Cuando se hizo pública la temporada 2011-2012 del Maestranza, algunos criticaron la escasa originalidad de los títulos y el hecho de que el teatro se inclinara por óperas populares para garantizar el lleno en las butacas. La cuestión es que, en mi opinión, acudir a los títulos más celebrados de la ópera no solamente me parece una receta adecuada a los tiempos que corren, sino que su inclusión es simplemente necesaria en una programación que se precie y que no aspire a estar dirigida a los gustos particulares de unos pocos. Puede ser que mis argumentos no satisfagan a los detractores de la temporada de Halffter, pero yo doy infinitas gracias de vivir hoy por hoy en Sevilla y no en Madrid, por triste que sea. Tenemos unas Bodas de Fígaro preciosas visual y musicalmente y seguimos con la Tetralogía wagneriana en el montaje de La Fura. Mariola Cantarero, que hizo caerse el Maestranza en su Traviata de hace dos temporadas, vuelve con Lucia di Lammermoor, y Madama Butterfly, por mucho que se haya representado ya varias veces por aquí, no deja de ser una obra inmensa de la que, personalmente, soy incapaz de cansarme. De lo bueno uno nunca se cansa. La ópera barroca, y con ella la formidable Orquesta Barroca de Sevilla, estará representada, aunque sea en versión concierto, con Il trionfo del tempo e del disinganno de Handel, y los amantes de propuestas menos conocidas tienen su oportunidad de disfrute con Cristóbal Colón. En suma, hubiera sido deseable, desde luego, una programación más amplia y con la presencia de algún título verdiano, pero yo no habría hecho nada que no haya hecho Halffter. No levantaré mi voz contra una programación de la que, sinceramente, sé que voy a disfrutar de cada uno de sus títulos.
Esta programación, que podríamos considerar incluso benéfica y “medicinal” para la salud del teatro, amenazada sin duda por el virus de la falta de inversión, ha comenzado, como decía, con unas Bodas de Fígaro en una producción propia estrenada hace doce años y que, por tanto, no ha costado nada. Y funciona. Estuve ayer dispuesto a disfrutar de la que es mi ópera favorita, y me pareció una propuesta preciosa y tradicional, sin elementos fuera de tono y con una dirección escénica, a cargo de José Luis Castro, inteligente, divertida y eficaz. La escena del sillón, por ejemplo, está resuelta de forma brillante. A su vez, el dormitorio de la Condesa y el jardín están recreados de modo especialmente bello, y el uso de la iluminación, que varía de tono conforme avanza el “loco día de Fígaro” aporta claroscuros que dotan de credibilidad visual a la historia y que, por ejemplo, contribuyen a dibujar escénicamente un conmovedor Dove sono con luz crepuscular. También resultó muy efectista la coreografía de Cristina Hoyos para el baile del tercer acto, despojada gracias a Dios de las castañuelas.
Si hay algo que criticar a la puesta en escena, sería el hecho incomprensible de que el cuarto acto comenzase todavía en el mismo salón en el que se desarrolla el tercero en lugar de hacerlo en el jardín, lo que obligó a introducir una molesta pausa tras el recitativo Barbarina, cos’hai? para el cambio de escena. Ya situados en el jardín, se omitió por alguna razón incomprensible el recitativo de Barbarina Nel padiglione a manca.
Roberto Tavigliani, que debuta estos días en el papel, hizo un digno Fígaro, adecuadamente cantado e interpretado sin caer en la fácil trampa de la sobreactuación. Se olvidó de decir “Mia madre” en la última escena. Le acompañó la Susanna de Olga Peretyatko, de voz algo pequeña y, en mi opinión, de excesivo vibrato. Fue la más discutible del reparto, aunque supo aprovechar la oportunidad del Deh vieni para exhibir unos delicadísimos filados y pianissimi que sí convencieron totalmente. Además ornamentó la última frase de forma hermosa. Fue el único miembro del reparto que lo hizo.
Por su parte, Paul Armin Edelmann, hijo de Otto Edelmann, fue un muy digno Conde, adecuadamente incisivo en el Vedrò. Se anunció por megafonía que Yolanda Auyanet, la Condesa, cantaría pese a encontrarse enferma, lo cual no se dejó notar en absoluto. Su bellísima voz lírica tiene más cuerpo que la de Peretyatko, y convenció más en el Dove sono (servidor se emocionó) que en el Porgi amor.
Entrando en los secundarios, se aclamó al simpatiquísmo Cherubino de Jana Kurucová, de hermosa y cálida voz. Supo dibujar un muy erótico Non so più, centrándose no sólo en la estética encantadora de la música, sino en el carácter pasional e impulsivo que transmite. A modo del guiño para el oyente mozartiano, la melodía que entró tarareando en su entrada del cuarto acto fue el Finch’han dal vino de Don Giovanni. Un imposible histórico –Don Giovanni se escribió un año después que Fígaro– pero que no deja de tener su gracia. También tuvimos al mejor Bartolo que puede tenerse hoy en día en la presencia de un bajo bufo de la categoría de Carlos Chausson, que arrancó la primera ovación de la noche con La vendetta. No solamente es la voz, algo mate y que ni siquiera resulta especialmente hermosa al oído, sino la interpretación en sí misma: Chausson es un profesional del belcanto especialmente ducho en terrenos rossinianos y sabe cantar con enorme gracia y efectividad. Incluso su deambular por el escenario y sus movimientos obligan al espectador a olvidarse momentáneamente del resto de los personajes y a centrar la vista en él. Un lujo del que espero que volvamos a disfrutar pronto en Sevilla.
Cerrando el reparto, tuvimos a una correcta Marcellina en Anna Tobella. Aurora Amores supo sacar provecho del breve papel de Barbarina con una L’ho perduta quizá más dramática de lo que habitualmente se acostumbra. Véase, por ejemplo, su modo de separar el Chi sa dove sarà? del suspiro triste que le antecede (Ah... chi sa...). No es mala idea la de evitar cantar la cavatina como si de una cancioncilla infantil se tratara, especialmente si tenemos en cuenta que Anna Golttlieb, la primera Barbarina de Mozart, fue posteriormente la encargada de estrenar el papel de Pamina en La flauta mágica. Minusvalorar los papeles secundarios de Mozart y entregarlos a voces de poca valía es un error en el que se cae de forma demasiado frecuente. Giancarlo Tosi fue un Antonio tosco, más gritado que cantado y que dio la sensación de perderse momentáneamente en el Finale del segundo acto. También fue endeble el Basilio de Manuel de Diego, mejor en la parte actoral que en la vocal, donde mostró una voz algo leve y frágil. Mejor parado salió el Don Curzio de José Manuel Montero y las campesinas encarnadas por Inmaculada Águila y Rocío Botella.
De disco estuvo el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza, tanto al completo como las voces femeninas en el Ricevete, oh padroncina.
Pedro Halffter hizo una gran labor al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, exhibiendo una tendencia general a los tempi rápidos y ágiles y con una estupenda explosión de sonido en el Questo giorno di tormenti. Sólo las trompas patinaron levemente al final del Aprite un po’, y quizás hubiera sido deseable que se escuchara un poco más el pizzicati de las cuerdas en el Se vuol ballare. Los recitativos estuvieron muy bien llevados por Alejandro Casal al clave y por la siempre estupenda Mercedes Ruiz, chelista de la OBS.
El público respondió muy bien, y resulta especialmente conmovedor el ver cómo la gente aún sigue riendo con las bromas ingeniadas hace dos siglos por Mozart y Da Ponte en una propuesta que, precisamente, huye de buscar elementos alternativos a los exigidos por el libreto. Mozart vive.
Fotografías: http://julio-rodriguez.blogspot.com/
Esta programación, que podríamos considerar incluso benéfica y “medicinal” para la salud del teatro, amenazada sin duda por el virus de la falta de inversión, ha comenzado, como decía, con unas Bodas de Fígaro en una producción propia estrenada hace doce años y que, por tanto, no ha costado nada. Y funciona. Estuve ayer dispuesto a disfrutar de la que es mi ópera favorita, y me pareció una propuesta preciosa y tradicional, sin elementos fuera de tono y con una dirección escénica, a cargo de José Luis Castro, inteligente, divertida y eficaz. La escena del sillón, por ejemplo, está resuelta de forma brillante. A su vez, el dormitorio de la Condesa y el jardín están recreados de modo especialmente bello, y el uso de la iluminación, que varía de tono conforme avanza el “loco día de Fígaro” aporta claroscuros que dotan de credibilidad visual a la historia y que, por ejemplo, contribuyen a dibujar escénicamente un conmovedor Dove sono con luz crepuscular. También resultó muy efectista la coreografía de Cristina Hoyos para el baile del tercer acto, despojada gracias a Dios de las castañuelas.
Si hay algo que criticar a la puesta en escena, sería el hecho incomprensible de que el cuarto acto comenzase todavía en el mismo salón en el que se desarrolla el tercero en lugar de hacerlo en el jardín, lo que obligó a introducir una molesta pausa tras el recitativo Barbarina, cos’hai? para el cambio de escena. Ya situados en el jardín, se omitió por alguna razón incomprensible el recitativo de Barbarina Nel padiglione a manca.
Roberto Tavigliani, que debuta estos días en el papel, hizo un digno Fígaro, adecuadamente cantado e interpretado sin caer en la fácil trampa de la sobreactuación. Se olvidó de decir “Mia madre” en la última escena. Le acompañó la Susanna de Olga Peretyatko, de voz algo pequeña y, en mi opinión, de excesivo vibrato. Fue la más discutible del reparto, aunque supo aprovechar la oportunidad del Deh vieni para exhibir unos delicadísimos filados y pianissimi que sí convencieron totalmente. Además ornamentó la última frase de forma hermosa. Fue el único miembro del reparto que lo hizo.
Por su parte, Paul Armin Edelmann, hijo de Otto Edelmann, fue un muy digno Conde, adecuadamente incisivo en el Vedrò. Se anunció por megafonía que Yolanda Auyanet, la Condesa, cantaría pese a encontrarse enferma, lo cual no se dejó notar en absoluto. Su bellísima voz lírica tiene más cuerpo que la de Peretyatko, y convenció más en el Dove sono (servidor se emocionó) que en el Porgi amor.
Entrando en los secundarios, se aclamó al simpatiquísmo Cherubino de Jana Kurucová, de hermosa y cálida voz. Supo dibujar un muy erótico Non so più, centrándose no sólo en la estética encantadora de la música, sino en el carácter pasional e impulsivo que transmite. A modo del guiño para el oyente mozartiano, la melodía que entró tarareando en su entrada del cuarto acto fue el Finch’han dal vino de Don Giovanni. Un imposible histórico –Don Giovanni se escribió un año después que Fígaro– pero que no deja de tener su gracia. También tuvimos al mejor Bartolo que puede tenerse hoy en día en la presencia de un bajo bufo de la categoría de Carlos Chausson, que arrancó la primera ovación de la noche con La vendetta. No solamente es la voz, algo mate y que ni siquiera resulta especialmente hermosa al oído, sino la interpretación en sí misma: Chausson es un profesional del belcanto especialmente ducho en terrenos rossinianos y sabe cantar con enorme gracia y efectividad. Incluso su deambular por el escenario y sus movimientos obligan al espectador a olvidarse momentáneamente del resto de los personajes y a centrar la vista en él. Un lujo del que espero que volvamos a disfrutar pronto en Sevilla.
Cerrando el reparto, tuvimos a una correcta Marcellina en Anna Tobella. Aurora Amores supo sacar provecho del breve papel de Barbarina con una L’ho perduta quizá más dramática de lo que habitualmente se acostumbra. Véase, por ejemplo, su modo de separar el Chi sa dove sarà? del suspiro triste que le antecede (Ah... chi sa...). No es mala idea la de evitar cantar la cavatina como si de una cancioncilla infantil se tratara, especialmente si tenemos en cuenta que Anna Golttlieb, la primera Barbarina de Mozart, fue posteriormente la encargada de estrenar el papel de Pamina en La flauta mágica. Minusvalorar los papeles secundarios de Mozart y entregarlos a voces de poca valía es un error en el que se cae de forma demasiado frecuente. Giancarlo Tosi fue un Antonio tosco, más gritado que cantado y que dio la sensación de perderse momentáneamente en el Finale del segundo acto. También fue endeble el Basilio de Manuel de Diego, mejor en la parte actoral que en la vocal, donde mostró una voz algo leve y frágil. Mejor parado salió el Don Curzio de José Manuel Montero y las campesinas encarnadas por Inmaculada Águila y Rocío Botella.
De disco estuvo el Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza, tanto al completo como las voces femeninas en el Ricevete, oh padroncina.
Pedro Halffter hizo una gran labor al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, exhibiendo una tendencia general a los tempi rápidos y ágiles y con una estupenda explosión de sonido en el Questo giorno di tormenti. Sólo las trompas patinaron levemente al final del Aprite un po’, y quizás hubiera sido deseable que se escuchara un poco más el pizzicati de las cuerdas en el Se vuol ballare. Los recitativos estuvieron muy bien llevados por Alejandro Casal al clave y por la siempre estupenda Mercedes Ruiz, chelista de la OBS.
El público respondió muy bien, y resulta especialmente conmovedor el ver cómo la gente aún sigue riendo con las bromas ingeniadas hace dos siglos por Mozart y Da Ponte en una propuesta que, precisamente, huye de buscar elementos alternativos a los exigidos por el libreto. Mozart vive.
Fotografías: http://julio-rodriguez.blogspot.com/
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