Este mes de diciembre quiero despedir el año comentando la muy estimable filmación del Otello verdiano dirigido por Karajan que que distribuye Deutsche Grammophon. Como llevo haciendo todos los meses durante más de dos años, comienzo resumiento brevemente el libreto:
Acto 1: En mitad de una fuerte tormenta, la nave que transporta a Otello, general de la armada veneciana, arriba al puerto de Chipre. Todos reciben con júbilo al héroe victorioso salvo Jago (Yago), que odia al moro por haberle concedido el rango de capitán a Cassio en lugar de a él. Deseoso de hacer caer a Cassio en desgracia, Jago manipula sin escrúpulos a Roderigo, que se encuentra enamorado de Desdémona, la esposa de Otello. Jago hace creer al celoso Roderigo que Cassio también ama a la muchacha, y ambos deciden emborracharle para que provoque un tumulto que enoje a Otello. El plan sale bien: Cassio se muestra en principio reacio a beber, pero la insistencia de Jago le lleva a emborracharse. Roderigo se burla entonces de él, que furioso, desenvaina la espada. El ex gobernador Montano trata de poner orden, pero es herido en la lucha. En ese instante se presenta furioso Otello, y al descubrir lo sucedido destituye inmediatamente a Cassio de su condición de capitán.
El moro se queda entonces a solas con su esposa Desdémona. Ambos recuerdan con ternura los momentos iniciales de su amor y el telón cae cuando Otello besa a su mujer.
Acto 2: Jago sigue adelante con sus propósitos de destruir a Otello y a Cassio. De momento, ha convencido a este último de que hable con Desdémona para que interceda por él ante Otello y recuperar así de nuevo su antiguo rango de capitán. Cuando Cassio se retira para buscar a Desdémona, Jago medita a solas sobre su maldad y sobre la existencia de un Dios cruel que ha escrito su propio destino como una sucesión de actos ruines. Otello se presenta después y Jago finge observar con preocupación a Desdémona y a Cassio conversando. Con habilidad, insinúa al moro que desconfíe de la fidelidad de su esposa y que preste especial atención a todas sus palabras. Inmediatamente se acerca Desdémona para pedirle a su esposo que auxilie a Cassio. Los celos de Otello se despiertan y se niega a conceder el perdón. Ella nota su turbación y le acerca un hermoso pañuelo bordado que él arroja al suelo sin mirarlo siquiera. El pañuelo es recogido por Emilia, la esposa de Jago, que se hace con él con la fuerza. En ese instante decide dejarlo en casa de Cassio como prueba de que Desdémona le visita.
De nuevo a solas con Jago, Otello, rojo de ira, se muestra violento con él y le exige una prueba certera de que su esposa le es infiel con Cassio, su mejor amigo. Jago inventa entonces una historia, narrando cómo escuchó a Cassio hablar en sueños cierta vez exclamando su pasión por Desdémona y su desprecio por el moro. También afirma haber visto en manos de Cassio el pañuelo bordado de Desdémona que acaba de recoger, que Otello identifica inmediatamente como un regalo que él había hecho a su esposa en señal de amor. Fuera de sí, Otello jura venganza.
Acto 3: Otello, por indicación de Jago, se dispone a esconderse para escuchar sin ser visto una conversación entre Cassio y Desdémona. Sin embargo, esta última aparece antes de tiempo y pide nuevamente el perdón para Cassio. El furioso Otello la acusa violentamente de infidelidad y exige que le entregue el pañuelo que él le regaló tiempo atrás. Tal y como él sospecha, ella confiesa no tenerlo, lo que aparentemente parece confirmar la afirmación de Jago de que se encuentra en poder de Cassio. Otello se deshace muy bruscamente de su esposa, insultándola, y se esconde para escuchar las palabras de Cassio, que acaba de llegar y conversa a lo lejos con Jago. Sin que el moro lo sepa, este último ha dejado el pañuelo de Desdémona en casa de Cassio y habla con él en la distancia sobre sus aventuras amorosas. Tal y como Jago había planeado, Cassio, sin saberse observado por Otello, saca el pañuelo de Desdémona afirmando haberlo encontrado en su casa. Otello identifica el bordado y su ira es incontenible. Cuando Cassio se retira nombra nuevo capitán a Jago y le pide que le consiga un veneno de inmediato para acabar con su esposa esa misma noche. Jago, sin embargo, le sugiere que la estrangule en su propio lecho, al tiempo que manifiesta su deseo de acabar personalmente con la vida de Cassio.
Llega entonces una nave veneciana con Lodovico, portador de un mensaje del dux. Otello procede a su lectura pública en presencia de la entristecida Desdémona. El mensaje expresa la necesidad de que Otello se persone inmediatamente en Venecia, nombrándose a Cassio nuevo gobernador de Chipre. Tras leer el mensaje, Otello arroja enloquecido a su esposa al suelo, golpeándola. Jago, por su parte, promete a Roderigo que conseguirá el amor de Desdémona si elimina esa misma noche a su rival Cassio. Otello ordena a todos que se retiren, y a solas, sufre un desvanecimiento mientras Jago se regocija de su inminente triunfo.
Acto 4: Acompañada de Emilia, Desdémona espera inquieta la llegada de Otello a su habitación durante la noche. Para conmover a su esposo, la muchacha pide a su amiga que extienda sobre la cama su vestido de novia. Tras entonar una canción triste sobre una muchacha abandonada por su enamorado, se despide de Emilia, consciente de que tal vez no la verá nunca más. De este modo, Desdémona dirige sus rezos nocturnos a la salvación de los pecadores y se acuesta a dormir. Otello entra en la habitación, la besa y tras forcejear con ella, la asesina estrangulándola. Entra entonces Emilia muy agitada para comentarle a Otello la noticia de que Cassio ha matado a Roderigo tras ser atacado por aquél. Horrorizada, descubre el cuerpo de Desdémona y pide auxilio a voces. Se presentan Jago, Lodovico, Montano y Cassio, sano y salvo. Emilia declara entonces que fue su esposo Jago quien le arrebató el pañuelo de Desdémona por la fuerza. Cassio, por su parte, manifiesta haberlo encontrado en su casa, y Montano, por último, señala que Roderigo acaba de morir señalando a Jago como el instigador de sus acciones. Jago, que se sabe perdido, trata de darse a la fuga, perseguido por los guardias. Entonces, Otello, consciente de haber matado a una inocente, se suicida con su puñal no sin besar antes una última vez más el cuerpo inerte de Desdémona.
Giuseppe Verdi culminó su Otello en 1886, dieciséis años después de su anterior ópera, Aida. En esta ocasión, el compositor contó a su favor con el extraordinario libreto de Arrigo Boito, tomado de la obra homónima de William Shakespeare. Boito, pese a todo, introdujo algunos cambios interesantes en la acción que resultaban útiles para transformar el drama teatral en ópera. Así, suprimió todo el acto veneciano de la obra original, aunque hizo suyos algunos elementos de importancia, y en el primer borrador era el nombre de Jago y no el de Otello el que aparecía en la primera página. Verdi, que hasta entonces había estado ocupado con revisiones de Simon Boccanegra y de Don Carlo, aceptó la oportunidad y dio a luz una partitura en la que su lenguaje musical ha evolucionado a un discurso mucho más compacto que el de otras obras anteriores. La composición resulta portentosa desde el enérgico comienzo, con la escena de la tormenta, hasta las oraciones finales de Desdémona y su muerte junto con la de Otello, en la que el espectador vuelve a oír la misma melodía que ya cerraba tiernamente el primer acto (“Un baccio”) dando a la obra un cierto carácter simétrico. También es llamativo, en este sentido, la utilización de la melodía de Jago “È un'idra fosca, livida, cieca” para abrir el tercer acto, en el que el malvado personaje ultima sus engaños para con Otello. El estreno de la obra en La Scala de Milán el 5 de febrero de 1887 constituyó un éxito atronador.
Herbert von Karajan luciendo bigotazo e infiltrándose en su propia grabación
El DVD que motiva esta entrada es la película dirigida por Herbert von Karajan en 1974 distribuida por Deutsche Grammophon (el audio lo comercializa la casa EMI en cedé). Se trata de la puesta en escena ideada por el propio Karajan para su Otello salzburgués de 1970 con Vickers y una Freni primeriza en el papel. Visualmente se deja ver con agrado, aunque a veces la filmación se ve algo anticuada y los decorados no siempre terminan de ser muy realistas. A modo de anécdota, hay que señalar la presencia del propio Karajan con mostacho entre el coro en la escena del vino.
Cuando en 1974 se puso a las órdenes de Karajan para la presente grabación, Jon Vickers ya había grabado el papel de Otello trece años atrás bajo la dirección de Tullio Serafin. Los melómanos verdianos suelen dividirse entre aquéllos que consideran al gran Mario del Monaco –que también lo grabó para Karajan– como el intérprete de referencia para el papel del moro y los que prefieren a Vickers. Yo me cuento entre los primeros, aunque justo es reconocer la valía del canadiense en un papel en el que se sitúa en cabeza junto con el referido Del Monaco y Plácido Domingo. La voz de Vickers se ha calificado muchas veces, no sin razón, de leñosa y poco agraciada, con ingratos cambios de color a lo largo del registro. Tampoco se le ve cómodo en el agudo –en las notas más altas del "Esultate", del que he oído que tuvieron que tomarse varias tomas, su voz parece amenazar con quebrarse, aunque sale airoso– y su “Amor e gelosia vadan dispersi insieme” (2º acto) es un berrido que resulta bastante penoso. En cualquier caso, si algo hay que criticarle a Vickers es el escaso atractivo de su voz y no la técnica. De hecho, consigue hacer maravillas y matizar mucho más y mejor que Del Monaco, aunque, claro está, sin transmitir la contundencia masculina de aquél. Todo el final de primer acto está cantado con pasmosa delicadeza (“Un baccio...”) y su lectura del mensaje en el tercer acto resulta extraordinaria.
Portada de la grabación de EMI
Quien lea habitualmente este blog sabrá de mi debilidad por Mirella Freni, mi soprano favorita de siempre. Aquí, en su papel de Desdémona, se muestra extraordinaria de principio a fin, desde los bellísimos pianissimi de “Mio superbo guerrier” hasta una canción del sauce y un Ave Maria de reclinatorio, nunca mejor dicho. Abajo pongo una breve entrevista en la que Freni cuenta sus experiencias como Desdémona, al tiempo que nos hace partícipes de algunas anécdotas con Vickers y Karajan.
El vídeo está en italiano, así que por si alguien no domina la lengua, he hecho la siguiente traducción:
“El maestro Karajan me pidió que hiciera Otello –Desdémona, naturalmente– y en aquél momento me sentí un poco preocupada porque era mi primer paso en la ópera en papeles un poco más spinto. Tenía un poco de miedo. Le dije al maestro: “Déjeme un momento para que pueda probarlo en casa y ver si me siento cómoda y puedo sostenerlo”. Vi que funcionaba. Luego, cuando llegué a Salzburgo, me mostraba siempre un poco reservada en el papel, porque debo decir que cuando hago una cosa por primera vez ando siempre con pies de plomo. No doy lo máximo para no dañarme las cuerdas vocales. Poco a poco, con los años, me voy soltando y gano arrojo. Estoy hecha de ese modo. Como dice mi nombre, “Freni”, soy “frenada” en ciertas cosas, pero en eso consiste la broma. Debo decir que el maestro Karajan estuvo muy cariñoso y gentil, y también mis compañeros, sobre todo Vickers.
Tengo un recuerdo bellísimo de mi contacto con Vickers, con Otello. Era extraordinario, una persona muy seria. Me trataron verdaderamente bien. Recuerdo que como él tenía un gran temperamento y yo era un poco más endeblita, me decía: “Mirella, por favor, cuando deba zarandearte y golpearte, déjate hacer porque no quiero hacerte ningún daño”. Le dije: “Vale, no te preocupes”, y así lo hicimos. Recuerdo que una noche, en el último acto, él llevaba un vestido bellísimo con una cadena y un gran medallón. Cuando me agarró en la cama para matarme, ese medallón me golpeó en el labio, rompiéndolo. Naturalmente, noté cómo sangraba. Él estaba desesperado, y mientras me mataba me preguntaba: “Mirella, ¿estás viva?” Y yo: “Sí”. Después estuvo muy disgustado porque creía que era él el que me había hecho daño, cuando en realidad fue el medallón el que me golpeó sin él pretenderlo.
También debo decir que con Karajan tuve una relación especial. Teníamos sintonía, y nos entendíamos sin hablar. No sé por qué tuve la fortuna de encontrarme con él. Naturalmente, esto no era siempre así, pero el maestro transmitía una serie de cosas que yo recibía con facilidad, y viceversa: él comprendía lo que yo quería hacer. Muchísimas veces –no diré que casi siempre para no parecer presuntuosa– estábamos de acuerdo. No teníamos necesidad de ensayar mucho y fue una experiencia única. A él le gustaban esas frases largas, coloridas y con expresión. Esta es la clave para la soprano lírica: las frases largas, con legato, con expresión y con color. Yo lo hago por naturaleza, pero he podido desarrollarlo muy bien con Karajan.
El cuarto acto de Otello contiene la canción del sauce y el Ave Maria, que son momentos extraordinarios para Desdémona. Ya en el “sauce” ella tiene el presentimiento triste de que algo no va bien, y no sólo el maltrato de Otello, sino algo más profundo que ella percibe. Al contar esa historia es necesario vivirla, sufrirla, colorearla... No es sólo la canción de Bárbara, que cantaba “sauce, sauce”. Ello es así sobre todo en el Ave María, porque Desdémona probablemente estaría acostumbrada a rezarla antes de irse a dormir, pero la de esa noche es otra Ave Maria. Ella debe rezar de un modo especial por los débiles, etc.. Hay muchas cosas que subraya con tristeza y miedo, y sin exagerar, según lo entiendo yo. Ahí está la dificultad. Si fallas en la última nota del Ave Maria arruinas todo el Otello. Si piensas que al margen de esa nota no estás cantando bien el aria debes concentrarte para hacerlo lo mejor posible al menos por arriba. Muchas noches te sientes un poco cansada y dices “Virgen, ayúdame, te lo pido al menos de otro modo”.
Jago es probablemente junto con el barón Scarpia de Tosca, el “malo” más siniestro de la historia de la ópera. De hecho, sus maléficos planes le salen bien y acaba arruinando a Otello, tal y como se había propuesto, aunque al final es descubierto y probablemente capturado. Peter Glossop es un Jago interesantísimo, susurrante y muy efectivo, aunque por alguna razón no agrada por igual a todos los aficionados. A mí me satisface mucho. Véase por ejemplo su teatral forma de describir a Otello la pelea de Cassio y Roderigo en el primer acto (“Non so...”), en susurros. El Jago de Glossop es insinuante, pues parece que era voluntad del propio Verdi el que Jago cantase básicamente en susurros –escúchense los “Vigilate” de Glossop en el segundo acto– y adecuadamente maléfico en el celebrado “Credo”, aunque sin caer en la brusquedad ni la sobreactuación. De hecho, es el suyo un “Credo” bastante meditativo en comparación con otros intérpretes. Personalmente, en este punto adoro la efectividad de la música de Verdi, con ese brusco e inesperado silencio después de “La morte è il nulla”. Lo que no me gusta, y esto no es culpa de Glossop, es que se difumine innecesariamente su voz en la escena en la que narra a Otello el falso sueño de Cassio, para reforzar así la sensación de ensoñación.
El altísimo nivel se mantiene en los secundarios, comenzando por el estupendo Cassio de Aldo Bottion, de muy hermosa voz lírica. Dos nombres de excepción se suman a la plantilla de secundarios: Michel Sénéchal como Roderigo y José Van Dam como Lodovico. A ello se ha de sumar la convincente Emilia de Stefania Malagú y el Montano de Mario Macchi. Muy bien también el Coro de la Ópera de Berlín, dirigido por Walter Hagen-Groll.
Como hemos apuntado ya repetidas veces, la dirección de la Orquesta Filarmónica de Berlín corre a cargo de Herbert von Karajan, que ya había grabado antes un excelente Otello con Del Monaco, Tebaldi y Protti. La dirección de esta nueva grabación es bastante similar e igual de efectista, aunque pierde interés en la comparativa por la introducción de algunos cortes cuya justificación no alcanzo a comprender. En el segundo acto se omite el coro que acompaña a la entrada de Desdémona (“Ti offriamo il giglio”), así como parte del final del tercer acto, prescindiéndose de las instigaciones de Jago a Roderigo para que se deshaga de Cassio. Queda así sin sentido la afirmación de Emilia en el cuarto acto de que Cassio ha matado a Roderigo. Con todo, merece la pena.
De entre las misas salzburguesas de Wolfgang Amadeus Mozart, sólo la célebre Misa de la Coronación (K.317) ha ocupado tradicionalmente un puesto de honor compartido con obras más tardías como la Gran Misa en do menor (K.417) o el Réquiem (K.626). La mayoría de esas obras de juventud suscitan un interés relativamente escaso para las casas discográficas y salas de conciertos, siendo tachadas con frecuencia de tratarse de meras obritas encantadoras que poco aportan a la producción musical del genial autor. Quizás parte de la culpa recaiga en las exigencias musicales del príncipe arzobispo de Salzburgo Hieronymus Colloredo –probablemente la persona a la que más llegó a odiar Mozart en su vida–, un apasionado de la música ligera e italianizante cuya actitud ilustrada le llevó a exigir la brevedad, la concisión y la subordinación de la música a la comprensión del texto como requisitos imprescindibles para los compositores de la corte. El propio Mozart escribe al padre Martini el 4 de septiembre de 1776 que “una misa con todo el Kyrie, el Gloria, el Credo, la sonata para la Epístola, el Ofertorio, el Motete, el Sanctus y el Agnus, no debe [...] durar más de tres cuartos de hora”.
Si bien es cierto que en las misas escritas por Mozart entre 1773 y 1777 predominan la declamación –especialmente en los fragmentos de texto más amplio como el Gloria y el Credo– y la escasa repetición de frases musicales, lo cierto es que el salzburgués supo plegar su arte a estas limitaciones, de modo que ninguna de estas obras se hace inexpresiva. Precisamente del año 1776 –o si acaso de diciembre de 1775–, fecha en la que Mozart escribe la carta antes reproducida, data la encantadora Missa brevis “del solo de órgano” (K.259), una de mis favoritas. Esta obra, en la que las exigencias de brevedad son llevadas casi al extremo, es en buena medida responsable de la devoción que profeso a la música de Mozart desde mi infancia. Al igual que las dos misas precedentes (K.257 y 258) sigue la tonalidad de do mayor, y el motivo de la composición probablemente quepa encontrarlo en la festividad de los Santos Inocentes del 28 de diciembre (¿de 1776?). Tras el luminoso Kyrie, en el que entran ya en juego las voces concertantes en diálogo con el coro, siguen en estilo más declamatorio el Gloria, y sobre todo el Credo, que sigue una estructura ternaria gracias al bello Et incarnatus central a cargo de los solistas, seguido de un trágico Crucifixus. El Benedictus, como es habitual, repite para el Osanna la misma música del Sanctus –del que se conserva una prueba anterior de 21 compases descartada por Mozart–, aportando simetría. La intervención del órgano obligato al comienzo del Benedictus es la que motiva el hecho de que la tradición haya acabado refiriéndose a esta misa como la del “solo de órgano”. Del Agnus Dei, más reposado, siempre se ha dicho que anticipa la cavatina Porgi amor de la Condesa en Le nozze di Figaro, aunque otro tanto puede decirse, por ejemplo, del de la misa solemnis K.337.
A continuación os dejo con la grabación de Peter Neumann frente al Collegium Cartusianum (con instrumentos originales), el Kölner Kammerchor y los siguientes cantantes solistas: Ann Monoyios (soprano), Elisabeth Graf (contralto), Oly Pfaff (tenor) y Franz-Josef Selig (bajo).
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)
Missa Brevis en do mayor, K.259 “Orgelsolo-Messe”.
La Sevilla de la cultura, de la diversidad y las alternativas de ocio y de la superación –que no ruptura– de los clichés se nos muere. Dicen que es por la crisis, argumento que sólo es de recibo a medias. Ayer mismo entré en unos famosísimos grandes almacenes en los que la sección de música culta ha venido experimentando en los últimos años una reducción que, simplemente, resulta dramática. Mi sorpresa fue descomunal cuando descubrí que la marginación de la ópera y la música clásica ha llegado allí al extremo de arrancarla de su anterior espacio físico –destinado ahora al cómic– para quedar relegada a una miserable pared arrinconada en la sección de cine. No voy a andarme con chiquitas: señores del Corte Inglés (Sevilla, Plaza del Duque): ustedes le han dado la espalda al cliente que busca consumir estos productos, medidores del grado de cultura de cualquier población civilizada. Tras la desaparición hace años de la entrañable Allegro música, junto al Teatro de la Maestranza, el aficionado sevillano tiene pocas posibilidades en lo que se refiere a la compra de música culta en la llamada “ciudad de la música”. Luego se quejan de que la gente compra discos por internet.
Pero a fin de cuentas, lo más dramático no es esto. Como acaba de señalar, la red ofrece al melómano muchas páginas fiables en las que poder adquirir –y a mejor precio, todo sea dicho– aquello que se nos niega físicamente en las tiendas. Pero en cuestiones políticas no hay sustitutivos que valgan. Jamás escribo sobre política en El Patio de Butacas porque no es esta la plataforma para ello. Además, cuando he tocado algún tema relacionado, mis críticas nada han tenido que ver con servilismos ideológicos, de los que me mantengo afortunadamente distante. El anterior gobierno municipal (socialista) comenzó el asesinato de la Sevilla culta con las drásticas reducciones presupuestarias al Teatro de la Maestranza y a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. La actual corporación (popular) ha mantenido los recortes y tuvo ayer el dislate de proponer que el Festival de Música Antigua tenga un carácter bianual. Entiendo a la perfección la situación comprometida a la que se ve avocado el Ayuntamiento de Sevilla a causa del vacío de las arcas municipales, pero los políticos, como representantes de los ciudadanos y depositarios de la confianza pública demostrada en las urnas, no pueden cercenar la vida cultural de los ciudadanos. Simplemente, no tienen derecho. Cualquier político que después de ser elevado por los ciudadanos se vuelve contra ellos comete moralmente un grave abuso de autoridad.
Las palabras de María del Mar Sánchez Estrella, Delegada de Cultura, no tienen desperdicio:
"Lo que queremos es que un festival consolidado, con público, con demanda, se preserve. Si una actividad se celebra cada dos años puede aumentar días, puede tener más presupuesto y nos permite negociar con otras entidades, para que no sólo dependa de nosotros".
O sea, que lo mejor para “preservar” aquello que vale la pena es reducirlo a la mitad. Seamos inteligentes: lo que subyace bajo las palabras de la Delegada es que antes de asesinar del todo al FEMAS, lo mejor es celebrarlo cada dos años, y además negociando con “otras entidades” para que el Ayuntamiento se desvincule, aunque sea en parte, de su financiación. Señora Sánchez Estrella, usted, como Delegada de Cultura, ha tenido la desfachatez de afirmar indisimuladamente la voluntad del Ayuntamiento al que pertenece de darle la espalda a la cultura. Pero hay más:
"[...] habría música de este repertorio en la ciudad gracias al ciclo de la Orquesta Barroca de Sevilla (OBS), el de órganos históricos o el Festival Turina".
Oiga usted, es que eso ya existe, junto con el FEMAS. No nos lo venda como una dádiva sustitutiva del Festival. No hay necesidad de ponerse cínicos.
Eso sí, continúen ustedes promocionando la imagen esteorotipada de la flamenca con una raqueta de tenis en la mano para la Copa Davis. Cualquier ciudadano de Sevilla con una capacidad intelectual superior a un higo chumbo tiene argumentos sobrados para sentirse defraudado y preocupado asista o no al Festival. Estamos hablando de cortarle las alas a una ciudad que, especialmente desde la Exposición Universal de 1992 venía mostrándose con éxito como un escaparate cultural en el que el visitante podía encontrar mucho más que tablaos de flamenco y cofradías.
Un político cateto nunca puede representar a un ciudadano culto.
Todo gran hombre debe también tener un gran sentido del humor. Que Pavarotti es “Mr. Big P.” lo sabe todo el mundo, y una buena muestra de su especial simpatía personal se encuentra en la siguiente entrevista que me he tomado la libertad de traducir del inglés al castellano y que puede verse aquí. En ella, un Luciano Pavarotti divertido y con el público en el bolsillo nos cuenta sus momentos más vergonzosos sobre el escenario:
- Me gustaría saber cuáles han sido sus momentos más divertidos o embarazosos sobre el escenario.
Diablos, no me digas. Desde que hice mi debut, mi pesadilla de siempre era la de verme en mi camerino preparándome en calzoncillos y escuchar entonces a la orquesta interpretando la pieza musical que precedía a mi aria. Por supuesto, esto nunca ocurrió y fue solo un sueño... hasta el año pasado. El año pasado estaba yo en calzoncillos cuando escuché a la orquesta. Pensé: “¿qué estará haciendo ese idiota? Habrá venido aquí con una grabación para asustarnos”. (simula afeitarse la barba). De repente viene el director de escena y me dice “señor Pavarotti, comience”. No sé cómo trabajando tres mil personas en ese teatro no hubo nadie para decirme que comenzábamos a las siete y media y no a las ocho. (risas). Eso ocurrió en París y tuvieron que correr el telón.
¿Pero quieres saber la más embarazosa? La más embarazosa... La ópera era Tosca, también en Paris y por la misma época. Era una producción nueva muy extraña en la que no había sillas en la habitación de Scarpia. Traían una cuando me llevaban al escenario, y otra para Tosca cuando ella entraba. Durante uno de los ensayos vi la silla en la que tenía que sentarme. (se ríe). Era un modelo muy bonito. Muy frágil. Le dije bajito al director de escena, porque no quería que me oyeran: “oye, como me siente en esa silla voy a romperla”. Contestó: “No, monsieur Pavarotti, no, no, no; la hemos reforzado con hierro”. Le habían puesto hierro a la silla por detrás. Esto es verdad, no me lo invento. En los días siguientes yo trataba de sentarme en el filo, aunque cuando Cavaradossi entra después de ser torturado se supone que se desploma en lugar de sentarse así. En aquellas representaciones teníamos a una cantante que debutaba y que no conocía muy bien las posiciones, aunque es una gran actriz. Lo que habíamos hecho los días previos era que ella ponía su mano sobre mi rodilla y yo se la acariciaba mientras nos decíamos:
- Tosca... - Mario... - ¿Has hablado? - No, no he hablado. - Sí, hija de puta, sí que has hablado.
Aquélla noche la música la encendió tanto que en vez de apoyarse en mi rodilla se sentó conmigo. Todavía están buscando dónde está la silla. (risas). Todo esto es absolutamente cierto, podéis comprobarlo si no lo creéis.
- Señor Pavarotti, hablo en nombre de todas las mujeres del público y queremos hacerle saber que nos encantan los hombres grandes, especialmente los que tienen grandes voces. ¿Cree que sus pulmones “extra” ayudan a producir esa preciosa resonancia?
(Con voz estentórea). Creo que sí. Muchas gracias. Ha sido uno de los mayores halagos que he recibido. El mejor fue cuando un hombre tropezó conmigo en la calle y me dijo “disculpe, no le había visto”.
La pianista Maria João Pires tiene sesenta y siete años muy bien llevados tanto en su aspecto exterior como en el plano profesional. Aunque la de ayer no fue precisamente su primera visita a Sevilla, yo no había tenido la oportunidad de verla actuar en vivo, por lo que dirigí mis pasos al Teatro de la Maestranza con la plena convicción de que no iba a salir defraudado. Y lo cierto es que todo fue más o menos como se suponía que había de ser. Pires, que traía su propio piano para el recital –un estupendo Yamaha CFIII– venía acompañada en esta oportunidad por el violonchelista brasileño Antonio Meneses, de brillante trayectoria. Sin embargo, yo estaba allí fundamentalmente para escucharla a ella, de modo que no me sorprendió mucho la sensación constante de que la pianista le daba muchas vueltas al chelista. Quizá fuese que yo venía más predispuesto a favor de Pires que de Meneses, pero a servidor le parecía que el papel de este último parecía limitarse en demasiadas ocasiones a servir de mero acompañamiento –muy bello, sí– a la verdadera protagonista de la noche, que era Pires. Así quedó patente en los dos Impromptus schubertianos ofrecidos con absoluta maestría y control técnico. El programa, en cambio, no reservaba a Meneses ninguna pieza individual.
Ambos abrieron el recital con una versión quizá incluso demasiado contenida de la espléndida sonata para violonchelo y piano nº3, op.69 de Beethoven, marcando las mismas pautas que se observarían durante las siguientes obras (la sonata para arpeggione –aquí, obviamente, violonchelo– y piano, D.821 de Schubert y la nº1, op.38 de Brahms): interpretaciones dotadas de un dramatismo bastante reposado en las que brilló Pires con su perfección técnica y en las que mejoró Meneses, ganando progresivamente en técnica y expresión. De propina para el público, una obra moderna brasileña (no recuerdo el autor), que se me antojó hermosa, aunque encajaba más bien poco con el carácter “bachiano” de la sonata de Brahms.
En cuanto al aforo, el teatro ofrecía un aspecto casi lleno, aunque esa misma mañana comprobé, por simple curiosidad, que aún quedaban bastantes localidades por vender. A todo esto, el público no se enteró en toda la noche de que no hay que aplaudir entre movimiento y movimiento. Lo de las toses en las pausas ya es un capítulo aparte. Al margen de los ruidos producidos por objetos al caer al suelo, algunas toses llegaron a ser tan exageradísimas que arrancaron no solamente protestas, sino también algunas risas.
Pero hoy no es día de quejas, precisamente después de haber leído que ahora también la Diputación Provincial de Sevilla ha decidido reducir –en un 40%– su aportación al Maestranza. Entre todos lo mataron y él solito se murió.
Después de mi aproximación de la semana pasada al universo wagneriano de la mano de La Valquiria, lo cierto es que me apetecía una buena dosis de belcanto italiano, y por eso he pensado dedicar mi crónica mensual de deuvedés operísticos a Lucia di Lammermoor, ópera sobre la que aún no había escrito en el presente blog y que podrá verse también en el Teatro de la Maestranza de Sevilla en cuestión de pocos meses. Como siempre, comenzaré con un breve resumen del libreto:
Acto 1: Escocia, finales del siglo XVII. Lord Enrico Ashton pretende estabilizar su comprometida posición política obligando a su hermana Lucia a contraer un matrimonio de conveniencia con Lord Arturo Bucklaw. Sin embargo, Enrico se desespera ante la negativa de Lucia al enlace. Cuando el jefe de la guardia Normanno le comunica que ella acostumbra a tener encuentros secretos con Sir Edgardo de Ravenswood, su peor enemigo, monta en cólera y ni siquiera las palabras del capellán Raimondo le hacen desistir de sus propósitos de venganza.
Entretanto, Lucia espera acompañada de Alisa la llegada de Edgardo. Ya entonces comienza la muchacha a mostrar algunos síntomas de demencia, al narrar a su amiga una aparición fantasmal que afirma haber tenido en ese preciso lugar. Cuando al fin llega Edgardo, éste comunica a su amada su necesidad de ausentarse de Escocia temporalmente y de dirigirse a Francia por asuntos políticos. La pareja se despide no sin antes intercambiarse sus anillos y jurar al cielo que desde ese mismo instante serán marido y mujer.
Acto 2: Durante la ausencia de Edgardo, Enrico ha interceptado todas sus cartas enviadas a Lucia, a quien espera convencer de una vez por todas de que se case con Arturo mostrándole una carta falsificada dirigida a hacerla creer que su amado se ha comprometido con otra mujer. Lucia entra demacrada y queda conmocionada al leer la falsa carta. Enrico aprovecha ese instante de debilidad para presionar nuevamente, afirmando que si ella no consiente el enlace, él será llevado al patíbulo, y que por tanto, la muerte de su hermano caerá sobre su conciencia. También el capellán Raimondo participa en el engaño, aconsejando a Lucia que siga su consejo. Derrotada, Lucia termina cediendo al creer que de ese modo salvará la vida de su hermano.
Arturo llega al castillo dispuesto a celebrar su boda con Lucia, y el cínico Enrico le previene de que si la encuentra en exceso entristecida, ello se debe al reciente fallecimiento de su madre. Lucia, desorientada y muy debilitada mentalmente, firma el compromiso nupcial justo antes de que entre Edgardo en la habitación para liarla más o menos como el Alfredo de La traviata, encolerizándose al descubrir la infidelidad de su amada.
Acto 3: Mientras se celebra en el castillo la fiesta de la boda de Lucia con Arturo, Enrico visita furioso a su enemigo Edgardo con la intención de vengar su reciente atrevimiento al presentarse inoportuno durante la ceremonia. Ambos acuerdan batirse en duelo al amanecer.
Mientras tanto, la alegría de la fiesta nupcial es interrumpida por la aparición de Raimondo, que narra con detalle cómo acaba de dirigirse a la habitación de los recién casados después de haber escuchado un griterío, encontrando muerto a Arturo y a Lucia sosteniendo aún el puñal. Esta última entra enloquecida, y delirando, sueña en voz alta con su ansiada boda con Edgardo. La desequilibrada muchacha es retirada y Raimondo recrimina a Normanno su condición de artífice de tales desgracias.
Edgardo, por su parte, ha decidido arrojarse sobre la espada de Enrico durante el duelo, escapando así a una existencia sin Lucia. Escucha entonces el tañido de las campanas, que tocan a difunto, y cuando descubre a través de Raimondo que Lucia acaba de morir se suicida con su propia espada para unirse finalmente a su amada en el cielo.
En 1819, Walter Scott publicaba su novela “La novia de Lammermoor”, basada, según parece, en acontecimientos reales y escogida por Gaetano Donizetti en 1835 como argumento de una nueva ópera que habría de componer por encargo del Teatro de San Carlo de Nápoles. Lo cierto es que la novela de Scott ya había dado lugar a una primera adaptación operística tan solo diez años después de su publicación: Le nozze di Lammermoor, compuesta en 1829 por el olvidado Michele Carafa. La tarea de escribir el libreto recayó en un todavía inexperto Salvatore Cammarano, quien posteriormente trabajaría no solamente con Donizetti, sino también con Verdi, y que fue capaz de dar a luz un texto que si bien no brilla por la especial belleza de su poesía, sí que resulta tremendamente eficaz desde el punto de vista teatral. El proceso de composición, como era habitual en Donizetti, fue extraordinariamente rápido, componiendo el autor la música prácticamente a la misma velocidad a la que recibía las páginas del libreto. Más compleja resultó, sin embargo, la historia de su estreno napolitano, amenazado por unos problemas económicos del teatro que a punto estuvieron de dar al traste con todo el proyecto. Con todo, el estreno de la obra, el 26 de septiembre de 1835, supuso un éxito tan atronador que Lucia atravesó las fronteras italianas muy pronto, así como las continentales. El propio Donizetti realizó posteriormente una adaptación francesa de la obra.
Lucia di Lammermoor constituye, por así decirlo, la quintaesencia de la ópera romántica italiana, y ello es así no solamente debido a su efectivo libreto, sino también al innegable sentido teatral del compositor, que supo crear una música inquietantemente sombría desde el mismo preludio que le da comienzo. Es un error grave, por tanto, enfocar Lucia como si se tratara de una obra de mera exhibición de la soprano protagonista, especialmente en cuanto atañe a la famosa escena de la locura. Este tipo de escenas eran recurrentes en la ópera belcantista, precisamente para permitir al divo de turno exhibir toda su pirotecnia vocal, pero la complejidad de Lucia impide considerar que el interés de la obra se agote en el mero lucimiento canoro. Tomando un ejemplo anterior en el tiempo, es fácil pensar en otra escena de locura, la del Orlando handeliano, que en términos interpretativos ha tenido peor fortuna que la de Lucia en lo que se refiere a encontrar intérpretes capaces no solamente de defender la escena con la necesaria brillantez vocal, sino de saber entenderla y transmitirla adecuadamente.
Esta efectividad de teatro y música, que se alinean en Lucia para crear una verdadera obra maestra, ha permitido a esta obra, junto con L’elisir d’amore y La favorita, sobrevivir sin interrupciones en los escenarios operísticos desde su estreno. Resulta llamativo que esto sólo pueda afirmarse de unos pocos títulos de entre toda la enorme producción de Donizetti, pero lo cierto es que sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX se ha producido por parte de intérpretes y aficionados un mayor interés en la obra del compositor que ha devuelto a los teatros de ópera títulos que nunca debieron quedar marginados de las programaciones.
Si hay una pareja de intérpretes que ha destacado por su pasión a la hora de devolver estas obras belcantistas al lugar que realmente ameritan, esos han sido sin duda el director de orquesta Richard Bonynge y su esposa, la soprano Joan Sutherland, a quienes encontramos en el DVD cuyo comentario origina esta entrada. La filmación, del año 1982, procede de unas representaciones del Met neyorkino con la convencional puesta en escena de Bruce Donnell. Tratándose de este teatro, nos encontramos por tanto ante una propuesta escénica de corte clásico, agradable visualmente aunque ciertamente despojada de otros elementos de interés que no sean los meramente estéticos. Resultan más logradas las escenas de interiores de los dos últimos actos, localizadas en amplias salas góticas, que las más oscuras del primero y del tercero. La iluminación es precisamente oscura, acorde al carácter sombrío del drama, y sobresale el vestuario de Attilio Colonnello. Es bien sabida la predilección del público neoyorkino por estas producciones de tipo clásico, aunque no demuestra un nivel muy alto de exigencia al romper a aplaudir el decorado del bosque en el que transcurre la primera escena nada más levantarse el telón. Precisamente, nada hay en ese bosque oscuro que resulte llamativo, y los aplausos llevan a pensar en un público que se entrega de antemano y que acude –o acudía aquél lejano día de 1982– muy pero que muy predispuesto a dejarse sorprender por la puesta en escena.
Por lo demás, la dirección escénica es eficaz sin más, buscando más la espectacularidad visual en los números de conjunto –por ejemplo, en la entrada de Edgardo durante la boda de Lucia con Arturo y el consiguiente sexteto– que el carácter intimista del drama personal que vive cada uno de los personajes, y de manera especial, la protagonista. Sí que resulta muy inteligente el modo en el que se nos presenta el final de la escena de la locura: Lucia, dirigiéndose al ausente Edgardo, se abraza a su hermano Enrico como si de su amado se tratara, recalcando de este modo la culpabilidad de éste último y su sensación de remordimiento.
De entre la gran cantidad de intérpretes que han dejado registros discográficos del papel protagonista, sobresalen dos: Maria Callas y Joan Sutherland. Como decíamos antes, tenemos a la segunda de ellas en el presente DVD. La Lucia de Sutherland es un prodigio de técnica y control vocal, una verdadera exhibición de todo cuanto supone el belcanto, aunque lejos, en términos interpretativos, del mayor dramatismo y profundidad psicológica con el que sólo Callas supo revestir al personaje. A medida que avanzaba la década de los ochenta del pasado siglo, el declive vocal de Sutherland se hacía más evidente, aunque consigue componer esta notable Lucia en 1982, no tan perfecta como su anterior registro discográfico con Bonynge pero defendida con enorme maestría. Mantiene sus consabidos problemas de dicción (Di speranza nutrirò), marca de la casa, y su voz da ya señales de desgaste en el descenso (Non son tanto snaturata). Sin embargo, y pese a que sale con la voz algo fría en su primera aparición (Ancor non giunse), el público del Metropolitan, que sabe a quién tiene delante, rompe aplaudir nada más aparecer ella en escena. Con todo, cuando realmente estalla el Met es al término, lógicamente, del Regnava nel silenzio, en el que empieza la fiesta de todos los recursos belcantistas de los que Sutherland era capaz y que se repetirán, cómo no, en su escena de la locura, sembrada de trinos, mordentes, agilidades casi imposibles y sobreagudos. Una verdadera lección de manos de una veterana, homenajeada largamente con los aplausos de un público totalmente rendido a ella en el tercer acto.
Resulta interesarte detenerse a reflexionar, aunque solo sea brevemente, en el personaje en sí mismo, al margen ya de sus exigencias vocales e interpretativas. Lucia no debe verse exclusivamente como alguien débil y desprovisto de carácter, cuyo cometido no es otro que el de verse engañada y manipulada por los demás. En ella no vemos a una persona dócil desde el primer momento ni desprovista tampoco de voluntad propia hasta que la inhumana presión a la que la somete su hermano la obliga a claudicar en el segundo acto. La ópera nos muestra, en suma, el progreso de la demencia de la protagonista, de menos a más, hasta alcanzar su culmen en el tercer acto con el sentimiento de culpa de haber traicionado a Edgardo y el consiguiente asesinato de Arturo. Comparemos a Lucia, por ejemplo, con Salomé, otro personaje con el que es fácil pensar que comparte sus problemas mentales, así como la muerte de alguien a consecuencia de su demencia. Pues bien, la locura de Lucia no está retratada de modo tan siniestro y enfermizo como la de Salomé. Mientras que la maldad de esta última se presenta al espectador como algo innato a ella y a su personalidad, la locura de Lucia es “inocente” en el sentido de que no es más que el reflejo de las perversas actuaciones de las personas que la rodean.
Del mismo modo que ocurre con Joan Sutherland, el público del Met celebra también con aplausos la presencia del maestro Alfredo Kraus nada más entrar en escena. A sus cincuenta y cinco años, sorprende la frescura de su voz, rasgo característico aún en él durante toda la década de los ochenta. Resulta innecesario emplear demasiadas palabras cuando todo son parabienes. La emisión limpia, la irreprochable técnica y el dominio del lenguaje y del personaje le hacen uno de los intérpretes referenciales de Edgardo al que sólo puede acercarse Luciano Pavarotti y quizá el joven Di Stefano. Soberbia resulta su manera de comenzar el Verranno a te sull’aure en pianissimo, como si de un susurro amoroso dirigido al oído de Lucia se tratara, para ir ganando progresivamente en intensidad (Pensando ch’io di gemiti). Donizetti reserva, sin embargo, para el último acto las páginas más memorables del personaje (Tombe degli avi miei), en las que brilla Kraus. Todos aquellos que repiten esa vieja cantinela de que se trataba de un cantante “frío” deberían oír su forma, absolutamente sideral, de concluir la ópera con un Tu che a Dio spiegasti l’ali trágico y conmovedor como pocas veces sin caer en innecesarios gemiditos ni en una sobreactuación que vendría a mermar una de las páginas más hermosas salidas de la pluma del compositor.
Si bien la calidad de Sutherland y de Kraus es perfectamente esperable, la sorpresa la constituye aquí el muy convincente Enrico del puertorriqueño Pablo Elvira, un barítono no demasiado bien conocido que arranca el primer aplauso del público con una muy notable Cruda, funesta smania. Quizá pueda esperarse algo más de arrojo al comienzo, pero su interpretación va ganando enteros a medida que avanza su escena del primer acto, cuya conclusión constituye el primer momento realmente grande de esta filmación. Ya bien metido en su personaje, Elvira se marca un Se tradirmi tu potrai adecuadamente incisivo en el segundo acto y con la adecuada dosis de violencia, aunque huyendo también de sobreactuar ni de afear su canto.
Donde flaquea más el reparto es en los personajes secundarios, comenzando por el siempre engolado Paul Plishka en el papel de Raimondo. Confieso que cada vez le tengo mayor antipatía a este hombre. Su emisión antinatural me repele, y su larga carrera en el Met se me hace cuanto menos sorprendente e incomprensible, así como el hecho de que el público le aplauda al terminar su Dalle stanze. Uno incluso puede llegar a dudar de sus conocimientos de la lengua italiana después de oírle pronunciar, y por dos veces, “femerà” en vez de “fremerà”. Lo cierto es que tampoco profeso simpatía hacia el personaje del clérigo mentiroso que se presta a un juego hipócrita durante toda la obra: en el primer acto le vemos intentando aplacar sabiamente la cólera de Enrico, para pasar en el segundo a tomar parte activa de los engaños de éste que llevan a Lucia a aceptar su boda con Arturo. Por último, en el colmo del cinismo, el personaje recrimina en el tercer acto a Normanno el papel que ha jugado en el curso de los acontecimientos después de que Lucia haya matado a su esposo. Claro que cuando el que canta este papel es Ghiaurov la cosa cambia... Más correcto es el Normanno de John Gilmore. En cuanto al personaje de Arturo, papel breve y sin embargo nada fácil, Jeffrey Stamm no llega al aprobado. Posee la adecuada voz lírica que demanda el personaje, pero en la colocación se muestra excesivamente inseguro y tambaleante. Por último, me gusta mucho la estupenda Alisa de Ariel Bybee.
Al frente de la orquesta del Met tenemos nada menos que al gran Richard Bonynge dirigiendo lo que mejor que se le da. Toda una garantía. La orquesta -y también el coro- responde bien, obviamente, aunque quizá sería deseable un mayor ajuste de las trompas al comienzo del Soffriva nel pianto. Desgraciadamente, en el apartado de los cortes tradicionales, se omite toda la escena del duelo entre Edgardo y Enrico (Orrida è questa notte), que al margen de gustarme musicalmente, no me parece tan prescindible como muchas veces se pretende hacer ver. De hecho, aunque ambos personajes ya han echado mano a la espada en el fabuloso sexteto Chi mi frena in tal momento?, aún no se han retado formalmente a duelo, por lo que sin esta escena queda sin sentido para el espectador el deseo de Edgardo de arrojarse sobre el arma enemiga en su Tombe degli avi miei (Sul nemico acciaro abbandonar mi vo’). También se omiten los reproches de Raimondo a Normanno, finalizando por tanto la escena de la locura con la última frase de Lucia (Al giunger tuo soltanto fia bello il ciel per me!), tras la cual cae el telón.
La filmación ofrece una correcta calidad de imagen, aunque algo discreta al comienzo del primer acto, probablemente a causa de lo oscuro del decorado del bosque.
En suma, la adquisición de este DVD resulta plenamente recomendable no sólo por constituir una Lucia de gran calidad, sino también porque nos ofrece la nada desdeñable oportunidad de ver compartiendo el escenario a dos monstruos irrepetibles como la stupenda Joan Sutherland y Alfredo Kraus bajo la brillante y detallista dirección de Richard Bonynge. A aquellos que prefieran, sin embargo, una versión sin ningún corte, con una propuesta escénica más moderna y buena calidad interpretativa, les recomendaría sin reservas el estupendo DVD de Fournillier con Marcelo Álvarez y una maravillosa Stefania Bonfadelli. Pero esta versión merece conocerse.
Cada año estamos más acostumbrados a pasear por las calles y los centros comerciales con decoración navideña en fechas aún muy lejanas a las fiestas, e incluso a encontrar turrones y dulces de Navidad en los supermercados casi en cualquier época del año. No es algo que me entusiasme, porque la generalización implica en ocasiones desdibujar el carácter especial del que tradicionalmente hemos revestido a algunas cosas: parte del atractivo de disfrutar de unas buenas torrijas o de, por ejemplo, de unos huesos de santo –ya que estamos en noviembre– se encuentra en el hecho de que sean los dulces propios de unas épocas muy determinadas del año.
Mi “arranque navideño”, excesivamente temprano en mi opinión, tuvo lugar el pasado miércoles con el extraordinario concierto de la Orquesta Barroca de Sevilla en la iglesia de la Anunciación de Sevilla en el marco del Proyecto Atalaya. Este último consiste en una iniciativa de colaboración de las diez universidades públicas andaluzas con la Conserjería de Economía, Innovación y Ciencia de la Junta de Andalucía, que dio lugar en el año 2009 al Proyecto de Recuperación del Patrimonio Musical Andaluz con la finalidad de rescatar del injusto olvido las composiciones musicales tragadas por el tiempo en Andalucía. El proyecto consiste precisamente en su recuperación, interpretación en vivo y grabación en disco, a efectos de divulgar en la mayor de las medidas posibles este patrimonio histórico que no merece permanecer olvidado. Y lo cierto es que el concierto de la OBS del pasado miércoles, retransmitido también por internet, fue una auténtica maravilla, dedicado íntegramente a la figura de Juan Manuel de la Puente (1692-1753), quien durante más de cuarenta años ostentó el cargo de maestro de capilla de la Catedral de Jaén. El programa lo integraban un total de cuatro villancicos (Oíd, infelices moradores; En este convite sacro; A la competencia, cielos; A dónde, niña hermosa) y de un elaborado Miserere. La música de los villancicos es encantadora y ligera, y resulta efectivo el carácter casi “conversacional” del primero de los mencionados. Quizás el que más me satisfizo fue el más agitado “A dónde, niña hermosa”, de tema mariano, en el que el coro se agita nerviosamente mientras es replicado serenamente por la soprano (“Antes que principio los siglos tuvieran...”). Junto a la extraordinaria orquesta, dirigida por Enrico Onofri, tuvimos la nada desdeñable oportunidad de escuchar a la no menos extraordinaria María Espada, siempre una garantía, acompañada de la mezzosoprano Marta Infante y del barítono Jesús García Aréjula, que demostró tener un registro lo suficientemente amplio como para ascender en ocasiones a las notas altas con voz incluso atenorada. Acompañó a los solistas el recién creado Coro Juan Manuel de la Puente, dirigido por Lluis Vilamajó.
En conclusión, un auténtico privilegio (además, gratuíto) que se repite hoy en Córdoba y mañana en el mismo lugar para el que las obras fueron concebidas: la Catedral de Jaén. A destacar también lo elaborado del programa de mano, con amplias notas y el texto íntegro de cada una de las composiciones. Ahora toca esperar el disco.
Ayer, día 22 de noviembre, se nos iba la soprano yugoslava Sena Jurinac, una estupenda cantante a la que apreciaba especialmente en terrenos mozartianos y a la que debemos, por ejemplo, uno de los Cherubinos más irresistibles de toda la discografía gracias a la mítica grabación de Karajan. Mucho más inesperada ha sido la noticia del fallecimiento hoy mismo de Montserrat Figueras, esposa de Jordi Savall y soprano especializada en el repertorio antiguo y barroco. Algo había leído de cancelaciones estos días pasados, pero lo cierto es que todo parece haber sucedido de forma repentina. Recuerdo cómo su voz llegó a los oídos de todos los españoles en los anuncios televisivos del año conmemorativo de El Quijote. Por mucho que prefiera a otras intérpretes en este tipo de repertorio, Figueras fue una intérprete estimable y una persona que investigó y contribuyó a difundir la música culta de nuestro país, por lo que su pérdida no deja de ser un suceso lamentable. Sirvan estas palabras como recuerdo hacia estos artistas.
El Teatro de la Maestranza ha continuado, pese a la notable reducción presupuestaria de los últimos dos años, con su apuesta de traer por primera vez a Sevilla la Tetralogía wagneriana, iniciada ahora hace un año con El oro del Rin. Como en aquella ocasión, el coliseo sevillano ha traído la arriesgada propuesta escénica de La Fura dels Baus, sobre la que hablaré enseguida en términos halagadores.
Del mismo modo que hice hace un año, debo empezar aclarando que no soy un aficionado wagneriano. Cada vez estoy más convencido de que una paulatina aproximación a Wagner me depararía alegrías insospechadas por mí hasta hace no mucho, pero también temo que ese proceso de aproximación requiere, al menos en mi caso, de un esfuerzo mucho mayor del que necesito para asimilar otros lenguajes operísticos. Para el apasionado wagneriano sonará obvio, pero para mí el elemento más interesante y revolucionario de estas obras se encuentra en el papel destinado por el compositor a la orquesta, muy lejano ya del mero acompañamiento instrumental del divo que se presenta ante el público, sobre el escenario. La orquesta wagneriana tiene no solamente una personalidad independiente, sino vida propia en el curso de la obra. El mismo lenguaje wagneriano es así consecuencia de una concepción de la orquesta que se convierte en algo denso y que no busca ya solamente la mera belleza estética, la recreación psicológica de los personajes o la descripción ambiental de las distintas situaciones que acontecen. Esta orquesta, que se asemeja en ocasiones a un ser vivo que se dispone a saltar desde el foso para devorar al espectador, exige voces poderosas en el escenario, de más peso que agilidad y lejanas, en suma, de cuanto encarna el belcanto italiano.
Este lenguaje denso se me hace hoy por hoy quizá demasiado pesante, acostumbrado como estoy a otros estilos y autores, a concepciones, en suma, totalmente diferentes del drama teatral. Intuyo, como decía, que puedo llegar a asimilar bien esta música, pero me temo que eso no me puede ser posible con sólo tres o cuatro escuchas. Por eso mismo, cuando pese a estas limitaciones, afirmo que ayer disfruté de las cinco horas de La Valquiria en el Teatro de la Maestranza, es porque lo que escuché y lo que vi merecían realmente la pena. Sin ser, ni pretenderlo, un gran conocedor de la vocalidad wagneriana, me pareció satisfactorio el Siegmund de José Ferrero, más en los momentos de solemne heroicidad que en los más intimistas. Sensacional estuvo, por ejemplo, en la escena tercera del primer acto, manteniendo espectacularmente el agudo de Wälse, Wälse! Igualmente notable me pareció la Sieglinde de Petra Lang, quien no sé cómo no ha acabado con la espalda hecha añicos estos días a causa de la dirección escénica. El bajo Dimitri Ulianov ya hizo en la temporada pasada un fabulosamente sombrío inquisidor en el Don Carlo, y ahora no ha defraudado en su papel de Hunting. Michael Volle, por su parte, estuvo magnífico en su papel de Wotan, exhibiendo una voz poderosa y naturalmente oscura sin recurrir a artificios. Fue la suya una interpretación destacable en lo que se refiere a la faceta más preocupada y doliente del dios, mostrándole no tanto como un ser lejano como alguien presa de graves conflictos morales que afligen su ánimo. Evelyn Herlitzius fue Brünnhilde, la valquiria rebelde y también la mayor triunfadora de la función de ayer. También convencieron las otras valquirias, así como la inquisitiva Fricka de Iris Vermillion.
En cuanto a la labor de Pedro Halffter, muy aplaudido en los saludos finales, poco podría decir, dado mi escaso conocimiento en terrenos wagnerianos. A mí me gustó. Terrible resultó la entrada del furioso Wotan en persecución de Brünnhilde, con la ROSS rugiendo en el foso mientras el escenario se iluminaba de una siniestra luz rojiza, y muy espectacular la famosa cabalgata del tercer acto.
Y ahora, unas palabras finales para referirme al montaje de La Fura dels Baus. El año pasado, escribí que la producción de El oro del Rin se asemejaba a una mezcla de los Transformers con Star wars. En esta ocasión, no ha habido Transformes (los titanes), pero el elemento “galáctico”, con fondos de estrellitas y visiones del planeta Tierra en las escenas “divinas”, ha estado muy presente. La dirección escénica fue inteligentísima: véase, por ejemplo, el acoso verbal al que Fricka somete a Wotan, escenificado de forma interesante con la primera “cabalgando” desde el aire en círculos alrededor del mortificado dios, o la brillante entrada de las valquirias en el tercer acto, cuyo vuelo las lleva a sobrepasar el escenario y a situarse sobre el foso del la orquesta. Igualmente excelente es la conclusión del segundo acto, en el que el espectador verá elevarse todos los elementos del escenario como si de un gigantesco móvil aéreo se tratara. Por lo demás el recurso a las proyecciones sigue resultando tan efectivo como en El oro del Rin (el árbol de la espada, la mirada de un lobo...). El uso de grúas para desplazar a los dioses por el aire me sigue pareciendo espectacular, aunque ello implique pagar el peaje de tener ver a los encargados de moverlas sobre el escenario, vestidos siempre de colores discretos, a fin de pasar desapercibidos.
Ahora, a esperar a Sigfrido.
Vídeo de la representación valenciana de Zubin Mehta, con el montaje de la Fura y disponible en DVD:
Ayer se celebró en el Convento de Santa Clara el primer encuentro de poesía en Vandalia, de la Fundación Juan Ramón Lara. Para ser el primer año, puede decirse que lo han hecho bien, ya que han contado con la presencia ni más ni menos de José Manuel Caballero Bonald y de Pere Gimferrer. Ambos reflexionaron sobre una variedad de temas relativamente amplia, incluyendo anécdotas personales y explicando las causas que les empujaron a la poesía en su juventud, todo ello salpicado sabiamente con lecturas de poemas y algún toque de humor.
Otro gran acierto, en mi opinión, fue el de clausurar el acto con un pequeño concierto de veinte minutos a cargo la impecable viola de María de Gracia Ramírez y de otros dos imprescindibles de la Orquesta Barroca de Sevilla, sobre los que he escrito muchas veces: la chelista Mercedes Ruiz y el flautista Guillermo Peñalver. El conjunto interpretó los tríos para baryton nos. 80 y 85 de Joseph Haydn (compositor sobre el que trata el último disco de la OBS, de muy reciente aparición) adaptados para sus respectivos instrumentos con la brillantez esperada, ofreciendo una lectura arrebatadoramente vívida del Presto final del trío nº 80.
Otra forma de hacer poesía, sin caer en la esclavitud de las palabras.
Ahora que ya he escrito algunos comentarios sobre versiones en DVD de las óperas más populares de Mozart, considero oportuno no desaprovechar la oportunidad de referirme a otras obras del salzburgués que no por ser menos representadas y famosas tienen que ser necesariamente inferiores. Este mes será el turno de La clemenza di Tito. He aquí, como siempre hago, un breve resumen del argumento:
Acto 1: Vitellia, que ansía convertirse en emperatriz de Roma, se siente rechazada por el emperador Tito Vespasiano, que ha elegido a Berenice como esposa. Para vengar su orgullo herido, la muy arpía seduce a Sesto (Sexto), amigo íntimo del césar y trata de convencerle nada menos de que provoque un incendio y le asesine durante el posterior tumulto. Sesto se muestra reticente al principio y ensalza las muchas virtudes del emperador, pero el chiquillo es tan calzonazos como poco listo y al final acaba cediendo al chantaje emocional de Vitellia. Justo en ese punto entra Annio (Anneo), un amigo de Sesto, comunicando que Tito ha roto su compromiso con Berenice. Vitellia, que ve nuevas esperanzas de convertirse en emperatriz, ordena a Sesto que suspenda el atentado.
Cuando Sesto y Annio se quedan a solas, este último confiesa su amor por Servilia, la hermana del primero. Entra entonces Tito dando muestras de gran generosidad. El emperador comunica entonces su decisión de casarse con Servilia, lo que produce un gran horror en Annio, que sin embargo, sabe encajar el golpe con filosofía. Cuando corre a decirle a su amada que han de romper su unión para que ella pueda convertirse en emperatriz, Servilia se niega y confiesa a Tito su amor por Annio. El emperador, lejos de encolerizarse, se muestra agradecido de que aún le rodeen personas dispuestas a incomodarle con la verdad que ofende.
Vitellia, por su parte, se ha enterado de las intenciones de Tito de casarse con Servilia, aunque no está al tanto de los últimos acontecimientos. Así que se vuelve loca otra vez y de nuevo instiga a Sesto para que mate a Tito. Y allá se va el tío carajote a incendiar el Capitolio. Como el chaval no es muy despierto, a la hora de cargarse a Tito, va, se equivoca y apuñala a uno de los suyos. Así, como suena. Pero los presentes dan por muerto a Tito y el primer acto concluye de forma lúgubre, especialmente para Vitellia, que acababa de recibir la noticia de que el emperador había decidido convertirla finalmente en su esposa.
Acto 2: Avergonzado de ser un traidor, Sesto recibe con alegría la noticia de la supervivencia de Tito y se dispone a exiliarse, confesando su delito a Annio. Este, más despierto, le recomienda no abandonar Roma y mantenerse cerca del emperador, pues nada hay que le implique en la conjura y huir equivale a delatarse. Vitellia, en cambio, le apremia para que abandone la ciudad porque tiene miedo de que sea arrestado y la descubra como responsable del complot asesino. En ese momento entra Publio, el prefecto de los pretorianos, para arrestar a Sesto. La persona a la que había apuñalado tomándola por Tito (Léntulo) ha sobrevivido y le ha descubierto. Con gran consternación, Vitellia observa cómo él es arrestado y conducido ante el Senado por Publio.
Mientras Sesto declara, Tito es incapaz de asimilar la idea de que su amigo haya intentado matarle, mientras que Publio trata de consolarle. Annio acude para pedir clemencia para su amigo justo cuando el pretoriano comunica al emperador que Sesto ha confesado su culpabilidad. Horrorizado, Tito solicita hablar con él a solas antes de firmar la sentencia de muerte, pero por más que intenta sacarle una disculpa, apelando incluso a su antigua amistad, no la obtiene. Pese a ello, cuando Sesto se retira, Tito se decide a perdonarle, prefiriendo ser recordado en el futuro más por su clemencia que por su rigor.
Annio y Servilia nada saben de la decisión de Tito de absolver a Sesto y corren a buscar a Vitellia para que, como futura emperatriz, interceda por él ante el emperador. Sólo en ese momento ella siente remordimientos por su conducta y decide renunciar a sus esperanzas de convertirse en la esposa de Tito confesándose como principal culpable de la conjura y exculpando así a Sesto. Justo cuando el emperador está a punto de perdonar públicamente a éste último, entra ella narrando la verdad de los acontecimientos. Tito queda confuso, pero decide mantenerse fiel a sí mismo y perdona a los dos.
La clemenza di Tito es la última ópera de Wolfgang Amadeus Mozart, escrita con motivo de la coronación de Leopoldo II como emperador de Bohemia. El libreto es una adaptación de Caterino Mazzolà sobre el texto de Pietro Metastasio y era un tema recurrente sobre el que numerosos compositores habían compuesto óperas. Autores como Caldara, Hasse, Veracini, Gluck o Jommelli, entre otros, habían escrito sus propias “Clemencias” en los años precedentes a Mozart. El encargo de componer la ópera para la coronación del nuevo emperador debía haber recaído, según parece, en Antonio Salieri, que rechazó el ofrecimiento hasta en cinco oportunidades debido al exceso de trabajo que suponía para él hacerse cargo del Teatro Imperial de la Corte de Viena sustituyendo a Joseph Weigl, quien se encontraba ausente representando su cantata Venere ed Adone en Esterháza con motivo de las celebraciones por el nombramiento del príncipe Anton Esterházy como lugarteniente del condado de Oedenburg. La prolongada ausencia de Haydn, que se hallaba en Inglaterra, explica el hecho de que el príncipe recurriera a Weigl, alumno aventajado de Salieri, para la ocasión. Así las cosas, Mozart recibió el encargo de escribir Tito a mediados de julio de 1791, viéndose obligado a completar la obra con gran precipitación y a confiar la composición de los recitativos secco a su alumno Franz Xaver Süssmayr, el mismo que meses más tarde tomaría parte en la finalización del Réquiem. En sus biografías dedicadas a Mozart, Nissen y Niemetschek apuntan que el compositor completó la música de La clemenza en tan solo dieciocho días, y por mucho que suene a exageración, la cronología de los hechos conduce a considerar que Mozart no dispuso realmente de mucho más tiempo (una exposición detallada y amena sobre este punto puede encontrarse en la magnífica obra de H. C. Robbins Landon, 1791, el último año de Mozart).
Lo cierto es que la cronología de la composición de la obra es aún todo un misterio. A día de hoy parece incuestionable el hecho de que Mozart escribió el Non più di fiori, o al menos la parte final de éste, con anterioridad a recibir el encargo de componer la ópera, lo que se antoja extraño. Tal vez la compusiera como aria de concierto y la insertase posteriormente en la ópera, pero en este caso, Mozart la hubiera incluido sin duda en su catálogo de composiciones, cosa que no hizo. ¿Significa esto que el compositor planeaba tal vez componer su propia versión de Tito aun antes de recibir el encargo tras la negativa de Salieri? Es una hipótesis arriesgada, pero que quizás ayuda a entender mejor la oscura cronología de la composición. Esta fue la segunda vez que Mozart ponía música a un tema rechazado por Salieri, algo que ya había ocurrido anteriormente con Così fan tutte. El estreno tuvo lugar el 6 de septiembre en el que hoy llamamos Teatro de los Estados de Praga (entonces era el Teatro Nacional; también se le llamó Teatro Tyl), el mismo en el que Mozart estrenó su Don Giovanni en 1787. La última función, y en la que mejor respondió el público, fue el 30 de septiembre, el mismo día que Mozart estrenaba La flauta mágica en Viena. Se dice que la emperatriz María Luisa calificó a La clemenza de porcheria tedesca, y lo cierto es que la posteridad no ha sido especialmente benévola con esta obra extraordinaria. Sólo desde bien entrada la segunda mitad del siglo XX se le ha venido dando una parte del reconocimiento que merece.
Reivindicar La clemenza di Tito bien merecería una amplia entrada independiente de este blog. Lo cierto es que la música no baja nunca del nivel de lo extraordinario, y la precipitación de su composición y las especiales condiciones en las que ésta tuvo lugar, pues parece que Mozart pasó enfermo los últimos días que empleó en escribirla, contribuyen aún más a valorar el gigantesco genio del autor. Tomemos, por ejemplo, el acto primero. La potente obertura ya anticipa el carácter de opera seria del drama (que Mozart no cultivaba desde Idomeneo) y el especial papel reservado a los vientos en la instrumentación. En el dúo Come ti piace imponi, el personaje de Sesto, en su condición de enamorado, comienza trazando una frase tierna a la que responde Vitellia de modo airado, lo que se traduce musicalmente en el modo en el que Mozart hace agitar la cuerda en su intervención (Prima che il sol tramonti). Ello implica que Sesto abandone su carácter meloso y responda enérgico “Già il tuo furor m’accende”. A este maravilloso dúo sigue la no menos extraordinaria primera aria de Vitellia (Deh, se piacer mi vuoi), en la que ya se asoman los primeros graves que han de poner a prueba a la intérprete. Siempre me ha encantado la extraordinaria sinuosidad musical con la que Mozart reviste a la palabra “aletta”. Tras el breve dúo de Sesto y Annio (Deh, prendi) sigue la maravillosa entrada de Tito y su primera y meditativa aria, Del più sublime soglio. El siguiente número, el dúo Ah, perdona de Annio y Servilia constituye sin duda una de las páginas más hermosas de toda la partitura, y consigue recordar de alguna manera al Könnte jeder brave Mann de Pamina y Papageno en La flauta mágica. Por último, todo lo relativo al incendio resulta extraordinario. En el Parto, ma tu ben mio de Sesto tenemos ya al clarinete jugando un papel de importancia en la orquesta, del mismo modo que ocurrirá posteriormente con el Non più di fiori de Vitellia en el segundo acto. El clarinetista de las primeras representaciones en Praga era nada menos que el célebre Anton Stadler, para el que Mozart, como amigo, escribió auténticos tesoros como el concierto (K.622) y el quinteto para clarinete (K.581). El primer acto se cierra con el magnífico y muy movido trío Vengo, aspettate, el patético recitativo accompagnato de Sesto y el fúnebre quinteto final con coro. No es un final de acto violento, y la tristeza que sabe transmitir la magnífica música de Mozart tiene también una carga de ternura y melancolía por el recuerdo de aquél a quien se cree muerto que contribuye en no poca medida a sumar dramatismo a la escena. Puede recordar en cierto modo al Crucifixus de la llamada “Misa del orfelinato” (K.139), escrita cuando Mozart tenía doce años.
También el segundo acto resulta memorable de principio a fin. El protagonismo de las maderas de la orquesta vuelve a resurgir en la intervención solista del oboe del Se al volto mai ti senti. Los compases musicales que introducen el encantador coro Ah, grazie si rendano pueden traer a la mente el Ah, che tutta in un momento del Così fan tutte, aunque sin el carácter irónico que aportaba la orquesta a aquélla escena por medio de la intervención de las flautas. Destacan, obviamente, las grandes arias de Sesto (Deh, per questo istante) y de Tito (Se all’impero), esta última de carácter casi heroico. El rondó de Vitellia (Non più de fiori) constituye sin duda la página más conocida de la ópera, y abre paso al vibrante coro Che del ciel, che degli dei, uno de los mejores que puedan encontrarse en la óperas de Mozart. En el desenlace (Tu, è ver), se entremezcla el coro, que pide a los dioses una larga vida al emperador, con la voz del propio Tito, que les suplica la muerte el día en el que servir al pueblo deje de ser su prioridad.
A raíz de las celebraciones del 250 aniversario del nacimiento de Mozart en 2006, los sellos Decca y Deutsche Grammophon sacaron bajo el nombre de “Mozart 22” (M22) la totalidad de las óperas del compositor en formato DVD, aunque por alguna razón incomprensible se excluyó Thamos, del que no existe que yo sepa ningún registro videográfico en el mercado. La omisión de este título se antoja especialmente oscura si tenemos en cuenta que sí se incluyen en la colección dos oratorios del salzburgués, como son La obediencia del primer mandamiento y La Betulia liberata. En lo que atañe a La clemenza di Tito, se optó por incluir una filmación distribuida por Arthaus que data de unas representaciones del Festival de Salzburgo de 2003. Es, por tanto, el único título de la colección que no se grabó en el año 2006, fecha en la que se repuso la misma producción pero con algunos cambios de reparto, y que no es distribuido por Universal.
Cuando uno lee los nombres de los cantantes que integran el reparto, inmediatamente piensa que la cosa tiene que funcionar necesariamente: todos y cada uno de ellos son intérpretes jóvenes que brillan en el campo mozartiano, pero por las razones que en seguida paso a detallar, este DVD es una gran decepción.
El principal artífice de que las cosas salgan mal y de arruinar lo que podría haber sido una esplendorosa filmación de esta ópera es Martin Kušej, responsable de una de las direcciones escénicas más bochornosas e impresentables que haya visto jamás. Es el mismo que perpetró el Don Giovanni de la colección M22, con todas esas chicas en ropa interior sobre el escenario. Ya el libro que acompaña al DVD trata de explicar el carácter alternativo de la propuesta escénica, aunque sin entrar en detalles ni justificar lo que de ninguna manera resulta justificable. El problema de esta Clemenza, obviamente, no está en el hecho de que el director de escena traslade los acontecimientos al mundo contemporáneo, sino en la inadmisible pretensión de imponer una visión distorsionada de la obra que traiciona al libreto y a las intenciones del compositor. Es su visión personal del personaje de Tito la que se me antoja de todo punto intolerable, pero antes de entrar en ello prefiero ir paso a paso en mi exposición sobre por qué la propuesta escénica de Kušej es un horror. Quienes lean este blog, sabrán que siempre huyo de hacer afirmaciones gratuitas.
En esta producción, el amplio espacio del Felsenreitschule está ocupado por la estructura de un edificio en cuya parte central se aprecian unas columnas de orden corintio como guiño clásico. Jens Kilian es el responsable del diseño escénico, que podrá gustar más o menos según la persona. Ese no es el problema. El problema es, lo repito una vez más, la dirección escénica de Kušej. Durante la obertura aparece Tito llamado a alguien por teléfono con cara de preocupación y buscando algo o a alguien. No sabemos a quién llama ni qué es lo que busca, pues el drama aún no se ha desatado, y para añadir confusión a la confusión, en los últimos compases de la obertura irrumpen en escena varios niños en gayumbos que tampoco pintan nada. Así que uno, nada más sentarse a ver esta Clemenza, tiene la sensación de que o bien el director escénico está pretendiendo mostrar algo tan intelectual y sublime que se escapa al común de los mortales, o bien que nos está tomando el pelo, “rellenando” la obertura escénicamente de la forma más arbitraria que pueda imaginarse. Y esto es sólo el principio de una larga lista de horrores.
Cuando el coro entra a mitad del primer acto anunciando la llegada de Tito (Serbate, oh dei custodi) el espectador quedará pasmado nuevamente. Lo que se nos presenta no es el séquito del emperador, sino un numeroso grupo de turistas que se apiñan desordenadamente haciendo fotografías y cosas por el estilo. Al desorden y la confusión escénicas que suponen la irrupción del coro de este modo hay que añadir, y esto es lo grave, el hecho de que lo que cantan nada tiene que ver con lo que hacen. Están cantando un recibimiento al soberano mientras se dedican a hacer “turismo” por el escenario, ignorando totalmente a Tito. También podrían estar cantando “Mi carro”, de Manolo Escobar, que para esta infame propuesta escénica habría sido lo mismo.
Sigo destripando sin piedad ni “clemencia”. Escena del incendio. Si hasta ese momento hemos visto bastantes cosas grotescas, el fin del primer acto es ya la apoteosis. Sesto “mata” a Tito antes de que, según el texto del libreto, acuda a asesinarle. Cuando dice a Annio Io vado, io vado...lo saprai, oh Dio, per mio rossor (“Voy, voy... lo sabrás, oh Dios, por mi rubor”) se supone que se dirige a acabar con el emperador, pero para entonces le hemos visto ya apuñalarle. Incomprensible e hilarante al mismo tiempo, pues en esta producción Sesto apuñala a Léntulo por error a causa del pasamontañas con el que éste cubre su cabeza. Está claro. Según parece, hay que deducir que Tito Vespasiano solía usar un pasamontañas para estar por casa. Como todo el mundo. Para rematarlo todo, nada mejor que romper el sobrecogimiento que produce en el espectador el fúnebre coro Oh, nero tradimento, oh, giorno di dolor cerrando el acto con un buen bombazo en el escenario. Púm, catapúm.
La cosa no mejora ni mucho menos en el segundo acto, destacando, por mala, la dirección escénica de los cantantes en el trío Se al volto mai ti senti de Sesto, Vitellia y Publio. En el coro final, un último detalle escalofriante para que el espectador se vaya a casa con mal cuerpo y con la sensación de haber asistido a algo siniestro: de nuevo aparecen esos niños con el torso desnudo, que esta vez son tumbados en unas mesas en cada una de las cuales hay sentados un hombre y una mujer frente por frente. Sólo falta que alguien les traiga los cubiertos para que puedan cenar niños tiernos y sabrosos. ¿Qué significa eso? Espero que nada. Yo no lo entiendo y quiero seguir así.
Tito, con la dulce expresión en el rostro de un gobernante sabio, clemente y muy equilibrado
Y ahora hay que hablar del personaje principal, Tito Vespasiano. Quien más le traiciona en esta producción no es Sesto, no. Es de nuevo Kušej. El Tito que vemos en el escenario no es el gobernante sensible y justo del que nos habla el libreto, sino un demente capaz incluso de amenazar con degollar a Publio antes del aria de éste último (Tardi s’avede). Michael Schade, de quien hablaré en seguida, está aquí forzado a exhibir toda una amplia colección de muecas, de tics nerviosos con los labios y las manos y de miradas espeluznantes destinadas a retratar al personaje como un enfermo mental. La imagen que se nos transmite con ello está más cerca de la visión popular de un Calígula demente que del monarca modélico del que trata la ópera. Convirtiendo a Tito en un loco, la distorsión de la obra es total y lleva a la propuesta escénica a entrar en abierta contradicción con la propia obra que representa. Esta última pierde su carácter obviamente moralizante –recordemos las circunstancias de su composición, esto es, la coronación de Leopoldo II– al hacer que la clemencia del gobernante no emane de su sentimiento de la humildad y la justicia, valores por los que deben guiarse los soberanos y por los que los pueblos deben estimarles, sino por la demencia. Kušej se cree aquí más importante que Mozart. Impone su (pésima) visión personal contradiciendo y arrollando irreverentemente a uno de los mayores genios que haya dado el mundo y al mensaje de la obra en cuestión. ¿Y todo para qué?; ¿Es acaso menos mediocre esta infame propuesta por el hecho de que Tito se comporte como un lunático memo de gestos infantiles?
El encargado de dar vida al emperador es, como decíamos, Michael Schade, un estupendo tenor mozartiano del que ya hemos hablado y que grabó un maravilloso Tamino para Gardiner. Aquí borda un Tito rotundo, con una preciosa voz lírica y un buen dominio de la técnica. Véase, por ejemplo, su ascenso limpio, evitando el portamento en el tutto è tormento il resto de su aria Del più sublime soglio. También resulta magnífico en Se all’impero, pese a que se muestra algo corto de fiato en la coloratura. Así las cosas, uno podría plantearse la posibilidad de apagar el televisor para evitarse sus horrendas muecas y poder concentrarse así en su buen hacer vocal. Lamentablemente, la sombra de la pésima dirección escénica es tan alargada que obliga a Schade y a otros miembros del reparto a berrear algunas frases de los recitativos (“Partite”), rompiendo así el discurso musical de los mismos. Cuando he escrito que esta producción lesiona no solamente el mensaje de la obra, sino también a lo que atañe a la música, no lo he hecho en vano, por mucho que ello sea doloroso contándose con buenos intérpretes como Schade.
Por lo demás, el personaje de Tito reúne en sí mismo algo de Sarastro y algo de la Condesa. Del primero tiene la firmeza y la autoridad, así como los valores éticos de la fraternidad y la ayuda a los necesitados. ¿No recuerda también en cierto modo la solemne entrada de Tito a la más grandiosa de Sarastro? De la segunda tiene la ternura de corazón y la incapacidad de obstinarse en el enojo, entregándose al perdón. Tito no es el típico héroe monolítico que se nos antoja tan perfecto como distante, sino que sufre y se atormenta. El triunfo de su clemencia no es tanto la consecuencia natural de su carácter, lo que conllevaría dibujar una imagen poco realista y humana del personaje, sino de la superación personal de sus propias inquietudes y malos sentimientos a través de la ética y la fraternidad. Esto, obviamente, debía interesar a Mozart sobremanera, dada su condición de francmasón. En este punto, resulta sin embargo curioso que en el retrato humano del personaje que constituyen el libreto y también la música, se huya llamativamente de profundizar en los afectos amorosos del emperador. Tal vez no era tan importante mostrar a un Tito enamorado ante Leopoldo II como uno clemente y modélico en sus formas de gobierno, como si se tratase de una especie de “santo” político. Sin embargo, este vacío en la psicología amorosa del personaje no deja de ir en detrimento de una visión completa del mismo: Tito tiene tres novias en un solo día y en el ámbito amoroso parece guiarse más por la mera conveniencia política que por sentimientos más profundos.
Sesto es idiota. Lo es hasta tal extremo que se dispone a asesinar a su mejor amigo, al que le debe su alta posición, para satisfacer el ansia de venganza de una mujer que le trata con inmenso desprecio. Su frase, al final del primer acto, Ei t'innalzo per fati il carnefice suo (él te elevó para que te convirtieras en su verdugo) es calcada al men servasse, ut essent qui me perderent? del Juicio de las armas de Pacuvio, pronunciada en los funerales de Julio César (Suetonio, Divus Iulius, 84.2). De este modo, Sesto es el vivo ejemplo de cómo muchos actos de violencia no son sino la consecuencia de las actuaciones de un imbécil siguiendo las directrices de un malvado. Es un papel escrito para castrato, y nosotros tenemos a Vesselina Kasarova, que es quien se lleva los mayores aplausos por parte del público al término de la representación. La voz es bella, salvo cuando hace cosas raras como entubarse en el descenso (véase, por ejemplo, el Come ti piace imponi). Defiende muy bien su aria del segundo acto Deh, per questo istante, y al igual que ocurría con Schade, la dirección escénica la obliga lamentablemente en ocasiones a limitarse a declamar algunas frases en los recitativos (Annio parla così?). Por lo demás, Kasarova se revela como una buena actriz, dando vida a un Sesto quizá más dramático y trágico de lo acostumbrado, como ocurre, por ejemplo, en su dúo con Annio del primer acto (Deh, prendi un dolce amplesso), en el que se supone que su personaje no tiene que mostrarse necesariamente abatido.
Dorothea Röschmann, convertida en un mamarracho
Nuestra Vitellia, la mala malísima, es la estupenda soprano mozartiana Dorothea Röschmann, de la que escribí a propósito de su Pamina en Covent Garden. Es una cantante muy estimable dueña de una hermosa voz, pero que nunca debió cantar Vitellia. Resulta muy obvio que no se encuentra cómoda en el papel y que los exigentes graves (aquí se requiere de una soprano de amplísima tesitura) están fuera de sus posibilidades, como queda patente en el Non più di fiori. De todas formas mejora en el segundo acto respecto del primero, mostrándose menos brusca y gruñona. Es una lástima escribir esto de una cantante tan estimable, pero el papel no es para ella. Al igual que Schade y Kasarova, grita en algún recitativo (“la tua bontà”), hay que suponer que por exigencias escénicas. Precisamente nuestra repulsiva propuesta escénica también recurre a mostrar con ella un erotismo zafio e injustificado haciéndola palpar la entrepierna de Sesto mientras pronuncia Renderti fortunato può la mia mano? (¿Puede hacerte feliz mi mano?).
Aun tratándose de personajes secundarios, la pareja de Annio y Servilia tiene un notable interés no sólo musical, sino también psicológico. Él es infinitamente más racional que Sesto y es el único que le ofrece un sabio consejo una vez que ha consumado la conjura, pero las presiones interesadas de Vitellia hacen que su voz caiga en saco roto. Mientras que Tito es aún incapaz de asimilar la culpabilidad de Sesto, Annio ya lucha ante el emperador a favor del amigo común y se somete, dócil, cuando este está a punto de perjudicarle involuntariamente al arrebatarle a su amada. Annio es generoso e inteligente. En contrapartida, Servilia es más pasional que él, pero también más fuerte, y no le tiembla la voz al confesar al emperador que no está dispuesta a dejar de amar a Annio ni aun a cambio de un imperio. Como Annio, tenemos ni más ni menos que a la mismísima Elina Garanča, sin duda una de las mejores voces actuales de la ópera. Es claramente el único miembro del reparto al que es imposible encontrarle ninguna pega, algo que, desgraciadamente, no podemos considerar en el caso de Schade debido a las exigencias del director de escena. Su Torna di Tito al lato, aria sencilla y sincera, es uno de los mejores momentos musicales de toda la filmación. Servilia, por su parte, corre a cargo de Barbara Bonney, soprano que ganó fama como mozartiana en los años ochenta y noventa. El timbre, cálido y con poco vibrato, es carnoso y grato al oído, aunque su defecto, si hay que señalar alguno, es que sus interpretaciones tienden en ocasiones a ser algo planas, cosa que no ocurre aquí en un papel tan corto. Resulta convincente y adecuadamente persuasiva en S’altro che lacrime. Por cierto que hablando de cantantes “planos”, este calificativo sí que puede aplicarse esta vez al Publio de Luca Pisaroni, defendido con profesionalidad aunque de forma totalmente impersonal. A todo esto, un detalle de vestuario (a cargo de Bettina Walter): Si en esta propuesta escénica la obra está ambientada en la actualidad, ¿por qué Publio lleva falda, al igual que Tito?
Correcto el Coro de la Ópera de Viena, dirigido por Rupert Huber, aunque en mi opinión quizás resulte excesivamente numeroso. Convence más en el primer acto que en el segundo, en el que el Che del ciel se resiente probablemente a causa de su colocación sobre el escenario.
Dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena tenemos a Nikolaus Harnoncourt. Harni es un director de base historicista –fue, de hecho, uno de los pioneros en este ámbito– y como mozartiano ha hecho aportaciones muy notables a la discografía. Lo que pasa con este hombre es que es capaz de ser sublime cuando quiere y tosco, árido y aburrido el resto de las veces. Tomemos por caso, sin alejarnos de Mozart, su integral de la música sacra. Todos los discos tienen un nivel sobresaliente, pero este se desploma al llegar a dos obras de suma importancia como son la Gran Misa en do menor o el Réquiem. Así que cuando uno se enfrenta a una grabación de Harnoncourt tiene que preguntarse obligatoriamente: ¿tendrá el día bueno o malo? En esta Clemenza, mitad y mitad. Abrevia algunos recitativos (por cierto que al clave está Herbert Tachezi, habitual en las grabaciones de ópera de Harnoncourt), algo que puede resultar disculpable, pero su decisión de cortar por lo sano el primer recitativo de Tito y la repetición de su marcha de entrada del primer acto es muy desafortunada. Precisamente hasta ese recitativo hemos oído de labios de otros personajes (Sesto y Annio) lo bondadoso que es Tito, pero el retrato del personaje no queda completo para los espectadores hasta que el emperador no aparece por primera vez y decide destinar importantes tesoros a reparar los daños ocasionados por la erupción del Vesubio. Tito se nos muestra así desde el primer momento como un gobernante atento a las necesidades de los más desfavorecidos, y más centrado en satisfacerlas que en obtener provecho y riquezas de su posición. Además, estas omisiones dejan a Publio sin pronunciar palabra en su primera aparición en el escenario, de forma que su presencia se convierte en algo innecesario. Por lo demás, Harnoncourt muestra tendencia por unos tempi algo erráticos, en ocasiones muy rápidos (como la referida marcha de entrada de Tito) y las más de las veces tirando a lentos. Su dirección es bastante estimable, aunque hace aguas justo al final, en el que acaba durmiéndose al introducir un tempo lento que esta vez sí resulta obviamente inadecuado.
En cuanto al DVD en sí mismo, la filmación es impecable, como corresponde nada menos que a Brian Large, con una estupenda calidad de imagen. Lo que es de broma es que se distribuya en dos discos cuando cabe en uno solo, incrementándose así el precio de venta hasta lo abusivo.
Puede ser que La clemenza di Tito no cuente con una discografía tan amplia como otras óperas mozartianas, pero existen en el mercado grabaciones muy estimables (Gardiner, Hogwood, Davis, Wentz...). La pregunta es obligada: ¿vale la pena este DVD? Yo voy a dar una respuesta totalmente personal y subjetiva: lo que justifica la compra de un DVD y no de un cedé es precisamente la posibilidad de visualizar la obra escénicamente, y si lo que se ve en el televisor es tan irritante que uno desea cerrar los ojos, la adquisición no tiene ningún objeto. Quizá a los fans de Garanča o de alguno de los otros cantantes pueda interesarle, pero en su conjunto, este Tito es un ejemplo de cómo la mediocridad de unos pocos puede dar al traste con el buen hacer de muchos.
El material de imagen, audio y vídeo utilizado en "El Patio de Butacas" se ofrece sin ánimo de lucro y con intención divulgativa. Si usted es propietario de ese material y desea su retirada le rogamos que se ponga a tal efecto en contacto con nosotros.