Richard Bonynge (dir.); Sherrill Milnes (Rigoletto); Joan Sutherland (Gilda); Luciano Pavarotti (Il Ducca di Mantova); Martti Talvela (Sparafucile); Huguette Tourangeau (Maddalena); Clifford Grant (Monterone); Gillian Knight (Giovanna). Ambrosian Opera Chorus. London Symphony Orchestra. DECCA 2 CD.
El Rigoletto de Bonynge siempre me ha parecido que reúne todos los elementos para convertirse en una grabación de culto salvo uno esencial: un Rigoletto de verdadera altura. Sherrill Milnes pone indudablemente cuanto está en su mano en la presente grabación, pero su presencia como protagonista queda lejos de la altura elevada a la que se alzan los otros dos grandes pilares de la grabación, que son Joan Sutherland y Luciano Pavarotti. Y naturalmente, un Rigoletto con un protagonista de trazo tan grueso como el que dibuja Milnes es un Rigoletto que sólo puede alcanzar un interés moderado. Una lástima, como digo, porque al margen del personaje del jorobado todo lo demás funciona entre lo muy bueno y lo extraordinario.
¿Por qué no acaba de convencerme el Rigoletto de Sherrill Milnes? Porque tenemos en esta grabación toda una colección de los defectos, y ojo, también de las virtudes, de este cantante. El problema es que el balance aquí sale negativo, al menos para quien esto escribe. Comencemos con las virtudes: Milnes siempre me ha dado la impresión de ser un cantante que debía causar un impacto incluso más fuerte en vivo que en las grabaciones. La voz es enorme, estentórea, poderosísima y con una gran facilidad para el agudo. Los problemas, en cambio, vienen de la mano de un engolamiento permanente que pese a no resultar abusivo no deja de hacerse evidente, y sobre todo al color mate y extrañamente opaco que adquiere su voz cuando no canta en forte (“Quel vecchio maledivami”). Al apianar, da la sensación de que Milnes abandona su vicio de echarse la voz atrás, con lo que el sonido cambia inesperadamente de color produciendo un efecto antiestético. La voz, por tanto, aunque poderosa es poco uniforme y la emisión no siempre aparenta ser estable.
Milnes, pese a todo, no es tonto, y evita en la medida de lo posible mostrar esas deficiencias. ¿En qué se traduce esto último? En que mayoritariamente canta todo en forte, y en consecuencia resulta pobre de matices expresivos. Su Rigoletto, por tanto, está obviamente falto de esa necesaria dosis de humanidad con la que debe revestirse a ese personaje resentido que es a un tiempo malévolo y amoroso. En Milnes tenemos a un protagonista que ante todo resulta violento y peligroso, virtudes estas que resultan adecuadas para el bufón pero no suficientes.
De la Gilda de Joan Sutherland sólo puedo decir halagos, en cambio. Es cierto que su dicción no siempre resulta del todo bien pulida, nada extraño en su caso, y que tal vez resulte algo plana por momentos, pero su primer acto es incontestable. En cuanto al Ducca de Luciano Pavarotti, gloria bendita. El tenor de Módena, en plena forma, borda el que quizá sea su mejor registro del papel. Alcanza una belleza sublime en el Ella mi fu rapita, y a esta belleza natural de la voz hay que sumarle una buena colección de agudos lanzados con pasmosa naturalidad y sin vacilación, incluyendo el re sobreagudo al final del Possente amor, y una buena dosis de trivialidad y, ¿por qué no decirlo?, desvergüenza que contribuyen a bordar un retrato totalmente convincente del personaje. Para atesorar en el recuerdo quedan sus primeros minutos en el primer acto, en los que derrite tratando de seducir a la esposa de Ceprano (una joven Kiri Te Kanawa) tras el Questa o quella, o el brillante cuarteto Bella figlia, resentido tan sólo por la endeble Maddalena de Huguette Tourangeau.
Martti Talvela es un Sparafucile adecuadamente siniestro, aunque resulta mejor en su conjunto en el primer acto que en el tercero, y Clifford Grant resuelve muy bien la escena de Monterone. Bien igualmente la Giovanna de Gillian Knight.
En lo que atañe a Richard Bonynge, hay quien critica en ella un exceso de levedad y superficialidad, aunque personalmente yo considero que esos rasgos son los que envuelven algunas de las escenas de la corte, y de manera especial al coro, formado por unos personajes que no son más que unos impresentables. La labor de Bonynge me parece más bien adecuadísima, y resulta precisamente siniestra en la charla entre el bufón y el asesino del primer acto o en la tormenta del tercero.
Si hubiese habido un cantante a la altura de MacNeil o de Warren para encabezar esta grabación estaríamos ante una verdadera joya. Su interés, en cualquier caso, radica en esos dos fenómenos que fueron Sutherland y Pavarotti.
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