martes, 8 de marzo de 2011

Die Zauberflöte (Damrau, Röschmann, Keenlyside - Davis)

Junto con Le nozze di Figaro, La flauta mágica es mi ópera favorita de Mozart. Aparte de la incomparable belleza musical de cada número, resulta una obra de innegable atractivo desde el punto de vista del estudio incluso extramusical. Aprovechando como excusa el DVD de Sir Colin Davis en el Covent Garden de Londres, expondré con cierto detalle algunos de los aspectos que considero más relevantes en esta celebrada obra. Como siempre, comenzaré con un resumen del complejo argumento. El libreto traducido al castellano puede localizarse aquí.

Acto 1: La acción transcurre en un Egipto imaginario. Tamino, un príncipe oriental, es perseguido por una gigantesca serpiente. Sin flechas con las que poder matarla, el príncipe, presa del horror, cae desmayado. Aparecen entonces las Tres Damas, unas enigmáticas mujeres que sirven a su no menos enigmática soberana: la Reina de la Noche. Las Damas matan al monstruo y corren a informar a su señora de la presencia del príncipe en sus dominios.

Tamino despierta y observa confuso el cadáver del la serpiente. En ese momento irrumpe Papageno, un extraño hombre-pájaro que captura aves atrayéndolas con su flauta de pan para encerrarlas después en su jaula. La charlatanería de Papageno le lleva a afirmar ante Tamino que él mismo ha matado a la serpiente estrangulándola, lo que lleva a las Tres Damas a castigarle por mentiroso, cerrándole la boca con un candado. Estas entregan al príncipe un retrato de Pamina, la hija de la Reina de la Noche, que se presenta en persona para prometérsela en matrimonio en caso de que él consiga rescatarla de las garras de Sarastro, su secuestrador. Tamino se arma de valor para ir hasta los dominios de Sarastro en busca de Pamina, recibiendo como arma protectora una flauta mágica que deberá hacer sonar en caso de peligro. Por su parte, Papageno, que ya ha recuperado el habla, es forzado a acompañarle llevando consigo como defensa un carrillón mágico. Ambos se despiden de las Tres Damas y emprenden su camino siguiendo a los Tres Muchachos, que no son sino unos niños de espíritu puro cuyos sabios consejos habrán de seguir durante toda la aventura.

Papageno se ha separado de Tamino y de los muchachos y ha llegado por su cuenta hasta el templo de Sarastro. En la habitación de Pamina, su guardián negro Monostatos está apunto de violarla, pero la presencia del hombre-pájaro lleva al agresor a salir huyendo. Papageno pone al corriente de los acontecimientos a la muchacha y abandonan juntos el lugar para encontrarse con Tamino. Este último, por su parte, ha sido conducido por los Tres Muchachos ante la entrada de tres templos distintos: a ambos lados los templos de la Naturaleza y de la Razón; en el centro, el de la Sabiduría. Rechazado en los dos primeros, Tamino se dispone a franquear la entrada de éste último, donde es recibido por el Orador, un sacerdote de la orden de Sarastro que le informa de que ellos son los custodios de la luz frente la oscuridad que encarna la Reina de la Noche, que sólo pretende utilizarle a él para acabar con la orden y expandir así totalmente su reinado de oscuridad. Desde el interior de los templos, varias voces animan a Tamino, cada vez más confundido, diciéndole que Pamina aún vive, lo que lleva al príncipe a hacer sonar su flauta de pura alegría. Al sonido de la flauta mágica acuden atraídas diversas fieras que bailan alrededor de Tamino, que escucha a lo lejos la flautita de Papageno, que se acerca.

La huída de Papageno y de Pamina se ve, sin embargo, interrumpida ante la aparición del detestable Monostatos y de varios esclavos que pretenden apresarles. Papageno hace sonar sus campanas y todos su captores se alejan del lugar bailando contra su voluntad. Sin embargo, la llegada del propio Sarastro acompañado de sus sacerdotes impide que ambos puedan proseguir su escapada. Pamina informa a Sarastro de los abusos a los que se ve sometida por Monostatos, quien no tarda en aparecer después de haber capturado a Tamino. Sarastro, repugnado por lo que Pamina acaba de contarle, ordena que el guardián sea azotado en castigo por su lujuria y dispone que Tamino y Papageno ingresen en el interior del templo.


Acto 2: Reunido con sus sacerdotes, Sarastro expone en el interior del templo la posibilidad de que Tamino sea iniciado en los misterios de Isis y Osiris, votándose favorablemente al respecto. El príncipe acepta su futura iniciación, de la que espera obtener como recompensa la sabiduría y rectitud necesarias que le hagan digno de Pamina. Por su parte, también Papageno, atraído por la posibilidad de encontrar un equivalente femenino (una Papagena) es convencido para iniciarse. Ambos son abandonados en una habitación a oscuras en las que se les prohíbe hablar, especialmente con mujeres. Apenas se han quedado a solas cuando aparecen en el interior de la habitación las Tres Damas, que tratan por todos los medios de arrancarles algunas palabras y frustrar así su iniciación.

Mientras tanto, el dolorido Monostatos observa con embeleso a Pamina mientras duerme en el exterior. La súbita aparición de la Reina de la Noche, cuya presencia despierta a Pamina, evita un nuevo intento de violación. Cuando la Reina se entera a través de su hija de que Tamino no ha destruido a Sarastro, sino de que se ha unido a la orden, monta en cólera y ordena a la joven que apuñale ella misma a Sarastro. Cuando la furiosa Reina se retira aparece de nuevo Monostatos, que ahora trata de conseguir el amor de Pamina chantajeándola con revelarle a Sarastro el contenido de la reciente conversación con su madre. En ese momento irrumpe el propio Sarastro, que asqueado por la conducta de Monostatos, le expulsa definitivamente del tempo y consuela a Pamina.

Tamino y Papageno son conducidos a una nueva habitación, recibiendo instrucciones de proseguir en su silencio. Aparece una anciana que da de beber agua a Papageno, quien incapaz de contener su lengua conversa con ella. La mujer desaparece después de afirmar que se llama “Papagena”. Después de esto entran en escena los Tres Muchachos, quienes además de alimentos traen consigo los instrumentos mágicos de Tamino y Papageno. Mientras este último se entrega a la glotonería, el príncipe opta por no probar bocado, haciendo sonar su flauta mágica. Pamina acude atraída por el sonido, pero cuando observa que el príncipe se mantiene esquivo y silencioso deduce que ha perdido todo interés hacia ella, alejándose del lugar no sin antes manifestar su intención de cometer suicidio.

Los sacerdotes de Sarastro elevan sus oraciones a los dioses Isis y Osirirs y Sarastro ordena que Tamino se despida de Pamina antes de afrontar su tercera y definitiva prueba iniciática, en la que puede perder la vida: el paso a través del fuego y el agua. La pareja se despide. Por su parte, Papageno, que hasta el momento ha fracasado en sus pruebas, es dejado en una habitación a solas. Tras beber un vaso de vino, hace sonar sus campanas mágicas en la esperanza de que ellas le traigan a una Papagena. Enseguida reaparece la enigmática anciana, que se transforma en una bella muchacha después de que Papageno le haya jurado amor eterno. Sin embargo, los sacerdotes alejan del lugar a la joven, dejando de nuevo a solas a Papageno.

Los Tres Muchachos se encuentran con la trastornada Pamina y evitan su suicidio, explicando que la esquiva actitud de Tamino hacia ella no se debe al desamor, sino a su propia iniciación. Por su parte, el príncipe es conducido por dos caballeros armados al lugar donde deberá afrontar su última prueba. Enseguida aparece Pamina, que toma su mano y atraviesa junto a él por el fuego y el agua, que se retiran de su paso por el poder de la flauta mágica. El definitivo triunfo de la pareja es celebrado por los sacerdotes.

Papageno, desesperado ante la idea de una existencia solitaria en ese lugar, está apunto de ahorcarse cuando los Tres Muchachos le insisten en que haga sonar por una vez más su instrumento mágico. Al sonido de las campanas aparece Papagena. La pareja se retira alegremente, regocijados por la idea de tener pronto muchos Papagenos y Papagenas.

En un último intento por derrotar a Sarastro, la Reina de la Noche y sus Damas se introducen en el interior del templo con Monostatos como guía, a quien ha prometido a Pamina en caso de que la aventura culmine con éxito. Sin embargo, los malvados quedan atrapados para siempre y Sarastro, en compañía de los iniciados, agradece a los dioses el triunfo de la luz sobre las tinieblas.


La flauta mágica es la última ópera de Wolfgang Amadeus Mozart estrenada en vida del autor, pues su última ópera compuesta, La clemenza di Tito, se estrenó previamente en Praga con motivo de la coronación de Leopoldo II como emperador a la muerte de su hermano José II. Habría tanto que decir que cuesta empezar por alguna parte. Digamos que esta ópera, en realidad singspiel, puede observarse como un divertido cuento de hadas tal y como lo haría un niño, o también como una obra de gran complejidad y contenedora de una serie de símbolos que se refieren inequívocamente a la francmasonería. Mozart era un apasionado masón perteneciente a la logia Zur gekrönten Hoffnung (“La esperanza coronada”), y Emanuel Schikaneder, autor del texto (los rumores que apuntan a Giesecke como autor o colaborador del libreto no acaban de tener un fundamento histórico sólido) y primer intérprete de Papageno, también pertenecía a la orden. Resulta obvio que el ritual masónico escenificado en la obra no debía pasar desapercibido para el público, y lo más probable es que esa fuera precisamente la intención de Mozart y Schikaneder. Leopoldo II, probablemente alarmado por los acontecimientos de Francia (la reina María Antonieta era su hermana) había adoptado una postura mucho menos tolerante que su hermano José hacia sociedades como la francmasonería, que se vieron amenazadas. De hecho, ya el propio José II había hecho reducir a tres el número de logias masónicas existentes en Viena en 1785, lo que obligó a que muchos masones dejaran de asistir a las reuniones. ¿Nació La flauta mágica como una reivindicación masónica de las bondades de la orden frente a la contraria opinión “oficial” defendida por el emperador? Es muy probable, especialmente si tenemos en cuenta un hecho casi desconocido: el estreno en 1790 de una ópera de autoría colectiva en cuya composición tomó parte el propio Mozart, llamada La piedra filosofal (Der Stein de Weisen), y que según parece es el antecedente directo de La flauta mágica. Aún conservo un recorte de prensa que hice de la edición “Cultural” del diario ABC de Sevilla de 6 de noviembre de 1999, firmado Jorge Fernández Guerra. Según se lee en el referido artículo, La piedra filosofal (grabada por Martín Pearlman para el sello TELARC) se representó de forma segura hasta 1814 (última función en Linz). El texto también es de Schikaneder y los autores de la música son Mozart, Johann Baptist Henneberg, Benedikt Schack, Franz Xaver Gerl (esposo de Barbara Gerl, la primera Papagena de La flauta mágica) y el propio Schikaneder. Lo interesante es que también en La piedra filosofal los protagonistas deben superar pruebas iniciáticas para alcanzar el amor y que también encontramos la presencia antagónica de dos poderes efrentados: si en La flauta mágica estos son encarnados por Sarastro y la Reina de la Noche, en La piedra filosofal son Astrofonte y Eutifonte (éste último es un personaje masculino, a cargo de un tenor). También hay una pareja seria y una cómica, ambos con nombres similares en masculino y femenino: Nadir y Nadine, de un lado, y Lubano y Lubanara de otro, siendo Schikaneder el primer Lubano, tal y como ocurriría después con Papageno. Es bien probable que Schikaneder, como inteligente empresario teatral, desease incidir en 1791 para su Theater auf der Wieden en la misma dirección marcada por La piedra filosofal mediante una ópera escrita esta vez por un solo autor y con melodías que fascinasen al público. ¿El objetivo? Probablemente, convertir una apología de la masonería en un gran éxito popular en plena represión antimasónica.


Lo que resulta obvio es que La flauta mágica es toda una declaración de intenciones. Estrenar esa obra equivalía, obviamente, a manifestar públicamente la pertenencia a la masonería de los autores de la música y el texto, con las posibles consecuencias negativas que ello podía implicar durante el breve reinado de Leopoldo II. Pongamos un ejemplo. Sabemos que, inicialmente, no se pensó en una gigantesca serpiente para la primera escena, sino en un león. Pues bien, en opinión de Nicholas McNair en las notas que acompañan a la grabación en disco de La flauta mágica de Sir John Eliot Gardiner, es más que probable que decidiesen prescindir de esa fiera después de que Leopoldo hiciese prohibir una publicación titulada “Biografía del león RRRR”, al darse por aludido (el latín leo-nis se asemeja al oído con el nombre Leopold, de origen germánico). La idea de representar precisamente a un león persiguiendo en escena al iniciado masón debió quizás parecer demasiado explícita y arriesgada, siendo sustituida antes del estreno por una serpiente. Está claro que tanto Mozart como Schikaneder andaban por el filo de la navaja. En lo que atañe al salzburgués, ya tenía una probada experiencia como transgresor después de estrenar una obra prohibida como Las bodas de Fígaro, de elevar a la condición de protagonista a un ser despreciable y marginal como Don Giovanni y de fastidiar a todo el mundo (hasta el día de hoy) con Così fan tutte. Cuanto más lo pienso más convencido estoy: Mozart no era el zoquete que muchos creen. Su obra, sencillamente, no tiene sentido si el autor no fue un verdadero intelectual con una sólida conciencia de la realidad social en la que vivía y de sus carencias, aparte de contar con la valentía necesaria para denunciarla y para hacerlo arrojándolo a la cara de los que consideraba culpables. Mozart era un ilustrado de su tiempo, dotado de iniciativa y de ideas propias (sabemos por Constanze, por ejemplo, que pretendía fundar él mismo una logia que pensaba llamar “La gruta”) y con unas tendencias políticas que, de haber vivido más, le habrían acercado probablemente al liberalismo.

Mucho se ha hablado sobre los símbolos masónicos de La flauta mágica. El error, en mi opinión, consiste en buscar de forma retorcida una lectura demasiado subterránea de algo que, en realidad, es más obvio de lo que parece, haciendo que los árboles no nos dejen ver el bosque. En realidad, los elementos simbólicos más llamativos no están precisamente disimulados. Como bien apunta, por ejemplo, H. C. Robbins Landon en su 1791, el último año de Mozart, en La flauta mágica encontramos un importante predominio del número tres. No es este el lugar para discutir sobre la importancia de esta cifra en la masonería, pero baste decir que tres son los estadios por los que atraviesa todo masón durante el curso de su iniciación (aprendiz, compañero y maestro); triple es también el famoso emblema masónico de “Libertad, igualdad, fraternidad”; el triángulo, que representa habitualmente a la divinidad, es la figura geométrica más simple, etc. Así, ya los triples acordes de la parte central de la obertura (que se repetirán posteriormente a lo largo del segundo acto) nos llaman la atención sobre la importancia de esta cifra: tenemos tres damas, tres muchachos y tres templos. Tres son las pruebas de la iniciación y tres son los iniciados, pues debemos contar entre ellos a Pamina, algo sobre lo que escribiré más adelante. También el número dieciocho, relativo al grado Rosa Cruz, adquiere su importancia: es la edad de que afirma tener la supuesta anciana que conversa con Papageno y es también el número de sacerdotes que parlamentan con Sarastro al comienzo del segundo acto. Hasta la propia situación de los hechos en un Egipto imaginario de ninguna dinastía concreta es otra referencia a los orígenes míticos de la masonería. Quizás la referencia más obvia sean las palabras del coro final Heil sei euch Geweiten (“Salve a los iniciados”). Con todo, cuando el espectador escucha La flauta mágica asiste, por mucho que no capte estos elementos, a una iniciación masónica escenificada y en absoluto disimulada. Lo más importante está a la vista, y no cabe duda de que esa era la intención de los creadores de la obra, precisamente porque en ello radicaba parte de la utilidad de la misma en el momento de su estreno.

De las distintas filmaciones que circulan de esta obra maestra, en los últimos años se ha ganado especial fama la registrada en la Royal Opera House londinense en 2003, con escenografía de David McVicar. De este último ya hablé hace ahora justo un año en relación a su igualmente celebrado Giulio Cesare de Glyndebourne. No diré que sea de forma exclusiva, pero sin duda gran parte del atractivo de este DVD radica precisamente en la logradísima puesta en escena. McVicar es de esos directores de escena jóvenes que gustan de transportar los hechos de cada ópera a momentos históricos diferentes, algo que puede no gustar a todos. Lo que le hace especialmente interesante es que en cada una de las cosas que le he visto demuestra una enorme inteligencia y comprensión de la obra. Nada es gratuito, y su trabajo se mantiene muy lejos del simple hecho de colocar aquí una lámpara y allá una silla. Así, su propuesta para La flauta mágica no busca como objetivo final recrear la vista del espectador, sino dar vida a la historia de la forma más creíble posible. Por eso acude a una iluminación oscura y a presentar el Templo de la Sabiduría gobernado por Sarastro no como un enclave destinado al culto religioso, sino como un lugar de estudio y reflexión cuyos sacerdotes son, en realidad, ilustrados. Lo que hace McVicar es eliminar parte del disimulado barniz con el que Schikaneder disfraza a los moradores del templo y presentarlos tal y como son en la práctica real: masones. Un gran ojo, obvio símbolo de la divinidad, preside el interior del templo. Por cierto que lo único que me disgusta en este sentido es que la puerta de acceso a este sea la tercera a contar desde la izquierda, cuando en realidad debería ser la puerta central, flanqueada a ambos lados por los Templos de la Razón y de la Naturaleza. Por otra parte, la representación del fuego y el agua en el segundo acto recurriendo a bailarines y figurantes era algo a lo que ya había recurrido Gardiner en su Flauta de Ámsterdam de 1995, que por cierto bien podría reeditar en DVD Deutsche Grammpohon. Por lo demás, tenemos también la presencia de truenos durante los diálogos, que como es tradicional se presentan bastante cortados.

Al hablar de los personajes de La flauta mágica, supongo que lo más normal sería hacerlo abordando a la pareja formada por Tamino y Pamina. En cambio, prefiero comenzar con los dos personajes entorno a cuyo enfrentamiento gira la totalidad de la acción: Sarastro y la Reina de la Noche.

Sarastro, cuyo nombre es una obvia desviación de Zoroastro, es la encarnación del espíritu fraternal y piadoso de su orden, y por ende, del ideal de comportamiento masónico. A diferencia de la presencia cuasi sobrenatural de su enemiga, la Reina de la Noche, él se nos presenta como un ser mucho más próximo y de carne y hueso. Esta humanidad de Sarastro, indudablemente pretendida por un Mozart que le entrega la tierna y consoladora aria In diesen heil’gen Mauern (“En estos sagrados muros”) justo detrás de la violenta Der Hölle Rache, marcando así el contraste entre la personalidad de Sarastro y la de la Reina de la Noche, ha quedado dañada por la práctica lamentable de interpretar el papel desde una concepción casi completamente deshumanizada. Sarastro no es ni debe ser ni por asomo una especie de robot inexpresivo que lance respuestas de tono ético, sino un ser de carne y hueso. Sus sentimientos hacia Pamina, apenas insinuados, así lo demuestran. No es su padre, como algunos afirman, pues la propia Reina de la Noche manifiesta que éste ha muerto, y las primeras palabras de Sarastro en escena confirman que sus sentimientos hacia Pamina no son paternales:

SARASTRO
¡Levántate, serénate, querida!
Pues antes incluso de apremiarte
sé ya muchas cosas de tu corazón:
amas mucho a otro.
No quiero obligarte a amar,
pero tampoco
te daré la libertad.

Es obvio que bajo la expresión “no quiero obligarte a amar” no se encierra una referencia al violador Monostatos, al que él mismo está a punto de castigar severamente. En realidad, como bien expone Jan Assmann en su estupenda obra La flauta mágica: ópera y misterio, la frase sólo tiene sentido si aceptamos que Sarastro tiene sentimientos amorosos hacia Pamina a los que renuncia al ser consciente de un rechazo por parte de ella al que, como espectadores, no hemos asistido. Es un personaje de acentuados contrastes, en el que no todo es luz, tal y como habría que esperar. Resulta obvio que durante buena parte del primer acto se nos presenta como un malvado secuestrador, por la sencilla razón de que, como espectador de los acontecimientos, el público ha sido también engañado por las insidias de la Reina de la Noche. Más adelante, cuando ya hemos descubierto la grandeza y la bondad del personaje, encontramos ciertos elementos desconcertantes: el castigo impuesto al repulsivo Monostatos (los azotes) no deja de ser una auténtica barbarie, y también resulta chocante su despectiva forma de referirse al color de su piel cuando en el segundo acto manifieste que sus intenciones son tan oscuras como su cara. Igualmente, su concepción del sexo femenino parece marcadamente sexista, algo que comparten sus sacerdotes, y de manera muy clara el Orador durante su conversación con Tamino en el primer acto. La cuestión es que estos defectos en el personaje son, en mi opinión, plenamente intencionados por Mozart y Schikaneder. Por ahora, dejémoslo en que ambos masones tenían motivos para trazar un retrato sexista de sus hermanos.


Se dice, para terminar, que el papel de Sarastro está inspirado en el mineralogista y masón Ignaz von Born, que no vivó para ver el estreno.

Partiendo de la acertada intención de mostrar al público un Sarastro plenamente humanizado, el papel es asignado en este DVD al bajo Franz-Josef Selig, de quien ya hablamos en relación a Don Giovanni y que en todo momento busca huir de una excesiva solemnidad, llegando a mostrar algún gesto atormentado de cuando en cuando. Es un acierto, en este sentido, el presentarle como un hombre aún joven y no como el típico viejo sabio. Selig aborda el papel sin problemas, y se maneja sin complicaciones en los graves, completamente asesinos, escritos por Mozart, pero se echa en falta un poco más de implicación que haga la suya una interpretación menos sosa y gris.

La interpretación más lograda en este DVD es la espléndida Reina de la Noche de Diana Damrau. En su primera aria (O zittre nicht) transmite algo que muy pocas intérpretes consiguen en un papel tantas veces abordado: la Reina no se muestra al público sólo como una desconsolada madre que ha perdido a su hija, sino que se nos hace entender que allí hay realmente gato encerrado, exhibiendo una tristeza falsa de controlada teatralidad. También McVicar ayuda a reforzar esta visión de la primera aria de la Reina, presentando a ésta sostenida por sus Damas, casi a punto de desvanecerse teatralmente. Su segunda “Ach helft” (Ayuda) está abordada de forma originalísima, con una inhabitual smorzatura que produce un efecto de gran patetismo. Seguidamente, Damrau aborda la frase Denn meine Hilfe war zu schwach (Mi poder fue demasiado débil) de forma entrecortada, como simulando un llanto. La música, con la quietud de las cuerdas de fondo, permite sin salir dañada esa intencionada licencia en términos de legato. La conclusión del aria, en la que se consuma el engaño del príncipe, es todo un ejercicio de coloratura que Damrau aborda como si de una explosión de felicidad histérica se tratara ante la idea de recuperar a su hija. Teatro dentro del teatro. En la segunda y célebre aria, Der Hölle Rache, en la que el personaje termina quitándose la máscara y manifestándose en su verdadera faceta diabólica, Damrau nos presenta a una Reina que roza el histerismo asesino, convertida en pura irracionalidad y sed de poder y venganza. En mi opinión, este es el enfoque correcto, bastante alejado de un mero “cantar bonito” por parte de la eventual intérprete. Mozart exige aquí verdadera violencia y brutalidad. La triple repetición de la palabra “Hört” (“Escuchad”), como invocación a los dioses de la venganza, enfatiza el carácter violento del momento. Por cierto que también McVicar escenifica adecuadamente esta segunda aria, presentando un claro contraste entre la exaltada y despiadada madre, inconmovible, y el llanto desconsolado de la hija.

Por lo demás, resulta claro que Tamino no es más que un peón del que la Reina pretende valerse. Tampoco su hija Pamina parece importarle lo más mínimo, pues después de que ella no mate a Sarastro opta por prometérsela a Monostatos. Lo que la impulsa es el deseo furioso de destruir la luz de la orden de los iniciados y de extender así su oscuridad. Su imagen de madre desconsolada en O zittre nicht es falsa y falsa es por tanto la acertada interpretación que Damrau nos ofrece.

¿A qué representa la Reina de la Noche? A la oscuridad intelectual, como su propio nombre indica. No es una referencia a la Iglesia Católica, como algunos pretender hacer ver tendenciosamente, sino que alude a todos los elementos irracionales y supersticiosos que oscurecen el pensamiento, en el marco de la Ilustración y del librepensamiento masónico. La Reina de la Noche no es la verdad, sino lo que el oscurantismo pretende hacer ver de forma distorsionada mediante el miedo: ella representa a la anti-masonería que censura a la orden, por ejemplo, extendiendo rumores o porque la gente alberga sospechas negativas que no son probablemente sino la consecuencia lógica de dichos rumores (“Se murmura mucho de la falsedad de estos sacerdotes”, dirán las Damas). En este marco tienen cabida, claro que sí, las censuras dirigidas desde el catolicismo a la masonería (“Se dice, que quien se liga con ellos por juramento, va al infierno en cuerpo y alma”), pero también podemos incluir sin reservas a los distintos regímenes políticos, de derechas y de izquierdas, que a lo largo de los siglos han perseguido a la orden.

La mejor descripción de Tamino nos la ofrece Sarastro cuando es preguntado por sus sacerdotes sobre la conveniencia de iniciarle en los misterios de Isis y de Osiris: es virtuoso, discreto y caritativo. Se trata de tres condiciones que los sacerdotes consideran indispensables en el iniciado, pues la propia iniciación consiste en el perfeccionamiento personal (virtud), la práctica de la caridad mutua (hermandad) y en la idea de discreción. Su entrada, empero, desmayándose ante la presencia de la serpiente, dista mucho de la heroicidad, y su condición de príncipe suscita reservas entre los sacerdotes acerca de su aptitud para superar unas pruebas que no exigen placeres sino sacrificios. Sarastro, sin embargo, se muestra acertadamente confiado: más que por su condición de príncipe, Tamino es noble como hombre, y ello le hace capaz de superar su iniciación. Mozart entrega a este personaje, enamorado de un retrato, una de las páginas más bellas de toda la ópera, el aria Dies Bildnis ist bezaubernd schön, que exige un canto sumamente delicado, aunque sin caer en el exceso de azúcar. Nosotros tenemos a un Will Hartmann tosco, cuyo afectado canto, aunque no engolado, carece de naturalidad, como si superase un esfuerzo constante. En lo teatral se defiende mejor, explotando la faceta más sufriente del príncipe durante su iniciación. Hartmann no retrata a un Tamino que se bebe la iniciación como si de algo simple se tratara, sino que se nos muestra al príncipe con gesto completamente demacrado al asistir al soliloquio de Pamina en el que la joven le reprocha su frialdad y le informa de sus intenciones suicidas.


Mucho más lograda está la estupenda Pamina de Dorotea Röschmann, a la que McVicar viste de un blanco permanente salvo en su aria del segundo acto Ach, ich fühl's, en la que entra llevando un manto azul lleno de estrellas. Es un guiño inteligente el vestirla en ese momento de oscuridad nocturna, pues Pamina, aunque de forma involuntaria, pretende arrancar unas palabras a Tamino, frustrando así su iniciación, del mismo modo que las Damas lo habían intentado anteriormente. Su presencia y sus sombrías palabras son una parte de las duras pruebas por las que atraviesa el príncipe, y sin saberlo, Pamina se sitúa inocentemente en el plano de los elementos oscuros que buscan derrumbarle. De ahí el manto nocturno, en clara referencia a su madre, con el que se cubre en esta escena. O al menos yo lo entiendo así.

Lo cierto es que también Pamina supera su propia iniciación a lo largo de la obra. Es este un aspecto absolutamente revolucionario. Habíamos hablado del carácter sexista de Sarastro y de sus sacerdotes, y sin embargo, nos encontramos con que la muchacha atraviesa unas pruebas semejantes a las de Tamino y con que ambos recorren de la mano el fuego y el agua. Resulta obvio que Mozart y Schikaneder nos muestran aquí la aptitud de las mujeres para iniciarse en la masonería, algo que no era permitido en su tiempo. Los “masones” de La flauta mágica son sexistas porque intencionadamente se critica este rasgo de los masones reales de su tiempo y se manifiesta la aptitud de las mujeres para acceder a la iniciación.

Más discutible es el enfoque que NcVicar da a Papageno. A mi entender, este personaje nos dice que no todo el mundo está representado, naturalmente, por la altura intelectual de Tamino y Pamina, pero de ahí a retratarlo como un incompetente intelectual hay un trecho. El hecho de no reunir las características de un Tamino o de una Pamina no hace de alguien un zoquete, y retratar a Papageno como a un bobo es llamar de ese modo a todos aquellos que los masones no consideran “iniciables”. Simon Keenlyside, quien por cierto se lleva la mayor ovación del público al saludar, no presenta problemas vocales en su interpretación de Papageno, pero su concepción misma del personaje, probablemente exigida por McVicar o por Davis, me parece harto discutible. Es obvio que se quiere mostrar aquí el carácter más tierno e inocente posible de Papageno incluso en sus infantiles movimientos en escena, aunque ello vaya en detrimento de una interpretación más alegre y sobre todo enérgica y viva del personaje, como sería deseable. Este Papageno se desenvuelve como si le faltara un hervor, y tampoco manifiesta un carácter demasiado alegre. Por buenos que sean los medios vocales de los que dispone Keenlyside, su Papageno comete uno de los peores pecados que pueden darse en la interpretación de este personaje: aburrir. Por cierto que una de las decisiones más curiosas de McVicar es la de eliminar el componente mágico de las campanas de Papageno (a todo esto, el instrumento aparece decorado con imágenes, supongo que poco casuales, del sol y de la luna) en el segundo acto: los sacerdotes se encuentran presentes cuando él entona su Ein Mädchen oder Weibchen y son ellos, y no el carrillón mágico, los que le traen a la falsa anciana. ¿El objetivo? Probablemente incidir en el carácter crédulo e inocente del personaje, aunque ello esté de más por cuanto las campanas son realmente mágicas, tal y como se manifiesta en el acto primero durante el “baile” de Monostatos y los suyos. En lo que se refiere a Papagena, interpretada por Ailish Tynan, hay que decir que está representada, en efecto, como la pareja ideal para Papageno, según lo entiende McVicar: una mujer alegre y despreocupada, pero también hortera y vulgar. Tampoco tiene ningún sentido el que no aparezca exactamente como una anciana en sus primeras intervenciones, lo que hace extraño que Papageno se dirija a ella como tal (Alte). Es una lástima que una dirección escénica tan sumamente inteligente en la mayoría de las cosas ofrezca una visión tan insuficiente y limitada de estos personajes.

Precisamente es Papageno el primero en darnos una pista sobre el carácter iniciático de la obra, ya en el acto primero. Cuando miente a Tamino afirmando que él mismo ha matado a la serpiente, las Tres Damas le entregan tres elementos que, sin duda, encierran cierto simbolismo. En lugar de vino, Papageno recibe agua, que probablemente simboliza las penalidades futuras. También le es entregada una piedra en lugar de sus alimentos. Es conocido el simbolismo masónico de la piedra pulida, símbolo del perfeccionamiento iniciático, y de la piedra sin pulir, como la que recibe Papageno. Por último, su boca es cerrada con un candado, en lo que se antoja como una referencia clara a la discreción que se exige al masón, virtud por la cuál será interrogado posteriormente Sarastro en relación a Tamino.

Huelga decir que los divertidos Papageno y Papagena no son ni mucho menos una mera excusa para despojar a la obra de un exceso de solemnidad. Desempeñan un papel tan necesario como Tamino y Pamina en la exposición que Mozart y Schikaneder nos presentan sobre la iniciación masónica. De hecho, y por extraño que parezca, no puede considerarse frustrada la iniciación de Papageno. Teniendo en consideración que su meta era Papagena, una vez conseguida ésta hay que concluir racionalmente que el objetivo autoimpuesto por el personaje se ha conseguido. No podemos interpretar, por tanto, que su iniciación quede interrumpida en la escena sexta del segundo acto (la del Ein Mädchen), pues los sacerdotes alejan del lugar a Papagena afirmando que Papageno “todavía” no es digno de ella (Er ist deiner noch nicht würdig!), dejando por tanto abierta la posibilidad de que el aprendizaje iniciático le lleve a serlo en el futuro. Así, el cazador de pájaros, que tan reacio era a rechazar los placeres del mundo, termina renunciando voluntariamente al mismo antes que llevar una vida de oscuridad, y al igual que Tamino y Pamina, consigue su objetivo después de pasar por una muerte figurada que abre paso, obviamente, a un renacimiento personal.

En cuanto a los otros personajes secundarios, encuentro muy satisfactorio vocalmente al Monostatos de Adrian Thompson. Tanto él como los esclavos aparecen retratados como seres casi monstruosos, de aspecto grotesco y con unos larguísimos dedos. El segundo grave patinazo de McVicar está en el hecho de retratarle como a un hombre blanco, lo que obliga a prescindir de las referencias a su color de piel en los diálogos: Sarastro no pronuncia su controvertida frase sobre la oscuridad de los propósitos de Monostatos y Papageno no alude a los pájaros negros tras su primer encuentro con el desagradable guardián. Por mucho que los diálogos se abrevien en la práctica, todo montaje que implique una manipulación del texto de la obra me parece cuestionable, y más cuando, como en el presente caso, ello implica innecesarios contrasentidos. El susto de Monostatos la primera vez que se encuentra con Papageno puede ser lógico, pero ¿y a la inversa? Porque se supone que Papageno se asusta porque nunca antes había visto a un hombre negro... En cualquier caso, no es esta la única ocasión en que las decisiones de McVicar influyen en la recreación escénica del propio texto: cuando Papageno examina el físico de Pamina para cerciorarse de que es ella la mujer del retrato, omite la referencia de que sus cabellos son castaños, produciendo el efecto cómico de que cree que son la misma persona porque ambas tienen, simplemente, pelo. Al menos esto resulta simpático y por ello me parece perdonable.


En relación a Monostatos, es obvio que su presencia en el interior del templo resulta cuanto menos chocante por mucho que sea posteriormente expulsado, algo que sólo ocurre después de que no responda positivamente a una previa amonestación de Sarastro. Quizás se nos quiera decir con esto que las personas no dejamos de ser tales en todas las circunstancias, y que en cualquier árbol, por sano que sea, es posible encontrar frutas podridas. Por lo demás, tampoco parece que Monostatos sienta especial apego por la orden, pues una vez expulsado de ella se dispone a contribuir a su destrucción a cambio de conseguir a Pamina.

Continuando con el apartado de los secundarios, desastroso Thomas Allen como Orador. La edad no perdona. Con graves y evidentes dificultades para colocar la voz, suena ronco, tosco, estéticamente feo y con un flojísimo (por decir algo) grave final en su conversación con Tamino del primer acto, que se supone que debe ser un momento revelador en el que tanto el príncipe como el público tomen conciencia de haber sido engañados por la Reina mentirosa. Bastante mejor están las Tres Damas (Gillian Webster, Christine Rice e Ivonne Howard), especialmente la segunda de ellas, si bien la tercera muestra un excesivo vibrato en la escena primera. Estupendos también los Tres Muchachos (Zico Shaker, Tom Chapman y John Holland-Avery), acertadamente vestidos por McVicar, que pese a lo dicho muestra una evidente comprensión de la obra, con unas ropas roídas y anticuadas que obviamente representan a la sabiduría despojada de adornos y accesorios innecesarios. Matthew Beale cumple bien como Primer Sacerdote, y Richard van Allan, de voz gastada, es el segundo. También muy correctos los dos Caballeros armados, de imponente y siniestro aspecto y llevando unos cascos de tipo griego.

Al margen ya del reparto, mediocre el Coro de la Royal Opera House, a cargo de Terry Edwards, cuyas voces suenan gastadas y chillonas. Es una pena porque la música coral de La flauta mágica, y especialmente el O Isis und Osiris, es simplemente maravillosa.


En cuanto a la dirección de Sir Colin Davis al frente de la Orquesta de la Royal Opera House, debo decir que nos encontramos ante todo un devoto director mozartiano que ha brillado como una de las mejores batutas en el repertorio durantes las últimas décadas. La cuestión es que Davis opta, como era previsible, por unos tempi tradiciones con una general tendencia a la lentitud claramente superada hoy por la corriente historicista. De hecho, mucho antes de esta grabación, directores como Östman o Gardiner habían demostrado que La flauta mágica funciona con tempi más rápidos. Yo hubiera preferido un poco más de velocidad y energía, y puestos ya a pedir, instrumentos originales.

Con sus defectos, que los tiene, creo que la interesante propuesta escénica de McVicar hubiera merecido una Flauta más rotunda musicalmente.

















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