Después de una cierta e innecesaria incertidumbre en la venta de entradas (ver aquí), ayer pude finalmente asistir a la Thaïs del Teatro de la Maestranza. Y lo cierto es que para mí ha sido una de las mayores noches de ópera que haya vivido en Sevilla, si no la mayor. Y no me refiero a la composición musical en sí, a mi juicio muy notable, sino al elevadísimo nivel del reparto y de la puesta en escena. Esta Thaïs merece, en suma, un lugar para el recuerdo entre las últimas grandes cosas vistas en Sevilla, junto con la Fanciulla y la Turandot de las pasadas temporadas, o el debut de Mariola Cantarero como Violetta en La Traviata.
A nivel escénico, debo decir que sabía a lo que me enfrentaba. La producción de Nicola Raab para la Ópera de Gotemburgo pudo verse el año pasado en Valencia –por cierto, también con Domingo encarnando a Athanaël– y había leído de antemano las detalladas crónicas que los blogueros Maac y Atticus escribieron en su día (aquí y aquí). También había visto las fotografías, siempre maravillosas, de Julio Rodríguez. La acción, en suma, no está ambientada en el Egipto del siglo IV, sino en la misma época en la que la ópera fue estrenada: el universo de la cortesana aparece encarnado por toda una cohorte de payasos, cabareteras y personajes de teatro, mientras que Athanaël parece pertenecer más a una secta radical que a una congregación religiosa al uso. Los decorados y el vestuario son sencillamente prodigiosos, y todos los elementos escénicos que aparecen obedecen a un por qué y distan mucho de ser meros caprichos sin sentido, como el recurso, quizá algo manido, del teatro dentro del teatro o a dibujar unos pechos femeninos con las dunas del desierto que recorren Thaïs y Athanaël, evidenciando así que la travesía de ambos se convierte en un viaje iniciático que lleva a cada personaje a la negación de sí mismo y al surgimiento del yo contrario: tras ese viaje, la cortesana se convierte en ejemplo de pureza y castidad, mientras que el religioso, antaño inflexible, se consume de deseo erótico. La puesta en escena es, en suma, no sólo visualmente bella, sino también inteligente. Y eso no es del todo habitual en los tiempos que corren.
Pasemos al reparto. Dicen que si la soprano Nino Machaidze ha venido a Sevilla se ha debido únicamente a Plácido Domingo. Pues hay que darle las gracias a nuestro universal tenor, porque lo que pudo oírse a Machaidze anoche fue sencillamente extraordinario. La voz es bellísima, uniforme en todo el registro y sin los apuros de una consagrada intérprete de Thaïs como Fleming en el grave en su escena de la conversión con Athanaël. Baste decir que mi referencia en el papel era Fleming hasta anoche, y que Machaidze ha roto el molde para mí. Además tiene la belleza física y las aptitudes teatrales ideales para el personaje. Sencillamente extraordinaria.
Y ahora Plácido Domingo. Al igual que ocurría con la puesta en escena, debo decir que sabía a lo que me enfrentaba. Huelga decir que su voz carece de la oscuridad natural que sería deseable en un Athanaël. La emisión es la de un barítono claramente “atenorado”, aunque esto ya se sabe. De ahí que no entienda ciertos comentarios despectivos que se oyen por ahí. No tiene ningún sentido que haya gente que se abalance sobre las entradas al ver el nombre de Domingo para lamentarse luego de que no hay un barítono con la emisión de un Milnes –algo tosca, no nos engañemos– o de un Hampson, por citar dos ejemplos de cantantes que han grabado el papel. Hay que estar muy ciego para no darse cuenta de antemano de que lo que vamos a ver es a un tenor setentón cantando de barítono, por lo que los decepcionados deben culpar, en mi opinión, más a su ingenua necedad que al propio Domingo. Y no faltan los “antidominguistas” recalcitrantes y los que consideran muy de intelectual el poner a caldo a figuras encumbradas. Servidor ha llegado a leer cosas que, si debo opinar conforme a lo visto y oído ayer, son sandeces como castillos. Con decir que he leído que Domingo no se sabe bien el papel y que no tiene bien preparada la obra es suficiente.
Yo pretendo que mi opinión sea objetiva: Plácido Domingo no me convence en su faceta de barítono ni en una mínima parte de lo que me convence como tenor. Es más, no creo que haya nadie –salvo los admiradores muy admiradores– que sean capaces de poner a la par ambas vertientes. Sin embargo, eso no es óbice para que no tuviese momentos realmente grandes, como su soliloquio sobre Alejandría, ni para que demostrase ser el animal escénico que es, deslumbrando con su presencia, con su carisma y con una voz que pese a lo inseguro en el grave, sigue siendo bella y sedosa, por mucho que no sea la sonoridad que esperamos en un Athanaël. No es la voz idónea para el personaje, no, y sin embargo yo salí encantado de haber tenido la posibilidad de ver en vivo a uno de los más populares representantes de la música culta en el siglo XX. Porque seamos honestos: hay mucha gente que ha acudido a ver a Plácido Domingo más que a Thaïs. Y mientras haya personas capaces de gastar dinero en ver a un artista así con la que está cayendo, y mientras él siga disfrutando de su trabajo, no veo razón para pensar en una retirada. A la vista de la venta de entradas, es indudable que a la gente le interesa verlo, y nadie acude a un teatro obligado a punta de pistola por mucho que pensemos que los días de mayor gloria de Domingo hayan pasado. A estas alturas, él no tiene ya nada que demostrarle a nadie. Lo que sobra en el mundo son políticos y ladrones, no artistas.
Pasemos a los secundarios. Stefano Palatchi fue un Palèmon de voz contundente, aunque totalmente lastrada por un vibrato a todas luces excesivo. El que sí me pareció magnífico fue el espléndido Nicias de Antonio Gandía, así como la pareja Crobyle-Myrtale, encarnada por Micaëla Oeste y Marifé Nogales, respectivamente.
Por otra parte, pocas veces he escuchado mejor al Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza, dirigido por Íñigo Sampil, que cerró, por ejemplo, el primer acto en perfección absoluta.
Al frente de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, Pedro Halffter hizo una lectura superlativa de la partitura de Massenet, sin caer en lo excesivamente edulcorado ni tan siquiera en la célebre Meditación, que corrió a cargo del violín de Eric Crambes. Si hay algo que criticar es la omisión de la escena de “la charmeuse”, que privó al público de la última intervención de Crobyle y Myrtale.
En su blog Ya nos queda un día menos, Fernando López Vargas-Machuca –responsable de los Apuntes biográficos de Massenet incluidos en el libreto de anoche– escribe que después de haber asistido a la función de anoche y a las de Valencia del pasado año, se queda con las de Sevilla (click aquí). Yo no puedo hacer esa comparación, pero sí afirmo sin rubor que ayer viví una noche de ópera absolutamente mayúscula.
Fotografías: http://julio-rodriguez.blogspot.com.es/
7 comentarios:
Me ha gustado mucho la crítica. La parte dedicada a Plácido ha sido vibrante, parecía que te veía en persona diciéndolo y subiendo poco a poco en emoción. Aunque mi auctoritas sea poca, toda ella te apoya en lo que dices y en como lo dices. La frase final de los políticos genial ejjejejeje. Me alegro que disfrutases y lo pasases genial. Se que te negarás y me llamarás vieja portera pero te lo dejo caer ¿Por qué no haces unas críticas de las críticas
Un saludo y enhorabuena, me ha gustado mucho.
Gracias por tus comentarios, Emilio. Entre los críticos hay de todo, y con unos se tiende a estar más de acuerdo que con otros. Pero naturalmente, la disconformidad no me parece un argumento como para escribir cosas como las que propones, sobre todo porque implicarían situarme en una posición de superioridad respecto de ellos, cosa que no estoy dispuesto a hacer. Una cosa es que puntualmente me muestre en desacuerdo con algo, y otra bien distinta que dedique una entrada sólo para eso. Escribir sobre ópera me apasiona mucho más que eso.
De hecho, procuro utilizar palabras como "crónicas" en lugar de "críticas", por la sencilla razón de que yo no soy un crítico, sino un aficionado que escribe, con razón o sin ella.
Un abrazo.
Buena contestación.
Ay, Pablo, lo de que Plácido no se sabía la partitura era, al menos en Valencia, la pura verdad, o eso dicen. Pero... qué demonios importa que la llevara por los pelos si a la hora de la verdad se canta, aún con desequilibrios comprensibles, así de bien? Enorme artista, aunque algunos no quieran enterarse. Saludos.
Totalmente de acuerdo, Fernando. Y sorprendente lo de Valencia.
Yo vi varias funciones en Valencia y conforme avanzaron Domingo fue mejorando notablemente su prestación. Fantástica crónica, me has dado envidia, jeje.
Tampoco creo que haya nada que envidiar. Servidor sólo puede permitirse acudir una vez por espectáculo, que está la cosa mu chunga.
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