
El 5 de diciembre es día de luto para el arte en general y para la música en particular. Tal día como hoy fallecía Wolfgang Amadeus Mozart en el lejano año de 1791, a la edad de 35 años y en circunstancias que parecen sacadas de un oscuro relato a la manera de Poe o de Lovecraft: el niño prodigio que asombró a Europa, el joven compositor que se rebeló contra el patronazgo del arzobispo de Salzburgo y trabajó como artista libre, el genio maduro cuyas óperas causaron furor en Viena y Praga yacía moribundo en una habitación de un oscuro piso de Rauhensteingasse, obsesionado en la composición de una misa de difuntos. Una misa de réquiem que decía escribir para sí mismo y que quedaría inconclusa a su muerte. Un enigmático personaje vestido de oscuro y cuya identidad se negaba a revelar había hecho el encargo en el mes de julio, prometiendo una fuerte suma a cambio. Ignoramos si la enfermedad final de Mozart (a la que habría que añadir sus habituales depresiones y su carácter fantasioso) alteró también su estabilidad mental, pues se terminó creyendo destinatario de la visita de un ser del más allá que le anticipaba su propia muerte encargándole un Réquiem. “¿No os había dicho que escribo este réquiem para mí?”. “Me han envenenado y han calculado con exactitud el día de mi muerte” (3).
Desde hace años, cada 5 de diciembre cumplo el ritual de escuchar este Réquiem. Y el motivo es doble este año, pues hace apenas unos días que he sabido del fallecimiento de quien hasta ahora era el mayor experto mundial en la música de Haydn y de Mozart: el musicólogo H. C. Robbins Landon. Su 1791, el último año de Mozart fue, si mal no recuerdo, el primer libro que compré con mis ahorrillos cuando era poco más que un niño. Curiosamente, ha venido a morir en el año del doscientos aniversario del fallecimiento de su admirado Joseph Haydn, a cuyo estudio no es exagerado decir que dedicó su vida. Cosas del Destino.
Cuando ya tenía preparado el presente escrito, me veo obligado a incluir el presente párrafo para referir también el repentino fallecimiento de mi abuela, devota del Réquiem mozartiano. Me alegra enormemente haber conseguido embelesarla con Mozart y mostrarle algo bello, puro, inocente, inmaculado. Si Cioran llevaba razón y Mozart escribió “la música oficial del Paraíso”, no cabe duda de que ella hoy seguirá escuchándole. Como a mí, le gustaba el Recordare, una música tierna, melancólica y tan hermosa que “casi duele”. Como decía Landon en relación al Quinteto para clarinete (K.581), “la música sonríe a través de las lágrimas”.
Un año más, como decía, quiero pasearme sobre éste adiós de quien para mí fue el mayor genio de la historia del arte. Una obra cuyo trabajo deprimía al genio enfermo hasta el extremo de que su esposa, Constanze, llegó a prohibirle su composición hasta que su estado anímico mejoró hacia mediados del mes de noviembre, cuando concluyó su Pequeña cantata masónica, K.623. Pero al poco de retomar su trabajo en el Réquiem (K.626), Mozart volvía a caer en la paranoia y la depresión. Lo que no podía saber entonces es que aquél extraño emisario vestido de gris no era un ser del otro mundo que le anticipaba su propia muerte, como creía, sino un lacayo del Conde Walsegg-Stupach, quien había perdido hacía poco a su esposa a la edad de veinte años. Este conde Walsegg disfrutaba interpretando en su castillo música de autores anónimos, y cuando alguien le preguntaba por el autor, se limitaba a lanzar una significativa sonrisa, dando a entender que se trataba de él mismo, y eso cuando no copiaba el trabajo de su propia mano. Así que cuando no se comportaba exactamente como un estafador que se atribuía abiertamente el trabajo de otros, lo hacía como un noble petulante que disfrutaba de confundir a su público haciéndole creer lo que no era. De modo que la aterradora historia del enigmático personaje que encargaba a Mozart una misa de difuntos no era más que el excéntrico capricho de un conde egocéntrico y con un punto quizás de demencia. Algo que el autor de La flauta mágica jamás llegaría a saber y que amargó sin duda sus últimas semanas de vida. Sabemos, por ejemplo, que el día antes de su muerte, varios músicos acompañaban a Mozart y cantaban entre todos (el enfermo incluido) las partes terminadas del Réquiem, cuyas páginas se hallaban esparcidas sobre la cama, hasta que Mozart, llorando y sintiéndose incapaz de continuar, las apartó a un lado. Pocas dudas pueden caber de que este hombre extraordinario merecía un poco más de paz en aquellas horas finales.
Tampoco parece que la muerte de Mozart tuviese nada que ver con el veneno, por mucho que él mismo lo creyera y que el anciano y demente Salieri se acusara a sí mismo muchos años después como responsable de la muerte del genio, dando pie a los rumores y leyendas (nacidos en realidad tras la misma muerte del compositor) de un asesinato por envidia profesional. La historia se plasmaría posteriormente en el Mozart y Salieri de Pushkin y, sobre todo, en el Amadeus de Peter Shaffer, llevado magistralmente al cine por Milos Forman. Una película, dicho sea de paso, carente del menor rigor histórico en cuanto a los hechos que narra y la descripción de los personajes, pero sin duda brillante desde el punto de vista cinematográfico. Sea como fuere, prescindiendo de las hipótesis sensacionalistas e históricamente descabelladas (que van desde la triquinosis al envenenamiento por parte de sus hermanos masones por escribir La flauta mágica, pasando por la hilarante idea de un golpe en la cabeza propinado por un marido celoso) lo cierto es que todos los investigadores serios parecen atribuir la muerte de Mozart a causas naturales, y de forma más concreta, a algún tipo de fiebre reumática.
Cuando hablamos del Réquiem, hablamos de una obra inconclusa, terminada tras la muerte de Wolfgang por su discípulo Franz Xaver Süssmayr y que lleva más de doscientos años sembrando controversia entre músicos e historiadores. ¿Qué escribió realmente Mozart y qué se debe a Süssmayr? Sabiendo que el salzburgués murió mientras escribía la Lacrimosa (la escritura de Mozart se interrumpe en el octavo compás), muchos caen en el gravísimo error de atribuir la autoría de Mozart al cien por cien de cuanto antecede al Lacrimosa y de atribuir a Süssmayr todo lo que sigue (Ofertorio, Sanctus, Benedictus, Agnus Dei y Communio). En realidad, cualquiera que se informe un poco sobre el tema concluirá que la participación de Süssmayr fue mucho menor de lo que muchos, desde la ignorancia, suponen.
Hagamos balance del tiempo del que dispuso Mozart para la composición de su Réquiem. Sabemos que el “misterioso” encargo se produjo probablemente a finales de julio de 1791, fecha en la que Wolfgang se hallaba enfrascado en la finalización de La flauta mágica. Terminada ésta, debió también ponerse manos a la obra con el delicioso Concierto para clarinete para Stadler (K.622) y escribir en tiempo récord La clemenza di Tito (agosto-septiembre) para la coronación en Praga del emperador Leopoldo (el emisario desconocido se presentó por segunda vez ante Mozart justo antes de que este abandonara Viena para dirigirse a Praga). A ello hay que restar además el tiempo invertido en la composición de la antes citada Pequeña cantata masónica. Teniendo en cuenta que el enfermo entró en cama el 20 de noviembre, no debió de disponer de más de un mes para escribir el grueso del Réquiem (4).
El estudio detallado de las partituras autógrafas revela que en ellas no sólo se contienen las caligrafías de Mozart y de Süssmayr, sino también la de otro alumno llamado Joseph Eybler, a quien Constanze entregó la partitura incluso antes que a Süssmayr. Sea como fuere, Eybler no debió sentirse capaz de concluir el Réquiem y lo devolvió a la viuda después de haber colaborado en la instrumentación. Por tanto, Constanze sólo acudió a Süssmayr como medida in extremis para la finalización de la obra. ¿Y qué es lo que escribió Süssmayr? Según el estudio de los distintos tipos de papel empleados en el Réquiem, Mozart compuso el “Introitus” en su totalidad y el "Kyrie" completo, cuya instrumentación terminarían Süssmayr y F. J. Freystädler. Igualmente, escribió la totalidad de la “Sequentia” (Dies irae, Tuba mirum, Rex tremendae, Confutatis y ocho compases de la Lacrimosa) y del “Offertorium” (Domine Jesu y Hostias) en esquema, que incluía la totalidad de las voces e importantes apuntes para la instrumentación. Un trabajo más que destacable si tenemos en cuenta el escaso tiempo del que dispuso Mozart, si bien no tiene nada de particular dada su habitual velocidad a la hora de componer.
Süssmayr se atribuyó a sí mismo la totalidad del “Sanctus”, del “Benedictus” y del “Agnus Dei” (el “Communio” no es más que una repetición de la música del “Introitus” y del “Kyrie”), de los que, en efecto, no hay nada escrito de la mano de Mozart. El problema aquí es doble:
1. Constanze afirmaba que cualquiera con unos mínimos conocimientos de armonía hubiera podido completar el Réquiem, lo que choca con la posibilidad de que Mozart no hubiese escrito nada de esas secciones.
2. Como se ha apuntado hasta la saciedad, no existe en la mediocre producción sacra de Süssmayr nada que sea ni remotamente comparable a la música que él mismo se atribuyó del Réquiem.
Por último, la cuestionable exclusividad que se atribuía Süssmayr sobre el “Sanctus”, “Benedictus” y “Agnus Dei” termina desplomándose con la declaración de Constanze al compositor Maximilian Stadler en 1826, donde afirma que Süssmayr se apropió de papeles escritos por Mozart de los que jamás se volvió a saber. Ello cobró aún más fuerza con el hallazgo en fecha tan tardía como 1963 de un esbozo de fuga escrito por Mozart y no usado por Süssmayr para el “Amen” que cierra la “Lacrimosa”. La evidencia histórica parece atribuirle la razón, por tanto, a Constanze, limitando quizás la actuación de Süssmayr a un simple trabajo “de relleno”. Una labor, por cierto, criticada con frecuencia, hasta el punto de que estudiosos como Beyer, Maunder, Levin, o el mismo Landon se han puesto en el lugar de Süssmayr y han elaborado sus propias instrumentaciones del Réquiem corrigiendo las deficiencias de la versión original.
Pero en realidad poco importa este debate. La sombra de Mozart planea sobre la totalidad de la obra, de modo que estamos en una obra de Mozart y sobre Mozart. El misterio de su autoría encierra mucho de romántico, y revelar el enigma sería romper parte del encanto. Estamos ante una obra maestra que busca servir de puente entre lo arcaico (escúchese, por ejemplo, la fuga del Quam olim Abrahae que cierra el “Domine Jesu” y el “Hostias”) y lo nuevo (nótese la utilización de clarinetes en la instrumentación). Pasada la solemnidad del Introitus nos sumergimos en la angustiosa fuga del Kyrie (cuyo tema está prestado del coro “And with his stripes” del “Mesías” de Handel), así como en el furioso Dies irae. Pero la idea de la muerte comienza a antojarse no como algo perturbador, sino como un adiós temporal que abrazamos con resignación (Tuba mirum, Rex tremendae) hasta llegar a su sublimación absoluta en el Recordare. Se nos muestra aquí el tránsito, de evidente significación masónica, de la oscuridad a la luz. La muerte ha pasado a convertirse aquí, en el sentido masónico del tercer grado, en una idea consoladora y en la “mejor amiga” y “objetivo final” del ser humano:
“Ya que la muerte (considerando las cosas de cerca) es el verdadero objetivo final de nuestra vida, desde hace unos pocos años me he familiarizado tanto con esta verdadera y mejor amiga del hombre, que su imagen no sólo ya no conserva para mí nada de aterrador, ¡sino que tiene mucho de tranquilizador y consolador! Y doy gracias a mi Dios por la felicidad que me ha concedido al proporcionarme la oportunidad (vos me entendéis) de reconocerla como la llave de nuestra verdadera felicidad. No me voy nunca a la cama sin pensar que (por joven que sea) quizá al día siguiente ya no estaré, y no obstante, ninguna de las personas que me conocen podrá decir que en mi trato me muestre malhumorado o triste, y por esta felicidad doy gracias a mi Creador, y la deseo desde el fondo de mi corazón para cada uno de mis semejantes” (5).
¡Qué lejos están de la realidad histórica los que imaginan a Mozart como un cretino incapaz de toda reflexión trascendente a la manera de “Amadeus”! Los símbolos masónicos, esparcidos por buena parte de la obra mozartiana –incluyendo, como es lógico, a la música escrita expresamente para las ceremonias– se encuentran muy presentes en el Réquiem. De este modo encontramos, por ejemplo, la utilización de los corni de basetto, empleados en las tenidas masónicas, y de la tonalidad de mi bemol mayor (el tono de la sabiduría) (6), así como los “triples” acordes del “Benedictus” que recuerdan a la obertura de La flauta mágica y simbolizan la tríada de la iniciación masónica (aprendiz-compañero-maestro) y los tres pilares del templo de la Humanidad: belleza, fuerza y sabiduría.
Iniciación masónica en la logia vienesa “La esperanza coronada” (“Zur gekrönten Hoffnung”). Se ha identificado a Mozart como el primer personaje por la derecha, en actitud de conversar.
Os invito a que os sumerjáis conmigo en esta obra emblemática y misteriosa, ya sea como homenaje al genial autor o como simple llamamiento a uno mismo a la reflexión espiritual y a la contemplación de la belleza.
La grabación que propongo a continuación, filmada en el Palau de la Musica de Cataluña en 1991, es la del director británico Sir John Eliot Gardiner al frente del Monteverdi Choir y de los English Baroque Soloists, con instrumentos de época. Los solistas son Barbara Bonney (soprano), Anne Sofie von Otter (mezzosoprano), Anthony Rolfe Johnson (tenor) y Alastair Milnes (bajo).
Añadido (7-12-2009): Curiosamente el blog ha alcanzado su visita número 626 siendo esta la última entrada publicada. La casualidad no existe.
WOLFGANG AMADEUS MOZART (1756-1791)
REQUIEM, K.626
Terminado por Franz Xaver Süssmayr (1766-1803)
I. Introitus
- Requiem aeternam
II. Kyrie
III. Sequentia
- Dies irae
- Tuba mirum
- Rex tremendae
- Recordare
- Confutatis
- Lacrimosa
IV. Offertorium
- Domine Jesu
- Hostias
V. Sanctus
VI. Benedictus
VII. Agnus Dei
VIII. Communio
- Lux aeterna
Barbara Bonney, soprano
Anne Sofie von Otter, mezzosoprano
Anthony Rolfe Johnson, tenor
Alastair Milnes, bajo
The Monteverdi Choir
The English Baroque Soloists
John Eliot Gardiner
(1) El 20 ó 21 de octubre.
(2) Nissen, según testimonio de Constanze Mozart.
(3) Íd. y diario de Vincent y Mary Novello, según testimonio de Constanze.
(4) H. C. Robbins Landon: 1791, el último año de Mozart. Ed. Siruela. Madrid, 1995. Pág. 173.
(5) Fragmento de la última carta de Mozart dirigida a su padre moribundo (1787). El “vos me entendéis” es una referencia velada a las ideas masónicas compartidas por padre e hijo.
(6) David Humphreys: Mozart y su realidad (Coord.: H. C. Robbins Landon). Ed. Labor. Barcelona, 1991. Pág. 269.
2 comentarios:
Ole he disfrutado muchísimo antes de comer. Aunque tengo para varios días para digerir todo lo que hay.
Ideas para tus post: recuerdo tus explicaciones de Salamanca sobre los Masones y la música. No sería un tem sobre eso.
Pregunta: Lo de la K.261 ¿Qué signfica? ¿Por qué se hace?
Agradecimiento: Por meterme en tu links, a ver si Fran me lo soluciona.
Enhorabuena
Sr. Escipión
La "K" indica el número de la obra (algo así como decir "opus" seguido del número). Proviene de un señor llamado Köchel, que numeró las obras de Mozart en el siglo XIX. Como es lógico, la numeración ha sufrido variaciones y correcciones a lo largo del tiempo.
El tema de Mozart y la francmasonería es apasionante y ya había pensado dedicarle un post en su momento. No hay mucha literatura SERIA sobre esto en castellano y sólo "La flauta mágica" da para hablar largo y tendido. Mozart fue un masón tan convencido que incluso planeó fundar por sí mismo una nueva logia en Viena llamada "La gruta". ¿A que el Mozart histórico no se parece al idiota de la mentalidad popular? Como obra emblemática te recomiendo escuchar la "Música funeral masónica" ("Maurerische trauermusik"), que puedes encontrar en el reproductor del blog (pista 11).
Y no hay nada que agradecer, más bien al contrario por seguirme.
Un abrazo.
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