
Acto 1: El joven y lascivo Duque de Mantua celebra una fiesta en la que trata de seducir a la esposa del Conde de Ceprano, que además de presenciarlo todo debe soportar las maliciosas y humillantes burlas de Rigoletto, el bufón jorobado del Duque. La fiesta es interrumpida por la aparición del Conde de Monterone, furioso contra el Duque, a quien acusa de haber deshonrado a su hija. También Rigoletto se burla de él, lo que motiva que Monterone, justo antes de ser arrestado, le maldiga junto con el Duque.
Impresionado, Rigoletto abandona el palacio ducal y se encuentra por casualidad con Sparafucile, un asesino a sueldo que le ofrece sus servicios para acabar con sus enemigos. El sicario explica al bufón que suele matar bien en la ciudad, bien en su propia casa, adonde su hermana atrae a las víctimas bailando por las calles. Cuando Sparafucile se retira, Rigoletto, a solas consigo mismo, aún siente el estremecimiento de la maldición de Monterone y manifiesta su desprecio hacia el Duque y los cortesanos para los que trabaja. Cuando llega a casa se encuentra con su hija Gilda, cuya existencia oculta celoso por miedo a que sea deshonrada para causarle burla. Convertido en un padre preocupado y cariñoso, pide a Giovanna, el ama de Gilda, que cuide bien de ella en todo momento.

Cuando Rigoletto se marcha, Gilda se recrimina no haber sido del todo sincera con su padre al ocultarle sus sentimientos hacia un joven desconocido al que suele ver en la iglesia. Ese joven es en realidad el Duque disfrazado, que soborna a Giovanna para que le permita el acceso a la casa y poder cortejar así a la muchacha. De este modo, el Duque engaña a Gilda afirmando que no es más que un estudiante pobre llamado Gualtier Maldè y le confiesa su amor. Sin embargo, el ruido de alguien acercándose le obliga a retirarse. Quienes se acercan son un grupo de cortesanos encabezados por Marullo y Ceprano, que aún está resentido por las burlas que le dirigió Rigoletto esa misma tarde. Todos ellos se han propuesto reírse a costa del bufón entrando en su casa y raptando a Gilda, a quien creen su amante. Cuando aparece Rigoletto, los cortesanos afirman que están allí para secuestrar a la esposa de Ceprano, y el bufón, encantado de tomar parte en la burla, pide una máscara para ocultar el rostro y así poder tomar parte. Rigoletto es vendado y él mismo sostiene la escalera por la que Gilda es raptada.

Cuando Rigoletto se marcha, Gilda se recrimina no haber sido del todo sincera con su padre al ocultarle sus sentimientos hacia un joven desconocido al que suele ver en la iglesia. Ese joven es en realidad el Duque disfrazado, que soborna a Giovanna para que le permita el acceso a la casa y poder cortejar así a la muchacha. De este modo, el Duque engaña a Gilda afirmando que no es más que un estudiante pobre llamado Gualtier Maldè y le confiesa su amor. Sin embargo, el ruido de alguien acercándose le obliga a retirarse. Quienes se acercan son un grupo de cortesanos encabezados por Marullo y Ceprano, que aún está resentido por las burlas que le dirigió Rigoletto esa misma tarde. Todos ellos se han propuesto reírse a costa del bufón entrando en su casa y raptando a Gilda, a quien creen su amante. Cuando aparece Rigoletto, los cortesanos afirman que están allí para secuestrar a la esposa de Ceprano, y el bufón, encantado de tomar parte en la burla, pide una máscara para ocultar el rostro y así poder tomar parte. Rigoletto es vendado y él mismo sostiene la escalera por la que Gilda es raptada.

Acto 2: El Duque de Mantua ha descubierto la desaparición de Gilda y se lamenta por la pérdida de la primera mujer por la que ha albergado sentimientos más o menos próximos a un amor constante. Cuando los triunfantes cortesanos le narran el modo en el que raptaron a quien creían la amante de Rigoletto la noche anterior, él descubre que se trata realmente de Gilda y corre hacia ella para hacerla suya. Entra después Rigoletto, esforzándose patéticamente en parecer animado. Ante la presencia de quienes sabe que son los captores de su hija, pasa de las amenazas a las súplicas, hasta que Gilda abandona la habitación del Duque para encontrarse, avergonzada, con su padre. Desde ese momento, el bufón centra su ira contra el Duque, consciente de que acaba de poseer a su hija con engaños. Cuando observa el traslado de Monterone a la prisión, jura ser él el instrumento que haga cumplir su maldición contra el Duque.

Acto 3: Ha pasado un mes y Rigoletto ha contratado a Sparafucile para que acabe con el Duque. Gilda, que pese a todo aún le ama, observa desde el exterior de la posada del asesino el modo en el que el Duque acude allí para cortejar a Maddalena, su hermana. Rigoletto ordena a su hija que se marche inmediatamente a Verona vistiendo ropas de hombre, pero ella se esconde y continúa observando. Se desata una tormenta en el cielo. Cuando el Duque se retira a descansar, Maddalena, enamorada ahora de él, suplica a su hermano que no le mate, y ambos acuerdan que si alguien pide cobijo en la posada antes de medianoche será apuñalado en su lugar y entregado en el interior de un saco al bufón. Gilda lo oye todo y decide morir para salvar la vida del Duque, por mucho que ahora sabe de su carácter voluble. Llama a la puerta y es inmediatamente apuñalada y envuelta en el saco. Rigoletto aparece a medianoche y se regocija al ver el cadáver de quien cree que es el Duque. Sparafucile, que no desea que el bufón descubra el engaño, se dispone a arrojar el cadáver al agua, pero Rigoletto manifiesta su voluntad de ser él mismo quien se deshaga del cuerpo de su enemigo. A solas con el cadáver, escucha la voz del Duque, que ha despertado, en el interior de la posada. Consternado, descubre a su propia hija, que aún agoniza, dentro del saco. Cuando Gilda muere en sus brazos, Rigoletto recuerda la maldición de Monterone.
Traducción al castellano del libreto en kareol.



A Gilda le está reservado el Caro nome, que requiere al final de una soprano con ciertas habilidades de coloratura en lo que no deja de ser un guiño a lo que hasta entonces había sido la tradición operística italiana y que aparece totalmente aislado en la partitura de Rigoletto.
En lo que atañe al Duque, Verdi le entrega, además de las populares Questa o quella y La donna è mobile, melodías sinuosas e insinuantes en sus escenas de seducción, que bien cantadas por una voz adecuadamente lírica resultan encantadoras al oído. Una de mis escenas favoritas es precisamente el cuarteto Bella figlia dell’amore, en el que cada uno de los personajes muestra y canta algo diferente, de conformidad a sus propios sentimientos: el Duque se muestra seductor, Maddalena divertidamente reacia, Rigoletto ansioso de venganza y Gilda horrorizada por el desengaño.
En lo que atañe al Duque, Verdi le entrega, además de las populares Questa o quella y La donna è mobile, melodías sinuosas e insinuantes en sus escenas de seducción, que bien cantadas por una voz adecuadamente lírica resultan encantadoras al oído. Una de mis escenas favoritas es precisamente el cuarteto Bella figlia dell’amore, en el que cada uno de los personajes muestra y canta algo diferente, de conformidad a sus propios sentimientos: el Duque se muestra seductor, Maddalena divertidamente reacia, Rigoletto ansioso de venganza y Gilda horrorizada por el desengaño.


Comenzado el primer acto, lo que el espectador encuentra no es un baile en la corte ducal de Mantua, sino más bien una alocada y recargada orgía llena de personajes grotescos. Ceprano tiene el rostro desfigurado y su esposa, a quien el Duque considera atractiva, aparece maquillada como un cadáver. Resultan molestos los continuos ruidos de risas en estas escenas de la corte, especialmente en el Scorrendo uniti del segundo acto. La entrada de Monterone es cuanto menos sorprendente por cuanto está cantado e interpretado por Ingvar Wixell, nuestro Rigoletto. Ponnelle trata de transmitir aquí un mensaje interesante: por mucho que ambos personajes se nos aparecen como antagónicos, se trata de padres que sufren y que juran venganza por la humillación de sus hijas a manos del Duque. De este modo, Ponnelle acrecienta en el espectador la sensación de culpa de Rigoletto al reírse de Monterone. Algo así es imposible en el escenario, por el hecho de que ambos cantantes deben, obviamente, coincidir en escena.

El posterior y primer encuentro del bufón con el asesino Sparafucile no termina de estar bien resuelto. Ponnelle viste a ambos con ropas más o menos similares (recordemos el Pari siamo, que sigue inmediatamente a la escena), pero rompe definitivamente el lúgubre clima de la conversación haciendo que Rigoletto comience a “bailar” de forma extraña, como si le agradara haber dado con el sicario (E come in casa?). No es la única vez en la que Ponnelle yerra, en mi opinión, en esta versión introduciendo elementos cómicos que resultan inoportunos. Otros ejemplos lo constituyen los graciosos gestos de Giovanna, totalmente injustificados, durante la despedida del Duque y de Gilda o el hecho de que Rigoletto acabe el primer acto colgando del balcón de Gilda como si fuera un chorizo. En otras ocasiones, Ponnelle se arriesga y acierta, por ejemplo cuando muestra con imágenes los pensamientos y los miedos del protagonista, del mismo modo que lo había hecho en su Butterfly en el largo interludio orquestal del último acto. Hay escenas que desmerecen mucho en comparación con otras más logradas, haciendo de este Rigoletto una filmación de calidad más bien poco uniforme: la interpretación actoral de Gruberova hace aguas (“Quanto dolor!”) y su Caro nome no está filmado precisamente de modo inteligente. Parece como si Ponnelle hubiera dejado la cámara apuntando al balcón desde el que canta Gilda y se hubiera marchado a tomar un café. Por último, hay algunas ideas muy discutibles, como la de presentar a Rigoletto en la misma habitación que Gilda en el segundo acto. En teoría, ella debe ir corriendo a buscarle desde el interior del dormitorio del Duque, pero en esta filmación, la cama se encuentra a la vista de Rigoletto, aunque tapada con unas cortinas. Resulta de todo punto inverosímil que la muchacha no escuche el escándalo que organiza el bufón con los cortesanos. Por último, el libreto señala que Rigoletto recibe el cadáver de su hija de manos de Sparafucile a medianoche, pero en esta película está amaneciendo cuando se dispone a arrojar el saco al agua y descubre que ha sido engañado. ¿Hay que suponer que Rigoletto ha estado paseándose siete u ocho horas con el cadáver pese a la advertencia del asesino de que tuviese cuidado de no ser visto?
Me gusta Ponnelle, pero en este Rigoletto hay excesivos elementos discutibles que privan a la filmación de estar a la altura de otros de sus logros.
Me gusta Ponnelle, pero en este Rigoletto hay excesivos elementos discutibles que privan a la filmación de estar a la altura de otros de sus logros.

Vayamos con las voces. Ingvar Wixell es, como decíamos, el Rigoletto del que nos toca hablar. Es obvio que el barítono sueco pone con buena intención toda la carne en el asador, que no es mucha. Su voz, simplemente, no es especialmente agradable ni musical al oído, y flaquea de forma especial en los momentos más introvertidos en los que se le requiere de cierto lirismo y delicadeza, como el final del Pari siamo o el Piangi, fanciulla. Wixell encarna así a un Rigoletto violento y cruel, despojado casi por completo de gracia y delicadeza en un papel que, así, pierde buena parte de su riqueza de matices. Sus medios vocales le sitúan, en suma, muy lejos de intérpretes de referencia como el llorado Cornell MacNeil o Dietrich Fischer-Dieskau.


Luciano Pavarotti es el más destacado de esta filmación en uno de sus papeles más solicitados: el Ducca. Su histórica voz, inconfundible, parecía moldeada para papeles como éste o el Rodolfo de La Bohème. De hecho, Lucianone es, junto con el grandísimo Alfredo Kraus, mi referencia en este papel. En 1982, Pavarotti había salido ya de alguna crisis vocal a mediados de los setenta y mostraba unos medios sobresalientes para dibujar un grandísimo Ducca, sin acusar todavía el desgaste vocal que se aprecia en otros de sus registros posteriores de Rigoletto. Su bellísimo timbre, luminoso e insinuante, simplemente derrite en las escenas de seducción (Partite? Crudele!; È il sol dell’anima; Bella figlia dell’amore). El agudo es insultantemente seguro y cómodo en su apariencia, squillante y sin portamenti. Sus escenas de carácter (Ella mi fu rapita y Possente amor mi chiama) están resueltas con gran brillantez. La grabación le reportó el Emmy de la American Academy of Television Arts.
El Duque, cuyo nombre real ignoramos, encarna a la perfección el hedonismo y la despreocupación del libertino poderoso que toma cuanto se le antoja sin reparar siquiera en las consecuencias emocionales que pueden suponer sus actuaciones para otras personas. Ponnelle y Pavarotti entienden bien al personaje y explotan la faceta más histriónica de éste, presentándolo como un ser falso y lascivo que roza la comicidad. Resulta impagable poder ver a Pavarotti saltando desde lo alto de un árbol y diciendo “T’amo” mientras mira fijamente a cámara.
El Duque, cuyo nombre real ignoramos, encarna a la perfección el hedonismo y la despreocupación del libertino poderoso que toma cuanto se le antoja sin reparar siquiera en las consecuencias emocionales que pueden suponer sus actuaciones para otras personas. Ponnelle y Pavarotti entienden bien al personaje y explotan la faceta más histriónica de éste, presentándolo como un ser falso y lascivo que roza la comicidad. Resulta impagable poder ver a Pavarotti saltando desde lo alto de un árbol y diciendo “T’amo” mientras mira fijamente a cámara.

En cuanto a los secundarios, tenemos aquí a un joven Ferruccio Furlanetto en el papel de Sparafucile. Está mejor en el primer acto que en el tercero, donde se vuelve algo más brusco. Ponnelle lo retrata como un hombre necesitado urgentemente de un baño y de una larga y dolorosa visita al dentista. La Maddalena de la mezzo chilena Victoria Vergara está bien defendida vocal y actoralmente. Se nos muestra como una mujer de escasos encantos físicos, poniendo así de manifiesto que al Duque, como a Don Giovanni, no le importa más que el hecho de que lleve falda para cortejarla. Ella misma reconoce ser fea, lo que contradice la información dada por Sparafucille a Rigoletto en el primer acto (È bella), que parece así más encaminada a hacer negocio que a mostrar la realidad. Por último, Marullo está por alguna razón cantado e interpretado por personas diferentes. En lo vocal, Bernd Weikl está correcto sin más, y en el apartado interpretativo Louis Otey resulta totalmente irritante, hasta el punto de que uno espera que Rigoletto se vuelva definitivamente loco en el acto segundo y acabe con él, al menos para que deje de poner esas muecas teatrales.
Muy bien el Coro de la Ópera de Viena, aquí exclusivamente masculino, dirigido por Norbert Balatsch. Riccardo Chailly, por su parte, hace que la Filarmónica de Viena suene tan bien como cabía esperar, de manera especial en la despreocupada fiesta del primer acto.
Muy bien el Coro de la Ópera de Viena, aquí exclusivamente masculino, dirigido por Norbert Balatsch. Riccardo Chailly, por su parte, hace que la Filarmónica de Viena suene tan bien como cabía esperar, de manera especial en la despreocupada fiesta del primer acto.