sábado, 17 de abril de 2010

Le nozze di Figaro (Terfel, Hagley, Gilfry - Gardiner)

En buena ley, Las bodas de Fígaro debería haber sido la primera ópera que comentara en este en blog. Hablar de un título “preferido” en un género tan extenso y dispar como es la ópera siempre es arriesgado y no tiene demasiado sentido. La música de Mozart nada tiene que ver con la de Handel, ni la de este con la de Rossini, Wagner o Puccini. Cuanto menos generalicemos, mejor. Otra cosa es el apego personal y subjetivo por una determinada obra, que nos hace situarla por encima de las demás. Aquí, más que de aspectos musicales, hablamos de emociones y sentimientos, y aquí es también donde sí puedo decir más tranquilamente que “Las bodas” es mi ópera favorita. Nunca una ópera me había impactado tanto. Ni siquiera otros títulos mozartianos de altura, como “Don Giovanni”, “Così fan tutte o “La flauta mágica”, que a día de hoy sigo considerando las mejores óperas jamás compuestas, han llegado a “obsesionarme” como en su día lo hizo este Fígaro. Calculo que tendría unos catorce años cuando comencé a devorarlo número a número. De conformarme con pasajes tan populares como el “Non più andrai”, el “Voi che sapete” o la escena final pasé a sentir que cada número en particular me “llamaba” (no sé expresarme de otro modo), ampliando rápidamente los momentos que me gustaban hasta cubrir enseguida la totalidad de tan extensa obra. Y fue esta filmación de la que ahora escribo la que obró el milagro. Aún conservo con cariño el VHS, sustituido luego por el DVD. El primer DVD de ópera que me apresuré a comprar. Se trata de uno de los pocos casos en los que prácticamente me niego a escuchar otras grabaciones (postura muy errónea, lo sé), por la sensación, más o menos absurda, de estar cometiendo algo parecido a una “traición”.



Vayamos de momento con un resumen del intrincado argumento:

Acto 1: Amanece el día de la boda de Fígaro y Susanna, criados de los condes de Almaviva. Hace tiempo que el Conde desea a Susanna y ha ubicado la nueva habitación del matrimonio cerca de la suya propia, lo que enoja a Fígaro, que se propone enseñarle una lección a su señor ese mismo día. Por su parte, la vieja ama de llaves Marcellina, con la ayuda del doctor Bartolo, desea impedir el enlace y casarse con Fígaro, a quien prestó en cierta ocasión una suma de dinero bajo la promesa (no cumplida) de que de no devolvérsela, Fígaro se convertiría en su esposo.

El paje Cherubino es un joven adolescente enamorado nada menos que de la Condesa y con las hormonas a mil por hora. Sus coqueteos con Barbarina, la hija del jardinero Antonio, le han valido el despido y acude a Susanna para que interceda por él ante la Condesa. La inesperada llegada del Conde le obliga a ocultarse tras un sillón, donde escucha los intentos de Almaviva por seducir a la criada, incluso a cambio de dinero. Llega Basilio, profesor de música y el Conde, que no desea ser visto a solas con Susanna, se oculta también tras el sillón al tiempo que Cherubino, ágil, se sienta en el mismo y es cubierto con un abrigo por Susanna. El indiscreto Basilio relata a la exasperada Susanna el amor de Cherubino por la Condesa, lo que hace salir a Almaviva de su escondite rojo de ira para terminar descubriendo horrorizado la presencia del paje en el sillón y que este ha escuchado su anterior conversación con Susanna.

El ambiente tenso se rompe con la llegada de Fígaro, dispuesto a dar comienzo a la ceremonia nupcial. Almaviva, furioso y esperando que Marcellina impida el enlace, decide aplazar la ceremonia para celebrarla durante la tarde, al tiempo que se libra de Cherubino destinándole en el ejército. Fígaro, frustrado, se burla despiadadamente de las penurias que el paje deberá afrontar en su nueva vida de soldado.

Acto 2: La Condesa se lamenta de la pérdida del afecto de su marido y de sus coqueteos con Susanna. Fígaro ha trazado un plan para darle una lección y lo expone ante ambas: Susanna aceptará la invitación del Conde de verse con él en el jardín por la noche, pero será Cherubino travestido quien acuda en su lugar. Fígaro se retira y ambas mujeres cambian el atuendo militar del paje por ropas de mujer, y apenas ha salido Susanna cuando se escucha la llegada del Conde. La Condesa opta por encerrar a Cherubino en el vestidor y hacer pasar a su marido. Un ruido provocado por Cherubino despierta los celos de Almaviva, que cree que su esposa esconde allí a un amante. Susanna aparece en plena discusión y se mantiene escondida en la habitación sin ser vista. El Conde obliga a su esposa, quien dice que es Susanna quien se encuentra en el vestidor, a acompañarle a buscar algo con lo que forzar la puerta, cerrando con llave tras de sí. Susanna sale entonces de su escondite y hace salir al aterrorizado Cherubino, quien se lanza al jardín desde la ventana. La criada ocupa su lugar en el vestidor y abre la puerta nada más llegar los Condes, a cada cual más estupefacto.

Un nuevo intento de Fígaro de dar comienzo a la boda es interrumpido por la llegada de Antonio, el jardinero borracho, que acude al Conde para quejarse de que alguien ha saltado desde la ventana de esa habitación estropeando sus flores. En plena carrera, Cherubino perdió los papeles con su nombramiento militar, papeles que Antonio entrega ahora al Conde. Fígaro intenta salvar el escollo diciendo que fue él mismo quien saltó, teniendo esos papeles de Cherubino para sellarlos. En ese momento llegan Marcellina, Bartolo y Basilio con el contrato incumplido por Fígaro y la boda de este con Susanna queda suspendida.

Acto 3: Pese a los acontecimientos de la mañana, el plan sigue adelante con una modificación: Susanna y la Condesa cambiarán sus vestidos y el Conde seducirá por error a su propia esposa en la oscuridad del jardín. Susanna queda en verse allí con él durante la noche. Almaviva, soñando con impedir judicialmente la boda, espera ser él quien de un escarmiento a su criado Fígaro. El juicio se produce y el tartamudo juez Don Curzio, comprado por Almaviva, establece que Fígaro debe pagar lo debido a Marcellina o casarse con ella. Sin embargo, un tatuaje en el brazo de Fígaro hace palidecer al ama de llaves, quien le identifica ahora como un hijo suyo tenido con su amante (¡nada menos que el doctor Bartolo!) y dejado en un orfanato. Fígaro se abraza a sus recién encontrados padres, al tiempo que el Conde contiene como puede su rabia. Llega Susanna con la suma necesaria para pagar a Marcellina (préstamo de la Condesa), lo que se vuelve innecesario. Marcellina acuerda casarse con Bartolo ese mismo día en una doble boda con Fígaro y Susanna.

Barbarina, poco más que una niña pero enamorada de Cherubino, ha decidido hacerse cargo de la suerte de aquél y le ha vestido de campesina. Pese a sus ropas, su identidad no engaña a nadie y es atrapado por Antonio y Almaviva, quien no puede castigarle ante el inicio de la ceremonia. Durante el baile, Susanna le entrega una nota sellada con un alfiler en la que acepta verse con él en el jardín esa misma noche.

Acto 4: Almaviva ha usado a Barbarina como mensajera para devolver el alfiler a Susanna. Lo ha perdido en el jardín y Fígaro, que no sabe nada del nuevo plan de Susanna y la Condesa, comienza a preguntarse si no estará a punto de serle realmente infiel. La llegada de Susanna, vestida ya como Condesa (aunque él no lo ve desde su escondite) dialogando consigo misma sobre la figura de su amado termina por convencer a Fígaro, quien se considera engañado y se esconde dispuesto a impedir que ocurra nada. Seguidamente entra la Condesa vestida como Susanna y acosada por Cherubino, pero la llegada de Almaviva pone en fuga al paje. El Conde no reconoce a su propia esposa y le entrega un anillo. Fígaro, quien apenas puede contener su ira, comienza a hacer ruido, lo que obliga a la pareja a huir en sentidos opuestos. Entra entonces la verdadera Susanna, vestida de Condesa e imitando burlona la voz de esta. Fígaro la reconoce al punto y comprende al fin el plan. Almaviva, que sigue acechando por allí, cree ver a la que por sus ropas parece ser su esposa en brazos de Fígaro. Aquello es ya demasiado para él y pide a gritos ayuda y armas. En plena confusión aparece la Condesa real vestida de criada y llevando el anillo entregado por Almaviva, quien no tiene otra opción que suplicar el perdón de su esposa, que le es finalmente concedido.

Traducción castellana del libreto aquí.


Pierre-Augustin de Beaumarchais comenzó a escribir su trilogía teatral sobre Fígaro poco antes del estallido de la Revolución francesa. “El barbero de Sevilla” (convertida posteriormente en ópera por Paisiello y después por Rossini) apareció en 1775, mientras que “Las bodas de Fígaro” sería publicada diez años más tarde. La última entrega, “La madre culpable”, título desafortunado pese a que el propio autor se sintiese especialmente satisfecho de ella, vería la luz en 1792. Nosotros retrocedemos en el tiempo al año 1786, fecha en la que Wolfgang Amadeus Mozart, en la cima de su genio y de su carrera musical, trabajaba por primera vez con el libretista Lorenzo Da Ponte. Un personaje curioso, mezcla de religioso y libertino y genial autor teatral que sabía plegarse a las imposiciones de un Mozart que defendía que el teatro tenía que ser “hijo obediente de la música” (Carta a Leopold, 1781). La colaboración daría buenos resultados y compositor y libretista volverían a unirse en títulos tan emblemáticos como “Don Giovanni” y “Così fan tutte”.

Fígaro cuenta el modo en el que unos criados, con el respaldo de la Condesa, urden todo un complot para enseñarle un par de cosas a un aristócrata. Un aristócrata que no se destaca por ser superior en ningún sentido respecto de su propia servidumbre. Mucho se ha escrito sobre el traído y llevado carácter “prerrevolucionario” de la obra de Beaumarchais, una etiqueta que probablemente falsea y distorsiona en parte nuestra visión de Fígaro al haber sido colgada a posteriori sabiendo de sobra los sucesos acaecidos históricamente en Francia en los años siguientes a su publicación. Naturalmente, ni Beaumarchais, ni Da Ponte, ni Mozart vivían ajenos a la situación política que les rodeaba en Europa y sabían sin duda que se avecinaban importantes cambios políticos. Lo que no pudieron saber en 1786, porque ninguno de ellos tenía la bola de cristal, era el desenlace definitivo al que llegarían años después las monarquías absolutas en el viejo continente. Precisamente porque las cosas no marchaban bien para el establishment político de la época, la obra de Beaumarchais estaba prohibida en Austria por José II, hermano a fin de cuentas de María Antonieta. Pero era la obra teatral francesa la que estaba prohibida y no su adaptación para la ópera, iniciada años atrás por Paisiello, de modo que cuando Mozart estrenó sin rubor sus “Bodas” se dijo que en Viena “lo que no se dice hablando se dice cantando”. Debemos considerar a Wolfgang como un personaje del ámbito cultural vienés de corte liberal (recordemos aquí su pertenencia a la francmasonería), sin duda enterado de las últimas ideas políticas llegadas de Francia y con la suficiente conciencia política y social como para llevar a escena una obra teatral que, por mucho que Da Ponte consiguiese maquillarlo, encierra una clara crítica a la aristocracia de la época. En Fígaro, los personajes más ricos e interesantes son siempre los criados, dejando muy atrás a los grandes héroes y personajes mitológicos que habían acaparado el protagonismo de la ópera años atrás. Y de nuevo la imagen popular de Mozart como un ser descerebrado e inepto choca con la evidencia histórica.

Es lógico que el público respondiese bien. Probablemente, el morbo de asistir a la representación de una “obra prohibida” que tanto estaba dando que hablar en Francia era más que suficiente para asegurarse el éxito. Un factor al que había de unirse necesariamente el hecho de que Mozart alcanzara su máximo de popularidad y de éxito profesional (y económico) por esta época. De hecho, siempre suele situarse a “Don Giovanni, escrita tan sólo un año después de Fígaro, como el punto de inflexión en el que la vida del genio comienza a convertirse en algo más trágico y oscuro.

Portada de la grabación en CD, que incluye las arias de Marcellina y Basilio en el cuarto acto.

Durante la primera mitad de los noventa, John Eliot Gardiner grabó para el sello Archiv (el brazo historicista de Deutsche Grammophon) las óperas más representadas de Mozart: Thamos, Idomeneo, La clemenza di Tito, El rapto en el serrallo, Così fan tutte, Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y La flauta mágica. El Fígaro que nos ocupa data de 1993, filmándose en el Théâtre du Châtelet de París. La grabación en CD pertenece igualmente a otra toma del vivo, esta vez del Queen Elizabeth Hall londinense, incluyendo las arias de Marcellina (“Il capro e la capretta”) y de Basilio (“In quegli anni”) que Mozart eliminó del cuarto acto después de haberlas compuesto. La puesta en escena del DVD del Châtelet es absolutamente convencional, de época, minimalista en cuanto a mobiliario y decorado y visualmente deliciosa.


Fígaro
encarna al héroe y a la vez al antihéroe de la acción. Él es el protagonista de la trama, como parece desprenderse del título mismo de la obra, pero al mismo tiempo es un pillo, un personaje socialmente insignificante, cómico y con fama de liante y algo “maruja”. Es el criado de rápido pensamiento, cuyas ideas, las más de las veces delirantes, sirven para sacarle de apuros y hacerle conseguir cuanto se proponga, ya sea unir a una pareja (“El barbero de Sevilla”) o separarla (“Las bodas de Fígaro”). Se nos presenta como un ser casi omnipotente gracias a su ingenio y a su mente fría, enfocadas siempre desde la perspectiva de lo cómico. Como “ser omnipotente” que es, manipula a su antojo al resto de los personajes y es capaz de convertir las afrentas y los obstáculos en argumentos a su favor. En el papel tenemos a un por entonces casi desconocido Bryn Terfel, extraordinario cantante capaz de cantar lo mismo Fígaro que Fasltaff o un excelente Scarpia. Aprovecha bien sus momentos fuertes, a saber, la cavatina “Se vuol ballare” y las arias “Non più andrai” y “Aprite un po’quegli occhi”. La primera está escenificada de modo que suponga la humillación absoluta de Cherubino, como si no fuese bastante la paliza verbal a la que le somete Fígaro. Terfel, cuya risa no se sabe si es estudiada o real, viste a Pamela Helen Stephen (Cherubino) con unas horrendas ropas de soldado varias tallas grandes, sacando a relucir toda la ácida ironía implícita en las palabras “Cherubino, alla vittoria, alla gloria militar!” que cierran el primer acto. Su aria del cuarto acto, una perorata misógina de un personaje confundido, está cantada con gran fuerza y pasión, mirando directamente a cámara con cara de loco y pataleando. Por cierto que en el cuarto acto Terfel se gana el sueldo soportando estoicamente un sonoro tortazo de Rodney Gilfry. Y estamos hablando de un tortazo pleno y absoluto, no disimulado, propinado por un señor que parece medir dos metros y con fuerza suficiente como para haberlo desnucado. Pero el amigo Terfel sigue cantando casi como cualquier cosa, y preparándose para la paliza que le tiene que dar luego Alison Hagley, quien ya le abofetea en el tercer acto, eso sí, más delicadamente. Puede parecer un detalle banal, pero no se puede hablar de este Fígaro sin referir el tortazo de Gilfry.

Susanna es la versión femenina de Fígaro. Se ha dicho muchas veces. Comparte su picardía y su hábil inteligencia, pero Mozart, siempre detallista con sus personajes femeninos, le entrega algo más: Su aria del cuarto acto, “Deh, vieni, non tardar”, cantada para un confundido Fígaro que cree dichas palabras destinadas al Conde, es una de esas expresiones musicales de amor puro, espiritual a la manera de Tamino y Pamina, y que Mozart gustaba de regalar a las heroínas de sus óperas. Fígaro, enamorado hasta la médula de Susanna, no canta nada parecido. Uno de los aspectos que me parecen más interesantes en “Las bodas” es la comparativa de caracteres de Susanna y la Condesa. La segunda se distingue de la primera en que la música (no necesariamente las palabras) le confiere un cierto grado de “superioridad” social que nunca llega a ser altivez ni fanfarronería. Rosina no es una aristócrata arrogante, pero tampoco se nos presenta aquí como la muchacha que era en “El barbero de Sevilla”. Pues bien, ¿a dónde voy con esto? Al hecho de que, pese a lo bien dibujados que están musicalmente los caracteres de la Condesa y de Susanna, el “aria del jardín” escapa a esa diferenciación y podría ser cantada sin problemas por la primera de ellas. Lo que la joven criada expresa no es otra cosa que sus sentimientos por el ser amado, y Mozart nos dice aquí que dichos sentimientos son algo que escapa de las meras apariencias de un vestido, un título nobliario o un mayor patrimonio, afectando igualmente a todo ser humano por encima de las barreras y diferenciaciones sociales. Y aquí es donde “Las bodas de Fígaro” se nos presentan como una obra verdaderamente revolucionaria: no tanto por el libreto en sí (obra de Da Ponte), sino por la música de Mozart, que en el plano afectivo sitúa en pie de igualdad a nobles y criados, yendo mucho más lejos de lo que las meras palabras sugieren. Es esta una música que podrían entonar sin dificultad Donna Elvira, Fiordiligi, Pamina... En nuestro caso es la soprano británica Alison Hagley quien asume el papel de forma tan extraordinariamente brillante que parece nacida para cantar Susanna. Su voz es juvenil, fresca, sin atisbos dramáticos, pero tampoco exactamente una soubrette insustancial. Encontramos en ella cuanto debe mostrar el personaje: la picardía irónica de su dúo con Marcellina en el primer acto, su juguetona aria del segundo y sus sentimientos románticos para con Fígaro en el cuarto.

El antagonista de la obra es el Conde de Almaviva, personaje en torno al cual giran todos los complicados sucesos del “loco día de Fígaro”. Es un hombre altanero pero que gusta de mantenerse cercano a sus vasallos, en la línea política del despotismo ilustrado que José II llevaba a la práctica por entonces. Todo parece indicar que sus criados sienten aprecio por él, dotado además de una viva inteligencia sólo superada por la de Fígaro, con quien se sabe incapaz de competir. Esta sensación de inferioridad intelectual respecto de un criado le irrita y le incita a buscar la perdición de su rival casándole con la anciana Marcellina. Almaviva es un hombre orgulloso que no soporta verse superado. Por lo mismo se nos muestra en el segundo acto como un ser roído por los celos, incapaz de hacerse a la idea de que su esposa pueda preferir los amores de otro, por mucho que él mismo se esfuerza en serle infiel. También en este capítulo nos muestra su vanidad, pues en lugar de cortejar a Susanna (ello significaría “rebajarse” a un plano de igualdad con una sirvienta) opta por ofrecerle dinero a cambio de un encuentro sexual, sin reparar siquiera en lo ofensivo de la propuesta. Por último, su elevado orgullo le hace ser plenamente consciente de que comete un error acosando a Susanna, pero su debilidad le impide comportarse de otro modo. De no ser así, no se avergonzaría de sí mismo tal y como demuestra librándose de Cherubino (testigo involuntario de su “oferta” a Susanna), ni se recriminaría haber perdido su honor al comienzo del tercer acto.

Al igual que Terfel, Rodney Gilfry (Rod Gilfry para los amigos) era un barítono no demasiado conocido por entonces y que con los años se ha labrado una sólida carrera que le ha traído una merecida fama. Es la suya una voz de registro amplísimo, competente en las agilidades, pastosa e ideal para los papeles de seductor. Por ello es un excelente Almaviva y uno de los Don Giovannis más extraordinarios de los últimos años, capaz de rivalizar en el papel con Álvarez o Schrott. Así lo demostraría al año siguiente de este Fígaro con una estupenda grabación de Don Giovanni, también con Gardiner. Su presencia escénica, su forma física y elevada estatura, unidas a su personalísimo timbre, le confieren además un aire “sexy” que sienta bien a Almaviva (es este un rasgo que no siempre se observa en los barítonos que le interpretan) y que encaja plenamente con el carácter de Guglielmo en Così fan tutte. Un gran cantante mozartiano.


Hillevi Marti
npelto es una Condesa de voz bellísima, más ancha que Hagley (siempre es bueno contar con voces bien diferenciadas) y que convierte el Porgi amor y el Dove sono en los momentos más espirituales y bellos de toda la grabación. La Condesa es un personaje triste, pero tampoco es una mujer llorica ni depresiva. Es capaz de tomar las riendas de la situación, de buscar soluciones a los problemas y de hacer escarmentar a su marido, por blanda que sea de corazón. En “Las bodas”, Rosina manipula a su marido, mientras que en el “Barbero” lo hacía con el doctor Bartolo. La diferencia estriba en que en esta primera parte nada le importaban los sentimientos de su viejo preceptor, mientras que en “Las bodas” ella debe manipular al Conde con el constante miedo de que sus artimañas, por bienintencionadas que sean, contribuyan a perder al ser querido definitivamente. Así queda patente a lo largo del segundo acto, especialmente cuando muestra ante Fígaro y Susanna su consternación ante el plan ideado por el barbero. En el fondo, la pareja plantea una de las cuestiones más repetidas en las óperas de Mozart: lo que mueve al Conde durante toda la acción es el amor físico hacia Susanna, mientras que lo que mueve a su esposa no es el deseo de venganza contra su marido infiel, sino un amor a él de tipo más elevado, nada erótico sino completamente espiritualizado. A Mozart le encantaba crear estos contrastes entre los personajes de sus obras: Osmin y Blonde, Don Giovanni y Donna Elvira, Despina y Fiordiligi, Tamino y Papageno...

Enamorado de la Condesa y de cuantas mujeres se crucen en su camino está el paje Cherubino, uno de los personajes más adorables y queridos de toda la producción operística de Mozart. Este adolescente actúa movido exclusivamente por el deseo sexual, como un Don Giovanni en miniatura pero sin el trasfondo maléfico de aquél. A él le excitan por igual Susanna, la Condesa, Barbarina o cualquier otra. Es un personaje tragicómico cuya personalidad queda dibujada a la perfección en el segundo acto: el deseo sexual tiene tal fuerza en él que se arriesga a intentar seducir a la Condesa aún después de que el Conde le haya castigado enviándole al ejército, corriendo el riesgo de perder el favor de ella, que es casi lo único que le queda. De perdidos al río, pensará. Además, Almaviva lleva razón en retratarle no como un niño, sino como un ser mucho menos inocente y más peligroso. Cherubino se sabe atractivo, y después de cantar su canción a la Condesa (“Voi che sapete”) sabe también que ella no le es indiferente. Pero Rosina persevera firme en su posición y le mantiene sabiamente a distancia, ante lo que el paje acude maliciosamente a hacer un drama improvisado y que no viene a cuento acerca su inminente marcha al ejército. Sabe que Rosina no es indiferente a las lágrimas y lo utiliza en su provecho para conseguir lo que se propone. ¿Habría caído la Condesa en las garras de Cherubino de no presentarse súbitamente el Conde? En principio, lo lógico es suponer que no, pero ya sabemos también cómo acaba Fiordiligi... La mezzosoprano Pamela Helen Stephen crea un Cherubino bastante original y diferente. Nada más entrar en escena nos ofrece una versión del “Non so più” explotando al máximo todo el erotismo de la música. Un verdadero “calentón” (perdón por la expresión) que se nos muestra en toda su dimensión con el tempo empleado por Gardiner, más acelerado que en otras versiones, y sobre todo por Stephen, que al igual que Hagley, tiene la voz exacta para el papel. El comienzo del “Voi che sapete” está abordado de forma algo cómica, con voz temblorosa y nerviosa ante la turbadora presencia de la Condesa, para serenarse después y ofrecer una interpretación honda y vocalmente exquisita. A muchos, sobre todo a los más puristas, no les gustará esa “distorsión” de los primeros versos no indicada por Mozart, pero pese a ella la interpretación sigue siendo enormemente expresiva. No podía esperarse menos de alguien que tuvo el buen gusto de casarse con ese gran director que fue Richard Hickox, quien a buen seguro estará hoy en el cielo haydniano.


Vamos ahora con los padres de Fígaro. Susan McCulloch (Marcellina) tiene una voz sedosa, adecuada para el personaje. Podemos escuchar su aria del cuarto acto (eliminada por un Mozart arrepentido) en la grabación en CD. A destacar aquí su caracterización de vieja fofa y coqueta, rasgo este que Susanna pone de manifiesto al criticar ácidamente su vestido y su edad en su delicioso dúo del primer acto. Gardiner entrega el papel de Bartolo a un bajo rossiniano como Carlos Feller, quien ya había cantado para él el papel de Don Alfonso el año anterior. Feller tiene una voz muy bella, profunda y con gran sensación de consistencia, pero también dotada de una cierta pesadez que puede hacerle pasar algún apuro en las coloraturas, algo que se evidencia más en su Rossini. En cualquier caso, su Bartolo es plenamente convincente. La única pega sería la palidez de su voz en las notas más graves de “La vendetta”.

Simplemente genial está Francis Egerton en su doble papel de Basilio y Don Curzio. Su voz, manejada cómicamente, sus movimientos y su caracterización (¡esas pelucas!) obligan al espectador a enamorarse de dos pequeños papeles que de otro modo pasarían desapercibidos. En el CD se incluye su aria “In quegli anni”. Julian Clarkson es aquí el jardinero Antonio. Se trata de uno de los fijos del Coro Monteverdi, al que se unió inicialmente como contratenor. Por último, y pese a lo breve del papel, tenemos aquí a una Barbarina maravillosa en Constanze Backes, soprano de cálida voz ausente por completo de vibrato que ha centrado su carrera mayoritariamente en el ámbito de la música sacra del barroco alemán. Si esos ángeles de los cuadros renacentistas pudieran abrir la boca y cantar, lo harían con voces como la de Constanze Backes.

El Coro Monteverdi genial como siempre en sus breves apariciones. Por cierto que entre las sopranos y cantado también el “Amanti constanti” del tercer acto con Lucinda Houghton tenemos nada menos que a una joven Sarah Connolly, completamente desconocida por entonces.

Giulio Cesare, digo Sarah Connolly, en el Coro Monteverdi.

¿Y qué decir de los English Baroque Soloists y de John Eliot Gardiner? Hoy, en el ámbito historicista, están de moda las grabaciones que realiza René Jacobs. Este último ha dado sobradas muestras de ser un gran director (desde luego se le da mejor la batuta que el canto), pero su Mozart peca de buscar la originalidad aun a costa de acudir a innecesarios acelerones en el tempo no indicados en la partitura y demás amaneramientos que no terminan de encajar en lo que se supone que son interpretaciones historicistas. Grabó, eso sí, unos excelentes “Fígaro” y “Così”, pero sus lecturas de “Idomeneo”, “Don Giovanni” y “La clemenza di Tito” me parecen mucho más discutibles. Para colmo, los elencos vocales de sus grabaciones son cuanto menos inconsistentes para lo que Mozart demanda (¡ese Don Giovanni!). Pues bien, en las grabaciones de Gardiner encontramos lo opuesto a Jacobs: ruptura con lo tradicional en aras de un historicismo “con cabeza” que no parte de la premisa de tener que mostrar absurdamente algo “nuevo”, sino de conseguir sacar lo mejor de la producción mozartiana. Para ello, Gardiner se apoya en cantantes no siempre bien conocidos pero que parecen nacidos para el personaje, convirtiendo sus grabaciones en algo blindado, inatacable, irreprochable en ningún sentido... e históricamente documentado. Un aspecto tan novedoso como arriesgado de la presente producción es el orden de los distintos números que componen el tercer y cuarto acto. He aquí un breve resumen de las interesantes notas de Gardiner al respecto, tituladas “A better order for Figaro?”

El primer punto controvertido lo constituye la ubicación del aria “Dove sono” de la Condesa en el acto tercero, que según la tesis de Moberly y Raeburn habría sido ubicada después del sexteto (“Riconosci in questo amplesso”) a última hora para que el bajo Francesco Bussani, que interpretaba los papeles de Bartolo y Antonio, pudiera cambiarse. Lo cierto es que, pese a las críticas de un experto de la categoría de Alan Tyson, algo de cierto puede encerrar esa teoría. Da Ponte comprimió dos actos de la obra original de Beaumarchais en el tercer acto de sus “Bodas”, y no deja de ser significativo que en la obra original francesa tanto lo que equivale al aria de la Condesa como a su conversación con Susanna sobre la conveniencia de continuar con el plan se sitúen al final del segundo acto, de modo que en la obra original precederían a la escena de Susanna y el Conde (“Crudel, perché finora”). ¿Significa ello que Mozart pudo pensar originalmente el aria de la Condesa para abrir el tercer acto (igual que la cavatina “Porgi amor” del segundo acto)? No parece probable, pero su ubicación antes y no después del sexteto, además de tener cierta lógica, ayuda a solventar algunas debilidades argumentales: su ansiedad por saber el resultado del encuentro de Susanna y el Conde sólo es explicable antes del sexteto, en el que aparece la criada con dinero entregado por la Condesa, a la que por tanto acaba de ver. No tiene sentido que Rosina entone después el “E Susanna non vien”. También la escena del juicio se vuelve más coherente con la presencia previa del aria de la Condesa, pues de otro modo enlaza directamente con la del Conde (“Vedrò mentr’io sospiro”), que debe presidir el pleito junto con Don Curzio. Y el hecho de que las arias del Conde y la Condesa se sitúen seguidamente (separadas por el breve recitativo entre Barbarina y Cherubino) hace que contrasten enormemente entre sí, consiguiendo dar más tiempo al paje para que abandone sus ropas, encontradas luego por Antonio.

Los mayores cambios, sin embargo, se aprecian en el cuarto acto. En el autógrafo de Mozart, el recitativo “Tutto è disposto” de Fígaro está ubicado justo antes del “Giunse alfin il momento” de Susanna, al que sigue el Finale. La secuencia exacta sería:

- Aria de Marcellina (nº 25). No interpretada.
- Aria de Basilio (nº 26). No interpretada.
- Aria de Fígaro (nº 27).
- Rondo de Susanna “Non tardar amato bene”, sustituido por “Deh vieni” (nº 28).
- Entrada de Cherubino. Recitativo con la Condesa.
- Finale (nº 29).

La posición del aria de Fígaro tras la de Basilio parece justificada en principio por una anotación manuscrita del propio Mozart: “Dopo l’aria de Basilio viene la scena 7ma, ch’è un Recitativo istromentato con aria di Figaro”. Lo interesante del tema es que cuando el cuarto acto fue paginado (probablemente por el propio compositor) el aria de Fígaro se situó después de la de Susanna, contrariamente a dicha indicación. ¿Un error de Mozart? Parece improbable por dos razones:

Primera: El “recitativo acompañado” (“Tutto è disposto”) está escrito de la mano de un copista, mientras que el comienzo del recitativo final (“Perfida, e in quella forma”) simplemente no existe en la partitura autógrafa.

Segunda: En la última página del “Deh vieni”, de las últimas secciones compuestas y desde luego escrita posteriormente a la nota arriba citada, se lee lo siguiente: “Manca il Recitativo istromentato de Figaro avanti l’aria nº 30” (“falta el recitativo instrumentado de Fígaro antes del aria nº 30”). Suena a recordatorio para componer algo que sólo puede ser el “Tutto è disposto”, que sólo tiene sentido antes del aria de Susanna y sin mención alguna del aria de Fígaro, que se localiza originalmente, como hemos dicho, detrás del “Deh vieni”. La cuestión es que, contradictoriamente, el “Tutto è disposto”, ya debía de estar compuesto cuando Mozart escribió que “faltaba”. ¿Pretendía acaso sustituirlo por algo nuevo, como hizo con el aria de Susanna “Non tardar, amato bene”? Es posible que la falta de tiempo, unida al hecho de que el libreto se hubese impreso ya, le llevaran a desistir de la idea, pero no es más que una suposición. La cuestión es que el aria “Aprite un po’” de Fígaro “encaja” mejor en el cuarto acto como violenta reacción al aria de Susanna. En la presente grabación se opta por una decisión salomónica para resolver un problema insoluble. El recitativo acompañado de Fígaro “Tutto è disposto” queda dividido en dos mitades, interrumpido por el aria “Deh vieni”. Continúa después el recitativo a la altura del “Oh Susanna Susanna, quanta pena mi costi!” para enlazar finalmente con el aria de Fígaro. A esta le sigue el recitativo entre Cherubino y la Condesa sin la frase inicial de Fígaro (“Perfida, e in quella forma”) y el Finale.


Hubiera sido más fácil dirigir lo “tradicional” sin quebrarse la cabeza en estas cuestiones. La diferencia entre este Mozart historicista y el que está triunfando hoy radica en que la originalidad se encuentra en el resultado de investigar la obra con seriedad y proponer un resultado interesante y bien documentado, en lugar de pasarse la partitura por el forro y hacer lo que a uno le da la gana, vendiéndolo poco menos que como una verdad revelada.

Mi ópera favorita en mi grabación favorita.




















domingo, 11 de abril de 2010

Zapatillas de cristal

Hace tres años que “El lago de los cisnes” consiguió engancharme al ballet. Después del maravilloso “Cascanueces” (adaptado a “Cuento de Navidad” de Dickens) de la pasada temporada, pensé que el Teatro de la Maestranza optaría este año por cerrar el círculo de Tchaikowsky presentando “La bella durmiente”. En lugar de esto, la gran apuesta de ballet clásico para esta temporada ha sido “La Cenicienta” de Sergei Prokofiev.

Aunque no venga al caso, mi historia con el ballet es curiosa. Asistí aquél año al “Lago” por ser uno de esos títulos emblemáticos que hay que ver alguna vez en la vida y porque algo de danza había que poner en mi solicitud de abono mixto. A mi favor jugaba el conocer de antemano buena parte de la música, y en mi contra el absurdo cliché de que el ballet “no es cosa de hombres”. Bien, solo necesité sentarme, escuchar y abrir los ojos para entrar en un éxtasis que desde entonces se ha repetido cada año y que no pienso interrumpir de ninguna manera. Cuando acudo a la ópera suelo estar, además de en el séptimo cielo, pendiente de todos los detalles que soy capaz de captar, mientras que el efecto que el ballet produce en mí es el de dejarme paralizado en el asiento, embobado, extasiado (esa es la palabra justa) ante el espectáculo que se ofrece a mis ojos.

Este año, decía, ha sido “La Cenicienta”. No conocía la obra, pero la he disfrutado enormemente. La labor aquí de la Orquesta de Extremadura en una pieza de evidente complejidad es digna de elogio. Así lo entendió el público sevillano, que ofreció a la orquesta y a su director el más sonoro aplauso de la noche, junto con el de la principesca pareja protagonista. Y es que lo del English National Ballet, que celebra justo ahora su sesenta aniversario, es para quitarse el sombrero. No puedo permitirme jugar aquí a ser crítico, ni falta que hace, pues mis conocimientos de ballet son casi nulos. Baste decir lo mucho, lo muchísimo que disfruté con esa preciosa escenografía que situaba a la luna como protagonista del cuento (luna que acabaría convertida en sol y que se transformaría también en el reloj que anuncia la medianoche), con las maléficas y muy cómicas hermanastras (divertidísimo su penoso baile en palacio), la ensoñadora presencia del hada madrina, el apuesto príncipe enamorado, y sobre todo, sobre todo, la simplemente maravillosa Cenicienta de Erina Takahashi. Ni Madrid-Barça ni porras. Nada de lo que yo escriba puede ayudar a nadie a acercarse al espectáculo tal cual. Hay que verlo y oírlo.

Una de las constantes de este tipo de espectáculo es la notable presencia infantil entre el público. Me parece precioso que una familia eduque a sus hijos disfrutando en lugar de delegar en una película o cosas por el estilo. Además, el público infantil es mucho más educado que el adulto, que perseveró anoche en sus molestos ruidos. A mi lado, en cambio, tenía a un niño pequeño que casi no pestañeó en toda la noche.

A las doce en casa.






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