Ayer asistí a la última de las representaciones del Don Carlo verdiano que ha servido de colofón a la temporada de ópera del Teatro de la Maestranza. De entre las versiones que dejó Verdi de la obra, Halffter optó por la abreviada de 1884, privándonos así del acto de Fontaineblau.
Antes de entrar en detalle sobre los aspectos musicales de la función, mis primeras palabras van a ir dirigidas a la puesta en escena de Giancarlo del Monaco. El interés de esta producción no radica en absoluto en sus monótonos decorados, que no son sino unas desnudas estructuras recubiertas de oscuros mapas cartográficos que ilustran o quieren ilustrar la expansión territorial del imperio español. Honestamente, me hubiera gustado ver cómo se las hubiera ingeniado Del Monaco para recrear con semejante pobreza de material escénico el suprimido acto de Fontaineblau, en el que la presencia de los mapas hubiera sobrado claramente más que nunca. En cualquier caso, el clásico vestuario que exhibieron todos los personajes llevaba a pensar que el director escénico pretendía situar una ambientación clásica bajo unos parámetros más o menos abstractos. El problema está en que para que esto sea creíble, los personajes vestidos de época no deben entonces interactuar con el decorado abstracto, y eso es exactamente lo que ocurre en la escena del auto de fe, en el que el esforzadísimo coro debe arrastrar por el escenario un enorme crucifijo que no pinta nada. Representar el poder de la Iglesia mostrando al público un gran crucificado no es ni original ni novedoso en el Maestranza, donde ya pudimos ver exactamente eso en La favorita de la pasada temporada, en la que la presencia del crucifijo estaba además bastante mejor resuelta desde el punto de vista técnico y escénico. Cuando el señor que estaba sentado a mi lado vio el enorme Cristo, simplemente exclamó: “Con el crucifijo s’han pasao”. La sabiduría de lo espontáneo.
Hubo otras decisiones completamente arbitrarias de Del Monaco, pero la más flagrante fue el modo en el que presentó al Gran Inquisidor en su dúo con Filippo. El viejo nonagenario apareció como un penitente exageradísimo, no solamente flagelado, sino coronado también de espinas e incluso con las manos y los pies agujereados. Grave, gravísimo error en mi opinión. Se supone que Del Monaco ha querido mostrar la ceguera, la brutalidad y el fanatismo religioso, pero de lo que no parece haberse dado cuenta es de que lo que realmente resulta transgresor y atrevido es presentar al personaje vistiendo sus ropas sacerdotales. Si reducimos la apariencia física del Inquisidor al aspecto ensangrentado del villano de una película de terror adolescente estaremos distorsionando por completo el sentido abiertamente anticlerical pretendido por Verdi para la escena. Insisto: la denuncia contra el fanatismo resulta infinitamente más atrevida presentando al personaje con ropas de religioso. Luego, a Del Monaco se le ocurre añadir tensión, como si no hubiera ya la suficiente, a la escena del “duelo” entre el inquisidor y el rey, haciendo que éste tome algo de la mesa (creo que un candelabro o algo así) y esté a punto de abrirle la cabeza. Grotesco. Tanto como el hecho de que Don Carlo no sea conducido a la sepultura de Carlos V por el fantasma del emperador, sino que muera asesinado por su padre, lo que deja completamente fuera de lugar a la aparición fantasmal que cierra la obra. Soy permisivo con los montajes que se toman libertades (hay un montón de pruebas en este blog que me da pereza recopilar) pero el límite de lo tolerable viene marcado por la propia coherencia argumental, aquí rota en la última escena, y por el respeto a la música. ¿Se puede salvar algo de esta producción? En mi opinión, el estupendo vestuario de Jesús Ruiz, aunque los principales personajes vistan todos de color oscuro, con la excepción del inquisidor, que como decíamos, en su dúo con Filippo va directamente de mamarracho.
Vayamos ahora con los cantantes. Mucha caña le han dado por internet al Don Carlo de Kamen Chanev, tanto que casi iba mentalizado de escuchar algo espantoso. Lo cierto es que no me lo pareció. Está claro que no es el suyo un Don Carlo maduro en absoluto, y comenzó con algún problema de afinación que fue venciendo a lo largo de la noche, compensando con agudos muy seguros en los que su voz, que me sonó más bien lírica, brilló hermosa. En ningún momento cantó engolado, como apunta Mengíbar en su crítica de Diario de Sevilla respecto de la primera de las funciones. Del Monaco recurrió a él para introducir otra chorrada dirigida quizá a desconcertar al público, y de paso, impedirle concentrarse en la música: la escena en la que el infante cae desmayado ante Elisabetta se escenificó con ridículos espasmos de Chanev, bastante próximos a lo cómico y que en absoluto encuentran respuesta en el clima que describe la tierna música que Verdi escribió para la escena. En fin. Más segura estuvo la Elisabetta de Fiorenza Cedolins, que aportó una estupenda Tu che la vanità, aunque en ocasiones acusó algún problema, no excesivamente preocupante, de volumen. Me hubiera gustado también algo más de pathos en el personaje. No es que fuera la suya una interpretación gris, pero tampoco me pareció desbordante de personalidad.
Al margen de la pareja protagonista, el papel de Filippo ha recaído en el joven bajo Ievgen Orlov, reciente ganador de Operalia. Ha sido su primera ópera completa y la impresión es la de que hay material para que pueda convertirse en un buen bajo. Su problema más obvio es la pésima dicción italiana, que evidencia que no maneja en absoluto el idioma. Por lo demás, hubiera sido deseable una mayor intensidad para evitar convertir al personaje en algo plano. No fue un Filippo bien matizado, aunque siendo la primera vez que se sube a un escenario a cantar un papel completo (y nada menos que el Filippo) poco hay que se le pueda objetar con severidad. Debo decir que mis compañeros de butaca me pusieron realmente nervioso en el Ella giammai m’amò. El señor de al lado reconoció la melodía, y en un gesto de grave mala educación comenzó a silbar bajito. Giré mi cabeza hacia él y me quedé observándolo sin decir nada. El hombre captó el mensaje, de eso estoy seguro, pero entonces le vino un ataque de tos que alternó con nuevos silbidos, violando todas las leyes de la naturaleza y del cuerpo humano. Luego, la pareja que había a mi espalda tuvo una conversación distendida y entró en acción “la tonta del caramelo”, personaje mítico que no podía faltar. Da igual donde uno se siente, siempre hay una “tonta del caramelo” cerca dispuesta a abrir el envoltorio despacito, despacito. Debe haber varias decenas en cada teatro, repartidas por todas las zonas. El silencio volvió en mis alrededores durante el dúo entre el rey y el inquisidor, aunque cuando el primero intentó partirle el cráneo al segundo, gracias a la inventiva de Del Monaco, una persona sentada a mi derecha aludió a algún tipo de problema mental (de Filippo, no del regista) diciendo “el rey no está bueno”.
La triunfadora de la noche fue la estupenda Éboli de Dolora Zajick, que me gustó más en el O don fatale que en la canción sarracena. Agudos impactantes, lanzados como cuchillos sin la menor cavilación y graves perfectamente colocados, sin el menor asomo de palidez en la voz. El público respondió y se llevó, creo, la mayor ovación. Tenía partidarios enfebrecidos en la zona de Paraíso (donde estuve sentado) que la bravearon intensamente. También me gustó mucho el Rodrigo de Ángel Ódena, que empezó con un excesivo vibrato en el primer acto que supo controlar después. Lo mejor, la escena de su muerte, aunque el disparo sobresaltó a medio teatro. Vocalmente, aunque no en lo escénico (algo de lo que no tiene culpa) resultó sobresaliente el Gran Inquisidor de Dimitri Ulianov, en cuyo dúo con Filippo brilló respondiendo a cada una de las preguntas del rey con una potente voz casi fantasmal y sin la menor vacilación, como si de un siniestro oráculo se tratara. Por último, la orquesta se tragó al Tebaldo de Aurora Amores.
Excelente el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Según me ha llegado a través de uno de sus miembros, la cosa ha sido esta vez especialmente esforzada.
En cuanto a la dirección de Pedro Halffter al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, sinceramente no percibí que los tempi empleados fueran “erráticos”, como más de uno ha señalado, sino más bien tirando a lo convencional. Halffter está más convincente en territorios veristas, entregándose más aquí a la espectacularidad y al sonido efectista (tremendo, por ejemplo, el sonido que extrajo de la orquesta en “La pace dei sepolcri”), pero, en general, servidor lo pasó bien.
PS: No quiero cerrar la entrada sin dedicar un recuerdo especial a los desconocidos que me rodearon en la zona de Paraíso. Ya he dicho las cosas más significativas, pero no pienso resistirme a plasmar aquí los innegables conocimientos históricos de una mujer sentada a mi espalda: “Isabel de Bolís” (¡!) y “la del parche”. Como suena.
Fotografías: http://julio-rodriguez.blogspot.com/
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