lunes, 1 de febrero de 2010

Hänsel und Gretel (Holloway, Kučerová, Ablinger-Sperrhacke - Ono)

La casa DECCA editó en 2009 en formato DVD las representaciones que acogió Glyndebourne de L’incoronazione di Poppea y de Hänsel y Gretel en verano de 2008. De la primera de ellas ya hablamos en su momento, y no puede extrañar a nadie que encontremos a dos cantantes “repetidos” en ambos proyectos, dada la cercanía entre los dos. Poppea y Hänsel und Gretel estuvieron separados sólo por días entre junio y julio de ese año. Wolfgang Ablinger-Sperrhacke era la sirvienta Arnalta en L’incoronazione, mientras que aquí le vemos de nuevo travestido en el papel de la bruja. También Amy Freston, que cantaba el papel alegórico del Amor en la ópera de Monteverdi, repite aquí como el “duende de la arena”.

Como siempre, comenzamos con un enlace al libreto en castellano y un resumen argumental que hoy es más innecesario que nunca:

Acto 1: Los hermanos Hänsel y Gretel, hijos de padres pobres, no tienen nada que llevarse a la boca y matan el hambre jugando y bailando. Su madre les recrimina su ociosidad y poca predisposición para el trabajo, y después de romper una jarra llena de leche en plena discusión les manda al bosque a recoger fresas para la arruinada cena. Tras la partida de los hermanos aparece el tambaleante padre, alegre por la bebida y por haber tenido un buen día de negocios: la venta de escobas le ha permitido adquirir alimentos más que suficientes para una buena cena. Su buen humor se desvanece cuando se entera de que su esposa ha mandado a los niños al bosque sin saber que allí habita un ser horrendo que devora a los niños: la bruja del mazapán. Atraídos por sus golosinas, los niños terminan en el horno de la bruja, del que salen convertidos en mazapán por sus poderes mágicos. Los aterrados padres salen apresuradamente al bosque a la búsqueda de sus hijos.

Acto 2: Las fresas recogidas en el bosque por Hänsel y Gretel han terminado en sus estómagos y comienza a oscurecer para buscar más. Hänsel se da cuenta de que están perdidos y los dos hermanos quedan aterrados por las sombras y ruidos amenazantes del bosque durante la noche. Aparece entonces el duende de la arena, un hombrecillo que coloca dos granitos de arena sobre los párpados de los niños, que caen dormidos después de rezar sus oraciones nocturnas. Su sueño es protegido por sus ángeles de la guarda.

Acto 3: Amanece y el duende del rocío despierta a los hermanos con sus gotitas. A la luz del día localizan una casa formada de dulces y pasteles. De su interior aparece la bruja, que invita amablemente a los niños a atiborrarse de golosinas. Como los hermanos desconfían y de nada le sirve disimular ser “Rosina la golosa”, la bruja revela su verdadera identidad y encierra Hänsel para engordarle a base de dulces, mientras ordena a Gretel que sirva la mesa y eche una ojeada al horno con el propósito de empujarla dentro. La niña pide a la bruja que le muestre el modo de acercarse, y es ella la que precipita a la bruja al interior del horno. Agradecidos, entran en escena la totalidad de los niños que la bruja tenía preparados para zampárselos, al tiempo que aparecen los padres de Hänsel y Gretel.


El compositor alemán Engelbert Humperdinck fue el encargado de poner música al célebre cuento de los hermanos Grimm a partir del libreto escrito por su propia hermana, Adelheid Wette, dirigiendo el estreno en 1893 nada menos que Richard Strauss, quien no dejó nunca de alabar esta obra. La ópera contiene una impresionante riqueza orquestal, particularmente destacable en la obertura y en el entreacto que separa al acto primero del segundo. En su estilo, Hänsel y Gretel se circunscribe en el ámbito de lo wagneriano, lo que plantea un problema añadido a la hora de la selección de los cantantes: los protagonistas son dos niños y sus voces han de sonar necesariamente infantiles, mientras que, por otra parte, la exhuberancia orquestal exige voces poderosas que no sean tapadas por la orquesta. Al problema de encontrar voces “infantiles” aptas sin embargo para la grandilocuencia musical de la obra hay que añadir que un Hänsel y Gretel bien representado implica también un cierto grado de actividad física para los cantantes (bailoteo, juegos, carreras, etc.) que dificulta aún más el ya de por sí difícil control de la voz.

Lo que acaba de referir con la expresión “exhuberancia” para los oídos no debe interpretarse bajo ningún concepto en el sentido de que estemos ante una obra que tan sólo ofrezca “espectáculo” musical, lo cual tampoco sería malo ni censurable. La música de Humperdinck, además de lo ya referido, es de una hermosura apabullante: véase sobre todo el final del segundo acto, con la caída de la noche en el bosque y la adorable música que acompaña a la aparición de los ángeles, precedida por el bello tema del duende de arena, que repetirá el duende del rocío al comienzo del tercer acto, y la oración de los niños. A ello hay que añadir el acertadísimo modo en el que la música describe psicológicamente a cada personaje con tanta o más precisión que las palabras del libreto: la alegría innata del padre, el carácter amenazante y tristemente decaído de la madre, todo cuanto se refiere a la bruja y sobre todo el carácter plenamente infantil de los protagonistas: se lamentan de su suerte y del hambre, sí, pero ello no les priva de las ganas de seguir siendo niños y de vivir y comportarse felizmente como tales. Me es imposible no recordar aquí ese manido argumento, que ignoro si tendrá algo de cierto, de que a veces se puede ser más feliz con menos.

Lo que no deja de ser curioso es que estemos ante uno de los pocos ejemplos de óperas de cuentos que existen. De hecho, y aunque desde luego haya muchas más, ahora tan solo se me vienen a la cabeza este Hänsel y Gretel y la maravillosa Cenicienta de Rossini.


Entrando ya de lleno en el DVD de Glyndebourne, la puesta en escena de Laurent Pelly apuesta por “actualizar” el cuento, ofreciendo una lectura del mismo adaptada a las formas del siglo XXI. Así, la casa de pastel de la bruja tiene la estructura de la sección de dulces de un supermercado, mientras que el bosque en el que se enclava se muestra enfermo y sembrado de bolsas y residuos. Lo que Pelly pretende, tal y como declara él mismo en una entrevista que se acompaña en el DVD, es incluir en la historia de Hänsel y Gretel una denuncia contra el exceso de consumismo propio de las sociedades occidentales de nuestro tiempo y de sus perniciosos efectos sobre el medio ambiente.

Sin ánimo de polemizar, una de las reflexiones de Pelly en la citada entrevista me desconcierta enormemente. Según dice, el libreto contiene una significación cristiana “inadmisible” en una sociedad de nuestro tiempo, significación que él desplaza por el antes citado mensaje ecológico. Lo que yo me pregunto es en qué consiste exactamente la influencia del cristianismo en la historia de Hänsel y Gretel. A mi modo de entenderla, la moraleja que se transmite a los niños es que el camino dulce y agradable en ocasiones puede ser el equivocado. Algo que no es sino una verdad tan rotunda y obvia que no puede circunscribirse exclusivamente dentro del ámbito cristiano, sino dentro del sentido común de cualquier persona cabal. Así las cosas, las únicas referencias cristianas que podemos encontrar en la historia son las siguientes:

- La presencia de los ángeles de la guarda al final de segundo acto y el rezo de las oraciones por los protagonistas. No existe modo de eliminar esta referencia religiosa, salvo quitarles a los ángeles las alitas de la espalda, lo que no impide que sigan siendo lo que son: ángeles.

- La cantilena del padre de los niños: cuanto mayor es la necesidad, dice, mayor es la bondad de Dios. Pelly, que se define como ateo, considera absurda esa reflexión, y en mi opinión tiene más razón que un santo. En efecto, Dios no va a venir a salvar a nadie de morir de hambre ni de cualquiera de las necesidades materiales de los hombres, por lo que la reflexión del padre de los niños está ciertamente equivocada. Pelly lleva razón, pero tampoco hay forma de suprimir esta referencia si no es mutilando el texto.

Así las cosas, ninguna de las dos referencias cristianas tiene la menor relevancia en el transcurso de la acción: es irrelevante para el curso de los acontecimientos el que el padre borracho peque de iluso en sus creencias religiosas o el que aparezcan en escena unos angelitos que son puramente decorativos. En mi opinión, el cristianismo ejerce una influencia cero en la historia de Hänsel y Gretel, y Pelly se engaña al observar el cuento como transmisor de una moraleja religiosa. Partiendo de ese error, el francés busca universalizar el cuento y contrapone una “contra-moraleja” que se imponga a la en mi opinión inexistente religiosa y que no es otra que el acertadísimo mensaje ecológico que defiende y que tan bien sienta a esta visión contemporánea del cuento.

Otro debate distinto sería el de la aversión a lo religioso y la “necesidad” de maquillarlo. Si las vagas referencias a Dios de “Hänsel y Gretel” son inaceptables para Pelly, supongo que tendrá muy serios quebraderos de cabeza para escenificar otras óperas en las que la religión sí ejerce un papel importante. ¿Habrá llegado también a la ópera la hipócrita moral de lo “políticamente correcto”? Porque a mi modo de ver las cosas, hay en “Hänsel y Gretel” cosas mucho más “inaceptables” para cualquier sociedad desarrollada que unas ingenuas referencias religiosas, como la disposición de los padres de los niños a pegarles si no trabajan. Dejémoslo aquí. El resultado, que a fin de cuentas es lo que vemos como espectadores, me parece acertado, por muy inconsistente que sea el proceso mental del que salió. Los cuentos no son algo que permanezca anclado en el pasado, sino que permanecen siempre en el presente (diría que nacen con vocación de “intemporalidad”) y lo que hace Pelly es mostrarnos a Hänsel y a Gretel en la época actual, con una bruja que encarna el consumismo desenfrenado y un bosque sembrado de cartones y bolsas de plástico. Muerta la bruja, los niños salvados colgarán el cartel de “cerrado para siempre” en su casa-supermercado.

Los papeles de Hänsel y de Gretel recaen en esta producción sobre Jennifer Holloway y Adriana Kučero, respectivamente. Holloway es un Hänsel absolutamente convincente, adecuadamente masculino y maravillosamente actuado. Basta ver su expresión, cómicamente aterrada, dentro de la jaula en la casa de la bruja, o sus vanos intentos de mostrarse ante su hermana como un valiente en el bosque cuando en realidad tiene tanto o más miedo que ella. He leído por ahí alguna crítica a la pronunciación alemana de Holloway, punto este del que no puedo opinar porque desconozco esa lengua más allá de algunas palabras básicas. Todavía más lograda es la maravillosa Gretel de la guapísima Adriana Kučerová, cuyo canto no parece inmutarse para nada de los brincos que da en escena. Tenemos, por tanto, la combinación ideal para esta ópera: dos cantantes jóvenes que adecuadamente vestidos no desentonan como niños (si el papel lo asumen cantantes de una cierta edad se produce un resultado escénicamente grotesco, por muy buenas que sean las cualidades vocales) y con voces “a prueba de bombas” tanto sobre lo que ocurre en el escenario como en el foso de la orquesta.

En esta primera representación de la ópera de Humperdinck en Glyndebourne se ha seguido la costumbre de asignar el papel de la bruja no a una mezzosoprano, sino a un tenor. En un primer momento puede antojarse extraño, pero basta conocer un poco la obra para darse cuenta de que también la cuerda de tenor se adapta bien a la música escrita para la bruja. Wolfgang Ablinger-Sperrhacke posee una voz algo pequeña, de apariencia frágil y que no destaca particularmente por su belleza. Todo depende, naturalmente, de los papeles que escoja para su repertorio: estaba plenamente convincente como la vieja Arnalta en L’incoronazione di Poppea, y también ofrece todas las cualidades necesarias para ser una buena bruja de mazapán: amable y tentadora con los niños pero también falsa, amenazante y malévola durante sus primeros minutos. Luego se quita la careta (o en nuestra producción, la peluca rosa) y su papel se impregna de una crueldad cómica y grotesca que Humperdinck administra en su justa medida, sin llegar a desdibujar al personaje: aunque nos riamos de ella, odiamos a la bruja, que hasta el final nos mantiene en alerta y tensión por mucho que sepamos el modo en que ha de acabar la historia. Prueba de esa buena interpretación del personaje son, paradójicamente, los sonoros abucheos que el público propina a Ablinger-Sperrhacke cuando se acerca a saludar una vez terminada la función. Se nota que el público de Glyndebourne se lo pasa bomba con la obra, y abuchean a la bruja no por una mala interpretación del personaje por parte del cantante, sino por que es la bruja y se lo merece. Añádase a ello la simplemente genial caracterización del tenor, que hace a los maquilladores de Glyndebourne merecedores de cualquier halago. El propio Ablinger-Sperrhacke declara en la entrevista la dificultad de moverse en escena con un disfraz de ¡diez! kilos.


Irmgard Vilsmaier interpreta a la madre (Gertrud) y Klaus Kuttler al padre (Peter) de Hänsel y Gretel. En lo que a ambos personajes se refiere, el libreto de Wette suaviza considerablemente la visión que de ellos nos transmite el cuento original de los Grimm, en el que acuerdan fríamente deshacerse de sus hijos. Aquí, la visita de los niños al bosque se debe tan sólo al hecho de que la madre desconozca de la existencia de la bruja.

Vilsmaier enfoca perfectamente el carácter depresivo e iracundo de la madre en el primer acto. Está dispuesta a golpear a sus hijos, y lo que termina golpeando en su furia es un jarro de leche que les deja sin cena. A primera vista se nos puede antojar como un ser cruel que al haber sido diseñada a fin de cuentas en el siglo XIX aplica la máxima de que la letra con sangre entra. No deja de ser curioso que en muchos montajes sea la misma cantante la que asuma los papeles de madre y de bruja. Otro enfoque, más considerado hacia ella pese a no liberarla completamente de su oscuridad, sería el de tener en cuenta que se trata de una persona desesperada, sin absolutamente nada que llevarse al estómago y lo que es peor: sin nada que proporcionar a sus hijos. En el montaje de Pelly, la familia vive en una casa construida con cartón, como si se tratara de un residuo del consumismo encarnado por la bruja.

Frente a este carácter pesimista tenemos como contraste a la alegre figura del padre, excelentemente cantado por un Kuttler capaz de captar la sutil comicidad del personaje y el aire algo rústico y “tabernero” que transmite con su “Tralalará”. Mientras que la madre se deprime por la pérdida de la jarra, a él le hace gracia y trae alimentos a casa. Aun borracho como una cuba tiene más sentido común que su esposa y le recrimina lo improcedente de enviar a los niños solos al bosque.

Cerrando el reparto, hay que señalar lo bien cantados (y caracterizados) que están los hombrecillos de la arena (Amy Freston) y del rocío (Malin Christensson), pero es la primera de estas jóvenes sopranos la que me llama la atención. Freston, de cuya participación ese año en L’incoronazione di Poppea hablé aquí, posee una preciosa voz aterciopelada y una gran desenvoltura en sus movimientos en escena, algo que se evidenciaba más en Poppea por las exigencias del montaje de Carsen. Poco después de agenciarme ese último DVD volví a tropezar con esta soprano en una grabación radiofónica del Dixit Dominus de Handel y del Magnificat de Bach dirigidos por Emmanuelle Haïm. Ahora la encuentro por tercera vez y hay que rendirse a la evidencia: es de esas cantantes que, pese a aparecer pocos minutos en escena, consiguen que las recuerdes al final del espectáculo, dotada de una hermosa voz de soubrette de apariencia ligera aunque no exenta de una grata sensación de “profundidad”. Sin que sepa muy bien por qué, se me ha metido en la cabeza que su voz es la idónea para el “Blute nur” de “La Pasión según San Mateo” de Bach. Por si fuera poco, he leído que es además una espléndida cantante mozartiana, particularmente destacable como Despina (Così fan tutte). Señores de las discográficas, ¿para cuándo una grabación? Desde ya, rompo una lanza por Amy Freston, a quien procuraré tener en cuenta en este humilde patio de butacas.

La calidad del reparto se ve reforzada por el buen hacer de Kazushi Ono al frente de la Filarmónica de Londres, así como por el coro infantil que cierra la obra. Ono es un director no demasiado bien conocido (yo solo tengo un disco suyo desde hace años con música de Tchaikowsky), pero que explota con precisión cada uno de los matices y colores (y no son pocos) de la partitura de Humperdinck. Se trata de una dirección intensa, apasionada y en la que brilla de forma sobresaliente la orquesta londinense. También él es entrevistado en el “Bonus” del DVD y muestra ejemplos al piano, canturreando sin pudor alguno, del carácter wagneriano de la obra y de aquellos rasgos de la misma que se alejan sin embargo del autor de la tetralogía.


Para cerrar el círculo, el DVD muestra una simpática presentación que anticipa el sentido del humor de una puesta en escena que apuesta con acierto, como decía, por transmitir un mensaje de defensa del medio ambiente. El mayor mérito, sin embargo, radica en las gargantas de todos los que integran el reparto, en la batuta de Ono y en la Filarmónica de Londres. Una representación divertidísima y musicalmente brillante, que Glyndebourne repondrá de nuevo este año con algunos cambios de reparto y que consigue que la ya de por sí escasa duración de la obra (poco más de hora y media) se nos haga, si cabe, aún más corta.

Como ya ocurrió con Poppea, lo reciente del DVD implica que aún no haya demasiados extractos localizables en youtube con los que ilustrar esta entrada. Aunque falten algunos fragmentos que me gustaría incluir, por ahora dejaré por aquí un poco del acto primero y el monólogo de la bruja, así como el tráiler promocional de Glyndebourne.












lunes, 25 de enero de 2010

Recital sevillano de René Pape


¿Cómo podemos recibir en Sevilla a un bajo de la talla de René Pape con numerosas localidades sin vender? No es que el Maestranza estuviera vacío ayer, pero bastaba una simple ojeada para observar muchas más butacas vacías de las que en principio cabría esperar ante la visita de un artista de la categoría de Pape. Por supuesto, me gustaría pensar que la culpa la tiene la crisis, pero la realidad es que por poco más de quince euros era posible conseguir una entrada en Paraíso.

Al margen de esta primera y amarga impresión, que nada tiene que ver con el amigo Pape, lo que pudimos escuchar ayer los asistentes fue una admirable lección de canto en todos sus sentidos. Pape hizo gala durante todo el recital de una voz poderosa, consistente en la totalidad del registro y de gran naturalidad, sin una pizca de engolamiento. Tras un estupendo Schwanengesang (“El canto del ciste”) schubertiano, Pape rindió un justísimo homenaje a Hugo Wolf en su centenario con sus “Canciones sobre poemas de Miguel Ángel”, que según se lee en el programa de mano fue lo último que escribió Wolf antes de perder la cabeza. No sintonizo demasiado con esta música, pero justo es reconocer que Pape supo imprimir sobresalientemente la inquietante tensión, administrada en su justa medida, de los tres lieder. De vuelta con Franz Schubert, Pape ofreció una cálida interpretación de la famosa An die Musik (“A la música”), seguida por una vigorosa Lachen und Weinen (“Reir y llorar”).

El público del Maestranza se esforzó, como siempre, en tomar parte activa en el recital y hacerlo participativo, convirtiéndolo en un conjunto de canciones con coro... de toses. Lo peor fue en la primera parte, aunque en la segunda, dedicada a Robert Schumann (también de aniversario en 2010) se produjo el desagradable incidente de que las toses arruinaran el comienzo de Ich hab’im Traum geweinet (“He llorado en sueños”), precedido por un Am leuchtenden Sommermorgen (“En una luminosa mañana de verano”) cantada con exquisita media voz. En cuanto al acompañamiento al piano de Camillo Radicke me pareció o bien algo gris o bien que Pape se lo merendó.

PS: A Pape le quedaba ancho el pantalón.

Añadido: "Un bajo de la talla de René Pape...". Suena gracioso, lo sé, pero lo escribí sin maldad. Además el señor Pape no tiene problemas de estatura.

martes, 19 de enero de 2010

El ejemplo de Miep Gies


Hace apenas unos días que hablaba de ella y del valor que demostró protegiendo a los ocho escondidos de "La Casa de Atrás". Miep Gies, la protectora de Ana Frank y la persona que salvó el Diario, se nos ha ido a la avanzada edad de 100 años. Y han sido una caída reciente y una lesión en el cuello las que se la han llevado, porque a su edad se encontraba como una rosa y con el suficiente ánimo y lucidez como para responder por escrito a la legión de admiradores que se dirigían a ella.

Se negaba a ser considerada una heroína. Junto con su esposo, Jan Gies (afiliado a la Resistencia holandesa), ayudó a los ocho escondidos cumpliendo sólo -según ella- un deber moral que cualquiera hubiera realizado. Lo que no es tan sabido es que durante buena parte de la guerra también refugió a otro joven perseguido en su propia casa, con lo que quedaba al frente de la descomunal tarea del cuidado y la atención de nueve personas. Tampoco es demasiado conocido el hecho de que arriesgase su propia vida hasta el extremo de entrar en el cuartel general de la Gestapo el día despúes de las detenciones para intentar sobornar (en vano) al oficial encargado de ellas. Hoy más que nunca animo a quien lea esta entrada a buscar el libro "Mis recuerdos de Ana Frank", en el que Alison Leslie Gold recoge minuciosamente sus vivencias durante la guerra. Hoy está descatalogado, mientras que las librerías están bien surtidas de libros que bien podrían calificarse de "porquería". Sea como fuere, aún cabe la posibilidad de adquirirlo de segunda mano, como hice yo en su día.

Ana Frank y su padre el día de la boda de Miep.

Con Miep se nos va la última protagonista de una historia que ha conmovido a millones de lectores y que, en el fondo, no es sino un drama más (uno de tantos) de la barbarie nazi. Si en el mundo predominasen el humanitarismo y la fraternidad el comportamiento de Miep no hubiera sido digno de elogio (como ella pretendía). Por desgracia no lo es y el caso de Miep es llamativo. Ahora que no está para quejarse, supongo que poco importa el decir que sí: que Miep Gies fue una valiente y una heroína.

GRACIAS, Miep, por salvar el mensaje de Ana y transmitirlo al mundo. Ejemplos como el tuyo son los que de verdad hacen que valga la pena levantarse cada mañana. Saluda a Ana de mi parte.




jueves, 7 de enero de 2010

La Traviata (Stratas, Domingo, MacNeil - Levine)

Con la idea de preparar lo que aún depara la temporada de ópera del Maestranza, hoy comentaré una famosa filmación de La Traviata, con música de Giuseppe Verdi -como todo el mundo sabe- y libreto de Francesco Maria Piave, basado en “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas hijo. Aquí un resumen:

Violetta Valéry es una cortesana (una putilla, con perdón) del París de mediados del siglo XIX que vive en un ambiente de alcohol, drogas y sexo desenfrenado en el cual se siente perfectamente integrada. Un buen día, durante una de sus orgías (venga, es sólo una fiesta) conoce a un tonto llamado Alfredo Germont, que se enamora de ella. Violetta queda sumida en profundas cavilaciones: ¿siento la cabeza y me voy con el tonto o continúo pasándomelo de lo lindo?

En el acto segundo vemos que Violetta se ha inclinado por la primera opción. Está muy reformadita y vive con su Alfredo en una casa de campo... hasta que un buen día se presenta el papá de Alfredo diciendo que no le gusta que su hijo viva con semejante pelandrusca. Además, el citado señor Germont tiene otra hija que no podrá casarse salvo que Alfredo vuelva con su familia. La pareja rompe y Alfredito sigue a Violetta hasta la fiesta de su amiga Flora, donde la ofende públicamente al arrojarle encima un puñado de billetes. El barón Douphol, protector de Violetta, le reta a un duelo.

Violetta está tísica perdida en el acto tercero. Alfredo, después de pegarle un tiro al barón (que se recupera), corre a visitarla seguido por el tonto de su papá. Ambos se presentan arrepentidísimos de haber sido dominados por los prejuicios y de haberse comportado cruelmente con ella. Violetta casca.

La historia se nos puede antojar simple y previsiblemente lacrimógena, como si se tratara de un culebrón cutre, pero lo que ocurre en realidad es que hemos perdido perspectiva. Hoy nadie muere en el primer mundo de tuberculosis, por lo que corremos el riesgo de ver lo que ocurre en escena como algo lejano. En 1853, lógicamente, era otra cosa y lo que ocurría frente al espectador le sobrecogía del mismo modo que nos ocurriría hoy a nosotros si el tema versase sobre el sida o las drogas. Algo parecido le oí comentar a Luciano Pavarotti en una entrevista en relación con La Bohème, cuyo argumento es en cierto modo similar. La historia, por tanto, no ha dejado de ser actual, aunque las formas hayan cambiado.


Con sus dos nominaciones a los Oscar, la película que dirigió Franco Zeffirelli en 1982 es quizás la filmación más famosa que se haya realizado de una ópera. Hoy es un clásico, aunque la fama y la calidad son desde luego factores independientes. ¿A qué debe su fama esta Traviata? Probablemente al espectáculo visual que viene unido siempre al nombre del director italiano. El problema es que Zeffirelli tiende a abusar injustificadamente de los extras y a llenarlo todo de objetos y cachivaches que hacen de sus montajes (y de sus películas de óperas) algo aparatoso, recargado, casi asfixiante. El resultado es que uno termina agobiado por el horror vacui zeffirelliano, consistente en que no puede quedar ni un centímetro libre de chismes en el escenario, y no puede concentrarse en la música. Se agradecen, desde luego, los montajes espectaculares, pero cuando perdemos el sentido de la medida corremos el riesgo de traicionar a la música. Y eso es exactamente lo que va a ocurrir cuando el director de escena se excede de su cometido y toquetea la partitura para que se adapte a su visión escénica. En su película de Otello, Zeffirelli mutila sin piedad la partitura verdiana, y en nuestra Traviata comete el error contrario: se saca de la manga una escena completa al comienzo del segundo acto en la que vemos la llegada de Violetta a su nueva casa utilizando para ello la música de la fiesta del acto primero. ¿Tan difícil es que el director escénico se ocupe de lo que ocurre sobre el escenario y que las cuestiones musicales corran a cargo del señor que lleva la batuta (en nuestro caso James Levine)?

Por supuesto que es una Traviata visualmente espectacular (con el ballet del Bolshoi en la famosa escena de las gitanas y los toreros de la fiesta de Flora) y muy bien filmada, pero sin duda excesiva y recargada. Toda la fiesta de Violetta (primer acto) me parece visualmente de lo más agobiante. La escena del brindis parece un juego de “a ver cuántas decenas de personas cabemos en esta habitación”. ¡Más madera! Y que conste también que no soy absolutamente anti-Zeffirelli: nadie negará que sus montajes son muy bellos, y en sus filmaciones hace alarde de recursos cinematográficos muy inteligentes, habituales en el cine pero no en la ópera. Por ejemplo, en esta Traviata tenemos el uso abundante de flashbacks (los dos primeros actos se presentan como recuerdos de Violetta enferma) y de palabras “pensadas” (algo que ya había hecho antes Ponnelle), pues vemos que la protagonista no abre los labios durante su “E strano!” (“Es extraño”) transmitiendo así la sensación del pensamiento. Desde luego, me quedo con cualquier montaje suyo de La Traviata antes que con otros como el perpetrado en el festival de Salzburgo de 2005 con Netrebko y Villazón y difundido también en DVD. Dentro de la faceta de Zeffirelli como director de cine, debo decir que me encanta su “Jesús de Nazaret”.

Violetta Valéry es un personaje de curiosa evolución: de mujer entregada a los placeres (en La dama de las camelias Alejandro Dumas la presenta como prostituta, si bien la palabra maldita no sale en toda la ópera) a amante dispuesta a vender cuanto tiene por pagar los gastos de su vida con Alfredo, y de ahí a mujer abandonada y moribunda. La evolución del personaje es algo que no vemos, aunque intuimos: en el acto primero tenemos a la Violetta despreocupada y superficial, en el segundo pasamos de repente a ver a la amante entregada, y en el tercero su salud se ha degradado por la enfermedad y podemos intuir el desenlace. Violetta es distinta en cada acto, reuniendo según se dice a tres sopranos en una: ligera (primer acto), lírica (segundo) y finalmente dramática (tercero). Por cierto que en cuanto a la reputación de la protagonista en el primer acto hay que mencionar que en contra de la voluntad del compositor, en el estreno de la ópera en La Fenice veneciana y hasta entrado el siglo XX, la historia no se ambientaba en la época “actual” de su estreno (década de 1850), sino en el siglo XVIII, más abierto sexualmente y menos “escandaloso” por tanto para la mojigata moral victoriana. De todas formas, Verdi, siempre pragmático, se refería a Violetta como “la puta”.

Teresa Stratas es el gran “pero” de esta película. El problema es que en La Traviata, todo el peso de la acción recae sobre el personaje de Violetta, por lo que una Traviata sin Violetta ni es Traviata ni es nada. No soy ningún entendido en materia de técnica vocal, sino un simple aficionado, pero parece evidente que Stratas muestra problemas en la colocación de la voz, que suena a veces descolorida, inconsistente y apagada a medida que desciende (“Morir sì giovine, io che ho penato tanto!” – “¡Morir tan joven, yo que he sufrido tanto!”). En las coloraturas es chillona hasta lo desagradable y su poco control del fiato deja una sensación de ahogo casi permanente. Desde luego, no pasa la prueba del Sempre libera, donde además del horror vocal (está “ahogaíta” perdida), tenemos que verla correteando por la casa como si la persiguiera el coco, mientras se le aparece en los espejos el espectro de Plácido Domingo con melena rubia, lo que puede resultar muy cómico o muy patético según se mire. Lo más salvable de su interpretación es el segundo acto. Por cierto, ¡cuánto daño ha hecho ese anuncio de coches que han emitido durante meses! Cada vez que llego al Sempre libera termino viendo en mi imaginación a vehículos saltando.

De la versatilidad de Plácido Domingo ya hablaba en las entradas dedicadas a Tosca y a Turandot. Este hombre ha cantado de todo, si bien es cierto que cuesta encontrar un papel en el que sea la referencia absoluta. Otello y Don José (Carmen) son quizá sus mejores logros. En el ámbito verdiano, además del celoso moro, Radamés (Aida) ha sido su principal caballo de batalla, si bien se encuentra muy lejos de ser la referencia absoluta en ese papel. Aquí le tenemos en el rol, algo gris, de Alfredo: ofender a Violetta dice poco de su inteligencia y de su hombría (¡que se las apañe el novio de su hermana como quiera!). El personaje parece el simple comparsa de Violetta, un niño de papá con cerebro de mosquito y que en escena no tiene el menor peso dramático comparado con ella. ¿Exagero? Es posible, pero Alfredo, por mucho que se arrepienta al final, no me despierta muchas simpatías. Nuestro Domingo no tiene aquí el nivel del también nuestro Alfredo Kraus (a fin de cuentas, y perdón por el chiste fácil, “Alfredo es Alfredo”), pero aguanta el papel sin complicaciones. Y si las tuviera, nadie lo notaría al lado de la Stratas.

Giorgio Germont (padre de Alfredo) sufre dos desengaños a lo largo de la ópera: el primero se lo da Violetta misma durante su conversación del acto segundo. Con malos modales, él la acusa de ser la responsable de que su hijo despilfarre su fortuna, pero no tiene más remedio que abandonar su tono agresivo cuando la ex-cortesana le demuestra que, más bien al contrario, es ella la que carga con los gastos. Sin argumentos, Germont abre otra vía de ataque utilizando el inconsistente argumento de su hija y afirmando sin pestañear que su relación con Alfredo está condenada al fracaso al no haber sido bendecida por la Iglesia. Es obvio que cuando se le acaba un argumento toma otro, y la razón es algo tan simple como que en el fondo, por debajo de su tono ahora educado, Giorgio Germont desprecia a Violetta. Su arrepentimiento llegará más tarde, cuando la vea moribunda en el tercer acto (“Finchè avrà il ciglio lacrime io piangerò per te” – “Mientras tenga lágrimas lloraré por ti”).

El segundo desengaño afecta a su propio hijo. Germont observa su deplorable conducta en el baile de Flora (hay que pensar que a escondidas, pues Alfredo afirma haber venido solo), y le dice no reconocer en él a su hijo. Duras palabras, desde luego, aunque sin duda el muchacho contribuyó a ganárselas. Si la “maldad” de Alfredo radica en la estupidez y la impulsividad, la de su padre son los prejuicios. Giorgio Germont no es exactamente un “malo malísimo”, pero sí un hombre que impone egoístamente lo que considera correcto sin calcular las consecuencias, lo que termina amargando la vida de Violetta y la de su propio hijo. Se arrepiente, sí, y eso le humaniza, aunque no le exculpa.


En el presente DVD, el papel corre a cargo de Cornell MacNeil, extraordinario barítono verdiano (un excelente Rigoletto) por el que siento gran cariño. Fue mi primer Scarpia (un Scarpia más mucho más musical que el de Gobbi, aunque menos violento). En 1982 se encontraba en el ocaso de su carrera y su voz no era la de antaño, pero consigue componer un excelente Germont, por cierto muy bien actuado. Es de lejos el mejor de los tres personajes principales. Durante su larga conversación con Violetta en el acto segundo –conversación en la que termina por convencerla de que abandone a Alfredo– le da palabras de consuelo al tiempo que mantiene su cara de fiscal, como dejando ver que por mucho que se conmueva por el dolor de Violetta, tiene muy claro que no quiere a esa mujer para su hijo. Pero lo mejor –al menos para mí– es el bellísimo “Di Provenza il mar” que se marca, cantado con cálida voz y exquisita delicadeza. No puedo ser imparcial con este hombre.

La dirección corre a cargo, como decía antes, de James Levine al frente de la orquesta del Metropolitan. La época dorada de Levine fueron sin duda los ochenta, cuando se le nombró director artístico del teatro neoyorkino. Dirige con brío y busca ser efectista, impresionar, aunque sus lecturas carecen en realidad de especial personalidad. En el caso que nos ocupa, firma una correctísima Traviata de tempos ágiles, que si bien no es memorable –cuestión desde luego difícil en una obra tantas veces grabada– sí ofrece al menos un sonido intimista cuando se requiere y gusto por el detalle.

Y vuelvo a la pregunta inicial: ¿merece su fama de “la mejor ópera filmada”? Por increíble que parezca, no existe en DVD ninguna Traviata indispensable (en CD, lógicamente, es otra cosa). En cualquier caso, creo que el aspecto puramente visual pesa más que el musical en quienes piensan así. Stratas es un miscast evidente y ello convierte a esta filmación en la gran Traviata que pudo ser y no fue. No puede ser “la mejor” cuando flaquea en lo más importante, que es en la música. Si apagamos el televisor y la escuchamos como si de un CD se tratase, descubriremos con más evidencia que, Zeffirelli aparte, Stratas no da la talla. Nada que hacer al lado de los registros de Callas, Scotto, Sutherland, Caballé... Yo la recomiendo como una película muy cuidada en su dirección, con la extraordinaria música de Verdi. Por sus innegables cualidades visuales, puede servir como “anzuelo” para empezar en la ópera, pues se deja ver con gusto, pero no es la Traviata referencial que muchos quieren ver.

Personalmente, tengo pendientes de ver los deuvedés de Moffo, Gheorghiu, Ciofi y Gruberova. También me tienta la película de la Freni, pese a que los fragmentos que he visto en el yutú evidencian que el montaje no ha envejecido bien (quizá sea esa la razón por la que no ha sido editada en DVD). Pero doña Mirella es mi debilidad...

Un pequeño apunte histórico como nota final. La historia es real y autobiográfica. Alejandro Dumas tuvo relaciones con una cortesana muerta a los veintitrés años precisamente de tuberculosis. Además de con el compositor Franz Liszt y con varios otros, esta joven mantuvo una escandalosa relación con un aristócrata llamado Agénor Gramont, cuyo apellido se asemeja desde luego a “Germont”. Así que para los que no lo sepan, nuestra “descarriada” existió y se llamaba Marie Dupplesis.














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