viernes, 30 de septiembre de 2011

Rigoletto (Wixell, Gruberova, Pavarotti - Chailly)

Toca seguir con Verdi en mi ópera del mes en DVD. Como siempre, comienzo con un breve resumen del libreto:

Acto 1: El joven y lascivo Duque de Mantua celebra una fiesta en la que trata de seducir a la esposa del Conde de Ceprano, que además de presenciarlo todo debe soportar las maliciosas y humillantes burlas de Rigoletto, el bufón jorobado del Duque. La fiesta es interrumpida por la aparición del Conde de Monterone, furioso contra el Duque, a quien acusa de haber deshonrado a su hija. También Rigoletto se burla de él, lo que motiva que Monterone, justo antes de ser arrestado, le maldiga junto con el Duque.

Impresionado, Rigoletto abandona el palacio ducal y se encuentra por casualidad con Sparafucile, un asesino a sueldo que le ofrece sus servicios para acabar con sus enemigos. El sicario explica al bufón que suele matar bien en la ciudad, bien en su propia casa, adonde su hermana atrae a las víctimas bailando por las calles. Cuando Sparafucile se retira, Rigoletto, a solas consigo mismo, aún siente el estremecimiento de la maldición de Monterone y manifiesta su desprecio hacia el Duque y los cortesanos para los que trabaja. Cuando llega a casa se encuentra con su hija Gilda, cuya existencia oculta celoso por miedo a que sea deshonrada para causarle burla. Convertido en un padre preocupado y cariñoso, pide a Giovanna, el ama de Gilda, que cuide bien de ella en todo momento.


Cuando Rigoletto se marcha, Gilda se recrimina no haber sido del todo sincera con su padre al ocultarle sus sentimientos hacia un joven desconocido al que suele ver en la iglesia. Ese joven es en realidad el Duque disfrazado, que soborna a Giovanna para que le permita el acceso a la casa y poder cortejar así a la muchacha. De este modo, el Duque engaña a Gilda afirmando que no es más que un estudiante pobre llamado Gualtier Maldè y le confiesa su amor. Sin embargo, el ruido de alguien acercándose le obliga a retirarse. Quienes se acercan son un grupo de cortesanos encabezados por Marullo y Ceprano, que aún está resentido por las burlas que le dirigió Rigoletto esa misma tarde. Todos ellos se han propuesto reírse a costa del bufón entrando en su casa y raptando a Gilda, a quien creen su amante. Cuando aparece Rigoletto, los cortesanos afirman que están allí para secuestrar a la esposa de Ceprano, y el bufón, encantado de tomar parte en la burla, pide una máscara para ocultar el rostro y así poder tomar parte. Rigoletto es vendado y él mismo sostiene la escalera por la que Gilda es raptada.


Acto 2: El Duque de Mantua ha descubierto la desaparición de Gilda y se lamenta por la pérdida de la primera mujer por la que ha albergado sentimientos más o menos próximos a un amor constante. Cuando los triunfantes cortesanos le narran el modo en el que raptaron a quien creían la amante de Rigoletto la noche anterior, él descubre que se trata realmente de Gilda y corre hacia ella para hacerla suya. Entra después Rigoletto, esforzándose patéticamente en parecer animado. Ante la presencia de quienes sabe que son los captores de su hija, pasa de las amenazas a las súplicas, hasta que Gilda abandona la habitación del Duque para encontrarse, avergonzada, con su padre. Desde ese momento, el bufón centra su ira contra el Duque, consciente de que acaba de poseer a su hija con engaños. Cuando observa el traslado de Monterone a la prisión, jura ser él el instrumento que haga cumplir su maldición contra el Duque.


Acto 3: Ha pasado un mes y Rigoletto ha contratado a Sparafucile para que acabe con el Duque. Gilda, que pese a todo aún le ama, observa desde el exterior de la posada del asesino el modo en el que el Duque acude allí para cortejar a Maddalena, su hermana. Rigoletto ordena a su hija que se marche inmediatamente a Verona vistiendo ropas de hombre, pero ella se esconde y continúa observando. Se desata una tormenta en el cielo. Cuando el Duque se retira a descansar, Maddalena, enamorada ahora de él, suplica a su hermano que no le mate, y ambos acuerdan que si alguien pide cobijo en la posada antes de medianoche será apuñalado en su lugar y entregado en el interior de un saco al bufón. Gilda lo oye todo y decide morir para salvar la vida del Duque, por mucho que ahora sabe de su carácter voluble. Llama a la puerta y es inmediatamente apuñalada y envuelta en el saco. Rigoletto aparece a medianoche y se regocija al ver el cadáver de quien cree que es el Duque. Sparafucile, que no desea que el bufón descubra el engaño, se dispone a arrojar el cadáver al agua, pero Rigoletto manifiesta su voluntad de ser él mismo quien se deshaga del cuerpo de su enemigo. A solas con el cadáver, escucha la voz del Duque, que ha despertado, en el interior de la posada. Consternado, descubre a su propia hija, que aún agoniza, dentro del saco. Cuando Gilda muere en sus brazos, Rigoletto recuerda la maldición de Monterone.

Traducción al castellano del libreto en kareol.

Estrenada en el Teatro la Fenice de Venecia en 1851, Rigoletto marca, junto con la posterior Il trovatore, un período de evolución en las óperas de Giuseppe Verdi en las que la ruptura de la scena musical abre paso a una nueva forma de discurso operístico que favorece el realismo de los personajes. Para materializar este paso a una mayor madurez compositiva, Verdi entrega el protagonismo a un verdadero antihéroe deforme, burlón y malvado, en cuyo perjuicio revierten sus propias malas acciones. La intención transgresora de la obra recuerda notablemente al Don Giovanni mozartiano, cuyo personaje principal, también un barítono, comparte precisamente estas características de maldad, burla y castigo. El libreto de Francesco Maria Piave se basa en Le roi s’amusse de Victor Hugo, aunque la censura obligó a trasladar la acción desde la corte de Francisco I de Francia, en la que acontece la historia original, al ducado de Mantua. Era época de revoluciones y no interesaba ofrecer la imagen de una monarquía corrupta. Si yo hubiera sido Piave está claro que habría puesto a don Claudio Monteverdi como personaje. En cualquier caso, Rigoletto también es un excelente exponente del interés de Verdi por explorar en sus óperas, más allá del consabido patriotismo que le catapultó a la fama, la psicología de personajes complejos y que en su momento podían ser tachados de marginales o inmorales. Este juicio severo es aplicable a todos los personajes de Rigoletto con la salvedad de Gilda y, si acaso, Monterone. Otro tanto ocurre, por ejemplo, en La traviata, también con libreto de Piave, en la que el personaje de moralidad más intachable es una cortesana de lujo.

En cuanto a la música, se dice que Verdi compuso Rigoletto en tan solo cuarenta días (el encargo, bastante ajustado de tiempo, era de tres meses). Rossini, como es sabido, hizo hazañas mayores en lo que se refiere a la capacidad de escribir bien y con prisas. Gran parte de la popularidad de la obra se debe al encanto de sus melodías, fáciles de escuchar y siempre bien descriptivas de los sucesos que acontecen en escena y de la personalidad de quienes los protagonizan. Véase, por ejemplo, la tormenta del último acto, en el que el coro, exclusivamente masculino, es utilizado inteligentemente para simular el lóbrego soplar del viento. En lo que se refiere a los personajes en sí mismos, el jorobado protagonista cuenta con tres momentos de gloria: el primero de ellos es su reflexión personal sobre la crueldad del destino y la frivolidad de la corte (Pari siamo), que nos revela que el bufón no es sólo el ser cruel que hasta entonces hemos visto, sino que también es capaz de sentir, de lamentarse, y de amar con candor a su hija. Ello contrasta enormemente con su Cortegiani, vil razza dannata, una violenta amenaza dirigida a los captores de Gilda que concluye en humillación y lágrimas, en una prodigiosa habilidad para recrear la psicología de un hombre derrotado y asustado. A ello le sigue su “Tremenda vendetta”, otro arranque de furia que la dulce Gilda es incapaz de contener.


A Gilda le está reservado el Caro nome, que requiere al final de una soprano con ciertas habilidades de coloratura en lo que no deja de ser un guiño a lo que hasta entonces había sido la tradición operística italiana y que aparece totalmente aislado en la partitura de Rigoletto.

En lo que atañe al Duque, Verdi le entrega, además de las populares Questa o quella y La donna è mobile, melodías sinuosas e insinuantes en sus escenas de seducción, que bien cantadas por una voz adecuadamente lírica resultan encantadoras al oído. Una de mis escenas favoritas es precisamente el cuarteto Bella figlia dell’amore, en el que cada uno de los personajes muestra y canta algo diferente, de conformidad a sus propios sentimientos: el Duque se muestra seductor, Maddalena divertidamente reacia, Rigoletto ansioso de venganza y Gilda horrorizada por el desengaño.

Ya hemos tenido oportunidad de comentar ampliamente otras películas de Jean-Pierre Ponnelle en este blog (véanse las entradas del año pasado dedicadas a Madama Butterfly, a Il barbiere di Siviglia y a La Cenerentola). Lo cierto es que su filmación en escenarios reales de Rigoletto de 1982, que parte de su producción de 1973 para la Ópera de San Francisco, es la que me parece más discutible de cuantas llevo vistas. Ponnelle peca, a mi parecer, de defecto y de exceso de ideas. Muestra al bufón abrazando a su hija muerta mientras suena el tétrico preludio que abre la obra, adquiriendo la totalidad de la historia la condición de un flashback de algo que ya ha sucedido. El prólogo funciona más o menos a manera de ensoñación, situando la muerte de Gilda en el palacio ducal y no en el río Mincio, ante la casa de Sparafucile, resaltando así la importancia de la maldición de Monterone. Ahora bien, la idea de empezar por el final ya había sido desarrollada con mejor fortuna en otras ocasiones: Franco Zeffirelli hizo exactamente lo mismo en su filmación de La traviata del año anterior, y hasta el propio Ponnelle había llevado a cabo ya esta idea diez años antes en su Butterfly, que se abría en blanco y negro con una enigmática carrera de Pinkerton que sólo se explica al final de la filmación cuando el espectador observa el modo en el que muere la protagonista. Sin embargo, el problema que se presenta en este Rigoletto no es la falta de originalidad, sino más bien un descubrimiento prematuro del desenlace que resulta total y absolutamente injustificado y que molestará a quienes decidan introducirse en esta ópera por primera vez con esta versión. La referidas alusiones a los desenlaces de La traviata y de Madama Butterfly en las filmaciones que comentaba de ambas óperas distan mucho de ser tan explícitas, manteniéndose en la mente del espectador como una información enigmática que sólo cobra sentido cuando se ha llegado al final.


Comenzado el primer acto, lo que el espectador encuentra no es un baile en la corte ducal de Mantua, sino más bien una alocada y recargada orgía llena de personajes grotescos. Ceprano tiene el rostro desfigurado y su esposa, a quien el Duque considera atractiva, aparece maquillada como un cadáver. Resultan molestos los continuos ruidos de risas en estas escenas de la corte, especialmente en el Scorrendo uniti del segundo acto. La entrada de Monterone es cuanto menos sorprendente por cuanto está cantado e interpretado por Ingvar Wixell, nuestro Rigoletto. Ponnelle trata de transmitir aquí un mensaje interesante: por mucho que ambos personajes se nos aparecen como antagónicos, se trata de padres que sufren y que juran venganza por la humillación de sus hijas a manos del Duque. De este modo, Ponnelle acrecienta en el espectador la sensación de culpa de Rigoletto al reírse de Monterone. Algo así es imposible en el escenario, por el hecho de que ambos cantantes deben, obviamente, coincidir en escena.


El posterior y primer encuentro del bufón con el asesino Sparafucile no termina de estar bien resuelto. Ponnelle viste a ambos con ropas más o menos similares (recordemos el Pari siamo, que sigue inmediatamente a la escena), pero rompe definitivamente el lúgubre clima de la conversación haciendo que Rigoletto comience a “bailar” de forma extraña, como si le agradara haber dado con el sicario (E come in casa?). No es la única vez en la que Ponnelle yerra, en mi opinión, en esta versión introduciendo elementos cómicos que resultan inoportunos. Otros ejemplos lo constituyen los graciosos gestos de Giovanna, totalmente injustificados, durante la despedida del Duque y de Gilda o el hecho de que Rigoletto acabe el primer acto colgando del balcón de Gilda como si fuera un chorizo. En otras ocasiones, Ponnelle se arriesga y acierta, por ejemplo cuando muestra con imágenes los pensamientos y los miedos del protagonista, del mismo modo que lo había hecho en su Butterfly en el largo interludio orquestal del último acto. Hay escenas que desmerecen mucho en comparación con otras más logradas, haciendo de este Rigoletto una filmación de calidad más bien poco uniforme: la interpretación actoral de Gruberova hace aguas (“Quanto dolor!”) y su Caro nome no está filmado precisamente de modo inteligente. Parece como si Ponnelle hubiera dejado la cámara apuntando al balcón desde el que canta Gilda y se hubiera marchado a tomar un café. Por último, hay algunas ideas muy discutibles, como la de presentar a Rigoletto en la misma habitación que Gilda en el segundo acto. En teoría, ella debe ir corriendo a buscarle desde el interior del dormitorio del Duque, pero en esta filmación, la cama se encuentra a la vista de Rigoletto, aunque tapada con unas cortinas. Resulta de todo punto inverosímil que la muchacha no escuche el escándalo que organiza el bufón con los cortesanos. Por último, el libreto señala que Rigoletto recibe el cadáver de su hija de manos de Sparafucile a medianoche, pero en esta película está amaneciendo cuando se dispone a arrojar el saco al agua y descubre que ha sido engañado. ¿Hay que suponer que Rigoletto ha estado paseándose siete u ocho horas con el cadáver pese a la advertencia del asesino de que tuviese cuidado de no ser visto?

Me gusta Ponnelle, pero en este Rigoletto hay excesivos elementos discutibles que privan a la filmación de estar a la altura de otros de sus logros.


Vayamos con las voces. Ingvar Wixell es, como decíamos, el Rigoletto del que nos toca hablar. Es obvio que el barítono sueco pone con buena intención toda la carne en el asador, que no es mucha. Su voz, simplemente, no es especialmente agradable ni musical al oído, y flaquea de forma especial en los momentos más introvertidos en los que se le requiere de cierto lirismo y delicadeza, como el final del Pari siamo o el Piangi, fanciulla. Wixell encarna así a un Rigoletto violento y cruel, despojado casi por completo de gracia y delicadeza en un papel que, así, pierde buena parte de su riqueza de matices. Sus medios vocales le sitúan, en suma, muy lejos de intérpretes de referencia como el llorado Cornell MacNeil o Dietrich Fischer-Dieskau.

Edita Gruberova es, por su parte, una mucho más convincente Gilda, cantada de forma angelical de modo que no busca sino transmitir dulzura en todo momento, llegando a caer en mi opinión en el exceso de azúcar. Gruberova es una lírico-ligera con aptitudes para la coloratura, lo que la hace válida para el papel, aunque se echa de de menos un mayor peso dramático en su interpretación. Ponnelle incide en el carácter inocente del personaje vistiéndola de un blanco permanente. Su peinado se asemeja al de cualquier retrato de Simonetta Vespucci de Botticelli. Y es que Gilda no es sólo inocente, sino que para mí es quizás el personaje más bobo de la historia de la ópera, o al menos de cuantas servidor lleva escuchadas. Encarna el típico retrato de mujer vulnerable a la sombra de los hombres, que son los que impulsan la acción, sin que a ella le corresponda otro papel que el de provocar lástima. El Duque se aprovecha de ella en presencia de su padre, y después, aunque la chiquilla descubre la verdadera identidad de aquél y que no la ama realmente, se hace matar por él dejando sólo a su padre. Es como esas chicas de las películas de 007 que son bonitos floreros y poco más, y que cuando deben ejercer un papel activo, como el de pulsar un botón del que depende la supervivencia de alguien, lo hacen mal en un intento de mostrar candidez. Si Gilda hubiese sido Salomé se habría entendido sin duda perfectamente con su padre.


Luciano Pavarotti es el más destacado de esta filmación en uno de sus papeles más solicitados: el Ducca. Su histórica voz, inconfundible, parecía moldeada para papeles como éste o el Rodolfo de La Bohème. De hecho, Lucianone es, junto con el grandísimo Alfredo Kraus, mi referencia en este papel. En 1982, Pavarotti había salido ya de alguna crisis vocal a mediados de los setenta y mostraba unos medios sobresalientes para dibujar un grandísimo Ducca, sin acusar todavía el desgaste vocal que se aprecia en otros de sus registros posteriores de Rigoletto. Su bellísimo timbre, luminoso e insinuante, simplemente derrite en las escenas de seducción (Partite? Crudele!; È il sol dell’anima; Bella figlia dell’amore). El agudo es insultantemente seguro y cómodo en su apariencia, squillante y sin portamenti. Sus escenas de carácter (Ella mi fu rapita y Possente amor mi chiama) están resueltas con gran brillantez. La grabación le reportó el Emmy de la American Academy of Television Arts.

El Duque, cuyo nombre real ignoramos, encarna a la perfección el hedonismo y la despreocupación del libertino poderoso que toma cuanto se le antoja sin reparar siquiera en las consecuencias emocionales que pueden suponer sus actuaciones para otras personas. Ponnelle y Pavarotti entienden bien al personaje y explotan la faceta más histriónica de éste, presentándolo como un ser falso y lascivo que roza la comicidad. Resulta impagable poder ver a Pavarotti saltando desde lo alto de un árbol y diciendo “T’amo” mientras mira fijamente a cámara.


En cuanto a los secundarios, tenemos aquí a un joven Ferruccio Furlanetto en el papel de Sparafucile. Está mejor en el primer acto que en el tercero, donde se vuelve algo más brusco. Ponnelle lo retrata como un hombre necesitado urgentemente de un baño y de una larga y dolorosa visita al dentista. La Maddalena de la mezzo chilena Victoria Vergara está bien defendida vocal y actoralmente. Se nos muestra como una mujer de escasos encantos físicos, poniendo así de manifiesto que al Duque, como a Don Giovanni, no le importa más que el hecho de que lleve falda para cortejarla. Ella misma reconoce ser fea, lo que contradice la información dada por Sparafucille a Rigoletto en el primer acto (È bella), que parece así más encaminada a hacer negocio que a mostrar la realidad. Por último, Marullo está por alguna razón cantado e interpretado por personas diferentes. En lo vocal, Bernd Weikl está correcto sin más, y en el apartado interpretativo Louis Otey resulta totalmente irritante, hasta el punto de que uno espera que Rigoletto se vuelva definitivamente loco en el acto segundo y acabe con él, al menos para que deje de poner esas muecas teatrales.

Muy bien el Coro de la Ópera de Viena, aquí exclusivamente masculino, dirigido por Norbert Balatsch. Riccardo Chailly, por su parte, hace que la Filarmónica de Viena suene tan bien como cabía esperar, de manera especial en la despreocupada fiesta del primer acto.













lunes, 12 de septiembre de 2011

Saludable fin de ciclo


La presente edición del ciclo de conciertos Noches en los jardines del Real Alcázar se cerró ayer con la actuación del grupo medieval Artefactum, que acudió con el mismo programa (Taciunum sanitatis: músicas para el buen vivir) de los días 1, 15 y 29 aunque ofreciendo diferentes matices y sorpresas que convierten a cada una de sus actuaciones en algo diferente. Con otros artistas, uno se contenta con mirar un calendario y elegir una fecha para asistir, pero Artefactum, haciendo gala de una “perversa” inteligencia (léase en sentido cómico) ha optado por ofrecer siempre algo nuevo o distinto, lo que también ha supuesto un incentivo para la asistencia a cada una de sus actuaciones. Naturalmente, el público, el mismo público, que no es tonto, responde con entusiasmo y sigue al grupo más o menos como Homer Simpson seguía a la Costiburguer. La consecuencia es que, entre quienes repiten y quienes acuden por primera vez, las entradas vuelan. Ayer se dijo que llevaban una semana agotadas.

Como ya anticipé, el gran incentivo de esta última actuación lo constituía escuchar al grupo en formación de quinteto gracias a la presencia de Francisco Orozco, que además de ser un notable intérprete de las cuerdas pulsadas sabe cantar con una voz de tenor muy adecuada al repertorio que por alguna razón pierde color en el ascenso al agudo salvo cuando canta en forte. En cualquier caso, si algo queda claro es que Orozco comprende exactamente la música que ha de interpretar y sabe dar el enfoque adecuado, ora solemne, ora desenfadado, que cada momento exige. Un ejemplo claro es su estupenda y muy teatralizada introducción del Lamento de Tristán.

Ayer el público acabó encantado, palmeando el último bis, que fue una especie broma coral entonada con gracia por el grupo.

Y ahora, a esperar más Tacuinum. Sinceramente, el enfoque que Artefactum pretende dar a sus próximos trabajos es algo intrigante. ¿Cómo será?; ¿Harán programas del tipo “músicas contra el dolor de estómago”? Seguro que en las Cantigas de Alfonso X encuentran algún milagro al respecto.

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