miércoles, 27 de abril de 2011

Orphée et Eurydice (Kožená, Bender, Petibon – Gardiner)

Si bien el pasado mes de diciembre hablaba del célebre Orfeo de Claudio Monteverdi, ahora toca referirse al no menos famoso Orfeo y Eurídice de Gluck. Como siempre, he aquí un breve resumen argumental:

Acto 1: Acompañado de ninfas y pastores, Orfeo acaba de sepultar el cuerpo de su esposa Eurídice. Tras despedir a sus acompañantes, Orfeo deambula a solas por el bosque recordando a su amada cuando es visitado por el Amor, que le anima a descender a los infiernos y recuperar así a su esposa. Sólo se le impone una condición: que bajo ningún concepto mire a Eurídice hasta que ambos estén de vuelta en el mundo de los vivos, debiendo además evitar informar a Eurídice sobre este pacto.

Acto 2: Orfeo se encuentra ante la entrada misma de los infiernos, pero varios espíritus le impiden violentamente el acceso. Acompañándose de su lira, Orfeo canta en voz alta sus desgracias y consigue conmover a las sombras, que terminan por abrirle paso. De este modo, Orfeo consigue llegar hasta el Elíseo, un lugar de paz y reposo eternos, en el que otros espíritus benévolos calman su ansiedad asegurándole que Eurídice renacerá muy pronto para él.

Acto 3: Eurídice recibe alegremente la noticia volver a la vida en compañía de Orfeo, pero enseguida se percata de la actitud esquiva de su esposo. Incapaz de comprender la causa por la que él se niega incluso a mirarla, le interroga al respecto, pero Orfeo, fiel al pacto, se niega a revelarle el misterio. Finalmente, incapaz de soportar el llanto de Eurídice, Orfeo se vuelve hacia ella para consolarla, momento en el que Eurídice muere por segunda vez. Abatido, Orfeo se dispone a suicidarse para reunirse, esta vez para siempre, con su esposa, pero una nueva aparición del Amor evita su muerte. En premio por la constancia de Orfeo, Amor devuelve la vida a Eurídice y la obra termina alegremente con la pareja reunida en compañía de ninfas y pastores que entonan alabanzas al dios del amor.

Traducción de la versión francesa del libreto al castellano.

Casi huelga decir que este libreto, en su búsqueda de la simplicidad argumental, distorsiona hasta cierto punto el conocido mito de Orfeo y Eurídice. En primer lugar, no es aquí Plutón quien impone a Orfeo la condición de no contemplar a Eurídice, sino el mismo Júpiter a través del Amor. Ya en los infiernos, Orfeo no se enfrenta a Caronte, al cancerbero ni a los jueces ni consigue tampoco la suspensión de las torturas, sino que convence a un grupo de espectros infernales que en ningún momento aluden a la voluntad de Plutón, señor del inframundo. Por último, el intento de suicidio de Orfeo y la resurrección de Eurídice son elementos extraños al mito que aportan un final feliz a la historia.


Orfeo y Eurídice constituye, como sabrá cualquier aficionado a la ópera, el cambio más radical que experimentó el género operístico en el siglo XVIII, y habría que preguntarse, incluso, si no lo ha sido también hasta el día de hoy. Christoph Willibald Gluck rompió los moldes tradicionales de la ópera barroca y clásica suprimiendo los diálogos y recitativos, que únicamente sobreviven de forma breve en esta obra como recitativo accompagnato por la orquesta. Prescindió también de la estructura simétrica de los números musicales que había predominado hasta entonces, y desarrolló unos personajes cuya música huye casi en todo momento de la mera exhibición vocal y el virtuosismo. La versión original, con libreto en italiano de Raniero de Calzabigi, se estrenó en Viena en 1762, llegando doce años más tarde a París en la Academie Royale de Musique. Para esta última ocasión se elaboró una versión francesa del libreto a cargo de Pierre-Louis Moline. Por su parte, Gluck amplió la versión vienesa adaptando la obra al gusto francés (véase, por ejemplo, la inclusión del ballet final) y entregando el papel de Orfeo no a un castrato, como exigía la versión vienesa, sino a un tenor. Casi un siglo después, cuando la presencia de los castrati en los teatros comenzaba a ser cada vez más exigua, Hector Berlioz repuso la versión francesa del Orfeo y Eurídice entregando el papel protagonista a una contralto, en la línea de la versión italiana: Pauline Viardot, hermana de María Malibrán. En líneas generales, tanto el propio Berlioz como Camille Saint-Saens respetaron la versión francesa, acudiendo a la italiana sólo cuando la consideraban superior. Quizás la mayor licencia fue la de cerrar la ópera con el coro “Le Dieu de Paphos et de Gnide” de la ópera Echo et Narcisse, también de Gluck. En lo personal, esta revisión de Berlioz tiene elementos que me satisfacen mucho: en general prefiero la versión francesa de la obra a la italiana, pero paradójicamente no termina de satisfacerme escuchar a Orfeo cantado por un tenor (quizás tenga la culpa Richard Croft, bastante apurado en la por otra parte excelente grabación de Minkowski). Por tanto, una versión francesa cantada por una voz femenina resulta idónea para mis gustos, y en eso consiste, en parte, la versión de Berlioz. Por lo demás, este último fue respetuoso con la música de Gluck y no me parece en absoluto que su revisión sea una traición a la obra original. Por poner un ejemplo, la inmensa mayoría de las grabaciones del Mesías de Handel no siguen la edición de ningún año en concreto, sino que acumulan música escrita por el compositor a lo largo de años diferentes para ese oratorio sin que nadie las tache de “anti-historicistas” ni se lleve las manos a la cabeza.

Existe entre muchos aficionados a la ópera el prejuicio de considerar la obra de Gluck como plana y aburrida, adjetivos que en mi opinión no son precisamente los que mejor describen al por otra parte célebre Orfeo y Eurídice. Es cierto que la música de Gluck no imprime a sus personajes la profundidad psicológica de la que en su siglo fueron capaces Handel o Mozart, pero no por ello estamos hablando de frialdad ni de insensibilidad. Yo veo al Orfeo como un arrebatador espectáculo que acontece ante nuestra vista y nuestro oído, y que nos fascina y conmueve como espectadores sin pretender posicionarnos en la mente de los propios personajes. Orfeo se disfruta desde un plano distante, pero se disfruta. Tomemos un ejemplo pictórico: cuando nos detenemos a contemplar los Fusilamientos del 3 de mayo nos sentimos (o yo me siento) fuertemente impactados por la gran carga dramática de la escena pintada por Goya: la luz que parece concentrarse en la camisa del desdichado que está a punto de morir nos obliga a fijar nuestra atención en éste y en su expresión, entre aterrada y resignada, que contrasta con sus ejecutores, retratados como un grupo anónimo, insensible, gris e impersonal. No nos sentimos soldados napoleónicos ni tampoco nos tortura la sensación de muerte inminente que debe sufrir todo condenado en esa circunstancia. Lo que nos trastorna es la contemplación, desde la relativa distancia del espectador, de una escena angustiosa de enorme patetismo. Eso es Orfeo y Eurídice. Basta para darse cuenta de ello con escuchar el coro fúnebre que abre la obra y que resulta aún más impactante después de haber oído una obertura enérgica y de cierto vitalismo. Las patéticas exclamaciones de Orfeo, repitiendo el nombre de su esposa mientras el coro dirige a los cielos sus oraciones funerarias producen un efecto angustioso en el oyente sin recurrir a los llantos desgarrados, a los gritos ni a las estridencias. El efecto, precisamente, se incrementa por la calma mortal que transmite la música, que se dulcifica magistralmente en el tierno “Objet de mon amour”. La amarga queja de Orfeo no es aquí violenta ni desgarrada, pero tampoco inexpresiva, sino tierna, sosegada y conmovedora, como quizás corresponde a quien ha dispuesto de algún tiempo para tratar de asimilar su desgracia una vez superado el shock inicial. Este tipo de lamento fúnebre reflexivo y dulcificado es lo que encontramos, por ejemplo, en las monumentales “Siete palabras” de Haydn.


Sin embargo, en mi opinión Gluck reserva la mejor música para el segundo acto. La súplica de Orfeo a los espíritus infernales que le bloquean el acceso a los infiernos carece del pathos del “Possente spirto” del Orfeo monteverdiano, que expresa de forma insuperable la mezcla de angustia, esperanza y ansiedad que sufre el personaje. Pese a ello, el hecho de contar no ya con la presencia de Caronte, como ocurría en la ópera de Monteverdi, sino de todo un coro infernal permite a Gluck sorprender al oyente con el magnífico contraste que suponen las súplicas de Orfeo con las violentas negativas de los espíritus (“Spectres, larves, ombres terribles” – “No!”). La escena, en suma, está resuelta del modo más eficaz posible teniendo en cuenta las posibilidades que ofrece el libreto, acudiéndose incluso a la música descriptiva al presentar inequívocamente los ladridos de Cerbero en el coro inicial “Quel est l’audacieux”. A esta secuencia le sigue la visión del Elíseo con un “ballet des ombres heureuses” (ballet de los espíritus dichosos) que, con su mágica intervención central de la flauta, constituye para mí la página más hermosa de toda la obra. De por sí sola, esta segunda escena del acto segundo, con la primera aparición de Eurídice, debería bastar para convencer de su error a los que tachan la música de Gluck de fría o inexpresiva. La inmediata irrupción de Orfeo (“Quel nouveau ciel”?) viene acompañada de una elaborada orquestación en la que el oboe se destaca con una hermosísima frase inicial. La agitada cuerda de fondo parece simular el fluir del agua, así como la flauta simula el canto de los pájaros, elementos ambos citados por el héroe como presentes en el Elíseo en donde se encuentra. Sigue el delicioso coro “Viens dans ce séjour paisible”, en el que los moradores del cielo calman la ansiedad de Orfeo prometiéndole el próximo renacimiento de Eurídice y que, tras una última intervención del protagonista, se repite de nuevo con distinto texto (“Près du tendre objet qu’on aime”), como conclusión del acto. En cuanto al tercer acto, la página más destacable la constituye la popular “J’ai perdu mon Eurydice” (“Che farò senza Euridice” en la versión vienesa), un monólogo de Orfeo ante el cuerpo, nuevamente sin vida, de Eurídice, quien obviamente no puede ya responder a sus llamadas y a sus lamentos.

La grabación en vídeo que motiva esta entrada es la registrada por Sir John Eliot Gardiner en octubre de 1999 en el Theâtre Musical de Paris (Châtelet). El director británico, a punto de embarcarse en su azaroso “peregrinaje” de las cantatas de Bach, representó también Alceste en París por las mismas fechas, optando en el caso del Orfeo y Eurídice por la edición de Berlioz.

El principal, y realmente el único grave, punto flaco de este Orfeo es la desangelada y fría puesta en escena de Robert Wilson. Destaco tres rasgos principales:

- Uso permanente de la iluminación azulada.
- Minimalismo escénico.
- Movimientos en escena deliberadamente antinaturales.

Kožená con aspecto de haberse estampado contra un cristal

En efecto, la propuesta escénica de Wilson es claramente monocromática, si bien es cierto que juega con distintos tonos de azul en función de las circunstancias. El primer acto está dominado por la oscuridad nocturna, mientras que toda la escena del Elíseo es escenificada con colores pálidos y con una gran luminosidad. La violencia del coro infernal del segundo acto se ve secundada en lo visual con algún cambio brusco de iluminación encaminado a desconcertar al espectador. Siguiendo este fácil juego de luz/oscuridad, vemos que Orfeo atraviesa dos entradas diferentes en su búsqueda de Eurídice: un primer panel es oscuro, como posible referencia al Tártaro, y el segundo, que le lleva al Elíseo donde habita su esposa, de color claro. Ahora bien, este juego de utilizar la luz y la oscuridad como referencias de lo positivo y lo negativo, respectivamente, lleva a Wilson a ofrecernos un Elíseo tan gélido visualmente que nos da la impresión de que el alma de Eurídice ha ido a parar nada menos que al Polo Norte. Las ropas de esta última son claras como las del coro (el blanco como obvia referencia a la inocencia), y todos deambulan en un escenario desangelado (curioso adjetivo en este caso) en el que tan sólo es posible encontrar una tela blanca que recubre el suelo y la presencia de una roca, que al ser también de color blanco, se asemeja más bien a un bloque de hielo. El resultado es de una gran frialdad visual que nada tiene que ver con la música que escuchamos, dominada precisamente en esas últimas escenas del segundo acto por las cálidas intervenciones de las maderas de la orquesta.


Tampoco resulta apropiada para huir de la frialdad del montaje la ausencia de casi cualquier elemento ornamental en el escenario. En el primer acto encontramos la presencia de unos acertados cipreses como alusión fúnebre al entierro de Eurídice y de una roca, que volverá a aparecer en el segundo acto, aunque de color blanco, como decía. Nada más. El gusto de Wilson por la desnudez escénica le lleva incluso a presentarnos a un Orfeo despojado de su lira en la escena del infierno, de modo que el oyente escucha el instrumento pero no puede verlo en el escenario. En el tercer acto sigue imperando la misma tónica, con la única presencia de nuevas rocas desde las que pretende despeñarse Orfeo tras perder por segunda vez a Eurídice. Ahora bien, Wilson rompe todos sus esquemas para el coro final (“L’amour triomphe”) al introducir en escena a personajes con un vestuario más elaborado y presentar una estructura que se asemeja a un gran salón o galería en la que flota un misterioso cubo ingrávido. Por más que me he esforzado, sólo le he encontrado dos posibles explicaciones a la presencia de ese cubo en el aire: o es algo tan profundamente intelectual y complejo que resulta inaccesible para el común de los mortales (entre los que me incluyo) o bien es simple y llanamente un mero capricho visual por parte de Wilson, al igual que su forma de iluminar el escenario tras la obertura, haciendo crecer precisamente a un cuadrado luminoso hasta abarcar todo el fondo del escenario.

Con todo lo dicho, lo más extraño del montaje es la peculiar forma de deambular por el escenario de los diferentes personajes. Todos ellos se desenvuelven de forma antinatural, gesticulando a cámara lenta como si de títeres se tratara. Esto último, unido al hecho de que el personaje del Amor parece moverse con una mayor “naturalidad”, por decirlo de algún modo, podría llevar a pensar que se nos quiere transmitir la idea de que la pareja protagonista se mueve en todo momento bajo el influjo de fuerzas mayores que dominan su voluntad como si de marionetas se tratara. Por alguna parte he leído que Wilson pudo inspirarse para esto en el teatro japonés. Sea como fuere, su propuesta escénica es visualmente fría, y excesivamente desnuda y extraña.

Entrando ya en el reparto, Magdalena Kožená es una mezzosoprano que precisamente saltó a la fama a comienzos de la década de 2000, por la época en la que afrontó el Orfeo que motiva esta entrada. Aunque se ha adentrado en otros terrenos, es su condición de cantante barroca la que le ha reportado mayor fama con los años: es capaz de resolver con cierta solvencia los pasajes de agilidad y coloratura, pero su principal virtud es la de ofrecer al oído una voz francamente hermosa, aunque con obvias limitaciones. Aquí la vemos cumpliendo sobradamente como un convincente Orfeo, si bien es cierto que suena permanentemente femenino. Sus limitaciones técnicas quedan de manifiesto en el aria “Amour, viens rendre à mon âme” que cierra el primer acto y que requiere de cierta dosis de virtuosismo vocal. Los comprometidos descensos al grave son constantes, pero alcanzan aquí su nivel de mayor inestabilidad, con una ornamentación improvisada al final que la obliga a descender a su apuradísimo grave en un ejercicio de coloratura que en su voz suena antimusical. En compensación, Kožená ofrece una espléndida versión de la famosa “J’ai perdu mon Eurydice” en la que juega magistralmente con los contrastes entre el forte y el piano, especialmente en la parte central con la repetición del da capo y la doble repetición de la palabra “Eurydice”, apenas susurrada la primera vez y lanzada como una lastimosa queja la segunda. Estas maravillas son las que consiguen que me olvide de lo malo y que sea benévolo con el Orfeo de Kožená. Con lo que no puedo ser benevolente es con el horrendo maquillaje (especialmente en lo que atañe a las cejas) que la afea en un vano intento de hacerla parecer masculina y que parece hecho con la escopeta de maquillaje de Homer Simpson.

En lo que se refiere al personaje de Eurídice, la para mí desconocida Madeline Bender posee una cristalina voz de soprano lírico ligera que encaja a la perfección con el aire inocente y angelical de la esposa de Orfeo. No hay ningún problema técnico, si bien resulta cierto por otra parte que su papel no es tan comprometido musical y teatralmente como el de aquél. No deja en buen lugar a Eurídice el libreto: es un personaje que a fuerza de ser puro y bueno se nos puede antojar como algo estúpido. De hecho, no es aquí la impaciencia de Orfeo por contemplarla la que la lleva a morir por segunda vez, sino la presión psicológica a la que ella misma somete, sin mala intención, a su esposo, que resulta derrotado. Wilson la retrata de la forma más inexpresiva posible: Eurídice está en el Elíseo y habla de felicidad, pero no sonríe. Tampoco se nos muestra excesivamente trágica ni llorosa en su discusión con Orfeo y sus facciones aparecen permanentemente relajadas, como si se pretendiera reflejar la “sofrosine” o serenidad perfecta, tan propia de la escultura clásica.


Como cabía esperar, Patricia Petibon está mucho más simpática en su papel de dios del Amor. Al igual que Kožená, la fama de Petibon nació precisamente por aquellos años, en los que aparecía públicamente con ese peinado maravilloso en forma de cuernos. Vocalmente es también una soprano de medios limitados, pero con inteligencia y recursos suficientes como para salir del paso de momentos de apuro. Por poner un ejemplo, su último trabajo de 2010, “Rosso”, me gustó bastante en líneas generales, si bien la calidad de sus interpretaciones no era precisamente uniforme. En este DVD cumple a la perfección con su papel secundario, algo breve pero muy agradecido musicalmente, especialmente en lo que atañe al acto primero, en el que cuenta con una hermosa aria propia (“Soumis au silence”), en la que aporta algún apianamiento interesante descriptivo del silencio que exige de Orfeo después de su simpática irrupción en escena. Pues bien, al margen de lo musical, hay que decir que la Petibon hace honor aquí a su fama de intérprete algo payasa. Sus gestos y movimientos resultan cómicos y hasta hay algún momento en el que da la sensación de mirar directamente a cámara con cara de guasa. Podría argumentarse que esto es voluntad de Wilson para reflejar el carácter infantil del dios y esas cosas, pero conociendo a Petibon lo más probable es que, simplemente, se lo estaba pasando estupendamente.

Una cosa más. Aunque la valoración general de las cantantes es positiva, es preciso señalar algo más en su favor: no debe resultar nada fácil aprenderse todos y cada uno de esos extraños movimientos en el escenario, especialmente en el caso de Kožená. Sin duda tiene su mérito.

Por lo demás, este Orfeo y Eurídice es tan extraordinario como pudiera esperarse. El Monteverdi Choir rinde, como siempre, a un nivel insuperable. En cuanto a la orquesta, Sir John Eliot Gardiner evita el anacronismo de acudir a sus habituales English Baroque Soloists al tratarse de la revisión de Berlioz, por lo que utiliza a su orquesta especializada en el repertorio decimonónico: la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, agrupación de empalagoso nombre bajo la cual se esconde, supongo, la plantilla de los English Baroque Soloists con instrumentos diferentes. El sonido que Gardiner extrae de la orquesta es hermosísimo, del mismo modo que extraordinaria resulta su comprensión de la misma, lo cual no me parece extraño tratándose como se trata de la tercera vez que la ha grabado: existe una grabación en EMI precisamente de la revisión de Berlioz y otra posterior en Philips de la versión italiana. El caso es que Gardiner pone la misma cara de gusto que yo en el “ballet des ombres heureuses”, que dirige con infinita delicadeza. Sólo una cosa me disgusta: al salir a saludar lleva enfundada una espantosa chaqueta con un forro interior de color verde fosforito que se le ve en las mangas. El caso es que la prenda es extraordinariamente parecida a la que llevaba cuando dirigió La Pasión según san Juan de Bach en el Proms del año pasado, lo que obliga a pensar que Gardiner tiene un dudoso gusto con las chaquetas oscuras con mangas de color verde fosforito.

La presentación en DVD deja gravemente que desear en dos puntos importantes: de un lado se omite tanto en la carátula como en los créditos de la propia filmación que nos encontramos ante la edición de Berlioz. Es obvio que el hecho de contar con un reparto íntegramente femenino tratándose de la versión francesa lo evidencia para el público entendido, pero nunca hubiera estado de más reflejar el dato en la carátula. Por otra parte, y esto sí que es ya impresentable, sólo se incluyen subtítulos en francés y en inglés.

Musicalmente muy bueno, pero sin interés escénico más allá de la mera curiosidad de ver algo tan... distinto.











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