Hace ya varios meses que comenté la notable grabación discográfica que el director Lorin Maazel efectuó de Madama Butterfly en 1978 con Renata Scotto y Plácido Domingo (aquí). Doce años más tarde, Maazel dirigía nuevamente esta ópera en la Scala, y como testimonio de aquéllas representaciones nos ha quedado un DVD comercializado por Arthaus. Examinémoslo en detalle.
El elemento japonés está muy presente en esta filmación, y no solamente por la elección de una soprano nipona para el papel principal, sino también en el aspecto más puramente visual. Esta producción de Keita Asari cuenta con decorados de Ichiro Takada y vestuario de Hanae Mori. A nivel visual se apuesta por la simplicidad, lo cual es desde luego acorde con un drama de tipo intimista como el de Butterfly, una ópera que a pesar de su ambientación asiática se sitúa lejos de la ostentación de Turandot. En realidad, estamos ante una de esas producciones a las que se les puede colgar el calificativo de “efectivas”, aunque tampoco causan especial impacto. Me da la sensación de que, vista en vivo, debe lucir mucho más que en DVD. Prácticamente no hay cambios relevantes en el escenario: tenemos un suelo rocoso gris con dos superficies arenosas en las que, por alguna razón para mí absurda, aran unos individuos que no pintan nada en el curso de la historia. Estos “trabajadores” aparecen justo al comienzo de la ópera y también al final.
Dominando el escenario, sobre ese suelo gris nada bonito, se alza la casa de Butterfly, que no es otra cosa que una estructura cuadrada de paneles deslizantes. Visualmente, repito, no resulta especialmente atractivo, aunque una propuesta como esta, correcta y sin salidas de tono, se me hace preferible a tantas atrocidades escénicas a las que nos obligan a acostumbrarnos ciertos directores de escena. En esta producción hay cosas que funcionan muy bien y otras que resultan un tanto cutres. Dentro de estas últimas tenemos, por ejemplo, un vestuario discretísimo en algunos personajes (el atuendo del comisario imperial parece sacado directamente de una tienda de disfraces) o las flores con las que la protagonista y Suzuki decoran la casa a la espera de la llegada de Pinkerton, que son en realidad unos papelitos planos de colores que ni de lejos engañan a la vista. Por último, Butterfly no se suicida aquí con ninguna arma adecuada (sobre ese particular escribí aquí), sino que utiliza su abanico. Puede resultar muy poético, sí, pero es imposible clavarse el mango de un abanico hasta matarse. Puede el lector llamarme simplista y zopenco, pero esta producción no está cargada de simbolismo, de modo que ese desenlace se antoja un tanto extraño y ajeno a la tónica de lo que llevamos visto, más como un puro capricho escénico que como una decisión lógica.
¡Los ottoké no son unos muñecos!
Hay también aciertos, naturalmente, y derivan sobre todo de la presencia de japoneses en el equipo. Por ejemplo, por una vez vemos bien lo que son los ottoké, que el libreto describe a través de Pinkerton erróneamente como “muñecos” (también he escrito sobre los ottoké aquí). Se trata, como sabrá el lector de este blog, de unas “tablillas” –no son figuras– en las que constan los nombres de los antepasados, y es eso lo que vemos acertadamente en la filmación. Otra cuestión, por ejemplo, es la del calzado. Butterfly y Suzuki se pasan toda la representación calzándose y descalzándose en función de si entran o salen de la casa, lo cual puede hacerse para algunos tedioso. A mí, en cambio, me encantan los detalles que dan corrección y veracidad a la producción escénica. También se dice correctamente “Omura” y no “Omara”, como tantas veces, igual que ocurría en la estimable grabación de Sinopoli, que contaba con cantantes japoneses para algunos papeles menores.
En suma, no es una producción que yo describiría como atractiva (al menos en DVD, en directo creo que debe resultar mejor), pero a pesar de sus puntos flacos, que los tiene, es al menos respetuosa con la historia y tiene detalles bien resueltos.
Pasemos al reparto. La soprano japonesa Yasuko Hayashi es una Butterfly que entra, a mi parecer, a un nivel algo por debajo de lo que después se demuestra capaz. ¿A qué me refiero con esto? A que durante buena parte del primer acto parece recurrir a utilizar deliberadamente una voz nasal como recurso barato para parecer infantil. Ya en el dúo de amor, en cambio, abandona afortunadamente esta desafortunada decisión, lo cual se traduce, amén de que la voz suene mucho más natural, en que gane también en sensibilidad e implicación dramática, haciéndose menos fría. A partir del segundo acto defiende con solvencia su papel, aunque aquí y allá hay algunos sonidos rozados y la emisión no siempre es del todo aseada (“Piangi e dispera”; “Va, te lo comando”). Respetable trabajo, en cualquier caso, aunque no del todo redondo.
El Pinkerton de Peter Dvorsky me deja una sensación agridulce. Ya en el “Dovunque al mondo” se adivina un fiato algo apurado (“Scompigli nave o ormeggi, alberatura”), aunque sabe sacar buen provecho de alguna frase (véase, por ejemplo, la sensible smorzatura en “D’ogni bella l’amor”). Lo culmina con un “America forever” que suena forzado, y al que sigue un diálogo con el cónsul bastante mejor defendido, aunque con cierta tendencia a sonar plano y no del todo implicado. Esto es en realidad extensible al resto de su actuación, en la que a veces frasea con vulgaridad (“E il Bonzo furibondo”) y adolece de una mala dicción que en ocasiones hace irreconocible la lengua italiana (“Ancor non m’hai detto che m’ami”). Resulta bastante preferible, por tanto, en el último acto. Lo cierto es que Dvorsky tiene la clase de voz necesaria para componer a un buen Pinkerton, pero el resultado no acaba de ser demasiado satisfactorio.
Olvidable resulta también Hak-Nam Kim como Suzuki, cortísima de voz y, nuevamente, con una dicción no precisamente clara. Mejor parado sale, desde luego, el Sharpless de Giorgio Zancanaro, que no es el cónsul con la voz más bella de la discografía ni el mejor cantado, pero sí está defendido con inteligencia, sin problemas vocales y con una visión creíble de su personaje. Me gusta, como pequeño detalle, el modo en el que pronuncia “L’età dei giuochi”, no como un comentario desenfadado hacia Pinkerton acerca de la juventud de Butterfly (lo habitual en los intérpretes de Sharpless), sino como una sensata recriminación.
Del resto de los secundarios puede salvarse al Bonzo de Sergio Fontana. Ernesto Gavazzi es un Goro tan afectado que resulta antipático, y Arturo Testa canta el breve papel de Yamadori con una fea voz leñosa. Curiosa la presencia de nada menos que Anna Caterina Antonacci en el breve papel de Kate Pinkerton.
Para mí, lo mejor de este DVD está, y además con diferencia, es el trabajo de la orquesta, a las órdenes de un inspiradísimo Lorin Maazel que domina a la perfección el lenguaje de esta ópera, quizá incluso superando a su anterior registro discográfico con Scotto. Hay una obvia tendencia a los tempi lentos en el segundo acto, sin que la música se haga pesante por ello, y resulta de admirar la atención a cada detalle, a cada textura de la orquestación de Puccini sin recurrir a la trampa del exotismo barato y malentendido ni de lo excesivamente serio y ampuloso. Es una cuidadísima lectura orquestal de Madama Butterfly, probablemente de las mejores de la discografía.
Y ahora viene la pregunta de rigor: ¿vale la pena adquirirlo? Para mí, como digo, el principal argumento a favor es Maazel. Más allá de él, tenemos una producción escénica correctita y unos cantantes desiguales que consiguen componer una Butterfly no exenta de credibilidad, aunque muy lejos de otras propuestas en DVD más logradas como Karajan / Freni / Domingo o Arena / Kabaivanska / Antinori. Podría recomendarse su compra con menos reservas si su precio de venta, rozando los cuarenta euros por un único DVD, no fuese tan absurdamente disparatado.
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