la consecuencia lógica de dichos rumores (“Se murmura mucho de la falsedad de estos sacerdotes”, dirán las Damas). En este marco tienen cabida, claro que sí, las censuras dirigidas desde el catolicismo a la masonería (“Se dice, que quien se liga con ellos por juramento, va al infierno en cuerpo y alma”), pero también podemos incluir sin reservas a los distintos regímenes políticos, de derechas y de izquierdas, que a lo largo de los siglos han perseguido a la orden.
La mejor descripción de Tamino nos la ofrece Sarastro cuando es preguntado por sus sacerdotes sobre la conveniencia de iniciarle en los misterios de Isis y de Osiris: es virtuoso, discreto y caritativo. Se trata de tres condiciones que los sacerdotes consideran indispensables en el iniciado, pues la propia iniciación consiste en el perfeccionamiento personal (virtud), la práctica de la caridad mutua (hermandad) y en la idea de discreción. Su entrada, empero, desmayándose ante la presencia de la serpiente, dista mucho de la heroicidad, y su condición de príncipe suscita reservas entre los sacerdotes acerca de su aptitud para superar unas pruebas que no exigen placeres sino sacrificios. Sarastro, sin embargo, se muestra acertadamente confiado: más que por su condición de príncipe, Tamino es noble como hombre, y ello le hace capaz de superar su iniciación. Mozart entrega a este personaje, enamorado de un retrato, una de las páginas más bellas de toda la ópera, el aria Dies Bildnis ist bezaubernd schön, que exige un canto sumamente delicado, aunque sin caer en el exceso de azúcar. Nosotros tenemos a un Will Hartmann tosco, cuyo afectado canto, aunque no engolado, carece de naturalidad, como si superase un esfuerzo constante. En lo teatral se defiende mejor, explotando la faceta más sufriente del príncipe durante su iniciación. Hartmann no retrata a un Tamino que se bebe la iniciación como si de algo simple se tratara, sino que se nos muestra al príncipe con gesto completamente demacrado al asistir al soliloquio de Pamina en el que la joven le reprocha su frialdad y le informa de sus intenciones suicidas.
Mucho más lograda está la estupenda Pamina de Dorotea Röschmann, a la que McVicar viste de un blanco permanente salvo en su aria del segundo acto Ach, ich fühl's, en la que entra llevando un manto azul lleno de estrellas. Es un guiño inteligente el vestirla en ese momento de oscuridad nocturna, pues Pamina, aunque de forma involuntaria, pretende arrancar unas palabras a Tamino, frustrando así su iniciación, del mismo modo que las Damas lo habían intentado anteriormente. Su presencia y sus sombrías palabras son una parte de las duras pruebas por las que atraviesa el príncipe, y sin saberlo, Pamina se sitúa inocentemente en el plano de los elementos oscuros que buscan derrumbarle. De ahí el manto nocturno, en clara referencia a su madre, con el que se cubre en esta escena. O al menos yo lo entiendo así.
Lo cierto es que también Pamina supera su propia iniciación a lo largo de la obra. Es este un aspecto absolutamente revolucionario. Habíamos hablado del carácter sexista de Sarastro y de sus sacerdotes, y sin embargo, nos encontramos con que la muchacha atraviesa unas pruebas semejantes a las de Tamino y con que ambos recorren de la mano el fuego y el agua. Resulta obvio que Mozart y Schikaneder nos muestran aquí la aptitud de las mujeres para iniciarse en la masonería, algo que no era permitido en su tiempo. Los “masones” de La flauta mágica son sexistas porque intencionadamente se critica este rasgo de los masones reales de su tiempo y se manifiesta la aptitud de las mujeres para acceder a la iniciación.
Más discutible es el enfoque que NcVicar da a Papageno. A mi entender, este personaje nos dice que no todo el mundo está representado, naturalmente, por la altura intelectual de Tamino y Pamina, pero de ahí a retratarlo como un incompetente intelectual hay un trecho. El hecho de no reunir las características de un Tamino o de una Pamina no hace de alguien un zoquete, y retratar a Papageno como a un bobo es llamar de ese modo a todos aquellos que los masones no consideran “iniciables”. Simon Keenlyside, quien por cierto se lleva la mayor ovación del público al saludar, no presenta problemas vocales en su interpretación de Papageno, pero su concepción misma del personaje, probablemente exigida por McVicar o por Davis, me parece harto discutible. Es obvio que se quiere mostrar aquí el carácter más tierno e inocente posible de Papageno incluso en sus infantiles movimientos en escena, aunque ello vaya en detrimento de una interpretación más alegre y sobre todo enérgica y viva del personaje, como sería deseable. Este Papageno se desenvuelve como si le faltara un hervor, y tampoco manifiesta un carácter demasiado alegre. Por buenos que sean los medios vocales de los que dispone Keenlyside, su Papageno comete uno de los peores pecados que pueden darse en la interpretación de este personaje: aburrir. Por cierto que una de las decisiones más curiosas de McVicar es la de eliminar el componente mágico de las campanas de Papageno (a todo esto, el instrumento aparece decorado con imágenes, supongo que poco casuales, del sol y de la luna) en el segundo acto: los sacerdotes se encuentran presentes cuando él entona su Ein Mädchen oder Weibchen y son ellos, y no el carrillón mágico, los que le traen a la falsa anciana. ¿El objetivo? Probablemente incidir en el carácter crédulo e inocente del personaje, aunque ello esté de más por cuanto las campanas son realmente mágicas, tal y como se manifiesta en el acto primero durante el “baile” de Monostatos y los suyos. En lo que se refiere a Papagena, interpretada por Ailish Tynan, hay que decir que está representada, en efecto, como la pareja ideal para Papageno, según lo entiende McVicar: una mujer alegre y despreocupada, pero también hortera y vulgar. Tampoco tiene ningún sentido el que no aparezca exactamente como una anciana en sus primeras intervenciones, lo que hace extraño que Papageno se dirija a ella como tal (Alte). Es una lástima que una dirección escénica tan sumamente inteligente en la mayoría de las cosas ofrezca una visión tan insuficiente y limitada de estos personajes.
Precisamente es Papageno el primero en darnos una pista sobre el carácter iniciático de la obra, ya en el acto primero. Cuando miente a Tamino afirmando que él mismo ha matado a la serpiente, las Tres Damas le entregan tres elementos que, sin duda, encierran cierto simbolismo. En lugar de vino, Papageno recibe agua, que probablemente simboliza las penalidades futuras. También le es entregada una piedra en lugar de sus alimentos. Es conocido el simbolismo masónico de la piedra pulida, símbolo del perfeccionamiento iniciático, y de la piedra sin pulir, como la que recibe Papageno. Por último, su boca es cerrada con un candado, en lo que se antoja como una referencia clara a la discreción que se exige al masón, virtud por la cuál será interrogado posteriormente Sarastro en relación a Tamino.
Huelga decir que los divertidos Papageno y Papagena no son ni mucho menos una mera excusa para despojar a la obra de un exceso de solemnidad. Desempeñan un papel tan necesario como Tamino y Pamina en la exposición que Mozart y Schikaneder nos presentan sobre la iniciación masónica. De hecho, y por extraño que parezca, no puede considerarse frustrada la iniciación de Papageno. Teniendo en consideración que su meta era Papagena, una vez conseguida ésta hay que concluir racionalmente que el objetivo autoimpuesto por el personaje se ha conseguido. No podemos interpretar, por tanto, que su iniciación quede interrumpida en la escena sexta del segundo acto (la del Ein Mädchen), pues los sacerdotes alejan del lugar a Papagena afirmando que Papageno “todavía” no es digno de ella (Er ist deiner noch nicht würdig!), dejando por tanto abierta la posibilidad de que el aprendizaje iniciático le lleve a serlo en el futuro. Así, el cazador de pájaros, que tan reacio era a rechazar los placeres del mundo, termina renunciando voluntariamente al mismo antes que llevar una vida de oscuridad, y al igual que Tamino y Pamina, consigue su objetivo después de pasar por una muerte figurada que abre paso, obviamente, a un renacimiento personal.
En cuanto a los otros personajes secundarios, encuentro muy satisfactorio vocalmente al Monostatos de Adrian Thompson. Tanto él como los esclavos aparecen retratados como seres casi monstruosos, de aspecto grotesco y con unos larguísimos dedos. El segundo grave patinazo de McVicar está en el hecho de retratarle como a un hombre blanco, lo que obliga a prescindir de las referencias a su color de piel en los diálogos: Sarastro no pronuncia su controvertida frase sobre la oscuridad de los propósitos de Monostatos y Papageno no alude a los pájaros negros tras su primer encuentro con el desagradable guardián. Por mucho que los diálogos se abrevien en la práctica, todo montaje que implique una manipulación del texto de la obra me parece cuestionable, y más cuando, como en el presente caso, ello implica innecesarios contrasentidos. El susto de Monostatos la primera vez que se encuentra con Papageno puede ser lógico, pero ¿y a la inversa? Porque se supone que Papageno se asusta porque nunca antes había visto a un hombre negro... En cualquier caso, no es esta la única ocasión en que las decisiones de McVicar influyen en la recreación escénica del propio texto: cuando Papageno examina el físico de Pamina para cerciorarse de que es ella la mujer del retrato, omite la referencia de que sus cabellos son castaños, produciendo el efecto cómico de que cree que son la misma persona porque ambas tienen, simplemente, pelo. Al menos esto resulta simpático y por ello me parece perdonable.
En relación a Monostatos, es obvio que su presencia en el interior del templo resulta cuanto menos chocante por mucho que sea posteriormente expulsado, algo que sólo ocurre después de que no responda positivamente a una previa amonestación de Sarastro. Quizás se nos quiera decir con esto que las personas no dejamos de ser tales en todas las circunstancias, y que en cualquier árbol, por sano que sea, es posible encontrar frutas podridas. Por lo demás, tampoco parece que Monostatos sienta especial apego por la orden, pues una vez expulsado de ella se dispone a contribuir a su destrucción a cambio de conseguir a Pamina.
Continuando con el apartado de los secundarios, desastroso Thomas Allen como Orador. La edad no perdona. Con graves y evidentes dificultades para colocar la voz, suena ronco, tosco, estéticamente feo y con un flojísimo (por decir algo) grave final en su conversación con Tamino del primer acto, que se supone que debe ser un momento revelador en el que tanto el príncipe como el público tomen conciencia de haber sido engañados por la Reina mentirosa. Bastante mejor están las Tres Damas (Gillian Webster, Christine Rice e Ivonne Howard), especialmente la segunda de ellas, si bien la tercera muestra un excesivo vibrato en la escena primera. Estupendos también los Tres Muchachos (Zico Shaker, Tom Chapman y John Holland-Avery), acertadamente vestidos por McVicar, que pese a lo dicho muestra una evidente comprensión de la obra, con unas ropas roídas y anticuadas que obviamente representan a la sabiduría despojada de adornos y accesorios innecesarios. Matthew Beale cumple bien como Primer Sacerdote, y Richard van Allan, de voz gastada, es el segundo. También muy correctos los dos Caballeros armados, de imponente y siniestro aspecto y llevando unos cascos de tipo griego.
Al margen ya del reparto, mediocre el Coro de la Royal Opera House, a cargo de Terry Edwards, cuyas voces suenan gastadas y chillonas. Es una pena porque la música coral de La flauta mágica, y especialmente el O Isis und Osiris, es simplemente maravillosa.
En cuanto a la dirección de Sir Colin Davis al frente de la Orquesta de la Royal Opera House, debo decir que nos encontramos ante todo un devoto director mozartiano que ha brillado como una de las mejores batutas en el repertorio durantes las últimas décadas. La cuestión es que Davis opta, como era previsible, por unos tempi tradiciones con una general tendencia a la lentitud claramente superada hoy por la corriente historicista. De hecho, mucho antes de esta grabación, directores como Östman o Gardiner habían demostrado que La flauta mágica funciona con tempi más rápidos. Yo hubiera preferido un poco más de velocidad y energía, y puestos ya a pedir, instrumentos originales.
Con sus defectos, que los tiene, creo que la interesante propuesta escénica de McVicar hubiera merecido una Flauta más rotunda musicalmente.
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