Zubin Mehta (dir.); Plácido Domingo (Manrico); Leontyne Price (Leonora); Sherrill Milnes (Conde de Luna); Fiorenza Cossotto (Azucena); Bonaldo Giaiotti (Ferrando); Elizabeth Bainbridge (Inés); Ryland Davies (Ruz); Stanley Riley (Gitano); Nielson Taylor (Mensajero). Ambrosian Opera Chorus. New Philharmonia Orchestra. RCA 2 CD.
El sello Deutsche Grammophon ha sacado recientemente en DVD una filmación de Il Trovatore dirigida por Barenboim con Plácido Domingo en el papel de Conde de Luna. Aunque aún no me he hecho con ella, la nostalgia me ha podido y he vuelto a escuchar, por primera vez en mucho tiempo, esta grabación clásica de Mehta. ¿Y por qué hablo de nostalgia? Porque esta versión fue la primera que
Richard Bonynge (dir.); Sherrill Milnes (Rigoletto); Joan Sutherland (Gilda); Luciano Pavarotti (Il Ducca di Mantova); Martti Talvela (Sparafucile); Huguette Tourangeau (Maddalena); Clifford Grant (Monterone); Gillian Knight (Giovanna). Ambrosian Opera Chorus. London Symphony Orchestra. DECCA 2 CD.
El Rigoletto de Bonynge siempre me ha parecido que reúne todos los elementos para convertirse en una grabación de culto salvo uno esencial: un Rigoletto de verdadera altura. Sherrill Milnes pone indudablemente cuanto está en su mano en la presente grabación, pero su presencia como protagonista queda lejos de la altura elevada a la que se alzan los otros dos grandes pilares de la grabación, que son Joan Sutherland y Luciano Pavarotti. Y naturalmente, un Rigoletto con un protagonista de trazo tan grueso como el que dibuja Milnes es un Rigoletto que sólo puede alcanzar un interés moderado. Una lástima, como digo, porque al margen del personaje del jorobado todo lo demás funciona entre lo muy bueno y lo extraordinario.
¿Por qué no acaba de convencerme el Rigoletto de Sherrill Milnes? Porque tenemos en esta grabación toda una colección de los defectos, y ojo, también de las virtudes, de este cantante. El problema es que el balance aquí sale negativo, al menos para quien esto escribe. Comencemos con las virtudes: Milnes siempre me ha dado la impresión de ser un cantante que debía causar un impacto incluso más fuerte en vivo que en las grabaciones. La voz es enorme, estentórea, poderosísima y con una gran facilidad para el agudo. Los problemas, en cambio, vienen de la mano de un engolamiento permanente que pese a no resultar abusivo no deja de hacerse evidente, y sobre todo al color mate y extrañamente opaco que adquiere su voz cuando no canta en forte (“Quel vecchio maledivami”). Al apianar, da la sensación de que Milnes abandona su vicio de echarse la voz atrás, con lo que el sonido cambia inesperadamente de color produciendo un efecto antiestético. La voz, por tanto, aunque poderosa es poco uniforme y la emisión no siempre aparenta ser estable.
Milnes, pese a todo, no es tonto, y evita en la medida de lo posible mostrar esas deficiencias. ¿En qué se traduce esto último? En que mayoritariamente canta todo en forte, y en consecuencia resulta pobre de matices expresivos. Su Rigoletto, por tanto, está obviamente falto de esa necesaria dosis de humanidad con la que debe revestirse a ese personaje resentido que es a un tiempo malévolo y amoroso. En Milnes tenemos a un protagonista que ante todo resulta violento y peligroso, virtudes estas que resultan adecuadas para el bufón pero no suficientes.
De la Gilda de Joan Sutherland sólo puedo decir halagos, en cambio. Es cierto que su dicción no siempre resulta del todo bien pulida, nada extraño en su caso, y que tal vez resulte algo plana por momentos, pero su primer acto es incontestable. En cuanto al Ducca de Luciano Pavarotti, gloria bendita. El tenor de Módena, en plena forma, borda el que quizá sea su mejor registro del papel. Alcanza una belleza sublime en el Ella mi fu rapita, y a esta belleza natural de la voz hay que sumarle una buena colección de agudos lanzados con pasmosa naturalidad y sin vacilación, incluyendo el re sobreagudo al final del Possente amor, y una buena dosis de trivialidad y, ¿por qué no decirlo?, desvergüenza que contribuyen a bordar un retrato totalmente convincente del personaje. Para atesorar en el recuerdo quedan sus primeros minutos en el primer acto, en los que derrite tratando de seducir a la esposa de Ceprano (una joven Kiri Te Kanawa) tras el Questa o quella, o el brillante cuarteto Bella figlia, resentido tan sólo por la endeble Maddalena de Huguette Tourangeau.
Martti Talvela es un Sparafucile adecuadamente siniestro, aunque resulta mejor en su conjunto en el primer acto que en el tercero, y Clifford Grant resuelve muy bien la escena de Monterone. Bien igualmente la Giovanna de Gillian Knight.
En lo que atañe a Richard Bonynge, hay quien critica en ella un exceso de levedad y superficialidad, aunque personalmente yo considero que esos rasgos son los que envuelven algunas de las escenas de la corte, y de manera especial al coro, formado por unos personajes que no son más que unos impresentables. La labor de Bonynge me parece más bien adecuadísima, y resulta precisamente siniestra en la charla entre el bufón y el asesino del primer acto o en la tormenta del tercero.
Si hubiese habido un cantante a la altura de MacNeil o de Warren para encabezar esta grabación estaríamos ante una verdadera joya. Su interés, en cualquier caso, radica en esos dos fenómenos que fueron Sutherland y Pavarotti.
Mucho ha tardado en aparecer Aida en mi lista de óperas en DVD, teniendo en cuenta la popularidad del título. Comienzo, como siempre hago, resumiendo brevemente el libreto:
Acto 1: Radamés es un joven soldado egipcio que es designado como general para derrotar a las tropas etíopes, que comandadas por el rey guerrero Amonasro han invadido el país del Nilo. El valiente guerrero está ansioso por combatir e impresionar a una muchacha llamada Aida, a la que ama. Sin embargo, también Amneris, la hija del faraón, está enamorada de él, que trata de mantenerse esquivo con ella.
Aida es precisamente una de las esclavas de Amneris, y guarda un importante secreto que no ha revelado a nadie, ni siquiera a su amado Radamés: ella es la hija de Amonasro, el rey etíope. Por ello, la muchacha se muestra atormentada por la idea de que el joven al que ama pueda derrotar y matar a su padre en combate.
En la escena segunda de este acto, Radamés recibe su espada bendecida de manos de las sacerdotisas y del sumo sacerdote Ramfis.
Acto 2: Radamés ha vencido en la batalla, y Amneris manifiesta su alegría y su amor hacia él. Enseguida entra Aida para atenderla, y tras conversar con ella con palabras engañosas consigue descubrir que ella también le ama. Encolerizada, Amneris se erige ahora como rival de Aida, aunque el enfrentamiento verbal es interrumpido por el comienzo del desfile triunfal de Radamés. El rey de Egipto, por su parte, promete a Radamés la mano de su hija Amneris, así como satisfacer cualquier deseo que el nuevo héroe militar albergue. El muchacho, pensando en Aida, pide la libertad de los cautivos de guerra. Entre ellos se encuentra Amonasro, pero nadie allí sabe que él es el rey de Etiopía. Simplemente le consideran el padre de Aida. Aunque Ramfis muestra su temor de que los etíopes vuelvan a rearmarse, el rey cumple su palabra con Radamés y les concede la libertad. Aida y Amonasro, sin embargo, permanecen en Egipto como garantía de que no se producirá una nueva invasión.
Acto 3: Durante el día previo a su boda con Radamés, la feliz Amneris se encuentra rezando en el templo acompañada de Ramfis. Fuera se encuentra Aida esperando a Radamés, pero para su sorpresa no es este quien acude a la cita sino su padre. Amonasro quiere lanzar nuevamente a sus tropas contra los egipcios y pide a su hija que arranque de Radamés el secreto del lugar en el que se encuentran emplazadas las tropas egipcias. Ella se niega al principio, pero al final acaba cediendo a la brutal insistencia de su padre y a su sentido del deber para con la patria. Cuando Radamés llega, Amonasro se oculta secretamente para escuchar la conversación. El joven guerrero cae en la trampa y el rey etíope consigue huir para unirse a sus tropas y conducirlas a donde los egipcios, con la intención de cogerlos desprevenidos. Radamés se considera a sí mismo deshonrado y se entrega a los sacerdotes para que le juzguen por traición.
Acto 4: Amneris está totalmente horrorizada ante la posibilidad de que Radamés sea encontrado culpable y condenado a muerte, de modo que decide salvarlo. Le llama a su presencia y trata de persuadirlo de que se disculpe ante los sacerdotes, pero Radamés se niega. No desea casarse con ella y vivir lejos de Aida. De este modo, el soldado rehúsa defenderse de las acusaciones de traición y es condenado a morir emparedado. Desesperada, Amneris implora a Ramfis y a los sacerdotes que salven la vida de Radamés, pero ellos se niegan.
En su sombrío calabozo se encuentra, sepultado en vida, Radamés, que descubre con sorpresa que allí se ha ocultado también Aida, que le espera para morir con él. Ambos se despiden de la vida terrena mientras Amneris se lamenta de la pérdida de su amado.
Confieso que tengo un problema con Aida. No está relacionado con la música, naturalmente, sino con el enfoque de la historia. Y es que servidor tiene especial predilección por el personaje de Amneris, hasta el punto de que realmente no puedo considerarla como “la mala de la película”. La cuestión es que más que enfocar esta ópera como la historia del amor entre Aida y Radamés, yo la enfoco por alguna razón involuntaria como la que nos muestra, como eje principal, el amor insatisfecho de Amneris hacia el mismo hombre.
Por lo demás, ¿hace falta decir algo sobre la historia de esta ópera de Giuseppe Verdi? Supongo que no, por lo que ahí van tres datos sueltos: Los autores del libreto son Antonio Ghislanzoni y Camille du Locle y el estreno tuvo lugar con enorme éxito en la ópera de El Cairo en 1871 con motivo de la apertura del Canal de Suez.
El DVD que motiva esta entrada –uno de los primeros que editó Deutsche Grammophon en este formato– contiene una representación de 1989 del Met neoyorkino con la muy zeffirelliana puesta en escena de Sonja Frisell. Estamos, por tanto, ante una Aida de corte muy clásico y de gran espectacularidad visual, con magníficos decorados y un desfile triunfal imponente en el que se nos muestran los tesoros arrebatados al enemigo por las tropas egipcias de Radamés. Lo que viene siendo realmente un desfile triunfal con caballos y trofeos, vamos. El vestuario, sin ser deficiente en ningún caso, sí parece estar algo por debajo en comparación con la majestuosa espectacularidad de los decorados. Esta propuesta escénica agradará, por tanto, a todos los que busquen una Aida clásica, aunque deben mantenerse alejados de ella los detractores de los montajes tipo Zeffirelli.
En el reparto hay una mezcla de cosas buenas y de cosas no tan buenas. Para empezar tenemos a una estupenda Aida en la persona de Aprile Millo, una de las mejores voces verdianas de la década de los años ochenta y aun de los noventa del pasado siglo. El personaje, todo hay que decirlo, es un poco cansino repitiendo constantemente que lo único que quiere es morirse, pero Verdi lo premia con dos escenas maravillosas como son el Ritorna vincitor y el Qui Radamès verrà. Además, el papel tiene interés psicológicamente, ya que es una persona dividida entre el amor a un soldado egipcio y el deber para con su patria. Aunque mi enfoque de Aida no sea muy popular, insisto en que no la veo como un personaje tan puro como puede aparecer a primera vista. Amneris es manipuladora con ella, cierto, pero la propia Aida manipula nada menos que a Radamés, a quien se supone que ama, consiguiendo con ello su perdición. En esta ópera, los personajes no son íntegramente buenos ni malos.
Nuestro Radamès es Plácido Domingo, que va de menos a más. Al comienzo nos deja fríos con una dificultosa Celeste Aida cantada a base de portamenti y con indudable ahogo. Tampoco aguanta gran cosa el agudo final. Sin embargo, como digo, gana enteros a medida que la función avanza, y su tercer y cuarto acto son verdaderamente notables.
Más completa es la estupenda Amneris de Dolora Zajick, a la que pude ver el año pasado cantar una estupenda Eboli en Sevilla. Canta con enorme carácter y personalidad, y lo voz es bellísima. Al final acaba bordando sencillamente un extraordinario cuarto acto en el que parece realmente emocionada en el Pace, t’imploro. Por lo demás, Ameris es mi personaje favorito, hasta el punto de que, como ya he dicho, no veo que ella sea menos protagonista del drama que la propia Aida o Radamés. Amneris es ciertamente celosa y manipuladora, aunque su conducta no es más perjudicial que la de la propia Aida. Insisto, ¿realmente es “mala” Amneris y “buena” Aida?
Con los secundarios tenemos a un deteriorado Sherrill Milnes como Amonasro. Siempre fue un cantante un pelín tosco y algo engolado, aunque también tenía sus méritos (potencia, carácter, agudo...). Aquí, sin embargo, tiene momentos en los que parece realmente que ladra. Mucho mejor es el magnífico Ramfis del no del todo bien conocido Paata Burchuladze. Ya hablé muy positivamente de él a propósito de su Zaccaria en este DVD de Nabucco, y ahora vuelve a sorprender con un vozarrón estupendo y muy bien trabajado. La escena del juicio, por ejemplo, pocas veces me ha sonado tan escalofriante. Por último, Dimitri Kavrakos es un rey de Egipto de voz gastada.
Frente a la orquesta del Met se sitúa James Levine, que hace realmente un trabajo estupendo con esta Aida. Su dirección es aquí atenta y sensible, más allá de su consabida tendencia al efectismo de lo espectacular. Personalmente, me parece especialmente lograda la escena de la sacerdotisa.
La filmación, a cargo de Brian Large, tiene una aceptable calidad visual, propia de la época en la que fue grabada. Lo que no acaba de gustarme es la superposición de imágenes en el O terra, addio –se nos muestra en un mismo plano el calabozo en el que se encuentran Radamés y Aida y a Amneris– que resulta, a mi parecer, algo anticuada.
Una Aida, en suma, con un reparto irregular que si bien no es referencial –cosa que dudo que exista con esta ópera en DVD– al menos puede entretenerle a uno por la tarde.
Quienes me conocen saben bien de mi pasión por la ópera, rayana en ocasiones en lo obsesivo (bien lo saben en casa). Mi machacante insistencia en este tema ha llevado a mi buen amigo Fran a interesarse por este género, y ha decidido hacerlo a través de la ópera Tosca, en la filmación que Gianfranco De Bosio hiciera en 1976, hoy distribuida por la Deutsche Grammophon en formato DVD.
Tosca, con su argumento rápido y violento, no es mala obra para iniciarse en la ópera. Si Giacomo Puccini encarna el verismo en este género, Tosca es entonces el más verista de sus títulos, con una trama despiadada en la que apenas tienen cabida los momentos poéticamente idealizados, y todo ello expresado con una música electrizante. No tengo ninguna intención de perderme en descripciones musicales de la obra ni en inútiles exposiciones sobre su gestación por la sencilla razón de que me faltan los conocimientos necesarios y porque dicha información es fácilmente localizable en internet. Baste decir que el libreto de Illica y Giacosa se basa en el drama de Sardou y que fue quizás el mayor éxito experimentado en vida por Puccini. Lo que sí haré –aunque recomiendo la lectura del libreto completo– será un breve resumen argumental, útil a la hora de exponer mis impresiones sobre la versión que nos ocupa:
En la Roma de comienzos del siglo XIX, un preso político llamado Angelotti huye de la prisión del Castillo de Sant’Angelo y se refugia en la iglesia de Sant’Andrea della Valle, donde es auxiliado por su amigo el pintor Mario Cavaradossi, que le oculta en su villa en las afueras de la ciudad. El barón Scarpia, cruel jefe de policía, arresta y tortura al pintor, que sin embargo guarda silencio sobre el paradero de su amigo. Es su amante, la cantante Floria Tosca, quien no soporta contemplar la tortura de Mario y termina hablando. Angelotti se suicida antes de ser arrestado y Scarpia hace colgar su cadáver antes de chantajear sexualmente a Tosca: su Mario es culpable de ocultar a Angelotti, y por ello es reo de muerte, pero siempre que ella ceda a sus deseos, él dará la orden de fusilarle simuladamente con rifles descargados. Tosca acepta, y dada la orden por Scarpia (en realidad no es más que un engaño), le apuñala mortalmente y corre a informar a Mario de su salvación y de que debe arrojarse al suelo en cuanto vea que el pelotón “dispara”. La ejecución, que como digo no tiene nada de ficticia, se produce ante la propia Tosca, que al contemplar el cadáver de Mario comprende que ha sido engañada por Scarpia. Alguien descubre el cuerpo de éste último y Spoletta, uno de sus esbirros, se acerca para arrestar a Tosca, que se lanza desde lo alto de las almenas del castillo.
En conclusión: sadismo, chantaje, engaños, celos, tortura, traición, tentativa de violación, dos suicidios, asesinato, ejecución... y todo en un par de horas escasas con la música, inteligentemente asfixiante por momentos, de Puccini. Digamos que no es, desde luego, una ópera que aburra.
Hechos los preliminares, vayamos a donde interesa, que es al comentario de la grabación que nos ocupa. Durante la década de los años 70 se puso de moda aquello de grabar óperas como si de una película se tratase. El resultado es, desde luego, muy distinto del que se obtiene al ver en DVD una representación filmada en un teatro. Se registraba el audio por separado y los cantantes actuaban haciendo playback en un estudio de cine. Hay quien critica, no sin razón, que este tipo de experimentos eliminan un poco el carácter teatral que necesitan estas obras, pero lo cierto y verdad es que así se grabaron títulos de forma dignísima y que, si bien no son especialmente interesantes desde el punto de vista cinematográfico (ni tienen pretensión de serlo), sí que merecen conocerse. Así, sin pensarlo más, se me vienen a la cabeza el Otello de Karajan, La Bohème y La Traviata de Zeffirelli, El barbero de Sevilla y Madama Butterfly de Ponnelle o la Tosca de la que escribo.
Uno de los grandes méritos de esta versión radica en haberse filmado no en un estudio cinematográfico, sino en los lugares reales en donde acontece la acción. Así, el acto primero (fuga de Angelotti, aparición de Mario y de Tosca e indagaciones de Scarpia) está rodado en el interior de Sant’Andrea della Valle (hermosamente filmada), el segundo (tortura de Mario, acuerdo de Scarpia y Tosca y muerte de aquél) en el Palacio Farnesio y el tercero (prisión de Mario, encuentro con Tosca y desenlace) en el Castillo de Sant’Angelo. Es una filmación visualmente muy atractiva y realista, con algunos aciertos como la escena del Te Deum que cierra el primer acto –esos planos de Scarpia paseando entre la multitud y apoyado pensativo en una columna con gesto ausente y algo diabólico justo antes de decir a plena voz su “Tosca, mi fai dimenticare Iddio!” (“Tosca, haces que me olvide de Dios”)– o la muerte del barón a manos de Tosca, vista desde los propios ojos de Scarpia y filmada por una cámara temblorosa. Por alguna razón, algunos planos del tercer acto tienen rayas verticales (O dolci mani) (“Oh, dulces manos”) y la imagen no es de la calidad que muestra casi toda la película, pero apenas molesta y no es especialmente grave. El vestuario y la ambientación son sobresalientes, y es llamativo lo contenido de De Bosio a la hora de mostrar la sangre, particularmente en la escena de la muerte de Scarpia (final del segundo acto). Inevitable no hacer una comparativa hoy por hoy con los montajes de dudoso gusto de, por ejemplo, un Bieito.
De Raina Kabaivanska no puede decirse nada malo. Ella es, como quien dice, la soprano que más veces ha encarnado el papel de Tosca con más de cuatrocientas funciones a sus espaldas. Es cierto que Tosca es Maria Callas (especialmente en la grabación de Victor de Sabata), pero ello no justifica adoptar una actitud de estúpida cerrazón ante otras cantantes que aborden el papel. Y la Tosca de Kabaivanska es de las que quitan el hipo. Ella no es una muchachita desgraciada concebida para dar pena al público, sino una mujer madura que muere matando. El papel requiere fuego, carácter, y la Kabaivanska, con su amplia experiencia en esta ópera, muestra un dominio sorprendente tanto en lo vocal como en lo escénico. Ya en el primer acto muestra un retrato completo del personaje, con sus insoportables celos con Mario y su carácter, al mismo tiempo complicado y acaramelado. Pero donde definitivamente se crece es en el acto segundo, con un espléndido Vissi d’arte (“Viví del arte”) y una soberbia interpretación del final del acto. Al tomar el cuchillo, su actitud se transforma enseguida: de mujer derrotada y asustada, con apenas un hilo de voz mientras Scarpia escribe su carta, a entonar a pleno pulmón su “Questo è il bacio di Tosca! Ti soffoca il sangue?” (“este es el beso de Tosca; ¿Te ahoga la sangre?”). Naturalmente, uno se sorprende del modo en que la cantante ha sabido replegar justo antes el torrente de voz que exhibe ahora hasta dar en los segundos anteriores esa imagen de introversión, y más cuando la escucha entonar con desprecio las famosas frases “È morto! Or gli perdono! E avanti a lui tremava tutta Roma!” (“Está muerto: ahora le perdono; ¡Y ante él temblaba toda Roma!”). Rompe la tradición de colocar los candelabros junto al cuerpo de Scarpia, aunque sí le pone la cruz en el pecho. Se hace extraño, porque aunque en escena es difícil coordinar la colocación de los candelabros al compás de la música, no podemos olvidarnos que estamos ante una versión filmada en la que los cantantes han podido repetir cada escena hasta la saciedad hasta conseguir el resultado deseado. La “culpa”, por tanto, es de De Bosio, que en lugar de mostrarnos la conocida escena decide que veamos la salida apresurada de Tosca por las escaleras del Palacio.
Cada vez parece más habitual entre los melómanos españoles la manía de minimizar a Plácido Domingo y de presentarlo más como un simple producto comercial que como un tenor de importancia. Supongo que este “antidominguismo” tiene que ver con el “cainismo” español y nuestra envidiosa obsesión de destruir al compatriota que consigue llegar lejos. Si además resulta que donde más triunfa es en el extranjero (Plácido, que dirige la ópera de Washington y la de Los Ángeles, es un dios en el Metropolitan de Nueva York) la “ofensa” es ya imperdonable. Habrá quien critique a este hombre porque no le guste, y lo hará con todo el derecho del mundo, pero buena parte de este sector parece hacerlo porque al criticar a una figura tan encumbrada se aparenta un gusto más que refinado. Probablemente, si Plácido Domingo fuese, por ejemplo, italiano en lugar de español, aquí sería venerado sin discusión.
Lo arriba expuesto no quita, naturalmente, que Domingo haya producido una cantidad importante de caca a lo largo de su carrera. Me refiero a esos discos del tipo Plácido Domingo canta rancheras, el de las coplas, el de las oraciones del Papa y otras cosas que para un aficionado a la ópera suelen ser bastante infumables. Eso sí, tampoco un genio indiscutible como Pavarotti se libra de una crítica semejante, aunque al menos el modenés lo hacía con fines benéficos. En el caso de Plácido, a ello hay que añadir un dudoso gusto a la hora de seleccionar sus papeles (¿Quién le ha mandado meterse ahora, a sus años, en la ópera barroca y masacrar el Tamerlano de Handel?), que invita a pensar que el interés económico pesa en él más que la sensibilidad artística. Sea como fuere, rechazarle de plano es injusto y cerrar los oídos a quien, pese a todo, no deja de ser un extraordinario tenor. Por ejemplo, en la década de los 70 y 80 no había nadie en activo capaz de desplazar su Otello, quizás su papel más destacable y del que dijeron que supondría el final de su carrera.
Pero donde me gusta más Plácido Domingo es en el campo del verismo, si bien existen títulos puccinianos en los que está discutible (La Bohème o Turandot): me importa un rábano si algún día me llueven los improperios por decir que me gustan (y mucho) su Dick Johnson (La fanciulla del West), su Pinkerton (Madama Butterfly)... o su Cavaradossi. En la película de De Bosio cumple sobradamente, y está mejor vocalmente que en otros registros posteriores (por ejemplo, sus grabaciones con Sinopoli). Defiende con solvencia sus dos arias, si bien me gusta más en Recondita armonia que en E lucevan le stelle, donde se muestra más contenido que en otras grabaciones (esto último es sólo una impresión personal y, por tanto, discutible) y me gustan también sus Vittoria, en los que transmite la sensación de estar a punto de arrojarse sobre Scarpia y darle dos mamporros. A hacer creíble su Mario contribuye también en no poca medida el que su físico es el adecuado para el personaje (se le ve bastante joven en la película) y que se muestra aquí solvente como actor. Como prueba puede observarse su gesto, entre convencido de sí mismo y aterrado al mismo tiempo, durante el interrogatorio de Scarpia (“Dov’è Angelotti?” – “Non lo so”).
Ahora vamos con Sherrill Milnes y su encarnación de Scarpia, uno de los villanos más repulsivos (si no el que más) de la historia de la ópera. Para desgracia del barítono norteamericano, existe para muchos como referencia absoluta el magistral Scarpia de Tito Gobbi, quien encarnó como nadie el carácter lujurioso y sádico del barón. La voz de Gobbi suena obscena, vulgar, pretendidamente repulsiva, y a la hora de comparar su Scarpia con el de Milnes concluiremos que el de este último parece un señor incluso correcto y educado. Gobbi no tenía precisamente una voz bella y carecía por completo de delicadeza en su canto hasta el punto de que yo mismo prefiero otros Scarpias que al menos no sean tan desagradables en lo vocal como en lo moral (MacNeil, Taddei o Warren son buenos ejemplos junto con el propio Milnes, a cierta distancia y de quien siempre se ha dicho que imita a Warren). Hay, por tanto, que olvidarse de Gobbi (del mismo modo que de Callas) para concentrarnos en lo que a fin de cuentas es una concepción radicalmente distinta –y también atractiva– del personaje. Ante todo, y aunque parezca tonto, llama la atención el que no se presente al barón como un viejo verde, sino como un hombre joven (Milnes sólo le saca seis años a Domingo). De hecho, se percibe más tensión sexual entre Scarpia y Tosca que entre ella y Cavaradossi en sus dos escenas románticas (actos primero y tercero).
Milnes interpreta al barón haciendo uso de su imponente voz, particularmente en los agudos (Te Deum) si bien en los escasos pasajes en los que su personaje no se limita a dar berridos suena un poco afectado y no muy firme (Tosca divina y La Regina farebbe grazia ad un cadavere!). Lo mismo le sucede en la grabación de Rescigno. En cualquier caso, completa un dignísimo Scarpia que en directo debía sobrecoger al espectador. Curiosamente me gusta más en el primer acto que en el segundo, más intenso sin embargo para su personaje (tortura de Mario y chantaje a Tosca). También le ayuda su estatura, su mirada glacial y su aspecto de bruto.
Ninguno de los secundarios desentona, y haré mención especial del simpático sacristán de Alfredo Mariotti, recientemente desaparecido. También Giancarlo Luccardi canta el breve papel de Angelotti con hermosa voz (no deja de ser curioso que ese personaje, pese a su enorme importancia en el desarrollo de la acción, pase habitualmente desapercibido para el público) y se agradece que Spoletta no tenga voz de pito. Como curiosidad, también se escucha al hijo (algo chillón) de Plácido Domingo como pastorcillo al comienzo del tercer acto.
En cuanto a la dirección de Bruno Bartoletti, baste decir que es absolutamente convencional, precisa y sin asumir tampoco demasiados riesgos.
En conclusión, se trata de una Toscaabsolutamente recomendable. Si tuviéramos que escoger sólo una versión en DVD, para mí sería esta, del mismo modo que la versión en CD es la tan distinta de Victor de Sabata. Curiosamente, no es esta la única Tosca grabada en los lugares reales: existe otra película de comienzos de los 90 (algo más difícil de localizar) filmada en las localizaciones originales con Catherine Malfitano como Tosca, un Plácido Domingo algo más cascado pero aún digno repitiendo como Cavaradossi y Ruggero Raimondi en el papel de Scarpia. La pusieron en “la 2” hace aproximadamente un año y me pareció visualmente espectacular, si bien es claramente inferior a nuestra versión de De Bosio en lo vocal (sobre todo en lo que se refiere a Malfitano: guapa pero sobreactuada e insuficiente en el papel).
Y ahora una pregunta: en el libreto de Tosca existe un intercambio de frases entre esta y Scarpia justo después del Vissi d’arte(“Risolvi!” - “Mi vuoi supplice ai tuoi piedi!”). Pues bien, en muchas grabaciones (también en esta película), esas líneas se suprimen sin que comprenda el por qué. Quizás sea para detener la música al final de la famosa aria y que el público pueda aplaudir, aunque ello tendría más sentido en representaciones en vivo que en las grabaciones. Por poner como ejemplo a otra aria famosa de Puccini, a nadie se le ocurre detener a la orquesta al final del Nessun dorma y omitir las primeras frases de los Ministros en el tercer acto de Turandot. ¿Algún detective operístico se presta a ayudarme?
Añadido el 22 de octubre: He comprobado que, en efecto, la supresión del breve diálogo se debe a la cuestionable costumbre de detener la música al final del Vissi d'arte para facilitar el aplauso del público. Si ya en las representaciones me parece poco excusable (pese a lo breve e intrascendente de la supresión), en las grabaciones lo veo sencillamente absurdo. Maravillosa Tosca, en cualquier caso.
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