Gabriele Santini (dir.); Flaviano Labò (Don Carlo); Antonietta Stella (Elisabetta di Valois); Boris Christoff (Filippo II); Ettore Bastianini (Rodrigo); Fiorenza Cosotto (Principessa Eboli); Ivo Vinco (Il Grande Inquisitore); Aurora Cattelani (Tebaldo). Coro e Ochestra del Teatro alla Scala. DEUTSCHE GRAMMOPHON 3 CD.
Resulta curioso que este notable Don Carlo de Gabriele Santini no haya tenido hasta la fecha una distribución discográfica acorde a su nivel de calidad. Sus ediciones en cedé pueden contarse con los dedos de una mano, y la última reedición que conozco no era adquirible por separado, sino como parte integrante de un estuche titulado “Verdi: Great Operas from la Scala”. Tratándose de una grabación de estudio con una estupenda calidad de sonido y un reparto de interés, es de desear que el sello amarillo sepa enmendar en el futuro este vacío y darle salida en el mercado como merece.
Santini opta en esta grabación por la versión italiana de la ópera en cinco actos, y cuenta para ella con un protagonista que sin ser hoy todo lo recordado que debería, arrasaría sin duda en los escenarios contemporáneos como indiscutible estrella. Me refiero a Flaviano Labò, señor de una bellísima voz de centro sedoso que recuerda en no poco a Domingo. O mejor deberíamos decir aquí que Domingo recuerda a veces a Labò, dada la fecha de la grabación. El suyo es un Don Carlo sensible y atormentado cuando hace falta y con una voz idónea que se complementa bien con la de Antonietta Stella, nuestra Elisabetta, que precisamente es de esas otras “grandes” que por alguna razón permanecen en la sombra, como en un lugar marginal respecto de otras figuras de la ópera con las que tuvieron que competir en un mismo marco temporal. Stella ha sido una gran verdiana y una soprano de enorme elegancia y estilo. La única pega, por poner alguna, sería quizá una cierta falta de implicación, un toque de “frialdad” que, en realidad, si soy plenamente sincero, no es más que una apreciación subjetiva de quien escribe.
Boris Christoff es un cantante considerado como emblemático en el papel de Filippo. Ha habido voces de bajo más bellas abordando el papel (para mi, Ghiaurov) y también puede resultar algo nasal por momentos e incluso no del todo matizado –claramente puede ahondarse más en materia de claroscuros–, pero poca duda cabe de que el suyo es un Filippo imponente, de fuerte personalidad. Ettore Bastianini defiende muy en su línea el papel de Rodrigo: la voz es atractiva y canta francamente bien, aunque resulta algo monocorde. No lo definiría como tosquedad, sino nuevamente como falta de medias voces, algo que limita obviamente las capacidades expresivas del intérprete. Esto es recurrente en Bastianini y no estamos aquí ante una excepción, aunque repito que el balance general me parece positivo.
Por último, Fiorenza Cosotto dibuja a una Eboli de nivel astronómico. Claramente está entre lo mejor de la discografía en el papel y su sola presencia sería ya motivo suficiente para interesarse por esta versión. Su marido Ivo Vinco es un rotundo inquisidor. Siempre he pensado que fue un estupendo bajo algo minusvalorado, y su escena con Filippo, verdadera prueba de fuego para los dos bajos y punto sin duda de interés de toda grabación, es quizá de lo mejor de este registro.
Ayer asistí a la última de las representaciones del Don Carlo verdiano que ha servido de colofón a la temporada de ópera del Teatro de la Maestranza. De entre las versiones que dejó Verdi de la obra, Halffter optó por la abreviada de 1884, privándonos así del acto de Fontaineblau.
Antes de entrar en detalle sobre los aspectos musicales de la función, mis primeras palabras van a ir dirigidas a la puesta en escena de Giancarlo del Monaco. El interés de esta producción no radica en absoluto en sus monótonos decorados, que no son sino unas desnudas estructuras recubiertas de oscuros mapas cartográficos que ilustran o quieren ilustrar la expansión territorial del imperio español. Honestamente, me hubiera gustado ver cómo se las hubiera ingeniado Del Monaco para recrear con semejante pobreza de material escénico el suprimido acto de Fontaineblau, en el que la presencia de los mapas hubiera sobrado claramente más que nunca. En cualquier caso, el clásico vestuario que exhibieron todos los personajes llevaba a pensar que el director escénico pretendía situar una ambientación clásica bajo unos parámetros más o menos abstractos. El problema está en que para que esto sea creíble, los personajes vestidos de época no deben entonces interactuar con el decorado abstracto, y eso es exactamente lo que ocurre en la escena del auto de fe, en el que el esforzadísimo coro debe arrastrar por el escenario un enorme crucifijo que no pinta nada. Representar el poder de la Iglesia mostrando al público un gran crucificado no es ni original ni novedoso en el Maestranza, donde ya pudimos ver exactamente eso en La favorita de la pasada temporada, en la que la presencia del crucifijo estaba además bastante mejor resuelta desde el punto de vista técnico y escénico. Cuando el señor que estaba sentado a mi lado vio el enorme Cristo, simplemente exclamó: “Con el crucifijo s’han pasao”. La sabiduría de lo espontáneo.
Hubo otras decisiones completamente arbitrarias de Del Monaco, pero la más flagrante fue el modo en el que presentó al Gran Inquisidor en su dúo con Filippo. El viejo nonagenario apareció como un penitente exageradísimo, no solamente flagelado, sino coronado también de espinas e incluso con las manos y los pies agujereados. Grave, gravísimo error en mi opinión. Se supone que Del Monaco ha querido mostrar la ceguera, la brutalidad y el fanatismo religioso, pero de lo que no parece haberse dado cuenta es de que lo que realmente resulta transgresor y atrevido es presentar al personaje vistiendo sus ropas sacerdotales. Si reducimos la apariencia física del Inquisidor al aspecto ensangrentado del villano de una película de terror adolescente estaremos distorsionando por completo el sentido abiertamente anticlerical pretendido por Verdi para la escena. Insisto: la denuncia contra el fanatismo resulta infinitamente más atrevida presentando al personaje con ropas de religioso. Luego, a Del Monaco se le ocurre añadir tensión, como si no hubiera ya la suficiente, a la escena del “duelo” entre el inquisidor y el rey, haciendo que éste tome algo de la mesa (creo que un candelabro o algo así) y esté a punto de abrirle la cabeza. Grotesco. Tanto como el hecho de que Don Carlo no sea conducido a la sepultura de Carlos V por el fantasma del emperador, sino que muera asesinado por su padre, lo que deja completamente fuera de lugar a la aparición fantasmal que cierra la obra. Soy permisivo con los montajes que se toman libertades (hay un montón de pruebas en este blog que me da pereza recopilar) pero el límite de lo tolerable viene marcado por la propia coherencia argumental, aquí rota en la última escena, y por el respeto a la música. ¿Se puede salvar algo de esta producción? En mi opinión, el estupendo vestuario de Jesús Ruiz, aunque los principales personajes vistan todos de color oscuro, con la excepción del inquisidor, que como decíamos, en su dúo con Filippo va directamente de mamarracho.
Vayamos ahora con los cantantes. Mucha caña le han dado por internet al Don Carlo de Kamen Chanev, tanto que casi iba mentalizado de escuchar algo espantoso. Lo cierto es que no me lo pareció. Está claro que no es el suyo un Don Carlo maduro en absoluto, y comenzó con algún problema de afinación que fue venciendo a lo largo de la noche, compensando con agudos muy seguros en los que su voz, que me sonó más bien lírica, brilló hermosa. En ningún momento cantó engolado, como apunta Mengíbar en su crítica de Diario de Sevilla respecto de la primera de las funciones. Del Monaco recurrió a él para introducir otra chorrada dirigida quizá a desconcertar al público, y de paso, impedirle concentrarse en la música: la escena en la que el infante cae desmayado ante Elisabetta se escenificó con ridículos espasmos de Chanev, bastante próximos a lo cómico y que en absoluto encuentran respuesta en el clima que describe la tierna música que Verdi escribió para la escena. En fin. Más segura estuvo la Elisabetta de Fiorenza Cedolins, que aportó una estupenda Tu che la vanità, aunque en ocasiones acusó algún problema, no excesivamente preocupante, de volumen. Me hubiera gustado también algo más de pathos en el personaje. No es que fuera la suya una interpretación gris, pero tampoco me pareció desbordante de personalidad.
Al margen de la pareja protagonista, el papel de Filippo ha recaído en el joven bajo Ievgen Orlov, reciente ganador de Operalia. Ha sido su primera ópera completa y la impresión es la de que hay material para que pueda convertirse en un buen bajo. Su problema más obvio es la pésima dicción italiana, que evidencia que no maneja en absoluto el idioma. Por lo demás, hubiera sido deseable una mayor intensidad para evitar convertir al personaje en algo plano. No fue un Filippo bien matizado, aunque siendo la primera vez que se sube a un escenario a cantar un papel completo (y nada menos que el Filippo) poco hay que se le pueda objetar con severidad. Debo decir que mis compañeros de butaca me pusieron realmente nervioso en el Ella giammai m’amò. El señor de al lado reconoció la melodía, y en un gesto de grave mala educación comenzó a silbar bajito. Giré mi cabeza hacia él y me quedé observándolo sin decir nada. El hombre captó el mensaje, de eso estoy seguro, pero entonces le vino un ataque de tos que alternó con nuevos silbidos, violando todas las leyes de la naturaleza y del cuerpo humano. Luego, la pareja que había a mi espalda tuvo una conversación distendida y entró en acción “la tonta del caramelo”, personaje mítico que no podía faltar. Da igual donde uno se siente, siempre hay una “tonta del caramelo” cerca dispuesta a abrir el envoltorio despacito, despacito. Debe haber varias decenas en cada teatro, repartidas por todas las zonas. El silencio volvió en mis alrededores durante el dúo entre el rey y el inquisidor, aunque cuando el primero intentó partirle el cráneo al segundo, gracias a la inventiva de Del Monaco, una persona sentada a mi derecha aludió a algún tipo de problema mental (de Filippo, no del regista) diciendo “el rey no está bueno”.
La triunfadora de la noche fue la estupenda Éboli de Dolora Zajick, que me gustó más en el O don fatale que en la canción sarracena. Agudos impactantes, lanzados como cuchillos sin la menor cavilación y graves perfectamente colocados, sin el menor asomo de palidez en la voz. El público respondió y se llevó, creo, la mayor ovación. Tenía partidarios enfebrecidos en la zona de Paraíso (donde estuve sentado) que la bravearon intensamente. También me gustó mucho el Rodrigo de Ángel Ódena, que empezó con un excesivo vibrato en el primer acto que supo controlar después. Lo mejor, la escena de su muerte, aunque el disparo sobresaltó a medio teatro. Vocalmente, aunque no en lo escénico (algo de lo que no tiene culpa) resultó sobresaliente el Gran Inquisidor de Dimitri Ulianov, en cuyo dúo con Filippo brilló respondiendo a cada una de las preguntas del rey con una potente voz casi fantasmal y sin la menor vacilación, como si de un siniestro oráculo se tratara. Por último, la orquesta se tragó al Tebaldo de Aurora Amores.
Excelente el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Según me ha llegado a través de uno de sus miembros, la cosa ha sido esta vez especialmente esforzada.
En cuanto a la dirección de Pedro Halffter al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, sinceramente no percibí que los tempi empleados fueran “erráticos”, como más de uno ha señalado, sino más bien tirando a lo convencional. Halffter está más convincente en territorios veristas, entregándose más aquí a la espectacularidad y al sonido efectista (tremendo, por ejemplo, el sonido que extrajo de la orquesta en “La pace dei sepolcri”), pero, en general, servidor lo pasó bien.
PS: No quiero cerrar la entrada sin dedicar un recuerdo especial a los desconocidos que me rodearon en la zona de Paraíso. Ya he dicho las cosas más significativas, pero no pienso resistirme a plasmar aquí los innegables conocimientos históricos de una mujer sentada a mi espalda: “Isabel de Bolís” (¡!) y “la del parche”. Como suena.
Hacía ya mucho que no aparecía Giuseppe Verdi por el blog, y lo cierto es que el inminente Don Carlo del Maestranza (sobre el que a día de hoy aún no se conoce el reparto completo) es una buena ocasión para traerle de vuelta con una de sus óperas más monumentales. Como siempre, comenzaré trazando un resumen del libreto. Para que sea lo más completo posible, tomaré como referencia la versión italiana en cinco actos.
Acto 1. Escena primera: El infante Don Carlos, hijo del rey Felipe II de España, conoce a su prometida, la joven Isabel de Valois, en los bosques de Fontaineblau. La pareja conversa a solas unos instantes y ambos se enamoran uno del otro. Enseguida aparece Tebaldo, paje de Isabel, acompañando a una embajada española que comunica a la princesa que su padre ha cambiado de opinión y ha decidido entregar su mano al propio Felipe II, en lugar de a su hijo. Mientras Isabel y Carlos se desesperan, el resto de los presentes saluda jubilosamente a la nueva reina de España.
Escena segunda: Ha pasado algún tiempo y Don Carlos se encuentra sumido en sus pensamientos en el monasterio de Yuste, ante la tumba de su abuelo el emperador Carlos V. Aparece entonces, recién llegado de Flandes, Rodrigo, marqués de Posa y amigo íntimo de Don Carlos. Este último le confiesa el amor que siente por quien ya se ha convertido en su madrastra, y Rodrigo le aconseja alejarse de la corte y marchar a Flandes para poner fin a la interminable guerra. Don Carlos accede y ambos amigos juran prestarse apoyo mutuo hasta la muerte.
Escena tercera: En el jardín exterior del monasterio, la princesa de Éboli se entretiene mientras tanto entonando canciones con sus damas. Cuando cesan los cantos entra Isabel, que vive en una permanente melancolía. Rodrigo le entrega furtivamente una carta de Carlos en la que este le manifiesta que desea hablar con ella de inmediato, y la princesa de Éboli comienza a sospechar que el infante ama secretamente a alguna mujer de la corte, haciéndose ilusiones de que pueda tratarse de ella misma. Finalmente, la reina se queda a solas y recibe a Don Carlos, que le expone sus deseos de marchar a Flandes al tiempo que le confiesa nuevamente su amor. Isabel, conmovida pero firme, exclama que solamente podría estar en sus brazos en el caso de que él asesinara a su padre el rey para casarse con ella, su madrastra. Horrorizado por las palabras de Isabel, a quien no le falta la razón, Don Carlos abandona el lugar precipitadamente.
Tras la salida de Don Carlos entra el rey. Felipe II se indigna ante el hecho de que su esposa se encuentre a solas, sin la compañía de ninguna de sus damas, por lo que decide expulsar de España a la condesa de Aremberg, que debía estar acompañándola. Isabel consuela a su amiga y se despide tristemente de ella. Seguidamente, el rey conversa con Rodrigo. Felipe II está dispuesto a premiarle por su demostrado valor en Flandes, pero el marqués de Posa le revela que el único favor que puede hacerle a él y a su pueblo es el de poner fin a la guerra. Consciente de que Rodrigo desea la libertad de los que él considera los herejes flamencos, el rey le recomienda que se mantenga alejado del poder la Inquisición.
Acto 2. Primera parte: Don Carlos espera encontrarse con Isabel en los jardines durante la noche. Sin embargo, no es la reina, sino la princesa de Éboli la que acude al encuentro. El infante la reconoce en la oscuridad demasiado tarde, cuando ya le ha dicho palabras de amor dedicadas a la reina. Éboli, herida en sus sentimientos y sabedora ahora de que Don Carlos ama a su madrastra, jura venganza. Rodrigo entra y piensa en matarla, pero finalmente desiste y la enfurecida princesa se retira. Para evitar que Carlos se encuentre en una posición delicada, Rodrigo le pide que le entregue sus cartas más importantes, especialmente las relativas a la liberación de Flandes, para que no puedan ser vinculadas con el infante.
Acto tercero: La multitud asiste a un auto de fe presidido por el rey. De improviso irrumpe Don Carlos con varios emisarios flamencos que imploran a Felipe II que ponga fin a la guerra. Este último se niega a ceder ante los herejes y rechaza la petición de Carlos de marchar a Flandes, pues sospecha con acierto de las intenciones revolucionarias de su hijo. Fuera de sí, Carlos desenvaina su espada en un gesto amenazante contra su padre, pero ninguno de los presentes se atreve a desarmarle, ante la indignación de Felipe. Finalmente, Rodrigo interviene y hace entrar en razón a Carlos, que le entrega el arma. El rey le recompensa convirtiéndole en duque y prosigue la celebración.
Acto cuarto. Escena primera: Amanece y Felipe II se encuentra a solas en su despacho, consumido por la sospecha de que su esposa y su hijo son amantes. Entra el Gran Inquisidor y el rey le pregunta por la conveniencia de desterrar o incluso ejecutar a su hijo. El anciano religioso se compromete, llegado el caso, a dar su absolución al rey. Sin embargo, el inquisidor se ha enterado de que no es Carlos el único que conspira por la liberación de Flandes, sino también Rodrigo. Felipe II, que siente, pese a sus abismales diferencias en materia política, cierto aprecio por Posa, se niega a entregarlo a los tribunales. El Gran Inquisidor estalla de ira y llega a culpar al rey de proteger a los partidarios de los herejes. Tras la agria discusión, Felipe pide al viejo consejero que, en lo sucesivo, sigan siendo amigos.
Tras la salida del malhumorado inquisidor entra una alterada Isabel, que denuncia a su marido el robo de un cofre donde guarda sus joyas. Felipe observa que el cofre perdido se encuentra allí, en su despacho, y lo abre. En el interior, entre las joyas de su esposa, descubre un retrato de Carlos, lo que supone una confirmación de sus sospechas. Felipe acusa de adúltera a su esposa, que contesta con dignidad y altivez antes de desmayarse. Cuando la reina vuelve en sí se encuentra con una apesadumbrada princesa de Éboli, que se confiesa como autora del robo del cofre. Su intención era la de herir a Carlos enviándolo, con el retrato dentro, a las habitaciones del rey, pero no entraba en sus planes el que éste ultrajara a su esposa. Isabel le da la opción de escoger entre exiliarse y vivir en un monasterio, y Éboli, arrepentida, se compromete a salvar a Carlos de la ira del rey.
Escena segunda: Don Carlos recibe en su prisión la visita de su amigo, el marqués de Posa. El leal Rodrigo ha ideado una estrategia para salvar la vida del infante, aun a costa de perder la suya propia: ha dejado en sus habitaciones, con la intención de que sean encontrados, los papeles que Carlos le confió en los que se demostraba claramente su intención de iniciar una rebelión en Flandes, haciéndose culpable, por tanto, a sí mismo y liberando a Carlos de cualquier sospecha que le vincule con la ansiada paz de Flandes. Aún está explicándose Rodrigo cuando recibe un disparo que acaba con su vida. Inmediatamente entra el rey en la celda para perdonar a su horrorizado hijo. En ese momento, una muchedumbre irrumpe en la prisión con la intención de linchar a Carlos, que consigue abandonar el lugar con la ayuda de la princesa de Éboli.
Acto quinto. Rezando ante el sepulcro de Carlos V, Isabel espera la inminente llegada de Carlos en el interior del monasterio de Yuste. Cuando este llega le manifiesta su intención de liberar Flandes inmediatamente y de hacer levantar allí una hermosa tumba para su amigo Rodrigo. La pareja se está despidiendo cuando irrumpen el rey y el Gran Inquisidor para arrestarlos. Carlos retrocede hasta la tumba del difunto emperador, y en ese momento, ante el terror de todos, el espíritu de Carlos V aparece con vestimentas de fraile y se lleva consigo al infante.
En la web kareol pueden localizarse sendas traducciones al castellano del libreto en sus versiones francesa e italiana.
Inspirado en el drama de Friedrich Schiller, el libreto de Joseph Méry y Camille du Locle carece, obviamente, casi de cualquier rigor histórico. El eje central de la historia (la promesa de matrimonio entre el infante don Carlos e Isabel de Valois, que se frustra cuando ésta es destinada finalmente al propio rey) es prácticamente el único hecho verídico en términos históricos. Schiller, y con él los libretistas de Verdi, se apoya principalmente en la leyenda negra (que, sin embargo, siempre se ha difundido con mayor fuerza fuera del ámbito continental, esto es, en la esfera anglosajona), retratando a una España oscura dominada por una Inquisición implacable (por mucho que la patria de Schiller destacase mucho más en lo que se refiere a autos de fe y demás atrocidades) y por un rey débil, sin sentido de la realidad y fanatizado hasta casi la locura. El hijo, protagonista de la obra, es enfocado exactamente como la antítesis de Felipe II: un hombre joven que ama a Isabel mientras que su padre la trata con dureza y que desea convertirse en libertador de un pueblo oprimido por Felipe. Esta mezcla de amor y rebelión contra la tiranía debió convencer obviamente al reivindicativo Giuseppe Verdi, que por poco que simpatizase con la ópera francesa supo comprender la necesidad de popularizarse en el país galo para conseguir intensificar la difusión de su música por Europa. El compositor cumplió su tarea escribiendo una larga partitura que, como señalaré brevemente (pues no es este el sitio para debatir sobre historia de la ópera) se vio obligado a acortar en más de una ocasión, convirtiendo a Don Carlo (Don Carlos en la versión original francesa) en la ópera verdiana de la que más versiones diferentes nos han llegado.
Tras el estreno en Francia en 1867, Verdi abordó la tarea de elaborar una nueva versión de la obra adaptando la música ya escrita a un nuevo libreto, esta vez en italiano, escrito por Achille de Lauzieres y Angelo Zanardini. En esta ocasión, y por razones que parecen ajenas a su voluntad, Verdi se vio obligado a simplificar la obra prescindiendo del primer acto y reduciéndola, por tanto, a una ópera en cuatro actos. Es obvio que el “acto de Fontaineblau” no es necesario desde el punto de vista argumental. No aparece en el drama de Schiller, y además ya en el segundo acto de la ópera (que se convierte en el primero de esta versión italiana de 1884), Don Carlo explica a Rodrigo que ama a su madrastra Isabel. Por otra parte, al prescindir del primer acto se consiguió como efecto positivo el de otorgar una estructura más o menos simétrica a la obra, que quedaba así en cuatro actos de los cuales el primero y el último comienzan con idéntica música (el sombrío tema de los monjes de Yuste “Carlo, il sommo imperatore”). Sea como fuere, Verdi se sacó la espina de haber mutilado su propia obra restaurando el acto de Fontaineblau en una nueva versión italiana de la ópera, en 1886. Desde el punto de vista de las adiciones y supresiones musicales salidas de la pluma de Verdi con el paso de los años, es posible encontrar otras versiones de Don Carlo, pero la referencia a la versión francesa y a las dos versiones italianas (con y sin el acto de Fontaineblau) es más que suficiente para las pretensiones de esta entrada, que como todos los meses, no tiene otra intención que la de ofrecer al hipotético lector un comentario más o menos detallado de una filmación operística.
La partitura es para mí una de las mejores salidas de la pluma de Verdi. Está plagada de ideas hermosísimas manejadas de forma inteligente. Por ejemplo, tenemos temas que se repiten con frecuencia sin que podamos calificarlos claramente como leitmotivs, pues más que venir asociados a personajes o situaciones concretas, aparecen en momentos dispares y sin una clara conexión a los que otorgan algún significado especial. Por poner un ejemplo, la melodía, entre dulce y lastimosa, que entonan los emisarios flamencos antes del comienzo del auto de fe pidiendo la libertad para su patria es repetida justo al final del acto por una voz celestial que parece dirigir al cielo a las almas de los ajusticiados. El tema musical aparece vinculado, por tanto, a una suerte de liberación melancólica que se produce en situaciones independientes. En cambio, sí me parece más adecuado calificar como leitmotiv el “tema de la amistad”, que suena siempre vinculado a Posa tanto en su primera intervención en el segundo acto como después de que le arrebate la espada a Carlos en el tercero, o también durante la escena de su muerte en la prisión, en el cuarto. A todo ello hay que añadirle, en el apartado de los logros de la partitura, dos de las arias más aclamadas de Verdi: la monumental “Ella giammai m’amò” de Filippo y “Tu che la vanità” de Elisabetta, precedida ésta última por el tema de los monjes esbozado por los metales de la orquesta. Súmese a todo ello todo el monumental acto tercero, con el coro festivo que celebra el atroz auto de fe, la solemne y al mismo tiempo oscura entrada del rey y el conflicto con Don Carlo y los flamencos, para cerrarse finalmente con el coro inicial y la misteriosa voz celestial.
Como propuesta en DVD, la primera opción debe ser, en mi opinión, la filmación procedente del Met de 1983, que ofrece la versión italiana “completa” en cinco actos con un reparto espectacular. La puesta en escena de John Dexter ofrece exactamente lo que suele demandar el público neoyorkino: ambientación clásica conforme al libreto y lujo por doquier. Sin embargo, también es preciso señalar que la iluminación es algo oscura, lo que dudo que pueda achacarse a la filmación, que recae en alguien de garantía como el estupendo Brian Large. Más bien parece que Dexter pretende mostrar una España apagada, dominada en suma por rey que aparece como un ser siniestro y que deprime a los personajes positivos (llamémosles “luminosos”), que son Carlos e Isabel. El mayor momento de opulencia visual se reserva, lógicamente para el auto de fe, en el que el escenario queda completamente dominado por muchedumbre, cortesanos, religiosos, etc. También resulta original la idea de presentar el escudo imperial español en el mismísimo telón del Metropolitan. Con todo, los decorados clásicos no son el elemento más destacable de esta puesta en escena. Es más, con la excepción de la magnífica cancela que constituye el decorado de los actos segundo y quinto (que transcurren en el monasterio de Yuste), la ambientación es algo plana y se resiente por la utilización de paneles que hoy resultan claramente anticuados. Véase, por ejemplo, el bosque de Fontaineblau en el primer acto. Lo que verdaderamente es digno de resaltar desde el punto de vista visual es el portentoso vestuario de Ray Diffen, tan trabajado, rico y realista que resulta mucho más creíble y digno que el de una infinidad de películas históricas.
Vayamos con el reparto.
Don Carlo es, como indica el mismo nombre de la ópera, el protagonista. La imagen puramente romantizada que nos ofrece la ópera verdiana (heredera, a fin de cuentas, de Schiller) nada tiene que ver con el repulsivo personaje histórico que fue Carlos Habsburgo. Aquí aparece como el héroe enamorado de una joven inalcanzable que, sobreponiéndose de sus desgracias, se dispone a convertirse en un libertador frente a la tiranía encarnada por su padre. Sin embargo, pese a estos rasgos generales, el personaje no está enfocado desde un punto de vista exclusivamente heroico. Durante toda la acción, Carlos se nos muestra como un ser atormentado en incluso débil y próximo a la locura: su incapacidad para controlar sus sentimientos desemboca en el conflicto con la princesa de Éboli, y su bienintencionado intento de solventar el problema de Flandes por la vía pacífica, esto es, conmoviendo al rey, se viene abajo cuando pierde los estribos y desenvaina su espada en mitad de una celebración pública. Don Carlos, por tanto, no es un héroe en sentido estricto ni tampoco un jovencito completamente irreflexivo, sino alguien que se convierte en héroe sólo en el último acto de la ópera, una vez que ha sacado fuerzas de sus desgracias. Dicho de otro modo: la ópera nos muestra el proceso de conversión del infante en héroe. Hasta el acto final han sido otros, especialmente Rodrigo, quienes le han sacado de apuros, y su conversión en un hombre firme y decidido sólo tiene lugar tras la muerte de aquél. Igual que Aquiles se lanza furioso al combate tras la muerte de Patroclo, Don Carlos se decide entonces, y esta vez de verdad, a marcharse a Flandes para liberar a ese pueblo y erigir allí un gran monumento para su amigo. Isabel, despidiéndose de él, se da cuenta de la transformación y derrama por el infante las lágrimas que vierten las mujeres, según dice, por los héroes.
El papel del infante corre a cargo de Plácido Domingo, una garantía de que el público del Met responderá siempre enfervorizado. Lo cierto es que Don Carlo es un papel que le va bien a nuestro Plácido, que ha dejado registros sonoros tanto de la versión italiana como de la francesa. La extraordinaria grabación de Carlo Maria Giulini de 1971, afeada tan solo por el Filippo de Ruggero Raimondi, sitúa a Domingo como uno de los intérpretes de obligada escucha para el melómano verdiano. Es verdad que en la fecha en la que se registró la filmación del Met habían pasado ya más de diez años desde aquella mítica grabación y que la interpretación de Domingo pierde en frescura, pero en líneas generales sigue siendo un Don Carlo competente. Tenía también por la época todavía la adecuada presencia escénica para el papel.
Mirella Freni, que como ya he dicho alguna vez por aquí es y ha sido siempre mi cantante preferida, borda magistralmente el papel de Elisabetta di Valois, hasta el punto de constituir la suya la que en mi opinión es la mejor interpretación del personaje existente en la discografía. Grabó el papel con Karajan, y esta filmación que comentamos aquí constituye, según la carpetilla informativa del DVD, el único testimonio existente de su paso por el Met en ese papel tan emblemático de su carrera. Freni, ovacionada por el público tras el “Tu che la vanità”, muestra no sólo una adecuación vocal perfecta para las exigencias de la partitura, sino un control preciso de las emociones y la psicología de su personaje, rasgos que la sitúan en mi opinión por encima, por ejemplo, de otra ilustre Elisabetta como Montserrat Caballé, que suena algo más distante. Conseguir el adecuado equilibrio entre candidez y rigidez aristocrática, elementos ambos que confluyen en Elisabetta, es una tarea harto difícil, y lo cierto es que Freni lo consigue.
Esa doble faceta de Elisabetta a la que acabo de aludir se entiende perfectamente si se examina su comportamiento (y su música) en soledad y cuando se encuentra acompañada de Don Carlo o de Filippo. Cuando entra en el acto segundo tras la alegre “canción sarracena” de la princesa de Éboli lo hace de forma melancólica, y la propia princesa nos informa de la depresión en la que se encuentra sumida la reina desde su boda con Filippo. La Elisabetta doliente reaparece en la escena en la que Rodrigo le hace entrega de la carta de Don Carlo, lo que la lleva a expresar interiormente sus temores, y por último, en su melancólica oración ante el sepulcro de Carlos V. Sin embargo, ella es más consciente de su situación y de su posición que Don Carlo, y ello la lleva a observar lo que podríamos llamar las formas adecuadas o protocolarias que se esperan de ella incluso cuando se encuentra a solas con el infante. Ella lo ama y Carlos lo sabe, pero se dirige a él utilizando la palabra “hijo” y recriminándole su pasión, lo que hace desesperar aún más al infante, que ve aumentado su sentimiento de culpa.
Esta diferencia de comportamiento entre Elisabetta y Don Carlo, unidos sin embargo por el amor mutuo que se profesan en su fuero interno, se explica por el hecho de que ella, a diferencia de él, no madura a lo largo de la acción. Ya en el primer acto la vemos tan madura como en el último, lo que la aleja de otras heroínas verdianas. De hecho, su sentido de la justicia y del honor la llevan a enfrentarse al propio rey en el cuarto acto, afirmando sin titubear haber guardado el retrato de Carlos entre sus objetos más queridos y reprochando a su esposo las dudas sobre su fidelidad. Sea como fuere, tampoco parece que esta tensión entre Felipe II e Isabel de Valois tenga demasiado fundamento histórico. El matrimonio transcurrió sin sobresaltos hasta la muerte de ella a los veintitrés años, precisamente la misma edad que tenía el infante cuando murió recluido por conspirar contra su padre.
Y llegamos así al que es mi personaje favorito. Como decía antes, Don Carlo traza un retrato siniestro de Felipe II (aquí Filippo), en la línea de la leyenda negra. El rey aparece retratado de un modo brutal desde su primera intervención, en la que expulsa a una de las damas de la reina ante el asombro y la indignación de los presentes. En realidad, el personaje es tan sumamente complejo que una aproximación adecuada del mismo requeriría de muchas líneas, quizá demasiadas. Filippo se nos muestra como un rey débil que recurre a la violencia y a la brutalidad para “pacificar” a los pueblos, algo que no es sino una clara evidencia de esa debilidad. En su dúo con Rodrigo se hace evidente que vive fuera de la realidad, creyendo que sembrando el horror en Flandes puede conseguir la gratitud de la gente. También le vemos dominado por el fanatismo religioso encarnado por el Gran Inquisidor, que ejerce poder sobre él al tiempo que le recuerda que, paradójicamente, no hay nadie por encima del rey (“Perché allor il nome hai tu di Re, Sire, se alcun v'ha pari a te?” – “¿Por qué llevas el nombre de rey si hay alguien igual a ti?”). Su sumisión al clero queda patente en su relación con Rodrigo. Ambos hombres tienen pensamientos completamente incompatibles, pero el rey se siente atraído por Posa, a quien sin duda debe considerar un revolucionario, y lo convierte en su amigo y confidente. También ocurre el proceso inverso: Posa, en teoría, no debería ser amigo de un rey a quien considera tiránico, pero se conmueve claramente por la confianza que el monarca deposita en él. Ambos constituyen una pareja incompatible que se respeta mutuamente antes de lanzarse uno sobre el otro, porque es eso lo que ocurre: Filippo deja de proteger a Posa cuando se descubre su implicación en una revolución en Flandes (papeles que, en realidad, pertenecen a Don Carlos). Es algo que no debería sorprenderle, pero su apoyo escrito a los “herejes” flamencos es suficiente para hacer que cambie de actitud para con él y ordene su muerte. Por su parte, Posa muere habiendo preparado una revolución contra el rey cuyo apoyo tanto le conmovía. ¿No es una genialidad presentar a personajes tan creíbles y contradictorios?
Ella giammai m’amò, el aria meditativa que abre el cuarto acto, constituye en mi opinión una de las páginas más fascinantes salidas de la pluma de Verdi. Las primeras palabras de Filippo vienen precedidas de una larga y lenta introducción orquestal dominada por un simple tema de dos notas que se entrelaza conversando con el violonchelo, que traza una melancólica línea descendente. Un nuevo tema esbozado por las cuerdas, bastante obsesivo y con un discreto pizzicato termina mezclándose con la melodía del violonchelo abriendo paso finalmente a la intervención del cantante justo después de que la cuerda se agite nerviosamente. Las palabras pausadas del bajo y el inteligente juego de los silencios logran producir el efecto de una profunda meditación: el rey insomne está ausente, encerrado en sus propios pensamientos hasta que, de pronto, percibe la luz del amanecer. En realidad, la música es simple en su elaboración, como evidencia, por ejemplo, la repetición de notas (“Dormirò sol nel manto...”), pero el resultado que ofrece es el de una profunda melancolía envuelta en un ámbito de ensoñación casi irreal a fuerza de resultar verídico.
La filmación que comentamos tiene a un Filippo excepcional en Nicolai Ghiaurov, mi intérprete favorito del papel seguido de Cesare Siepi. Su voz no suena ya como en la grabación que hiciera con Solti a mediados de los sesenta, pero dista mucho de sonar gastado. Ghiaurov fue uno de los mejores bajos del siglo XX y de la historia de la ópera grabada (para mí el mejor, aunque eso sea subjetivo) y en 1983 borda un rotundo Filippo, de impresionante presencia escénica. Su furiosa mirada cuando Posa le recrimina andar sembrando la paz de los cementerios es digna del óscar, y no deja de tener cierta gracia el verle haciendo de marido de Freni, su esposa en la vida real. Como se ve, ambos no pueden formar una pareja más creíble, solo que no hay argumentos para pensar que no fuera bien avenida, sino afortunadamente todo lo contrario.
El verdadero punto flaco de este DVD, que fastidia un reparto que podría haber sido de ensueño, es el execrable Rodrigo de Louis Quilico, un cantante que me resulta imposible. En realidad, jamás he oído a nadie que disfrute de su voz. No voy a entrar en una descripción de su voz ni de sus carencias, sino que me limito a decir que su canto me parece feo, con una voz por momentos demasiado vibrada y con una emisión inestable que parece amenazar con derrumbarse de un momento a otro. Una escucha prolongada supone, al menos para mí, un sacrificio. Su hijo Gino Quilico me parece algo más tolerable, pero sólo “algo”: él es uno de los responsables de fastidiar la famosísima Bohème de San Francisco de Freni y Pavarotti.
En realidad, el papel del marqués de Posa es un invento de Schiller (que le llama “Poza”). El personaje es inexistente desde el punto de vista histórico, pero es una pieza clave en el proceso de maduración de Don Carlos. Él es el verdadero revolucionario, por mucho que su afecto por el rey resulte, como apuntábamos antes, algo contradictorio. El atormentado infante es más débil y menos decidido a la hora de abordar grandes empresas, lo que lleva a Posa a abrirle el camino para convertirse en el libertador de Flandes sacándolo de unos apuros amorosos que probablemente considera menudeces que Carlos olvidará en cuanto pise tierra flamenca. Lo cierto es que la amistad entre ambos personajes se me hace más empalagosa que un bocadillo de polvorones y que los repetitivos “amado Carlos” hacen que me den ganas de que aparezca el Inquisidor enseguida para cargárselos a los dos. Al final Posa muere, lo que es especialmente de agradecer en el caso de Quilico aunque para ello haya que esperar al cuarto acto. Por cierto que su aria de despedida (“Io morrò, ma lieto in core”) siempre me ha parecido muy bella, aunque extrañamente calmada para ser entonada por una persona herida mortalmente.
Seguimos con los secundarios. Grace Bumbry es una princesa de Éboli estupenda, cuya voz espesa me recuerda a la de Shirley Verrett en la grabación de Giulini. La distorsión histórica a la que se somete a su personaje es también importante, pues su caída en desgracia nada tuvo que ver con Isabel de Valois ni con el infante Carlos. Siempre me han intrigado las palabras arrepentidas que dirige a Isabel tras revelarse a sí misma como la autora del robo del cofre en el cuarto acto. La frase “L'error che v'imputai io stessa avea commesso” (“El error que os imputaba yo misma lo había cometido”) puede leerse de dos formas, o al menos así me lo parece: puede entenderse que Éboli se está culpando de haber revelado verbalmente al rey el amor entre Isabel y Carlos, aparte de haber dejado en su despacho el cofre; o bien puede deducirse que está confesando haber sido la amante del rey en el pasado. A favor la primera lectura está el hecho de que Filippo sospecha de la fidelidad de Isabel aun antes de abrir el cofre ("Ella giammai m’amò"), y a favor de la segunda la utilización de la palabra “seducida” (“sedotta”) por la propia Éboli al hablar del rey. Sea como fuere, a la amarga confesión de la princesa y al castigo impuesto por Isabel le sigue el firme propósito de ayudar a Carlos, sacándolo de la prisión justo cuando la muchedumbre amenaza con licharlo.
El papel, aunque breve si lo comparamos con los de la pareja protagonista, es agradecido. Además cuenta con la pegadiza “canción sarracena”, cuya alegría y virtuosismo no guardan relación alguna con las melancólicas arias de Elisabetta y Filippo ni con su posterior “O don fatale”.
Terminando con los secundarios, cavernoso el Gran Inquisidor de Ferruccio Furlanetto, que aporta la adecuada potencia, rayana en la violencia verbal, de un personaje que, sin embargo, es un anciano nonagenario. Esta es una de las consecuencias de la decisión de Schiller y los libretistas de envejecer a Felipe II, que en realidad no contaba más de treintaidós años cuando se casó con Isabel. El duelo verbal entre ambos personajes es uno de los puntos culminantes de la partitura, esbozado sobre una melodía tranquila y sombría que va creciendo en intensidad al tiempo que la conversación sube de tono. Por último, Betsy Norden es un Tebaldo de adecuada presencia en el escenario, aunque de voz infantil.
Al frente de la orquesta y el coro del Metropolitan de Nueva York, James Levine dirige este Don Carlo de forma muy solvente, evitando que su conocida tendencia a la espectacularidad prive al oyente del carácter reflexivo que requiere buena parte de la partitura. Opta acertadamente por la versión italiana en cinco actos, incluyendo también el coro inicial en el acto de Fontaineblau (“L’inverno è lungo”). Precisamente en el primer acto es donde más destacado encuentro a Levine, dirigiendo el final con verdadero pathos(“L’ora fatale è suonata”) y con auténtico brío el coro festivo que celebra la noticia de la unión de Elisabetta y Filippo.
El material de imagen, audio y vídeo utilizado en "El Patio de Butacas" se ofrece sin ánimo de lucro y con intención divulgativa. Si usted es propietario de ese material y desea su retirada le rogamos que se ponga a tal efecto en contacto con nosotros.