lunes, 30 de mayo de 2011

Don Carlo (Domingo, Freni, Ghiaurov - Levine)

Hacía ya mucho que no aparecía Giuseppe Verdi por el blog, y lo cierto es que el inminente Don Carlo del Maestranza (sobre el que a día de hoy aún no se conoce el reparto completo) es una buena ocasión para traerle de vuelta con una de sus óperas más monumentales. Como siempre, comenzaré trazando un resumen del libreto. Para que sea lo más completo posible, tomaré como referencia la versión italiana en cinco actos.

Acto 1. Escena primera: El infante Don Carlos, hijo del rey Felipe II de España, conoce a su prometida, la joven Isabel de Valois, en los bosques de Fontaineblau. La pareja conversa a solas unos instantes y ambos se enamoran uno del otro. Enseguida aparece Tebaldo, paje de Isabel, acompañando a una embajada española que comunica a la princesa que su padre ha cambiado de opinión y ha decidido entregar su mano al propio Felipe II, en lugar de a su hijo. Mientras Isabel y Carlos se desesperan, el resto de los presentes saluda jubilosamente a la nueva reina de España.

Escena segunda: Ha pasado algún tiempo y Don Carlos se encuentra sumido en sus pensamientos en el monasterio de Yuste, ante la tumba de su abuelo el emperador Carlos V. Aparece entonces, recién llegado de Flandes, Rodrigo, marqués de Posa y amigo íntimo de Don Carlos. Este último le confiesa el amor que siente por quien ya se ha convertido en su madrastra, y Rodrigo le aconseja alejarse de la corte y marchar a Flandes para poner fin a la interminable guerra. Don Carlos accede y ambos amigos juran prestarse apoyo mutuo hasta la muerte.

Escena tercera: En el jardín exterior del monasterio, la princesa de Éboli se entretiene mientras tanto entonando canciones con sus damas. Cuando cesan los cantos entra Isabel, que vive en una permanente melancolía. Rodrigo le entrega furtivamente una carta de Carlos en la que este le manifiesta que desea hablar con ella de inmediato, y la princesa de Éboli comienza a sospechar que el infante ama secretamente a alguna mujer de la corte, haciéndose ilusiones de que pueda tratarse de ella misma. Finalmente, la reina se queda a solas y recibe a Don Carlos, que le expone sus deseos de marchar a Flandes al tiempo que le confiesa nuevamente su amor. Isabel, conmovida pero firme, exclama que solamente podría estar en sus brazos en el caso de que él asesinara a su padre el rey para casarse con ella, su madrastra. Horrorizado por las palabras de Isabel, a quien no le falta la razón, Don Carlos abandona el lugar precipitadamente.

Tras la salida de Don Carlos entra el rey. Felipe II se indigna ante el hecho de que su esposa se encuentre a solas, sin la compañía de ninguna de sus damas, por lo que decide expulsar de España a la condesa de Aremberg, que debía estar acompañándola. Isabel consuela a su amiga y se despide tristemente de ella. Seguidamente, el rey conversa con Rodrigo. Felipe II está dispuesto a premiarle por su demostrado valor en Flandes, pero el marqués de Posa le revela que el único favor que puede hacerle a él y a su pueblo es el de poner fin a la guerra. Consciente de que Rodrigo desea la libertad de los que él considera los herejes flamencos, el rey le recomienda que se mantenga alejado del poder la Inquisición.


Acto 2. Primera parte: Don Carlos espera encontrarse con Isabel en los jardines durante la noche. Sin embargo, no es la reina, sino la princesa de Éboli la que acude al encuentro. El infante la reconoce en la oscuridad demasiado tarde, cuando ya le ha dicho palabras de amor dedicadas a la reina. Éboli, herida en sus sentimientos y sabedora ahora de que Don Carlos ama a su madrastra, jura venganza. Rodrigo entra y piensa en matarla, pero finalmente desiste y la enfurecida princesa se retira. Para evitar que Carlos se encuentre en una posición delicada, Rodrigo le pide que le entregue sus cartas más importantes, especialmente las relativas a la liberación de Flandes, para que no puedan ser vinculadas con el infante.

Acto tercero: La multitud asiste a un auto de fe presidido por el rey. De improviso irrumpe Don Carlos con varios emisarios flamencos que imploran a Felipe II que ponga fin a la guerra. Este último se niega a ceder ante los herejes y rechaza la petición de Carlos de marchar a Flandes, pues sospecha con acierto de las intenciones revolucionarias de su hijo. Fuera de sí, Carlos desenvaina su espada en un gesto amenazante contra su padre, pero ninguno de los presentes se atreve a desarmarle, ante la indignación de Felipe. Finalmente, Rodrigo interviene y hace entrar en razón a Carlos, que le entrega el arma. El rey le recompensa convirtiéndole en duque y prosigue la celebración.

Acto cuarto. Escena primera: Amanece y Felipe II se encuentra a solas en su despacho, consumido por la sospecha de que su esposa y su hijo son amantes. Entra el Gran Inquisidor y el rey le pregunta por la conveniencia de desterrar o incluso ejecutar a su hijo. El anciano religioso se compromete, llegado el caso, a dar su absolución al rey. Sin embargo, el inquisidor se ha enterado de que no es Carlos el único que conspira por la liberación de Flandes, sino también Rodrigo. Felipe II, que siente, pese a sus abismales diferencias en materia política, cierto aprecio por Posa, se niega a entregarlo a los tribunales. El Gran Inquisidor estalla de ira y llega a culpar al rey de proteger a los partidarios de los herejes. Tras la agria discusión, Felipe pide al viejo consejero que, en lo sucesivo, sigan siendo amigos.

Tras la salida del malhumorado inquisidor entra una alterada Isabel, que denuncia a su marido el robo de un cofre donde guarda sus joyas. Felipe observa que el cofre perdido se encuentra allí, en su despacho, y lo abre. En el interior, entre las joyas de su esposa, descubre un retrato de Carlos, lo que supone una confirmación de sus sospechas. Felipe acusa de adúltera a su esposa, que contesta con dignidad y altivez antes de desmayarse. Cuando la reina vuelve en sí se encuentra con una apesadumbrada princesa de Éboli, que se confiesa como autora del robo del cofre. Su intención era la de herir a Carlos enviándolo, con el retrato dentro, a las habitaciones del rey, pero no entraba en sus planes el que éste ultrajara a su esposa. Isabel le da la opción de escoger entre exiliarse y vivir en un monasterio, y Éboli, arrepentida, se compromete a salvar a Carlos de la ira del rey.

Escena segunda: Don Carlos recibe en su prisión la visita de su amigo, el marqués de Posa. El leal Rodrigo ha ideado una estrategia para salvar la vida del infante, aun a costa de perder la suya propia: ha dejado en sus habitaciones, con la intención de que sean encontrados, los papeles que Carlos le confió en los que se demostraba claramente su intención de iniciar una rebelión en Flandes, haciéndose culpable, por tanto, a sí mismo y liberando a Carlos de cualquier sospecha que le vincule con la ansiada paz de Flandes. Aún está explicándose Rodrigo cuando recibe un disparo que acaba con su vida. Inmediatamente entra el rey en la celda para perdonar a su horrorizado hijo. En ese momento, una muchedumbre irrumpe en la prisión con la intención de linchar a Carlos, que consigue abandonar el lugar con la ayuda de la princesa de Éboli.

Acto quinto. Rezando ante el sepulcro de Carlos V, Isabel espera la inminente llegada de Carlos en el interior del monasterio de Yuste. Cuando este llega le manifiesta su intención de liberar Flandes inmediatamente y de hacer levantar allí una hermosa tumba para su amigo Rodrigo. La pareja se está despidiendo cuando irrumpen el rey y el Gran Inquisidor para arrestarlos. Carlos retrocede hasta la tumba del difunto emperador, y en ese momento, ante el terror de todos, el espíritu de Carlos V aparece con vestimentas de fraile y se lleva consigo al infante.

En la web kareol pueden localizarse sendas traducciones al castellano del libreto en sus versiones francesa e italiana.

Inspirado en el drama de Friedrich Schiller, el libreto de Joseph Méry y Camille du Locle carece, obviamente, casi de cualquier rigor histórico. El eje central de la historia (la promesa de matrimonio entre el infante don Carlos e Isabel de Valois, que se frustra cuando ésta es destinada finalmente al propio rey) es prácticamente el único hecho verídico en términos históricos. Schiller, y con él los libretistas de Verdi, se apoya principalmente en la leyenda negra (que, sin embargo, siempre se ha difundido con mayor fuerza fuera del ámbito continental, esto es, en la esfera anglosajona), retratando a una España oscura dominada por una Inquisición implacable (por mucho que la patria de Schiller destacase mucho más en lo que se refiere a autos de fe y demás atrocidades) y por un rey débil, sin sentido de la realidad y fanatizado hasta casi la locura. El hijo, protagonista de la obra, es enfocado exactamente como la antítesis de Felipe II: un hombre joven que ama a Isabel mientras que su padre la trata con dureza y que desea convertirse en libertador de un pueblo oprimido por Felipe. Esta mezcla de amor y rebelión contra la tiranía debió convencer obviamente al reivindicativo Giuseppe Verdi, que por poco que simpatizase con la ópera francesa supo comprender la necesidad de popularizarse en el país galo para conseguir intensificar la difusión de su música por Europa. El compositor cumplió su tarea escribiendo una larga partitura que, como señalaré brevemente (pues no es este el sitio para debatir sobre historia de la ópera) se vio obligado a acortar en más de una ocasión, convirtiendo a Don Carlo (Don Carlos en la versión original francesa) en la ópera verdiana de la que más versiones diferentes nos han llegado.


Tras el estreno en Francia en 1867, Verdi abordó la tarea de elaborar una nueva versión de la obra adaptando la música ya escrita a un nuevo libreto, esta vez en italiano, escrito por Achille de Lauzieres y Angelo Zanardini. En esta ocasión, y por razones que parecen ajenas a su voluntad, Verdi se vio obligado a simplificar la obra prescindiendo del primer acto y reduciéndola, por tanto, a una ópera en cuatro actos. Es obvio que el “acto de Fontaineblau” no es necesario desde el punto de vista argumental. No aparece en el drama de Schiller, y además ya en el segundo acto de la ópera (que se convierte en el primero de esta versión italiana de 1884), Don Carlo explica a Rodrigo que ama a su madrastra Isabel. Por otra parte, al prescindir del primer acto se consiguió como efecto positivo el de otorgar una estructura más o menos simétrica a la obra, que quedaba así en cuatro actos de los cuales el primero y el último comienzan con idéntica música (el sombrío tema de los monjes de Yuste “Carlo, il sommo imperatore”). Sea como fuere, Verdi se sacó la espina de haber mutilado su propia obra restaurando el acto de Fontaineblau en una nueva versión italiana de la ópera, en 1886. Desde el punto de vista de las adiciones y supresiones musicales salidas de la pluma de Verdi con el paso de los años, es posible encontrar otras versiones de Don Carlo, pero la referencia a la versión francesa y a las dos versiones italianas (con y sin el acto de Fontaineblau) es más que suficiente para las pretensiones de esta entrada, que como todos los meses, no tiene otra intención que la de ofrecer al hipotético lector un comentario más o menos detallado de una filmación operística.


La partitura es para mí una de las mejores salidas de la pluma de Verdi. Está plagada de ideas hermosísimas manejadas de forma inteligente. Por ejemplo, tenemos temas que se repiten con frecuencia sin que podamos calificarlos claramente como leitmotivs, pues más que venir asociados a personajes o situaciones concretas, aparecen en momentos dispares y sin una clara conexión a los que otorgan algún significado especial. Por poner un ejemplo, la melodía, entre dulce y lastimosa, que entonan los emisarios flamencos antes del comienzo del auto de fe pidiendo la libertad para su patria es repetida justo al final del acto por una voz celestial que parece dirigir al cielo a las almas de los ajusticiados. El tema musical aparece vinculado, por tanto, a una suerte de liberación melancólica que se produce en situaciones independientes. En cambio, sí me parece más adecuado calificar como leitmotiv el “tema de la amistad”, que suena siempre vinculado a Posa tanto en su primera intervención en el segundo acto como después de que le arrebate la espada a Carlos en el tercero, o también durante la escena de su muerte en la prisión, en el cuarto. A todo ello hay que añadirle, en el apartado de los logros de la partitura, dos de las arias más aclamadas de Verdi: la monumental “Ella giammai m’amò” de Filippo y “Tu che la vanità” de Elisabetta, precedida ésta última por el tema de los monjes esbozado por los metales de la orquesta. Súmese a todo ello todo el monumental acto tercero, con el coro festivo que celebra el atroz auto de fe, la solemne y al mismo tiempo oscura entrada del rey y el conflicto con Don Carlo y los flamencos, para cerrarse finalmente con el coro inicial y la misteriosa voz celestial.


Como propuesta en DVD, la primera opción debe ser, en mi opinión, la filmación procedente del Met de 1983, que ofrece la versión italiana “completa” en cinco actos con un reparto espectacular. La puesta en escena de John Dexter ofrece exactamente lo que suele demandar el público neoyorkino: ambientación clásica conforme al libreto y lujo por doquier. Sin embargo, también es preciso señalar que la iluminación es algo oscura, lo que dudo que pueda achacarse a la filmación, que recae en alguien de garantía como el estupendo Brian Large. Más bien parece que Dexter pretende mostrar una España apagada, dominada en suma por rey que aparece como un ser siniestro y que deprime a los personajes positivos (llamémosles “luminosos”), que son Carlos e Isabel. El mayor momento de opulencia visual se reserva, lógicamente para el auto de fe, en el que el escenario queda completamente dominado por muchedumbre, cortesanos, religiosos, etc. También resulta original la idea de presentar el escudo imperial español en el mismísimo telón del Metropolitan. Con todo, los decorados clásicos no son el elemento más destacable de esta puesta en escena. Es más, con la excepción de la magnífica cancela que constituye el decorado de los actos segundo y quinto (que transcurren en el monasterio de Yuste), la ambientación es algo plana y se resiente por la utilización de paneles que hoy resultan claramente anticuados. Véase, por ejemplo, el bosque de Fontaineblau en el primer acto. Lo que verdaderamente es digno de resaltar desde el punto de vista visual es el portentoso vestuario de Ray Diffen, tan trabajado, rico y realista que resulta mucho más creíble y digno que el de una infinidad de películas históricas.

Vayamos con el reparto.

Don Carlo es, como indica el mismo nombre de la ópera, el protagonista. La imagen puramente romantizada que nos ofrece la ópera verdiana (heredera, a fin de cuentas, de Schiller) nada tiene que ver con el repulsivo personaje histórico que fue Carlos Habsburgo. Aquí aparece como el héroe enamorado de una joven inalcanzable que, sobreponiéndose de sus desgracias, se dispone a convertirse en un libertador frente a la tiranía encarnada por su padre. Sin embargo, pese a estos rasgos generales, el personaje no está enfocado desde un punto de vista exclusivamente heroico. Durante toda la acción, Carlos se nos muestra como un ser atormentado en incluso débil y próximo a la locura: su incapacidad para controlar sus sentimientos desemboca en el conflicto con la princesa de Éboli, y su bienintencionado intento de solventar el problema de Flandes por la vía pacífica, esto es, conmoviendo al rey, se viene abajo cuando pierde los estribos y desenvaina su espada en mitad de una celebración pública. Don Carlos, por tanto, no es un héroe en sentido estricto ni tampoco un jovencito completamente irreflexivo, sino alguien que se convierte en héroe sólo en el último acto de la ópera, una vez que ha sacado fuerzas de sus desgracias. Dicho de otro modo: la ópera nos muestra el proceso de conversión del infante en héroe. Hasta el acto final han sido otros, especialmente Rodrigo, quienes le han sacado de apuros, y su conversión en un hombre firme y decidido sólo tiene lugar tras la muerte de aquél. Igual que Aquiles se lanza furioso al combate tras la muerte de Patroclo, Don Carlos se decide entonces, y esta vez de verdad, a marcharse a Flandes para liberar a ese pueblo y erigir allí un gran monumento para su amigo. Isabel, despidiéndose de él, se da cuenta de la transformación y derrama por el infante las lágrimas que vierten las mujeres, según dice, por los héroes.

El papel del infante corre a cargo de Plácido Domingo, una garantía de que el público del Met responderá siempre enfervorizado. Lo cierto es que Don Carlo es un papel que le va bien a nuestro Plácido, que ha dejado registros sonoros tanto de la versión italiana como de la francesa. La extraordinaria grabación de Carlo Maria Giulini de 1971, afeada tan solo por el Filippo de Ruggero Raimondi, sitúa a Domingo como uno de los intérpretes de obligada escucha para el melómano verdiano. Es verdad que en la fecha en la que se registró la filmación del Met habían pasado ya más de diez años desde aquella mítica grabación y que la interpretación de Domingo pierde en frescura, pero en líneas generales sigue siendo un Don Carlo competente. Tenía también por la época todavía la adecuada presencia escénica para el papel.

Mirella Freni, que como ya he dicho alguna vez por aquí es y ha sido siempre mi cantante preferida, borda magistralmente el papel de Elisabetta di Valois, hasta el punto de constituir la suya la que en mi opinión es la mejor interpretación del personaje existente en la discografía. Grabó el papel con Karajan, y esta filmación que comentamos aquí constituye, según la carpetilla informativa del DVD, el único testimonio existente de su paso por el Met en ese papel tan emblemático de su carrera. Freni, ovacionada por el público tras el “Tu che la vanità”, muestra no sólo una adecuación vocal perfecta para las exigencias de la partitura, sino un control preciso de las emociones y la psicología de su personaje, rasgos que la sitúan en mi opinión por encima, por ejemplo, de otra ilustre Elisabetta como Montserrat Caballé, que suena algo más distante. Conseguir el adecuado equilibrio entre candidez y rigidez aristocrática, elementos ambos que confluyen en Elisabetta, es una tarea harto difícil, y lo cierto es que Freni lo consigue.

Esa doble faceta de Elisabetta a la que acabo de aludir se entiende perfectamente si se examina su comportamiento (y su música) en soledad y cuando se encuentra acompañada de Don Carlo o de Filippo. Cuando entra en el acto segundo tras la alegre “canción sarracena” de la princesa de Éboli lo hace de forma melancólica, y la propia princesa nos informa de la depresión en la que se encuentra sumida la reina desde su boda con Filippo. La Elisabetta doliente reaparece en la escena en la que Rodrigo le hace entrega de la carta de Don Carlo, lo que la lleva a expresar interiormente sus temores, y por último, en su melancólica oración ante el sepulcro de Carlos V. Sin embargo, ella es más consciente de su situación y de su posición que Don Carlo, y ello la lleva a observar lo que podríamos llamar las formas adecuadas o protocolarias que se esperan de ella incluso cuando se encuentra a solas con el infante. Ella lo ama y Carlos lo sabe, pero se dirige a él utilizando la palabra “hijo” y recriminándole su pasión, lo que hace desesperar aún más al infante, que ve aumentado su sentimiento de culpa.

Esta diferencia de comportamiento entre Elisabetta y Don Carlo, unidos sin embargo por el amor mutuo que se profesan en su fuero interno, se explica por el hecho de que ella, a diferencia de él, no madura a lo largo de la acción. Ya en el primer acto la vemos tan madura como en el último, lo que la aleja de otras heroínas verdianas. De hecho, su sentido de la justicia y del honor la llevan a enfrentarse al propio rey en el cuarto acto, afirmando sin titubear haber guardado el retrato de Carlos entre sus objetos más queridos y reprochando a su esposo las dudas sobre su fidelidad. Sea como fuere, tampoco parece que esta tensión entre Felipe II e Isabel de Valois tenga demasiado fundamento histórico. El matrimonio transcurrió sin sobresaltos hasta la muerte de ella a los veintitrés años, precisamente la misma edad que tenía el infante cuando murió recluido por conspirar contra su padre.


Y llegamos así al que es mi personaje favorito. Como decía antes, Don Carlo traza un retrato siniestro de Felipe II (aquí Filippo), en la línea de la leyenda negra. El rey aparece retratado de un modo brutal desde su primera intervención, en la que expulsa a una de las damas de la reina ante el asombro y la indignación de los presentes. En realidad, el personaje es tan sumamente complejo que una aproximación adecuada del mismo requeriría de muchas líneas, quizá demasiadas. Filippo se nos muestra como un rey débil que recurre a la violencia y a la brutalidad para “pacificar” a los pueblos, algo que no es sino una clara evidencia de esa debilidad. En su dúo con Rodrigo se hace evidente que vive fuera de la realidad, creyendo que sembrando el horror en Flandes puede conseguir la gratitud de la gente. También le vemos dominado por el fanatismo religioso encarnado por el Gran Inquisidor, que ejerce poder sobre él al tiempo que le recuerda que, paradójicamente, no hay nadie por encima del rey (“Perché allor il nome hai tu di Re, Sire, se alcun v'ha pari a te?” – “¿Por qué llevas el nombre de rey si hay alguien igual a ti?”). Su sumisión al clero queda patente en su relación con Rodrigo. Ambos hombres tienen pensamientos completamente incompatibles, pero el rey se siente atraído por Posa, a quien sin duda debe considerar un revolucionario, y lo convierte en su amigo y confidente. También ocurre el proceso inverso: Posa, en teoría, no debería ser amigo de un rey a quien considera tiránico, pero se conmueve claramente por la confianza que el monarca deposita en él. Ambos constituyen una pareja incompatible que se respeta mutuamente antes de lanzarse uno sobre el otro, porque es eso lo que ocurre: Filippo deja de proteger a Posa cuando se descubre su implicación en una revolución en Flandes (papeles que, en realidad, pertenecen a Don Carlos). Es algo que no debería sorprenderle, pero su apoyo escrito a los “herejes” flamencos es suficiente para hacer que cambie de actitud para con él y ordene su muerte. Por su parte, Posa muere habiendo preparado una revolución contra el rey cuyo apoyo tanto le conmovía. ¿No es una genialidad presentar a personajes tan creíbles y contradictorios?

Ella giammai m’amò, el aria meditativa que abre el cuarto acto, constituye en mi opinión una de las páginas más fascinantes salidas de la pluma de Verdi. Las primeras palabras de Filippo vienen precedidas de una larga y lenta introducción orquestal dominada por un simple tema de dos notas que se entrelaza conversando con el violonchelo, que traza una melancólica línea descendente. Un nuevo tema esbozado por las cuerdas, bastante obsesivo y con un discreto pizzicato termina mezclándose con la melodía del violonchelo abriendo paso finalmente a la intervención del cantante justo después de que la cuerda se agite nerviosamente. Las palabras pausadas del bajo y el inteligente juego de los silencios logran producir el efecto de una profunda meditación: el rey insomne está ausente, encerrado en sus propios pensamientos hasta que, de pronto, percibe la luz del amanecer. En realidad, la música es simple en su elaboración, como evidencia, por ejemplo, la repetición de notas (“Dormirò sol nel manto...”), pero el resultado que ofrece es el de una profunda melancolía envuelta en un ámbito de ensoñación casi irreal a fuerza de resultar verídico.

La filmación que comentamos tiene a un Filippo excepcional en Nicolai Ghiaurov, mi intérprete favorito del papel seguido de Cesare Siepi. Su voz no suena ya como en la grabación que hiciera con Solti a mediados de los sesenta, pero dista mucho de sonar gastado. Ghiaurov fue uno de los mejores bajos del siglo XX y de la historia de la ópera grabada (para mí el mejor, aunque eso sea subjetivo) y en 1983 borda un rotundo Filippo, de impresionante presencia escénica. Su furiosa mirada cuando Posa le recrimina andar sembrando la paz de los cementerios es digna del óscar, y no deja de tener cierta gracia el verle haciendo de marido de Freni, su esposa en la vida real. Como se ve, ambos no pueden formar una pareja más creíble, solo que no hay argumentos para pensar que no fuera bien avenida, sino afortunadamente todo lo contrario.

El verdadero punto flaco de este DVD, que fastidia un reparto que podría haber sido de ensueño, es el execrable Rodrigo de Louis Quilico, un cantante que me resulta imposible. En realidad, jamás he oído a nadie que disfrute de su voz. No voy a entrar en una descripción de su voz ni de sus carencias, sino que me limito a decir que su canto me parece feo, con una voz por momentos demasiado vibrada y con una emisión inestable que parece amenazar con derrumbarse de un momento a otro. Una escucha prolongada supone, al menos para mí, un sacrificio. Su hijo Gino Quilico me parece algo más tolerable, pero sólo “algo”: él es uno de los responsables de fastidiar la famosísima Bohème de San Francisco de Freni y Pavarotti.

En realidad, el papel del marqués de Posa es un invento de Schiller (que le llama “Poza”). El personaje es inexistente desde el punto de vista histórico, pero es una pieza clave en el proceso de maduración de Don Carlos. Él es el verdadero revolucionario, por mucho que su afecto por el rey resulte, como apuntábamos antes, algo contradictorio. El atormentado infante es más débil y menos decidido a la hora de abordar grandes empresas, lo que lleva a Posa a abrirle el camino para convertirse en el libertador de Flandes sacándolo de unos apuros amorosos que probablemente considera menudeces que Carlos olvidará en cuanto pise tierra flamenca. Lo cierto es que la amistad entre ambos personajes se me hace más empalagosa que un bocadillo de polvorones y que los repetitivos “amado Carlos” hacen que me den ganas de que aparezca el Inquisidor enseguida para cargárselos a los dos. Al final Posa muere, lo que es especialmente de agradecer en el caso de Quilico aunque para ello haya que esperar al cuarto acto. Por cierto que su aria de despedida (“Io morrò, ma lieto in core”) siempre me ha parecido muy bella, aunque extrañamente calmada para ser entonada por una persona herida mortalmente.


Seguimos con los secundarios. Grace Bumbry es una princesa de Éboli estupenda, cuya voz espesa me recuerda a la de Shirley Verrett en la grabación de Giulini. La distorsión histórica a la que se somete a su personaje es también importante, pues su caída en desgracia nada tuvo que ver con Isabel de Valois ni con el infante Carlos. Siempre me han intrigado las palabras arrepentidas que dirige a Isabel tras revelarse a sí misma como la autora del robo del cofre en el cuarto acto. La frase “L'error che v'imputai io stessa avea commesso” (“El error que os imputaba yo misma lo había cometido”) puede leerse de dos formas, o al menos así me lo parece: puede entenderse que Éboli se está culpando de haber revelado verbalmente al rey el amor entre Isabel y Carlos, aparte de haber dejado en su despacho el cofre; o bien puede deducirse que está confesando haber sido la amante del rey en el pasado. A favor la primera lectura está el hecho de que Filippo sospecha de la fidelidad de Isabel aun antes de abrir el cofre ("Ella giammai m’amò"), y a favor de la segunda la utilización de la palabra “seducida” (“sedotta”) por la propia Éboli al hablar del rey. Sea como fuere, a la amarga confesión de la princesa y al castigo impuesto por Isabel le sigue el firme propósito de ayudar a Carlos, sacándolo de la prisión justo cuando la muchedumbre amenaza con licharlo.

El papel, aunque breve si lo comparamos con los de la pareja protagonista, es agradecido. Además cuenta con la pegadiza “canción sarracena”, cuya alegría y virtuosismo no guardan relación alguna con las melancólicas arias de Elisabetta y Filippo ni con su posterior “O don fatale”.


Terminando con los secundarios, cavernoso el Gran Inquisidor de Ferruccio Furlanetto, que aporta la adecuada potencia, rayana en la violencia verbal, de un personaje que, sin embargo, es un anciano nonagenario. Esta es una de las consecuencias de la decisión de Schiller y los libretistas de envejecer a Felipe II, que en realidad no contaba más de treintaidós años cuando se casó con Isabel. El duelo verbal entre ambos personajes es uno de los puntos culminantes de la partitura, esbozado sobre una melodía tranquila y sombría que va creciendo en intensidad al tiempo que la conversación sube de tono. Por último, Betsy Norden es un Tebaldo de adecuada presencia en el escenario, aunque de voz infantil.

Al frente de la orquesta y el coro del Metropolitan de Nueva York, James Levine dirige este Don Carlo de forma muy solvente, evitando que su conocida tendencia a la espectacularidad prive al oyente del carácter reflexivo que requiere buena parte de la partitura. Opta acertadamente por la versión italiana en cinco actos, incluyendo también el coro inicial en el acto de Fontaineblau (“L’inverno è lungo”). Precisamente en el primer acto es donde más destacado encuentro a Levine, dirigiendo el final con verdadero pathos (“L’ora fatale è suonata”) y con auténtico brío el coro festivo que celebra la noticia de la unión de Elisabetta y Filippo.

Muy recomendable.














martes, 24 de mayo de 2011

"Orfeo y Eurídice" en el Maestranza


El domingo pasado había un acontecimiento importante en Sevilla. No me refiero a las elecciones, sino a la representación del Orfeo ed Euridice de Gluck en el Teatro de la Maestranza. Razones presupuestarias llevaron a la dirección del teatro a optar tristemente por ofrecer la obra en versión concierto, algo que no es la primera vez que ocurre en los últimos años en lo que atañe a la representación en el Maestranza de óperas del siglo XVIII. En la temporada 2008/2009 pude asistir a un notable Orlando handeliano con López Banzo en el que brilló maravillosamente María Espada.

Teniendo en mente este precedente, de grato recuerdo, me animé a sacar la entrada para el Orfeo que se ofrecía esta temporada (en la versión original vienesa), mentalizándome de que el componente visual no tiene por qué ser un elemento decisivo a la hora de asistir a un teatro. Puede argumentarse, a sensu contrario, que si se va a la ópera no es sólo para oír, como si tratase de un disco que escuchamos en casa, sino también para ver. De todas formas no es este el momento para discutir la cuestión.

Escribo este comentario a partir de unas notas dejadas por mí en un documento Word poco después de llegar a casa tras asistir a la representación. Aclaro esto porque he leído la crítica de Moreno Mengíbar en Diario de Sevilla y discrepo en buena medida de ella.

Lo primero de todo es señalar el excelente Orfeo que nos brindó Carlos Mena. Los días en los que pienso que Xavier Sabata es el mejor contratenor de España escucho a Carlos Mena y cambio de opinión, algo que también ocurre a viceversa. Es cierto que, en general, me gustan los Orfeos más "dolientes", pero en cualquier caso la dignísima prestación de Mena distó mucho de ser plana. Voz hermosa, aunque en el primer acto parecía perder el apoyo al descender al grave, dando como resultado una emisión inestable, problema éste que sólo detecté, insisto, en el primer acto. Ornamentó de forma discreta, pero con buen gusto y elegancia.

En cuanto al resto del reparto, Roberta Invernizzi fue en su papel de Eurídice la que en mi opinión aportó la visión de su personaje más madura y rotunda de todo el reparto, sin ningún apuro técnico (al menos que yo detectara) y con adecuada expresividad. Cantó con algo más de vibrato de lo que a mí me hubiera gustado, aunque en ningún caso llegó a ser algo excesivo.

Por último, lamentable el Amor de Maria Christina Kiehr, por mucho que grabara el papel con René Jacobs. Su voz sonó pequeña y con problemas de afinación en sus dos intervenciones. En su favor, ornamentaciones muy trabajadas.

La Orquesta Barroca de Sevilla rindió al buen nivel que nos tiene acostumbrados, si bien, por ejemplo, sobró en mi opinión la percusión en el segundo acto, en la escena del infierno, en la que al menos resultó impecable el arpa. También hubo algún problema de afinación de los metales en el primer acto. En realidad, nada que deba sorprender al oyente aficionado a las agrupaciones de instrumentos de época. Muy brevemente desafinó también el oboe en la escena en la que Orfeo entra en el Elíseo (Che puro ciel). Ahora bien, si me limito a decir que la OBS rindió a “buen” nivel y no a un nivel sobresaliente se debió a la anodina dirección de Enrico Onofri, un indiscutible virtuoso del violín que como director ayer no me convenció. De hecho, fue la primera vez que no me convenció. Me dejó mucho mejor sabor de boca en el FEMÁS y en otras ocasiones en las que he tenido la oportunidad de escucharlo. La enérgica obertura ya sonó extrañamente plana y desapasionada, sensación que se reiteraría continuamente durante la noche, alternada con algunos momentos (pocos) de mayor genio. Empleó, en líneas generales, tempi rápidos, lo cual no explica que pasase volando por encima de la música sin transmitir (debería decir sin transmitirme) su compleja profundidad. Por ejemplo, tuvo el mal gusto de acelerar el tempo en la sección central del bellísimo pasaje orquestal que abre la segunda escena del acto segundo, privando a la mágica intervención de la flauta de la melancolía reflexiva que siempre he asociado a esa música.

Estupendo, como siempre, el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza.

La acogida del público fue buena, aunque tampoco entusiasta. Vi asientos vacíos, lo que no deja de ser chocante tratándose de una única función.

Añadido: Conversación entre varias señoras captada durante el descanso. Hablaban sobre las óperas que cada una había visto en Sevilla, a lo que una de ellas respondió: “Yo he visto muy pocas porque siempre estoy con catarro y eso”. Pobrecita.

jueves, 19 de mayo de 2011

Transcripciones del clasicismo

El Ciclo de músicas históricas de Santa Clara, del que doy noticias cada semana, me permitió ayer recibir un balón de oxígeno en medio de una ajetreada situación profesional en la que me hallo inmerso (muy a gusto, por cierto). No sé si en las próximas semanas tendré demasiado tiempo para dedicarle al blog, aunque desde luego pretendo seguir dando cuenta por aquí de mi asistencia a este estupendo ciclo, así como del Orfeo y Eurídice que se representa en el Teatro de la Maestranza este domingo.

Volviendo al tema. El programa de ayer, a cargo del grupo Accademia Bizantina, se centraba en el mundo de las transcripciones camerísticas tan propias de los siglos XVIII y XIX, dirigidas habitualmente para la interpretación en el ámbito doméstico de las obras que triunfaban en los teatros de ópera y en las salas de concierto. En vez de comprarse, como haríamos hoy, una grabación en cedé para poder escuchar la música de moda en casa, quienes podían permitírselo contrataban a grupos de cámara, muchas veces compuestos a base de instrumentos de viento –Harmoniemusik–, que debían interpretar las susodichas transcripciones. Nuestro programa de ayer se centró en Mozart y Haydn. De este último se ofreció la famosa sinfonía nº 101 “El reloj” en la transcripción de Johann Peter Salomon y de Mozart, tres de las oberturas de sus óperas más conocidas: La flauta mágica (transcripción de Johann Wendt), El rapto en el serrallo (August Eberard Müller) y lo que para mí fue lo más conseguido del concierto, la de La clemenza di Tito (transcrita también por Müller). De la obertura de El rapto ya conocía la transcripción para vientos de Wendt, grabada para la integral de Mozart de Philips de 1991. Lo que me llamó ayer la atención de la transcripción de Müller es que no finaliza donde lo hace estrictamente la obertura, sino que se prolonga unos compases más allá de la misma incluyendo el tema de la entrada de Belmonte, que es el mismo que ocupa la sección central de la obertura, que se cierra así simétricamente. Curioso.

Muy bien los intérpretes de Accademia Bizantina, que no sé por qué evitaron subir a la tarima y prefirieron tocar al mismo nivel del público, lo que dificultaba algo la visibilidad para quienes no se encontraran sentados en las primeras filas. Lo único negativo fue algún problema de afinación en los violines, que tampoco llegó a arruinar ni mucho menos ninguna de las obras. Aquí la lista de intérpretes: Stefano Rossi y Laura Mirri, violines primero y segundo, respectivamente; Diego Mecca, viola; Alessandro Andriani, violonchelo; Luca Bandini, violone; Marco Brolli, flauta y Giovanni Togni, clave.

viernes, 13 de mayo de 2011

Quintetos historicistas


Una vez pasadas las vacaciones de Semana Santa y Feria, el Centro Cultural Santa Clara de Sevilla ha vuelto a su feliz rutina de ofrecer su concierto semanal de los miércoles. Esta semana le tocó al conjunto de vientos historicistas Els Sonadors, a los que ya había tenido oportunidad de escuchar anteriormente en alguna ocasión. El programa lo integraban el Quinteto, K.452 de Mozart y el Op.16 de Beethoven. Se anunciaba en los programas de mano la presencia de la estupenda Sara Erro, también conocida por aquí, pero que finalmente fue sustituida por un inspirado Alfonso Sebastián. Las interpretaciones fueron absolutamente impecables, con un empaste preciso y depurado. Si acaso, se observó en algún momento algún problema menor de afinación en la trompa de Rafael Mira, pero ya se sabe que eso es lo habitual en los vientos de metal historicistas. También sobresalientes el clarinete de Diego Montes y el oboe de Albert Romaguera, por no decir la estupenda presencia de Javier Zafra al fagot. Durante la primera parte (el Beethoven), la amplia sala prácticamente llegó a llenarse de público, aunque tras el descanso hubo quien se fue. Con todo, tal vez haya sido este el concierto del Ciclo de Santa Clara que más público haya atraído. A fin de cuentas, se trata de dos obras relativamente inhabituales en las salas de conciertos escritas por dos de los autores más celebrados y populares de la historia de la música. Eso sí, hubiera sido de desear que el respetable guardara silencio y evitara los aplausos entre movimiento y movimiento.

domingo, 1 de mayo de 2011

Devia ante la adversidad

Esperaba con cierta impaciencia el recital de la gran Mariella Devia en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, sobre todo después de que el mismo, que debió haberse celebrado en marzo, se aplazase hasta el día de ayer, 30 de abril. Tratándose de Devia, cualquier espera vale la pena, pero lo cierto es que una vez sentado en mi asiento llegué a temerme lo peor. Sonaron por megafonía las típicas palabras: “la cantante se encuentra indispuesta por un proceso viral, pero por respeto al público saldrá al escenario”. Dicho de otro modo, es un llamamiento al público que dice “no seáis exigentes”, algo que resultó de todo punto innecesario en el caso de Devia. Los malignos efectos de su enfermedad no se dejaron ver en toda la noche, sino todo lo contrario: a lo que asistimos fue a un verdadero alarde de buen gusto, de técnica, control y dominio de la voz, de fraseo. De belcanto. Cierto es que me pareció que empezaba algo fría en el Chopin que abría el concierto (más abajo copio el programa completo), sobre todo en los ataques, si bien transcurridos los primeros segundos (no minutos) la cosa se convirtió en lo que todos esperábamos. Hubo un incidente instantes antes del término de la primera parte. Un señor del público se sintió indispuesto y se llamó a voces a un médico, lo que hizo que Devia interrumpiese al momento su canto. Como me encontraba muy cerca del escenario (sólo en la sexta fila del patio) pude ver perfectamente su gesto de extrañeza.

La segunda parte fue aún más espectacular y el público reaccionó de forma especialmente estruendosa en el “Com’è bello quale incanto” de la Lucrezia Borgia de Donizetti. De propina, dos Puccinis muy agradecidos pero que poco tenían que ver con la tónica general del concierto: el “Signore, ascolta” de Turandot y el “Quando m’en vo” de La Bohème. El público, que siendo generoso llenaría el 70% del teatro, hubiera aplaudido hasta que Devia agotara su repertorio de bises, pero su pongo que estando enferma tampoco se sentía muy dispuesta a darse una paliza. En lo que a mí se refiere, abandoné el teatro con dolor en los brazos.

A todo esto, impecable el acompañamiento al piano de Max Bullo.

I
Fréderik Chopin (1810-1849)
Mazurke
L'oiselet
La dance

Gustave Charpentier (1860-1956)
“Depuis le jour” de Louise

Franz Liszt (1811-1886)
S'il est un charmant gazon
Oh! quand je dors

Jules Massenet (1842-1912)
“Adieu notre petite table” de Manon

Charles Gounod (1818-1893)
Au printemps
Le vallon
“Je veux vivre”•de Romeo et Juliette

II
Vincenzo Bellini (1801-1835)
“Casta Diva” de Norma

Gaetano Donizetti (1797-1948)
“Com’è bello quale incanto” de Lucrezia Borgia
“Oh nube” de Maria Stuarda

Giuseppe Verdi (1813-1901)
“Non fu sogno” de I Lombardi

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