Una de las ideas más asentadas en la mentalidad de quienes no se han acercado nunca al mundo de la música clásica y de la ópera es la de que se trata, en ambos casos, de música elitista. Y ese supuesto elitismo conlleva para muchos el miedo al acercamiento, aceptando como premisa falaz la idea de que no se va a poder disfrutar de la experiencia por carecer de la preparación propia de la élite.
En realidad, creo que la etiqueta del elitismo se manifiesta aquí, de cara a miles de personas, en una doble vertiente:
- Elitismo intelectual: Podríamos hablar largo y tendido sobre esto. La idea que subyace aquí sería la de que el oyente de música clásica es una persona de gustos refinados y con el oído acostumbrado a unos lenguajes y formas musicales que para el profano pueden resultar, en cambio, demasiado pesantes.
En mi opinión, hay poco aquí de verdad y mucho de mentira. Cierto es, no lo neguemos, que en términos puramente históricos buena parte de la historia de la música clásica y de la ópera se gesta bajo el amparo de la élite. Durante el Antiguo Régimen son el clero y la aristocracia quienes sustentan a los compositores por la vía del mecenazgo, y constituyen ciertamente una élite de gustos refinados que el artista, que aún no es libre, debe esforzarse en satisfacer. Posteriormente, tras la caída en Europa de las monarquías absolutas, es la alta burguesía, como nueva clase dominante, la que se erige en buena medida en protectora de los artistas.
La creación musical, por tanto, debió responder durante largo tiempo a las expectativas de calidad exigidas por la élite, aunque sin excluir siempre de su disfrute al resto de la población. Los teatros públicos, por ejemplo, son un fenómeno reciente. Antes eran privados y pertenecían a reyes o a príncipes que, sin embargo, abrían sus puertas al público y no sólo a la corte o a la aristocracia.
En el actual momento histórico, la música clásica y la ópera están –quizá más que nunca– al alcance de todos. Quienes carezcan de un teatro o de una sala de conciertos en su ciudad disponen de discos (otro fenómeno histórico reciente) que a menudo pueden adquirirse a bajo precio a través de internet. La cuestión del elitismo, en la vertiente intelectual de la que estamos hablando, se desdibuja considerablemente a día de hoy, pues se identifica principalmente con la pura y simple “preparación” musical, o si se prefiere, con el acostumbramiento de la escucha, que está, repito, al alcance de la mano para la gran masa. El melómano contemporáneo vendría a formar parte de esta élite no ya por su pertenencia a un determinado estrato social, sino por el hecho de escuchar esta música con frecuencia, refinando su oído musical.
- Elitismo económico: Es habitual escuchar el argumento económico en boca de quienes consideran elitista a la música culta: la ópera y la música clásica son caras. En mi opinión, hay más de verdad en esta argumentación que en la arriba expuesta, pero, por supuesto, como toda afirmación lapidaria y categórica, admite matices que la resquebrajan en buena medida. Si bien es cierto que los discos y DVDs de este tipo de música no son baratos, tampoco son notablemente más caros, según creo, que los de otros géneros musicales. Y naturalmente, si se investiga –pensemos, por ejemplo, en internet y el mercado de segunda mano– se pueden adquirir auténticas gangas. En lo que concierne a la asistencia a recitales y conciertos, hay de todo, por supuesto. Las entradas para acudir a los espectáculos del “Circo del sol”, por ejemplo, no suelen ser baratas, y a pesar de ello su popularidad entre los jóvenes y las familias, es, sin embargo, alta. Hay teatros en los que se puede ir a la ópera por menos de veinte euros –con visibilidad reducida, claro está– y otros que son mucho más caros. Por referirme al teatro que más frecuento personalmente (Maestranza de Sevilla), creo que la nueva dirección artística debería revisar los precios de las localidades, abaratando las más baratas y encareciendo las más caras. Conozco a gente que iría a la ópera por treinta euros pero no por cincuenta. En cambio, a quien esté dispuesto a pagar cien euros por una localidad estupenda tal vez no le pese tanto pagar ciento veinte. Algo tan aparentemente pequeño como veinte euros puede suponer una cosa tan interesante como la llegada de nuevo público al teatro.
Como se ve, la idea de la música clásica como algo elitista admite demasiados matices como para aceptarla sin discusión. A decir verdad, la música no es elitista, sino las personas. Las grandes obras musicales de todos los tiempos pueden escucharse gratuitamente en Youtube. El elitismo, la idea de creerse parte de un grupo mejor que el resto, es una actitud de algunos melómanos, pero no es un hecho consustancial a la propia música o a su difusión. Es un elemento postizo. Nadie, por tanto, debe preocuparse por él a la hora de formarse. Nadie debe refrenarse a la hora de acercarse a esta bella rama de la cultura por prejuicios de este tipo, y mucho menos cuando está tan al alcance de la mano como lo está a día de hoy. Si leyera estas palabras alguna persona que haya tenido alguna vez impresiones de este tipo, le diría simple y llanamente que no se minusvalore delegando lo elevado en unas personas supuestamente “superiores”. Le diría que abriese el portal Youtube y se limitase a teclear “Mozart”, “Beethoven” o “Vivaldi”, pues a buen seguro encontraría algo de lo que podría disfrutar. Porque es fácil encontrarlo. Solamente en el caso de la ópera, esta se extiende a lo largo de un horizonte temporal que abarca desde el año 1607 (fecha en la que aparece el Orfeo de Claudio Monteverdi) hasta la actualidad, con todos los cambios de estilo que ello implica. Así, existen melómanos que aman el barroco y no soportan a Wagner; otros que se entregan íntegramente al belcanto decimonónico y dejan a un lado lo demás; otros que huyen de la ópera francesa... Hay tanta variedad a lo largo de tanto tiempo que cuesta realmente creer que no podamos encontrar algo que nos maraville. Y ello es así por el simple hecho de que pretender sacar un factor común para toda la historia de la ópera –como quienes dicen que es “aburrida”– es, en términos racionales, tan absurdo y falso como afirmar que toda la pintura desde el barroco en adelante consiste en autorretratos.
La actitud conservadora de pertenecer a una élite refinada es, además, profundamente dañina. Cuanto más “santos y separados” nos consideremos los melómanos respecto a los demás, más pequeño será, según mi entender, el número de aficionados, y más aún lo será el de los artistas que deban defender este arte en el futuro, que han de salir de entre aquellos que lo aman hoy (sobre esto ya escribí aquí). Creo recordar que Alfredo Kraus defendía la condición elitista de esta música porque la consideraba, no sin razón, un arte sofisticado que debe disfrutarse de modo diferente a como se goza, por ejemplo, de un partido de fútbol. Pero esta argumentación, que a priori se presenta bien formulada, resulta obsoleta en nuestros días, pues subyace en ella la idea de que el gusto por esta música conformaría una suerte de patrimonio inmaterial que se trasmitiría dentro de los límites de un grupo reducido. Hoy, como he referido ya, ese esquema de base se ha roto, pues amén de que nadie compra entradas para un concierto de manera forzada, la posibilidad de adquirir cultura musical no se circunscribe a una élite encargada de trasmitirla entre sus miembros, pues para alcanzarla basta con tener un ordenador conectado a internet.
Considero, por tanto, que el signo de los tiempos en los que que vivimos obliga a considerar el elitismo de la música clásica como un elemento artificioso. Parece, por ejemplo, que nos olvidemos del hecho de que compositores como Verdi o Puccini estrenaron sus obras en la Scala. Los teatros de ópera tienen la responsabilidad de no limitar sus programaciones en exclusiva a los títulos clásicos, fosilizando así al género, y de apostar por los compositores contemporáneos, potenciando la creación. Los aficionados que creen conformar una élite conservadora –que se sustenta en la nada, como hemos visto– patalearán sin duda, defendiendo que la programación de una obra contemporánea supone la ausencia de otra clásica, e incurriendo con ello en la contradicción de defender que el estado deseable de la ópera es el de una fosilización que, de haberse producido en el pasado, habría impedido la aparición de las composiciones emblemáticas que defienden. Y probablemente serán también estos mismos aficionados quienes se contradigan nuevamente afirmando el carácter minoritario y exclusivo de esta música y defendiendo al mismo tiempo la idea de que "ya no quedan artistas como los de antes" mientras derraman lágrimas de cocodrilo por la música.
Nos toca, pues, apostar por lo moderno y conectar con el público. Nos toca pensar de manera abierta y constructiva, desechando el engaño
de que a día de hoy es posible encerrar a la buena música en un armario
del que sólo unos pocos elegidos tienen la llave. Y nos toca hacerlo por puro egoísmo, porque un mayor número de aficionados hoy implica también un mayor número de artistas mañana. Por supuesto, no defiendo un mensaje catastrofista. No soy de los malos agoreros que creen que todo esto va a desaparecer por falta de aficionados (por falta, realmente, de amor y de sentido común), ni caigo tampoco en el error de la utopía pensando ingenuamente que la ópera pueda arrastrar a las masas como lo hace el pop. Pero sí creo que expandir el público y desechar mentalidades obsoletas es positivo. Frente a quienes consideran irreverentes a los intérpretes que no salen serios y envarados a escena, cada vez admiro más la sencillez, la naturalidad, el magnetismo personal de un Luciano Pavarotti, o la afabilidad y proximidad que transmite una Joyce DiDonato. A propósito del último concierto de Yuja Wang en Sevilla –del que hablé aquí– he leído ya más de un texto en el que se la tacha de ser un mero producto comercial y una intérprete superficial, incurriendo en la calamitosa contradicción de colgarle estos calificativos refiriéndose a sus vestidos provocadores antes que a sus habilidades al piano. Esto es muy grave. El artista de hoy tiene que ser un artista de hoy. Del siglo XXI en el que triunfan estrellas como Lady Gaga, de las que mucho podríamos aprender a la hora de llegar a las personas, por mucho que muchos melómanos conservadores puedan considerar incluso hiriente esta afirmación. Porque una cosa está clara: quienes pagan entradas caras para ver a la “mother monster” no lo hacen para ver sus vestidos imposibles como si fuese un maniquí. Eso no basta. Lo hacen para escuchar su música, o en todo caso para asistir a un espectáculo en el que la parte musical y la visual conforman un todo atractivo que justifica el desembolso económico (igual que la ópera, ¿no?). Y resulta que si algo defendemos nosotros los melómanos es la buena música.
Si mostrando entonces una imagen menos seria y más abierta y divertida se consigue llegar a más gente, ¿por qué no hacerlo?; ¿Por qué consideramos con cierto desprecio la idea de que hoy se venda la imagen? Siempre que esa imagen no se vea despojada de talento, siempre que aquello que se vende ofrezca calidad musical –e incluso sobre esto es siempre el público quien tiene la última palabra con su aplauso– y siempre que no se caiga en lo zafio ni en el mal gusto, no veo que estemos ante un fenómeno negativo, sino más bien ante una más que necesaria adaptación al siglo en el que vivimos. ¿Por qué no nos despojamos del absurdo sinsentido del elitismo y del encorsetamiento?
4 comentarios:
Fantástico artículo Pablo.No me atrevería a añadir nada mas, pero si no te importa lo voy hacer.
Estoy super de acuerdo contigo; tenemos que estar abiertos a cosas nuevas,eso sí, con respeto según mi opinión, a los libretos y que las puestas en escena no se excedan demasiado en esnobismos(algunos directores pretenden que solamente se hable de ellos)
Cuando alguna persona amiga me dice "yo es que no entiendo la ópera"...le digo "la ópera al igual que la música clásica, no hay que entenderla, hay que disfrutarla y dejarte llevar" .Luego cada persona tendrá que valorar si le ha tocado la fibra o no... porque cierto es, que no tiene por qué gustarle a todos, como a todos no les gusta el fútbol, que por cierto... se paga por una entrada lo que no está en los escritos.
Lo del precio de las entradas de ópera es cierto, las entradas mas caras se podrían subir un poco y de esta forma bajar el precio a las mas baratas.
Y para mí lo mas importante... la educación.Que los niños escuchen música clásica y ópera desde pequeñitos, igual que escuchan canciones infantiles.... Espero que esto no sean los mundos de"Yupi" y se pueda cumplir algún día.
Un saludo.
Efectivamente, Gucki, te haces eco de muchas más cosas de las que escribir sobre este asunto: sobre el papel tan nimio que se le da a la formación musical en las escuelas (recuerdo haber leído hace no mucho una entrevista a Muti en la que se quejaba de esto), sobre el el debate de si realmente se consigue conectar más con el público moderno con determinadas puestas en escena... La necesidad de llegar a más gente es un tema que puede estudiarse desde una infinidad de ángulos.
Gracias nuevamente por tus ideas.
¡Estupendo artículo!
¡Gracias, Ignacio!
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