Cada año por estas fechas, el Teatro de la Maestranza nos deleita a los sevillanos con una propuesta de ballet clásico con la presencia de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla en el foso. Hace ya varios años que acudo siempre a esta cita, y he de decir que gracias a ella he descubierto un mundo, el del ballet, que me parece espectacular. Al igual que ocurre con la ópera, también el ballet compagina el arte musical con el escénico, con la diferencia de que la exigencia vocal que se exige en la ópera se convierte en exigencia física en el caso del ballet. Pero me fascina la capacidad de un cuerpo de baile para narrar historias sin palabras, sino a través del movimiento y la expresión. Toda una forma de arte que, por si fuera poco, atrae –al menos en el caso de Sevilla, la ciudad donde vivo– a muchas familias al completo, que llenan el teatro totalmente trayendo consigo a los más pequeños de la familia.
Este año el título que nos ha ofrecido el Maestranza ha sido Giselle, de Adam (yo acudí ayer a la última representación), y la ROSS ha respondido magníficamente bajo la batuta de Fahrads Stade. La historia de la campesina engañada que, después de muerta, redime en espíritu a su amante traidor ha sido narrada por el Ballet Nacional de Letonia, dirigido por Aivars Leimanis. Visualmente, la propuesta es clásica, aunque menos majestuosa que las que hemos visto estos últimos años en Sevilla. Claro que hay también que tener en cuenta que los dos actos de los que se compone Giselle no transcurren en palacios ni en lugares fastuosos. El primer acto resultó colorido, y la entrada de los campesinos funcionó realmente muy bien. Margarita Demjanoka, nuestra Giselle, elaboró un personaje cálido y aniñado en sus gestos, y resolvió con bastante brillantez en mi opinión la escena de la locura –siempre pienso en “Lucia di Lammermoor” cuando hablo de “escena de la locura”–. Hasta el momento en el que cayó desplomada, me recordó a un pájaro de esos que se cuelan por las ventanas de un edificio y vuelan desorientados de un lugar a otro buscando una salida desesperadamente.
El segundo acto resultó menos atractivo visualmente, lo cual es lógico teniendo en cuenta que transcurre en un cementerio. Sin embargo, para mí fue mucho más rico en lo que a la danza se refiere. Las fantasmales “Willis” resultaron siempre estupendas y crearon momentos de enorme belleza visual. Recuerdo ahora mismo, por ejemplo, la forma de desplazarse el cuerpo de baile hacia los flancos del escenario apoyando todo el peso del cuerpo en una pierna mientras la otra permanece levantada en paralelo al suelo. La frenética danza de estos espíritus alrededor del conde Albrecht (Segejs Neikšins) resultó igualmente espectacular, así como la presencia protectora de nuestra Giselle.
En suma, otra noche de ballet en el Maestranza para recordar. Cuando las cosas funcionan tan bien, es lógico desear que hubiese varios espectáculos de este tipo por temporada, pero con la crisis me doy más que por contento con el simple hecho de que en Sevilla se siga apostando por el ballet clásico.
Fotografías: http://julio-rodriguez.blogspot.com.es/
3 comentarios:
Que bonito post, gracias.
¡A ti por comentar!
Me alegro que lo pasases bien.
Un saludo.
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