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miércoles, 20 de agosto de 2014

Nabucco (Muti, 1978)

Riccardo Muti (dir.); Matteo Manuguerra (Nabucco); Renata Scotto (Abigaille); Elena Obraztsova (Fenena); Veriano Lucchetti (Ismaele); Nicolai Ghiaurov (Zaccaria); Robert Lloyd (Gran sacerdote); Kenneth Edwards (Abdallo); Anne Collins (Anna). Ambrosian Opera Chorus. Philharmonia Orchestra. EMI 2 CD.

Si bien Riccardo Muti consigue siempre resultados óptimos en Verdi –es, desde luego, de justicia designarle como el gran verdiano de nuestros días– creo desde hace bastante tiempo que Nabucco es para él una obra particularmente agradecida: hace tiempo que comenté, en términos lógicamente positivos, su espléndido DVD de la Scala con la portentosa Abigaille de Ghena Dimitrova (véase esto), y ahora, revisitando por enésima vez su famosa grabación discográfica de EMI, solo puedo reiterarme en mi opinión de que estamos ante un claro caso de cómo una obra concreta y los parámetros profesionales de un

sábado, 18 de enero de 2014

Turandot (Mehta, 1973)

Zubin Mehta (dir.); Joan Sutherland (Turandot); Luciano Pavarotti (Calaf); Montserrat Caballé (Liù); Nicolai Ghiaurov (Timur); Sir Peter Pears (Altoum); Tom Krause (Ping); Pier Francesco Poli (Pang), Piero de Palma (Pong); Sabin Markov (Mandarino). John Alldis Choir. London Philharmonic Orchestra. DECCA 2 CD.

He aquí una de las más famosas grabaciones de ópera jamás realizadas. Una Turandot que funciona a la perfección en cada uno de sus elementos, por mucho que a priori uno pudiera extrañarse de ello. Y digo bien. Puede causar extrañeza que una grabación de este título encabezada por Sutherland y Pavarotti pueda llegar a funcionar tan espléndidamente. Si hay en el mundo algún aficionado a Joan Sutherland y a Luciano Pavarotti que no haya escuchado este registro, cosa rara, podría hacerse una idea equivocada de antemano al pensar que el lirismo de sus voces está absolutamente reñido con la consecución de un buen resultado en Turandot. 

En realidad, es cierto que los papeles de Turandot y Calaf no son los que mejor se ciñen a las voces de Sutherland y Pavarotti. El papel de la “princesa de hielo” suele ser interpretado por sopranos wagnerianas, y aunque Sutherland comenzase su carrera precisamente en ese campo, el lirismo de su voz y su habilidad para la coloratura están lejos corresponderse con las necesidades que plantea el papel. Hace falta una voz poderosa para imponerse a una orquesta  que ha de recrear una partitura de exuberante riqueza instrumental. Hace falta también un registro vocal amplísimo que permita abordar los graves del In questa reggia. Hace falta musicalidad y sentido de la estética para evitar precisamente arrastrar las notas en su entrada. La coloratura, el belcanto, que hace que una intérprete triunfe interpretando a Bellini o a Donizetti, en cambio, quedan lejos de ser necesarios para hacer Turandot. Y lo cierto es que Sutherland triunfa, aun sin encontrarse en su elemento habitual. El timbre hasta cierto punto opaco de la australiana, carente de squillo, humaniza a la princesa en contraposición a lo que ocurre, por ejemplo, con el más metálico de una Marton, y su prestación vocal es tan fascinante, tan absolutamente intachable, que servidor es incapaz de encontrarle un punto flaco. ¿Habría funcionado en directo? Francamente, no lo sé. No me preocupa en absoluto la cuestión de si Sutherland hubiese sido o no engullida por la orquesta haciendo de Turandot en vivo. Esto es una grabación de estudio y no creo que haya que darle más vueltas. Demasiados cantantes líricos han arruinado ya sus voces por incorporar a su repertorio papeles más pesantes de lo que sus voces permitían.

Otro tanto puede decirse del Calaf de Luciano Pavarotti, quien por mucho que acostumbrase a cantar el Nessun dorma en sus recitales apenas cantó unas funciones completas de Turandot en su vida. En el caso del modenés, sí se hace más palpable durante el acto primero que su parte demanda una voz más pesante. ¿Está quizá incómodo Pavarotti en ese primer acto? Yo no diría tanto, sino que simplemente se percibe –si se conoce la obra– que su voz es pequeña para el papel. Pero no hay un sobreesfuerzo palpable ni signos de agotamiento. En Pavarotti hubo uno de los más grandes cantantes de la historia, con una voz de belleza incomparable, y el resultado es óptimo, sobre todo en los actos segundo y tercero. El modo en el que, tras el In questa reggia, sostiene la última nota del "una è la vita" cuando ya ha entrado el coro ("Al principe straniero") es, sencillamente, portentoso, al igual que su forma de irse al agudo (no escrito) en el "Tutta ardente d'amor". Hay que sumarle, con Björling, en la lista de los grandes líricos que han sabido cantar Calaf de manera incomparable.

Los secundarios son un lujo. Montserrat Caballé es una Liù antológica, a una altura que considero difícilmente superable. Y otro tanto sucede con el breve y no muy agradecido papel de Timur, con el que el gran Nicolai Ghiaurov hace maravillas. Cada vez tiendo más a considerarle como el mayor bajo del siglo XX y de la ópera grabada. Los ministros, encabezados por Tom Krause y con el gran Piero de Palma –el otro es Pier Francesco Poli–, más de lo mismo, y Sir Peter Pears, tenor que tanto significó para Britten, hace de emperador sin problemas. A decir verdad, el único punto flaco del reparto es el mandarín de Sabin Markov, lastrado por una cuestionable dicción. 

Frente a este prodigioso reparto de voces –inhabituales en los dos papeles principales, pero de espléndido resultado en estudio– está el director que, en mi opinión, mejor ha entendido Turandot: Zubin Mehta. De hecho, si la lectura que hace aquí Mehta de la partitura es superable, sólo concibo que lo sea por él mismo. Ahí está, por ejemplo, su también exuberante –y algo más rápida– dirección de esta ópera en la Ciudad Prohibida de Pekín en 1998, igualmente fascinante desde el punto de vista orquestal.

La grabación, por tanto, tiene la fama que merece. Quizá en vivo no hubiese resultado. Quizá también los papeles de Turandot y Calaf demanden voces diferentes, pero como grabación de estudio constituye un documento discográfico de enorme valor que es obligado conocer.

jueves, 28 de noviembre de 2013

La Bohème (Karajan, 1973)

Herbert von Karajan (dir.); Mirella Freni (Mimì); Luciano Pavarotti (Rodolfo); Elizabeth Harwood (Musetta); Rolando Panerai (Marcello); Gianni Maffeo (Schaunard); Nicolai Ghiaurov (Colline); Michel Sénéchal (Benoit / Alcindoro). Schöneberger Sängerknaben. Chor der Deutschen Oper Berlin. Berliner Philharmoniker. DECCA 2 CD.

Hay grabaciones de opera tan importantes que a veces se corre el riesgo de darlas ya por bien conocidas y dejarlas de lado. Se acude a ellas, los grandes clásicos, normalmente al principio, cuando comenzamos a conocer la ópera en cuestión a través de sus grabaciones de referencia. Luego pasamos a otras y esos grandes clásicos se quedan muchas veces cogiendo polvo en las estanterías.

Supongo que esto no le ocurrirá a todos los aficionados, pero en mi caso personal reconozco que hasta hace poco habían pasado años desde la última vez que escuché esta emblemática Bohème de Karajan con Freni y Pavarotti. Como es lógico, no voy a descubrir nada nuevo en este escrito, pero sí me ha parecido interesante el reencuentro con la grabación. Las percepciones cambian con el tiempo, y es curioso cómo se tiene la sensación de volver sobre algo conocido pero al mismo tiempo diferente. En cualquier caso, la conclusión que hago ahora es la misma que habría hecho hace años: esta es mi Bohème de referencia, y lo es porque la considero una grabación sin fisuras que no concibo superable. Cualquier Bohème que reúna alguno de los elementos aislados de este registro –como pueden ser las presencias de Karajan, Freni, Pavarotti o Panerai– tiene interés ya de por sí. Reunirlos a todos en una misma grabación supone entonces, simple y llanamente, una maravilla para mí irrepetible.

Sé que no soy nada original considerando a Mirella Freni y a Luciano Pavarotti como las referencias absolutas de Mimì y Rodolfo, pero estoy convencido de que muy pocos casos hay en la historia de la ópera grabada en los que exista una adecuación tan milagrosa entre papel y cantante. Lo de Freni es una verdadera creación magistral de un personaje frágil y tierno a través de maravillosos pianissimi que cortan el aliento ya en el Mi chiamano Mimì. En el tercer acto muestra una inflexión dramática importante en el papel, aunque no tan acentuada (no tan verista, podría decirse) como en el muy posterior DVD de Severini que comenté por aquí. El Sono andati? del cuarto acto se me hace nuevamente insuperable y plagado de matices que incluso pueden escaparse a una única escucha: óigase por ejemplo el cálido infantilismo con el que recibe el manguito de Musetta, tan descorazonador en un personaje moribundo. Y a Luciano le pasa lo mismo que a ella: es el personaje de toda una carrera, de toda una vida. A veces se tiene la sensación de que no interpreta, sino de que es realmente así, y eso es, según lo veo yo, lo máximo a lo que puede aspirarse encima de un escenario, y más aún si ha de trabajarse exclusivamente con la voz. ¿Para qué esforzarme hablando largamente sobre el bellísimo timbre, el agudo seguro, colocado siempre sin vacilación y pleno de squillo, o simplemente sobre su magistral manera de transmitir la jovial inmadurez de su personaje? Basta con decir una vez ya lo ya dicho. Que Pavarotti es Rodolfo, igual que Freni es Mimì.

Aunque sea una digresión, siempre me ha hecho gracia el modo en el que la vida ha unido a estos dos grandísimos de la ópera. Los dos nacieron en Módena y sus madres trabajaban en la fábrica de tabacos. Compartieron nodriza y se llamaban por ello a sí mismos “hermanos de leche”. Nano y Nana. Pavarotti y Freni. Dos artistas espléndidos con voces líricas en ambos casos que empastaban de la manera más hermosa y que encontraron sus papeles-estrella encarnando a los protagonistas de la misma ópera: La Bohème. 

Elizabeth Harwood (Musetta) muestra un centro sedoso y sabe explotar debidamente la faceta más sensual de su papel. Pero me interesa mucho más el Marcello de Rolando Panerai. Otra creación del más alto nivel. Panerai, con esa voz pastosa y plenamente uniforme en todo el registro, es un Marcello tosco e impulsivo (explosivo incluso) manteniendo con ello una musicalidad que sale por completo indemne. Óigase por ejemplo el magistral dúo con Pavarotti del cuarto acto. Una maravilla. Y además es adecuadamente cómico sin caer en un histrionismo excesivo. 

Por otra parte, al igual que Freni y Panerai, también Gianni Maffeo (Schaunard) se había puesto ya a las órdenes de Karajan previamente para las míticas funciones de la Scala de las cuales hizo Zeffirelli su película (click aquí) y defiende su papel igual de bien. Nicolai Ghiaurov es un Colline de voz hermosa como pocas veces se ha oído en disco, aunque por alguna razón siempre he pensado que sus orígenes eslavos se hacen más claramente palpables en esta grabación que en tantas otras en las que canta papeles más largos. 

Por último, Karajan opta por un tenor (Michel Sénéchal) para las partes de Benoit y de Alcindoro en lo lugar de hacerlo por un bajo, y con ello acentúa quizá aún más lo cómico de ambos personajes.

La labor del salzburgués al frente de la Filarmónica berlinesa es para mí uno de los grandes hitos de su discografía. No hay en realidad cambios demasiado sustanciales respecto de las anteriores grabaciones con Freni y Raimondi, salvo que se aprecia quizá una mayor ralentización en los tempi de Freni –y esto habría que comprobarlo reloj en mano– y que el resultado general parece algo más grandilocuente, aun sin llegar aún ni por asomo a lo que sería el Karajan tardío de los ochenta.

Grabación imprescindible, pues. En mi opinión, una de las mejores que se hayan hecho jamás de una ópera.

martes, 8 de enero de 2013

Grabando "Don Giovanni"

Como el año pasado fui muy bueno, los Reyes Magos se han portado muy bien conmigo y me han traído la reciente reedición que la casa EMI ha publicado del célebre Don Giovanni de Klemperer con Ghiaurov.

El motivo de esta entrada no es el de ensalzar las consabidas virtudes de esa extraordinaria versión –quizá la mejor jamás grabada en disco de esta ópera junto con la famosa de Giulini– sino el de referir la existencia de un curiosísimo cedé extra que se ha añadido al estuche con grabaciones, obviamente inéditas, de los ensayos. Y es absolutamente fascinante escuchar a esos monstruos de la ópera trabajando en equipo, esforzándose por ofrecer el mejor resultado posible y debatiendo ideas musicales. 

El material es el siguiente: las dos primeras pistas contienen ensayos de la obertura. En la tercera tenemos el primer ensayo del Giovinette, che fate all’amore. Oímos a Klemperer buscando un sonido bien empastado en la orquesta y exigiendo del coro, francamente apagado, un carácter más festivo. Luego, escuchando la grabación, Freni discute con el director sobre la necesidad del canto legato en las notas ascendentes de “il remedio vedetelo qua” (pista 4). Los ensayos con el coro prosiguen durante las pistas 5 y 6, mientras que en las dos siguientes tenemos los del Batti, batti, en los que Klemperer pide más delicadeza a la orquesta. Por último, en la pista final de este cedé extra, el director ilustra a Hugh Bean (primer violín de la orquesta), sobre el modo correcto de pronunciar “Ghiaurov”. “GhiaRÚov”, dice. Seguidamente comienzan los ensayos del Deh, vieni a la finestra, en los que el bajo búlgaro se muestra autocrítico y también exigente con el trabajo de la mandolina, lo que parece exasperar por un momento a Klemperer. El esfuerzo, sin embargo, vale la pena, y el ensayo acaba alegremente, con Ghiaurov satisfecho y bromeando.



Pista 4. Conversación entre Mirella Freni y Otto Klemperer a propósito de la parte de Zerlina en el “Giovinette”. Tal y como señala la soprano modenesa, de no respetar el legato se produciría un efecto similar a la “risa” en “vedetelo qua”.

Puede parecer que la inclusión de todo este material extra es algo irrelevante, pero sinceramente, a mí me parece realmente fabuloso. Cuando escuchamos una grabación únicamente percibimos el resultado final, y permanecemos ajenos, obviamente, a todo el trabajo de “construcción”. Este cedé “extra” contiene material, en su mayoría, de un coro que vendrá a durar tan sólo un par de minutos. ¿Cuántas horas de trabajo habrá en toda la grabación? No tengo ni idea. Creo que es muy fácil escuchar ópera –y yo me incluyo– sin detenernos a pensar para nada en este enorme trabajo que hay detrás de cualquier buena versión. Por eso me gusta este “regalo” de EMI: nos permite asomarnos como espectadores a la labor de los más grandes, y darnos cuenta con ello de que precisamente fueron grandes no sólo por sus aptitudes naturales, sino también por su esfuerzo y profesionalidad.

martes, 17 de enero de 2012

La Bohème (Freni, Pavarotti, Pacetti - Severini)

Con cerca ya de una treintena de óperas comentadas en DVD –una por mes desde octubre de 2009– he decidido que ha llegado quizás el momento en el que puedo permitirme volver sobre títulos a los que ya dediqué otras entradas en filmaciones distintas. Continuaré escribiendo mi entrada mensual sobre un título, siempre nuevo, de ópera, y a ella añadiré siempre que me sea posible un segundo post de “repetición”. Se trata, por tanto, de escribir más y de aportar al lector comentarios de varias grabaciones de un mismo título. A todo ello hay que sumarle la próxima aparición de un apartado dedicado a la discografía comparada de grabaciones de ópera en cedé, cuya variedad es siempre mayor y más interesante que en el ámbito, infinitamente más residual, de las filmaciones.

He querido dedicar esta primera entrada “repetida”, por expresarlo de algún modo, a una popularísima versión de La Bohème: la registrada por Luciano Pavarotti y por Mirella Freni a las órdenes de Tiziano Severini en la Ópera de San Francisco en 1989. He escrito muchas veces sobre mi debilidad por Freni, y el hecho de que exista una grabación en vídeo de los que para mí son la mejor encarnación imaginable de Rodolfo y Mimì me ha hecho decantarme por este DVD como primera opción. La filmación, como decía, se ha distribuido muchísimo, formando parte de colecciones, estuches, etc.. A los interesados en una mayor reflexión sobre la obra –que aquí está ya fuera de lugar– así como en un resumen del libreto, les remito a mi comentario sobre el DVD de Karajan, también con Freni.


La producción de la Ópera de San Francisco (decorados de David Mitchell, vestuario de Jeanne Button y Peter J. Hall y dirección escénica de Francesca Zambello) es clasicona, y ofrece exactamente lo que se espera de una Bohème tradicional. Destaca en este sentido el buen empleo de la iluminación y de las sombras en el cuarto acto, así como la utilización de proyecciones de fondo (concretamente, de la catedral parisina de Notre Dame) como elemento moderno. La filmación, a su vez, del experimentado Brian Large es, como cabe esperar, muy buena, aunque resulta algo anticuado el modo en el que se superponen las imágenes de Freni y de Pavarotti, una junto a la otra, al final del tercer acto.


Y ahora vayamos a lo más interesante, que es el apartado musical. El papel de Mimì está pensado para una soprano lírica pura, que haga pareja con un tenor lírico puro. Si Pavarotti es, como decía, es mi ideal Rodolfo, su "hermana de leche", Mirella Freni, es la para mí la perfecta Mimì: una voz lírica pero dotada de cierto peso, que la aleja de los papeles de coloratura y agilidades vocales (por cierto que en este ámbito su controvertida Violetta me parece más que reivindicable), con un centro redondo y sin estridencias ni cambios de color en el agudo. Una cantante que no transmite la menor sensación de esfuerzo, con una voz de tinte quizá algo opaco, carnoso, que la hace ideal para este tipo de papeles casi infantiles. Freni es la perfecta Mimì, la perfecta Butterfly, la perfecta Liù (Turandot), la perfecta Micaela (Carmen) y hasta la perfecta Desdémona (Otello). La comparativa de esta filmación con la de Karajan con Zeffirelli, en la que podemos ver a la joven Freni en plenitud de facultades, es más que interesante. Con los años, la voz de Freni se ensanchó y ganó en vibrato. Pese a todo, y aunque que la edad ya no es la misma, ella sigue sonando desconcertantemente juvenil, y está en bastante mejor forma que Pavarotti en esta función de San Francisco. Además demostró ser una cantante inteligentísima y muy consciente de sus medios al aprovechar esos cambios naturales de la voz para ahondar en la faceta más trágica del personaje, sobre todo en el tercer acto, al tiempo que comenzaba a abordar papeles de lírico-spinto como sus Toscas en estudio o su extraña Aida. No puede esperarse menos de la Mimì por excelencia, de alguien que se dedicó a cantar el papel por todo el mundo durante la friolera de casi cuarenta años: de 1958 a 1996, con "La Bohème del Centenario".

Precisamente en relación a este lado trágico de Mimì, Mirella Freni siempre ha dicho que para estudiar bien al personaje hay que comenzar por el final, es decir, con su agonía y muerte en el cuarto acto. La muchacha enferma a la que vemos entonces sigue siendo la misma que oímos en "Mi chiamano Mimì", pero mucho más madura y "completa" desde el punto de vista intelectual, al ser también consciente de su fatalidad, que ya la amenazaba en el primer acto. Parece increíble meterse en este tipo de reflexiones sobre personas que no existen más que en la ficción. Nunca Freni, con su voz juvenil, aniñada incluso, ha sonado más creíble ni más trágica. Karajan dijo haber llorado por segunda vez en su vida (la primera fue a la muerte de su madre) tras escucharla ensayando el "Sono andati?" en la Scala. Saquemos los pañuelos.

En cuanto a Luciano Pavarotti, él es Rodolfo, y es que me sigue pareciendo la referencia absoluta en el papel: el particularísimo y luminoso color de su voz imprime a la música un aire juvenil a un personaje cuya inexperiencia e inmadurez suenan más conmovedoras que nunca. Aunque es muy obvio que Pavarotti no se encuentra ya en su mejor momento en esta filmación y que su voz se ha vuelto más plana, ya en los cuatro minutos de su "manina" hay una enorme cantidad de matices y una lección de buen canto que echan por tierra a muchos en el papel: el aire estudiadamente romántico del comienzo para que la chica se conmueva, la picardía indiscreta cuando se ha captado su atención ("chi son?") y todo el apasionamiento final que culmina en el estentóreo agudo de "la speranza", seguido de un "Or che mi conoscete" cantado en exquisita mezza voce. Una delicia.

Mención especial merece aquí el trabajo de Pavarotti en el tercer acto. Absolutamente sensacional su cambio de actitud con Marcello ("Ebbene no") transmitiendo una enorme sensación de espontaneidad y de sinceridad. Es un Rodolfo tan herido que a poco que le trata de sonsacar algo Marcello explota repentinamente (porque eso es lo que transmite aquí Pavarotti) dando la sensación de que comienza a hablar sin pensar. La primera frase ("Mimì è tanto malata") está cantada casi a mezza voce, aumentando el tono de confidencia con Marcello, y es absolutamente conmovedor el modo en que pronuncia la frase en la que se inculpa a sí mismo del negro destino de Mimì recalcando la palabra "uccide" ("mata") como diciendo "ya está; ya lo he dicho". En esa música aparentemente serena Pavarotti transmite pánico e inquietud, y también algo de la juvenil candidez e inocencia del poeta. Igualmente dramática es su forma de cerrar el discurso con un "Non basta amore" cantado de tal forma que parece incluso insinuar un comienzo de llanto.

Escuchar el Rodolfo de Pavarotti es una obligación para todo el que quiera adentrarse en esta ópera. A veces da la sensación de que el de Módena ni siquiera tenga que interpretar el personaje. Parece que es así.

Por cierto, muy particular resulta la forma en la que Luciano recoge los ramos de flores que caen al escenario al salir a saludar, sobresaltándose y dando un pequeño saltito cada vez que cae uno como si tuviera miedo de que fuesen a impactar sobre su cabeza.

Entrando en el capítulo de los secundarios, tenemos a una extraordinaria y comiquísima Musetta en Sandra Pacetti. No es una cantante excesivamente popular, pero muestra no solamente la voz exacta para el personaje, sino toda una lección de cómo interpretarla teatralmente, incidiendo en el segundo acto mediante gestos casi infantiles en la faceta caprichosa y cómica del personaje. En los actos tercero y cuarto su interpretación, como es lógico, es otra cosa. El que no me gusta para nada es el Marcello de Gino Quilico, aunque menos aún lo hace su padre, Louis Quilico. La voz, por expresarlo de algún modo, se me hace “empalagosa” y no siempre frasea con corrección ("vendicar-mi"). Tampoco la dicción es siempre clara. Vamos, que a veces parece que canta con una patata en la boca.


Del resto, hay que mencionar en primer lugar el Colline del gran Nicolai Ghiaurov, aunque muestra ya obvios signos de desgaste (véase, por ejemplo, su “Andiam” fuera de tono). Incluso se olvida de su texto (“Seduttore”) en la escena del casero, pero consigue al menos componer una estupenda "Vecchia zimarra", a pesar del tempo rápido marcado por la batuta de Severini. Por cierto que su “baile” al comienzo del cuarto acto constituye uno de los momentos más geniales de la presente filmación, rompiendo Ghiaurov su propia solemnidad natural que tanto encaja con el personaje al que da vida.

Mucho más modesto es el joven y endeblito Schaunard de Stephen Dickson. En cuanto a Italo Tajo, que se ocupa del doble papel de Benoît y de Alcindoro, resulta simpático, aunque es un cantante con el que no sintonizo especialmente.

También es curioso el modo en el que sale a saludar el reparto al concluir el cuarto acto. Los rostros están muy serios, como si todavía se encontrasen bajo la influencia de la música de Puccini.

Al frente del Coro y de la Orquesta de la Ópera de San Francisco tenemos, como decía antes, a Tiziano Severini, un director no precisamente bien conocido cuya labor está lejos de satisfacerme. Se inclina por un uso rápido de los tempi, especialmente en el primer acto, cuyo intimismo sugiere precisamente una mayor calma. Lo más reprochable, sin embargo, es el carácter algo superficial, aunque efectista, de su dirección.


El interés de este DVD se encuentra en el hecho de que constituye un buen documento visual que reúne a algunos de los que integraron el reparto de la mítica grabación de Karajan: Freni, Pavarotti y Ghiaurov. Aquí tenemos a una pareja de cantantes nacidos para interpretar a los papeles protagonistas, cuyas vidas –las de Nano y Nana– estuvieron siempre conectadas por vínculos tan estrechos como inquebrantables. Pavarotti afirmaba haberlo hecho todo con Mirella Freni, salvo el amor. Fueron los eternos amigos y compañeros de profesión, hasta el punto de que es mucho lo que Pavarotti debió artísticamente a Freni y a su primer marido, Leone Magiera. Sus vidas, como digo, parecían destinadas a conectar desde el primer momento: las madres de ambos portentos trabajaban en la fábrica de tabacos de Módena y recurrieron a la misma nodriza para amamantarlos –de ahí que dijeran que eran “hermanos de leche”–. Aquí se les ve algo mayores, pero no cabe duda de que ellos son Rodolfo y Mimì.














lunes, 30 de mayo de 2011

Don Carlo (Domingo, Freni, Ghiaurov - Levine)

Hacía ya mucho que no aparecía Giuseppe Verdi por el blog, y lo cierto es que el inminente Don Carlo del Maestranza (sobre el que a día de hoy aún no se conoce el reparto completo) es una buena ocasión para traerle de vuelta con una de sus óperas más monumentales. Como siempre, comenzaré trazando un resumen del libreto. Para que sea lo más completo posible, tomaré como referencia la versión italiana en cinco actos.

Acto 1. Escena primera: El infante Don Carlos, hijo del rey Felipe II de España, conoce a su prometida, la joven Isabel de Valois, en los bosques de Fontaineblau. La pareja conversa a solas unos instantes y ambos se enamoran uno del otro. Enseguida aparece Tebaldo, paje de Isabel, acompañando a una embajada española que comunica a la princesa que su padre ha cambiado de opinión y ha decidido entregar su mano al propio Felipe II, en lugar de a su hijo. Mientras Isabel y Carlos se desesperan, el resto de los presentes saluda jubilosamente a la nueva reina de España.

Escena segunda: Ha pasado algún tiempo y Don Carlos se encuentra sumido en sus pensamientos en el monasterio de Yuste, ante la tumba de su abuelo el emperador Carlos V. Aparece entonces, recién llegado de Flandes, Rodrigo, marqués de Posa y amigo íntimo de Don Carlos. Este último le confiesa el amor que siente por quien ya se ha convertido en su madrastra, y Rodrigo le aconseja alejarse de la corte y marchar a Flandes para poner fin a la interminable guerra. Don Carlos accede y ambos amigos juran prestarse apoyo mutuo hasta la muerte.

Escena tercera: En el jardín exterior del monasterio, la princesa de Éboli se entretiene mientras tanto entonando canciones con sus damas. Cuando cesan los cantos entra Isabel, que vive en una permanente melancolía. Rodrigo le entrega furtivamente una carta de Carlos en la que este le manifiesta que desea hablar con ella de inmediato, y la princesa de Éboli comienza a sospechar que el infante ama secretamente a alguna mujer de la corte, haciéndose ilusiones de que pueda tratarse de ella misma. Finalmente, la reina se queda a solas y recibe a Don Carlos, que le expone sus deseos de marchar a Flandes al tiempo que le confiesa nuevamente su amor. Isabel, conmovida pero firme, exclama que solamente podría estar en sus brazos en el caso de que él asesinara a su padre el rey para casarse con ella, su madrastra. Horrorizado por las palabras de Isabel, a quien no le falta la razón, Don Carlos abandona el lugar precipitadamente.

Tras la salida de Don Carlos entra el rey. Felipe II se indigna ante el hecho de que su esposa se encuentre a solas, sin la compañía de ninguna de sus damas, por lo que decide expulsar de España a la condesa de Aremberg, que debía estar acompañándola. Isabel consuela a su amiga y se despide tristemente de ella. Seguidamente, el rey conversa con Rodrigo. Felipe II está dispuesto a premiarle por su demostrado valor en Flandes, pero el marqués de Posa le revela que el único favor que puede hacerle a él y a su pueblo es el de poner fin a la guerra. Consciente de que Rodrigo desea la libertad de los que él considera los herejes flamencos, el rey le recomienda que se mantenga alejado del poder la Inquisición.


Acto 2. Primera parte: Don Carlos espera encontrarse con Isabel en los jardines durante la noche. Sin embargo, no es la reina, sino la princesa de Éboli la que acude al encuentro. El infante la reconoce en la oscuridad demasiado tarde, cuando ya le ha dicho palabras de amor dedicadas a la reina. Éboli, herida en sus sentimientos y sabedora ahora de que Don Carlos ama a su madrastra, jura venganza. Rodrigo entra y piensa en matarla, pero finalmente desiste y la enfurecida princesa se retira. Para evitar que Carlos se encuentre en una posición delicada, Rodrigo le pide que le entregue sus cartas más importantes, especialmente las relativas a la liberación de Flandes, para que no puedan ser vinculadas con el infante.

Acto tercero: La multitud asiste a un auto de fe presidido por el rey. De improviso irrumpe Don Carlos con varios emisarios flamencos que imploran a Felipe II que ponga fin a la guerra. Este último se niega a ceder ante los herejes y rechaza la petición de Carlos de marchar a Flandes, pues sospecha con acierto de las intenciones revolucionarias de su hijo. Fuera de sí, Carlos desenvaina su espada en un gesto amenazante contra su padre, pero ninguno de los presentes se atreve a desarmarle, ante la indignación de Felipe. Finalmente, Rodrigo interviene y hace entrar en razón a Carlos, que le entrega el arma. El rey le recompensa convirtiéndole en duque y prosigue la celebración.

Acto cuarto. Escena primera: Amanece y Felipe II se encuentra a solas en su despacho, consumido por la sospecha de que su esposa y su hijo son amantes. Entra el Gran Inquisidor y el rey le pregunta por la conveniencia de desterrar o incluso ejecutar a su hijo. El anciano religioso se compromete, llegado el caso, a dar su absolución al rey. Sin embargo, el inquisidor se ha enterado de que no es Carlos el único que conspira por la liberación de Flandes, sino también Rodrigo. Felipe II, que siente, pese a sus abismales diferencias en materia política, cierto aprecio por Posa, se niega a entregarlo a los tribunales. El Gran Inquisidor estalla de ira y llega a culpar al rey de proteger a los partidarios de los herejes. Tras la agria discusión, Felipe pide al viejo consejero que, en lo sucesivo, sigan siendo amigos.

Tras la salida del malhumorado inquisidor entra una alterada Isabel, que denuncia a su marido el robo de un cofre donde guarda sus joyas. Felipe observa que el cofre perdido se encuentra allí, en su despacho, y lo abre. En el interior, entre las joyas de su esposa, descubre un retrato de Carlos, lo que supone una confirmación de sus sospechas. Felipe acusa de adúltera a su esposa, que contesta con dignidad y altivez antes de desmayarse. Cuando la reina vuelve en sí se encuentra con una apesadumbrada princesa de Éboli, que se confiesa como autora del robo del cofre. Su intención era la de herir a Carlos enviándolo, con el retrato dentro, a las habitaciones del rey, pero no entraba en sus planes el que éste ultrajara a su esposa. Isabel le da la opción de escoger entre exiliarse y vivir en un monasterio, y Éboli, arrepentida, se compromete a salvar a Carlos de la ira del rey.

Escena segunda: Don Carlos recibe en su prisión la visita de su amigo, el marqués de Posa. El leal Rodrigo ha ideado una estrategia para salvar la vida del infante, aun a costa de perder la suya propia: ha dejado en sus habitaciones, con la intención de que sean encontrados, los papeles que Carlos le confió en los que se demostraba claramente su intención de iniciar una rebelión en Flandes, haciéndose culpable, por tanto, a sí mismo y liberando a Carlos de cualquier sospecha que le vincule con la ansiada paz de Flandes. Aún está explicándose Rodrigo cuando recibe un disparo que acaba con su vida. Inmediatamente entra el rey en la celda para perdonar a su horrorizado hijo. En ese momento, una muchedumbre irrumpe en la prisión con la intención de linchar a Carlos, que consigue abandonar el lugar con la ayuda de la princesa de Éboli.

Acto quinto. Rezando ante el sepulcro de Carlos V, Isabel espera la inminente llegada de Carlos en el interior del monasterio de Yuste. Cuando este llega le manifiesta su intención de liberar Flandes inmediatamente y de hacer levantar allí una hermosa tumba para su amigo Rodrigo. La pareja se está despidiendo cuando irrumpen el rey y el Gran Inquisidor para arrestarlos. Carlos retrocede hasta la tumba del difunto emperador, y en ese momento, ante el terror de todos, el espíritu de Carlos V aparece con vestimentas de fraile y se lleva consigo al infante.

En la web kareol pueden localizarse sendas traducciones al castellano del libreto en sus versiones francesa e italiana.

Inspirado en el drama de Friedrich Schiller, el libreto de Joseph Méry y Camille du Locle carece, obviamente, casi de cualquier rigor histórico. El eje central de la historia (la promesa de matrimonio entre el infante don Carlos e Isabel de Valois, que se frustra cuando ésta es destinada finalmente al propio rey) es prácticamente el único hecho verídico en términos históricos. Schiller, y con él los libretistas de Verdi, se apoya principalmente en la leyenda negra (que, sin embargo, siempre se ha difundido con mayor fuerza fuera del ámbito continental, esto es, en la esfera anglosajona), retratando a una España oscura dominada por una Inquisición implacable (por mucho que la patria de Schiller destacase mucho más en lo que se refiere a autos de fe y demás atrocidades) y por un rey débil, sin sentido de la realidad y fanatizado hasta casi la locura. El hijo, protagonista de la obra, es enfocado exactamente como la antítesis de Felipe II: un hombre joven que ama a Isabel mientras que su padre la trata con dureza y que desea convertirse en libertador de un pueblo oprimido por Felipe. Esta mezcla de amor y rebelión contra la tiranía debió convencer obviamente al reivindicativo Giuseppe Verdi, que por poco que simpatizase con la ópera francesa supo comprender la necesidad de popularizarse en el país galo para conseguir intensificar la difusión de su música por Europa. El compositor cumplió su tarea escribiendo una larga partitura que, como señalaré brevemente (pues no es este el sitio para debatir sobre historia de la ópera) se vio obligado a acortar en más de una ocasión, convirtiendo a Don Carlo (Don Carlos en la versión original francesa) en la ópera verdiana de la que más versiones diferentes nos han llegado.


Tras el estreno en Francia en 1867, Verdi abordó la tarea de elaborar una nueva versión de la obra adaptando la música ya escrita a un nuevo libreto, esta vez en italiano, escrito por Achille de Lauzieres y Angelo Zanardini. En esta ocasión, y por razones que parecen ajenas a su voluntad, Verdi se vio obligado a simplificar la obra prescindiendo del primer acto y reduciéndola, por tanto, a una ópera en cuatro actos. Es obvio que el “acto de Fontaineblau” no es necesario desde el punto de vista argumental. No aparece en el drama de Schiller, y además ya en el segundo acto de la ópera (que se convierte en el primero de esta versión italiana de 1884), Don Carlo explica a Rodrigo que ama a su madrastra Isabel. Por otra parte, al prescindir del primer acto se consiguió como efecto positivo el de otorgar una estructura más o menos simétrica a la obra, que quedaba así en cuatro actos de los cuales el primero y el último comienzan con idéntica música (el sombrío tema de los monjes de Yuste “Carlo, il sommo imperatore”). Sea como fuere, Verdi se sacó la espina de haber mutilado su propia obra restaurando el acto de Fontaineblau en una nueva versión italiana de la ópera, en 1886. Desde el punto de vista de las adiciones y supresiones musicales salidas de la pluma de Verdi con el paso de los años, es posible encontrar otras versiones de Don Carlo, pero la referencia a la versión francesa y a las dos versiones italianas (con y sin el acto de Fontaineblau) es más que suficiente para las pretensiones de esta entrada, que como todos los meses, no tiene otra intención que la de ofrecer al hipotético lector un comentario más o menos detallado de una filmación operística.


La partitura es para mí una de las mejores salidas de la pluma de Verdi. Está plagada de ideas hermosísimas manejadas de forma inteligente. Por ejemplo, tenemos temas que se repiten con frecuencia sin que podamos calificarlos claramente como leitmotivs, pues más que venir asociados a personajes o situaciones concretas, aparecen en momentos dispares y sin una clara conexión a los que otorgan algún significado especial. Por poner un ejemplo, la melodía, entre dulce y lastimosa, que entonan los emisarios flamencos antes del comienzo del auto de fe pidiendo la libertad para su patria es repetida justo al final del acto por una voz celestial que parece dirigir al cielo a las almas de los ajusticiados. El tema musical aparece vinculado, por tanto, a una suerte de liberación melancólica que se produce en situaciones independientes. En cambio, sí me parece más adecuado calificar como leitmotiv el “tema de la amistad”, que suena siempre vinculado a Posa tanto en su primera intervención en el segundo acto como después de que le arrebate la espada a Carlos en el tercero, o también durante la escena de su muerte en la prisión, en el cuarto. A todo ello hay que añadirle, en el apartado de los logros de la partitura, dos de las arias más aclamadas de Verdi: la monumental “Ella giammai m’amò” de Filippo y “Tu che la vanità” de Elisabetta, precedida ésta última por el tema de los monjes esbozado por los metales de la orquesta. Súmese a todo ello todo el monumental acto tercero, con el coro festivo que celebra el atroz auto de fe, la solemne y al mismo tiempo oscura entrada del rey y el conflicto con Don Carlo y los flamencos, para cerrarse finalmente con el coro inicial y la misteriosa voz celestial.


Como propuesta en DVD, la primera opción debe ser, en mi opinión, la filmación procedente del Met de 1983, que ofrece la versión italiana “completa” en cinco actos con un reparto espectacular. La puesta en escena de John Dexter ofrece exactamente lo que suele demandar el público neoyorkino: ambientación clásica conforme al libreto y lujo por doquier. Sin embargo, también es preciso señalar que la iluminación es algo oscura, lo que dudo que pueda achacarse a la filmación, que recae en alguien de garantía como el estupendo Brian Large. Más bien parece que Dexter pretende mostrar una España apagada, dominada en suma por rey que aparece como un ser siniestro y que deprime a los personajes positivos (llamémosles “luminosos”), que son Carlos e Isabel. El mayor momento de opulencia visual se reserva, lógicamente para el auto de fe, en el que el escenario queda completamente dominado por muchedumbre, cortesanos, religiosos, etc. También resulta original la idea de presentar el escudo imperial español en el mismísimo telón del Metropolitan. Con todo, los decorados clásicos no son el elemento más destacable de esta puesta en escena. Es más, con la excepción de la magnífica cancela que constituye el decorado de los actos segundo y quinto (que transcurren en el monasterio de Yuste), la ambientación es algo plana y se resiente por la utilización de paneles que hoy resultan claramente anticuados. Véase, por ejemplo, el bosque de Fontaineblau en el primer acto. Lo que verdaderamente es digno de resaltar desde el punto de vista visual es el portentoso vestuario de Ray Diffen, tan trabajado, rico y realista que resulta mucho más creíble y digno que el de una infinidad de películas históricas.

Vayamos con el reparto.

Don Carlo es, como indica el mismo nombre de la ópera, el protagonista. La imagen puramente romantizada que nos ofrece la ópera verdiana (heredera, a fin de cuentas, de Schiller) nada tiene que ver con el repulsivo personaje histórico que fue Carlos Habsburgo. Aquí aparece como el héroe enamorado de una joven inalcanzable que, sobreponiéndose de sus desgracias, se dispone a convertirse en un libertador frente a la tiranía encarnada por su padre. Sin embargo, pese a estos rasgos generales, el personaje no está enfocado desde un punto de vista exclusivamente heroico. Durante toda la acción, Carlos se nos muestra como un ser atormentado en incluso débil y próximo a la locura: su incapacidad para controlar sus sentimientos desemboca en el conflicto con la princesa de Éboli, y su bienintencionado intento de solventar el problema de Flandes por la vía pacífica, esto es, conmoviendo al rey, se viene abajo cuando pierde los estribos y desenvaina su espada en mitad de una celebración pública. Don Carlos, por tanto, no es un héroe en sentido estricto ni tampoco un jovencito completamente irreflexivo, sino alguien que se convierte en héroe sólo en el último acto de la ópera, una vez que ha sacado fuerzas de sus desgracias. Dicho de otro modo: la ópera nos muestra el proceso de conversión del infante en héroe. Hasta el acto final han sido otros, especialmente Rodrigo, quienes le han sacado de apuros, y su conversión en un hombre firme y decidido sólo tiene lugar tras la muerte de aquél. Igual que Aquiles se lanza furioso al combate tras la muerte de Patroclo, Don Carlos se decide entonces, y esta vez de verdad, a marcharse a Flandes para liberar a ese pueblo y erigir allí un gran monumento para su amigo. Isabel, despidiéndose de él, se da cuenta de la transformación y derrama por el infante las lágrimas que vierten las mujeres, según dice, por los héroes.

El papel del infante corre a cargo de Plácido Domingo, una garantía de que el público del Met responderá siempre enfervorizado. Lo cierto es que Don Carlo es un papel que le va bien a nuestro Plácido, que ha dejado registros sonoros tanto de la versión italiana como de la francesa. La extraordinaria grabación de Carlo Maria Giulini de 1971, afeada tan solo por el Filippo de Ruggero Raimondi, sitúa a Domingo como uno de los intérpretes de obligada escucha para el melómano verdiano. Es verdad que en la fecha en la que se registró la filmación del Met habían pasado ya más de diez años desde aquella mítica grabación y que la interpretación de Domingo pierde en frescura, pero en líneas generales sigue siendo un Don Carlo competente. Tenía también por la época todavía la adecuada presencia escénica para el papel.

Mirella Freni, que como ya he dicho alguna vez por aquí es y ha sido siempre mi cantante preferida, borda magistralmente el papel de Elisabetta di Valois, hasta el punto de constituir la suya la que en mi opinión es la mejor interpretación del personaje existente en la discografía. Grabó el papel con Karajan, y esta filmación que comentamos aquí constituye, según la carpetilla informativa del DVD, el único testimonio existente de su paso por el Met en ese papel tan emblemático de su carrera. Freni, ovacionada por el público tras el “Tu che la vanità”, muestra no sólo una adecuación vocal perfecta para las exigencias de la partitura, sino un control preciso de las emociones y la psicología de su personaje, rasgos que la sitúan en mi opinión por encima, por ejemplo, de otra ilustre Elisabetta como Montserrat Caballé, que suena algo más distante. Conseguir el adecuado equilibrio entre candidez y rigidez aristocrática, elementos ambos que confluyen en Elisabetta, es una tarea harto difícil, y lo cierto es que Freni lo consigue.

Esa doble faceta de Elisabetta a la que acabo de aludir se entiende perfectamente si se examina su comportamiento (y su música) en soledad y cuando se encuentra acompañada de Don Carlo o de Filippo. Cuando entra en el acto segundo tras la alegre “canción sarracena” de la princesa de Éboli lo hace de forma melancólica, y la propia princesa nos informa de la depresión en la que se encuentra sumida la reina desde su boda con Filippo. La Elisabetta doliente reaparece en la escena en la que Rodrigo le hace entrega de la carta de Don Carlo, lo que la lleva a expresar interiormente sus temores, y por último, en su melancólica oración ante el sepulcro de Carlos V. Sin embargo, ella es más consciente de su situación y de su posición que Don Carlo, y ello la lleva a observar lo que podríamos llamar las formas adecuadas o protocolarias que se esperan de ella incluso cuando se encuentra a solas con el infante. Ella lo ama y Carlos lo sabe, pero se dirige a él utilizando la palabra “hijo” y recriminándole su pasión, lo que hace desesperar aún más al infante, que ve aumentado su sentimiento de culpa.

Esta diferencia de comportamiento entre Elisabetta y Don Carlo, unidos sin embargo por el amor mutuo que se profesan en su fuero interno, se explica por el hecho de que ella, a diferencia de él, no madura a lo largo de la acción. Ya en el primer acto la vemos tan madura como en el último, lo que la aleja de otras heroínas verdianas. De hecho, su sentido de la justicia y del honor la llevan a enfrentarse al propio rey en el cuarto acto, afirmando sin titubear haber guardado el retrato de Carlos entre sus objetos más queridos y reprochando a su esposo las dudas sobre su fidelidad. Sea como fuere, tampoco parece que esta tensión entre Felipe II e Isabel de Valois tenga demasiado fundamento histórico. El matrimonio transcurrió sin sobresaltos hasta la muerte de ella a los veintitrés años, precisamente la misma edad que tenía el infante cuando murió recluido por conspirar contra su padre.


Y llegamos así al que es mi personaje favorito. Como decía antes, Don Carlo traza un retrato siniestro de Felipe II (aquí Filippo), en la línea de la leyenda negra. El rey aparece retratado de un modo brutal desde su primera intervención, en la que expulsa a una de las damas de la reina ante el asombro y la indignación de los presentes. En realidad, el personaje es tan sumamente complejo que una aproximación adecuada del mismo requeriría de muchas líneas, quizá demasiadas. Filippo se nos muestra como un rey débil que recurre a la violencia y a la brutalidad para “pacificar” a los pueblos, algo que no es sino una clara evidencia de esa debilidad. En su dúo con Rodrigo se hace evidente que vive fuera de la realidad, creyendo que sembrando el horror en Flandes puede conseguir la gratitud de la gente. También le vemos dominado por el fanatismo religioso encarnado por el Gran Inquisidor, que ejerce poder sobre él al tiempo que le recuerda que, paradójicamente, no hay nadie por encima del rey (“Perché allor il nome hai tu di Re, Sire, se alcun v'ha pari a te?” – “¿Por qué llevas el nombre de rey si hay alguien igual a ti?”). Su sumisión al clero queda patente en su relación con Rodrigo. Ambos hombres tienen pensamientos completamente incompatibles, pero el rey se siente atraído por Posa, a quien sin duda debe considerar un revolucionario, y lo convierte en su amigo y confidente. También ocurre el proceso inverso: Posa, en teoría, no debería ser amigo de un rey a quien considera tiránico, pero se conmueve claramente por la confianza que el monarca deposita en él. Ambos constituyen una pareja incompatible que se respeta mutuamente antes de lanzarse uno sobre el otro, porque es eso lo que ocurre: Filippo deja de proteger a Posa cuando se descubre su implicación en una revolución en Flandes (papeles que, en realidad, pertenecen a Don Carlos). Es algo que no debería sorprenderle, pero su apoyo escrito a los “herejes” flamencos es suficiente para hacer que cambie de actitud para con él y ordene su muerte. Por su parte, Posa muere habiendo preparado una revolución contra el rey cuyo apoyo tanto le conmovía. ¿No es una genialidad presentar a personajes tan creíbles y contradictorios?

Ella giammai m’amò, el aria meditativa que abre el cuarto acto, constituye en mi opinión una de las páginas más fascinantes salidas de la pluma de Verdi. Las primeras palabras de Filippo vienen precedidas de una larga y lenta introducción orquestal dominada por un simple tema de dos notas que se entrelaza conversando con el violonchelo, que traza una melancólica línea descendente. Un nuevo tema esbozado por las cuerdas, bastante obsesivo y con un discreto pizzicato termina mezclándose con la melodía del violonchelo abriendo paso finalmente a la intervención del cantante justo después de que la cuerda se agite nerviosamente. Las palabras pausadas del bajo y el inteligente juego de los silencios logran producir el efecto de una profunda meditación: el rey insomne está ausente, encerrado en sus propios pensamientos hasta que, de pronto, percibe la luz del amanecer. En realidad, la música es simple en su elaboración, como evidencia, por ejemplo, la repetición de notas (“Dormirò sol nel manto...”), pero el resultado que ofrece es el de una profunda melancolía envuelta en un ámbito de ensoñación casi irreal a fuerza de resultar verídico.

La filmación que comentamos tiene a un Filippo excepcional en Nicolai Ghiaurov, mi intérprete favorito del papel seguido de Cesare Siepi. Su voz no suena ya como en la grabación que hiciera con Solti a mediados de los sesenta, pero dista mucho de sonar gastado. Ghiaurov fue uno de los mejores bajos del siglo XX y de la historia de la ópera grabada (para mí el mejor, aunque eso sea subjetivo) y en 1983 borda un rotundo Filippo, de impresionante presencia escénica. Su furiosa mirada cuando Posa le recrimina andar sembrando la paz de los cementerios es digna del óscar, y no deja de tener cierta gracia el verle haciendo de marido de Freni, su esposa en la vida real. Como se ve, ambos no pueden formar una pareja más creíble, solo que no hay argumentos para pensar que no fuera bien avenida, sino afortunadamente todo lo contrario.

El verdadero punto flaco de este DVD, que fastidia un reparto que podría haber sido de ensueño, es el execrable Rodrigo de Louis Quilico, un cantante que me resulta imposible. En realidad, jamás he oído a nadie que disfrute de su voz. No voy a entrar en una descripción de su voz ni de sus carencias, sino que me limito a decir que su canto me parece feo, con una voz por momentos demasiado vibrada y con una emisión inestable que parece amenazar con derrumbarse de un momento a otro. Una escucha prolongada supone, al menos para mí, un sacrificio. Su hijo Gino Quilico me parece algo más tolerable, pero sólo “algo”: él es uno de los responsables de fastidiar la famosísima Bohème de San Francisco de Freni y Pavarotti.

En realidad, el papel del marqués de Posa es un invento de Schiller (que le llama “Poza”). El personaje es inexistente desde el punto de vista histórico, pero es una pieza clave en el proceso de maduración de Don Carlos. Él es el verdadero revolucionario, por mucho que su afecto por el rey resulte, como apuntábamos antes, algo contradictorio. El atormentado infante es más débil y menos decidido a la hora de abordar grandes empresas, lo que lleva a Posa a abrirle el camino para convertirse en el libertador de Flandes sacándolo de unos apuros amorosos que probablemente considera menudeces que Carlos olvidará en cuanto pise tierra flamenca. Lo cierto es que la amistad entre ambos personajes se me hace más empalagosa que un bocadillo de polvorones y que los repetitivos “amado Carlos” hacen que me den ganas de que aparezca el Inquisidor enseguida para cargárselos a los dos. Al final Posa muere, lo que es especialmente de agradecer en el caso de Quilico aunque para ello haya que esperar al cuarto acto. Por cierto que su aria de despedida (“Io morrò, ma lieto in core”) siempre me ha parecido muy bella, aunque extrañamente calmada para ser entonada por una persona herida mortalmente.


Seguimos con los secundarios. Grace Bumbry es una princesa de Éboli estupenda, cuya voz espesa me recuerda a la de Shirley Verrett en la grabación de Giulini. La distorsión histórica a la que se somete a su personaje es también importante, pues su caída en desgracia nada tuvo que ver con Isabel de Valois ni con el infante Carlos. Siempre me han intrigado las palabras arrepentidas que dirige a Isabel tras revelarse a sí misma como la autora del robo del cofre en el cuarto acto. La frase “L'error che v'imputai io stessa avea commesso” (“El error que os imputaba yo misma lo había cometido”) puede leerse de dos formas, o al menos así me lo parece: puede entenderse que Éboli se está culpando de haber revelado verbalmente al rey el amor entre Isabel y Carlos, aparte de haber dejado en su despacho el cofre; o bien puede deducirse que está confesando haber sido la amante del rey en el pasado. A favor la primera lectura está el hecho de que Filippo sospecha de la fidelidad de Isabel aun antes de abrir el cofre ("Ella giammai m’amò"), y a favor de la segunda la utilización de la palabra “seducida” (“sedotta”) por la propia Éboli al hablar del rey. Sea como fuere, a la amarga confesión de la princesa y al castigo impuesto por Isabel le sigue el firme propósito de ayudar a Carlos, sacándolo de la prisión justo cuando la muchedumbre amenaza con licharlo.

El papel, aunque breve si lo comparamos con los de la pareja protagonista, es agradecido. Además cuenta con la pegadiza “canción sarracena”, cuya alegría y virtuosismo no guardan relación alguna con las melancólicas arias de Elisabetta y Filippo ni con su posterior “O don fatale”.


Terminando con los secundarios, cavernoso el Gran Inquisidor de Ferruccio Furlanetto, que aporta la adecuada potencia, rayana en la violencia verbal, de un personaje que, sin embargo, es un anciano nonagenario. Esta es una de las consecuencias de la decisión de Schiller y los libretistas de envejecer a Felipe II, que en realidad no contaba más de treintaidós años cuando se casó con Isabel. El duelo verbal entre ambos personajes es uno de los puntos culminantes de la partitura, esbozado sobre una melodía tranquila y sombría que va creciendo en intensidad al tiempo que la conversación sube de tono. Por último, Betsy Norden es un Tebaldo de adecuada presencia en el escenario, aunque de voz infantil.

Al frente de la orquesta y el coro del Metropolitan de Nueva York, James Levine dirige este Don Carlo de forma muy solvente, evitando que su conocida tendencia a la espectacularidad prive al oyente del carácter reflexivo que requiere buena parte de la partitura. Opta acertadamente por la versión italiana en cinco actos, incluyendo también el coro inicial en el acto de Fontaineblau (“L’inverno è lungo”). Precisamente en el primer acto es donde más destacado encuentro a Levine, dirigiendo el final con verdadero pathos (“L’ora fatale è suonata”) y con auténtico brío el coro festivo que celebra la noticia de la unión de Elisabetta y Filippo.

Muy recomendable.














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