Una de las primeras alegrías que me dio este blog fue la de comprobar cómo una entrada sobre una ópera tan escasamente popular incluso entre buena parte de los aficionados al género como es “L’incoronazione di Poppea” se situaba entre las más visitadas durante buena parte de este año 2010. Tal vez su puesta en escena en la presente temporada del Teatro Real ayudara a incrementar el número de visitas, aunque prefiero pensar también que ello se debe en parte al hecho de que la ópera barroca, por no decir que toda la música del Barroco, vive precisamente ahora lo que bien puede calificarse como una época dorada en la que contamos con mejores intérpretes, agrupaciones, y por ende grabaciones, que nunca.
Continuando con mi costumbre, consolidada desde hace ya más de un año, de comentar cada mes una grabación de ópera en DVD, he decidido irme a los orígenes de la ópera y que el colofón a este 2010 lo ponga el célebre “Orfeo” de Claudio Monteverdi, y concretamente en la producción del Teatro Real que yo mismo pude ver en el cine en 2008 y que hoy puede encontrarse editada en DVD. Comienzo, como siempre, con un breve resumen argumental:
Prólogo: La Música, como figura alegórica, presenta la acción a los espectadores.
Acto 1: Asistimos a la boda de Orfeo con la bella Eurídice, quienes se rodean festivamente de ninfas y pastores, que celebran la unión alegremente.
Acto 2: El ambiente festivo que circunda a Orfeo y a sus amigos pastores se ve súbitamente roto por la aparición de la ninfa Silvia, quien comunica a Orfeo que Eurídice acaba de morir a consecuencia de una picadura de serpiente. Orfeo se propone como meta descender a los infiernos y devolver a su amada a la tierra, o en caso de fracaso, permanecer al menos junto a ella en el mundo de ultratumba. La mensajera Silvia, entristecida de haber sido portadora de tan funestas nuevas, decide pasar el resto de su vida en algún lugar solitario.
Acto 3: Orfeo ha llegado hasta la laguna estigia, que separa el mundo de los vivos del de los muertos, guiado de la Esperanza, que le abandona ahora. Por su parte, Caronte se dirige al héroe con violencia negándose a transportar a alguien vivo en su barca. Haciendo uso de su lira, Orfeo consigue que el inconmovible barquero se duerma, ocasión que aprovecha para subir él mismo a la barca y remar por su cuenta hasta la otra orilla.
Acto 4: Proserpina, esposa de Plutón, el señor de los infiernos, ha escuchado conmovida las súplicas de Orfeo y pide a su marido que se devuelva la vida a Eurídice. Plutón acepta bajo la condición de que Orfeo no dirija ninguna mirada a su amada hasta que ambos hayan abandonado el Hades. Orfeo se regocija de su suerte, pero en el último momento siente temor ante la posibilidad de que Eurídice no le acompañe y se gira para mirarla, incumpliendo las órdenes de Plutón. Eurídice es retenida en los infiernos y Orfeo es expulsado a la fuerza.
Acto 5: Privado para siempre de Eurídice, Orfeo vaga melancólicamente por los campos de Tracia, negando su amor a todas las mujeres. En ese instante de desesperación desciende Apolo desde el Olimpo para invitarle a recuperar la alegría ascendiendo junto a él al cielo, donde podrá ver para siempre en las estrellas la figura de su amada.
Libreto en castellano.
Estrenada en Mantua en febrero de 1607, “La favola d’Orfeo” es considerada hoy la primera gran ópera de la historia de la música, más allá de algunas obras precedentes que perseguían algo tan propio del más verdadero espíritu renacentista como era la aproximación al viejo teatro griego incorporando la música al drama. El hermosísimo libreto de Alessandro Strigio el Joven, pleno de lirismo, se basa en “L’Euridice” de Ottavio Rinuccini, y de él se sirvió Claudio Monteverdi para crear esta obra maestra que consideramos hoy como el punto de partida de la ópera. Al menos a mi entender, una característica común en las óperas de Monteverdi es la de la calidad literaria de sus libretos, que hace de algo tan aparentemente poco atractivo al oído como es el recitar cantando una experiencia que en ocasiones llega a lo sublime. Con excepciones (sirva Wagner a modo de ejemplo), la evolución de la ópera es también la de una progresiva pérdida de calidad de los libretos, que unas veces por pretender ser efectistas, otras por buscar un cierto verismo en la acción y las más de las veces porque el propio lenguaje musical lo demanda, terminan distanciándose de la calidad literaria. “La poesía debe ser hija obediente de la música”, decía Mozart. En Monteverdi, por el contrario, poesía y música van de la mano en perfecta conjunción, adaptándose mutuamente de la forma más natural y sin que la música vea mermadas sus posibilidades de expresión a causa de lo formal y acabado del libreto.
Para celebrar el cuatrocientos aniversario de la historia de la ópera (a contar desde “L’Orfeo”), el Teatro Real de Madrid ha venido representando desde 2008 la trilogía monteverdiana compuesta por “L’Orfeo”, “Il ritorno d’Ulisse in patria” y “L’incoronazione di Poppea”, a cargo todas ellas de un consumado director en las lides del historicismo musical como es el norteamericano William Christie. En lo que atañe a este “Orfeo”, la puesta en escena de Pier Luigi Pizzi merece algunas consideraciones. Pizzi reconstruye a modo de decorado lo que se asemeja a la estructura del Palacio Ducal de Mantua, llegando a sentar sobre el escenario a varios figurantes vestidos de época como si de espectadores del siglo XVII se tratase. También parece buscar el contraste mezclando elementos de una puesta en escena de corte clásico con otra de tipo más moderno y atrevido. Así, los dos primeros actos son de una enorme belleza visual, transcurriendo sin embargo sin sorpresas, mientras que a partir del tercer acto vemos cómo Orfeo desciende a los infiernos vestido con una camisa y unos pantalones modernos. Pese a ello, el protagonista es, con excepción del coro final, el único personaje de la acción que parece “viajar en el tiempo” hasta el presente cambiando su forma de vestir. Con todo, a pesar a este peculiar cambio de vestuario, toda la puesta en escena es una absoluta delicia visual, adornada en buena medida con la presencia de bailarines (coreografía de Gheorghe Iancu) y por un uso inteligente del coro, que lejos de cualquier estatismo o de desempeñar un papel meramente decorativo sobre el escenario, participa realmente en la función, por mucho que la mayoría de sus intervenciones sean disertaciones de tipo moral sobre lo que vemos a cada momento en escena. Particularmente logrado me parece, pese a la oscura iluminación, el tercer acto, con una fabulosa presentación de la barca de Caronte. Sólo chirría el bailoteo moderno al son de la moresca que cierra la obra.
El papel de Orfeo recae tradicionalmente sobre un barítono o sobre un tenor (en este último caso cambiando la tonalidad de la obra). Pese a tratarse de un personaje mitológico, no estamos aquí ante una figura “plana” ni distante. El gran atractivo con el que cuenta este personaje es el de que, pese a tratarse de un héroe, de un semidiós, también se nos muestra como alguien sufriente y terriblemente vulnerable a los golpes de la suerte. La faceta cuasi divina del personaje queda así reducida a mínimos ante un claro predominio de su humanidad, que le posibilita conmover al público y hacer que este se identifique con sus emociones. El “Possente spirto”, ese lamento con el que el protagonista busca ablandar el corazón de Caronte, es una de las páginas inmortales de Monteverdi y de toda la ópera barroca, estructurada en forma de diálogo entre el intérprete y distintas secciones de la orquesta, con una mágica intervención del arpa que simula ser al oído la lira de Orfeo. La melodía, en apariencia simple, exige sin embargo un ejercicio de pirotecnia vocal y de control en las agilidades, así como el dúo final entre Orfeo y Apolo. El alemán Dietrich Henschel pone de su parte todo lo que puede para ser un Orfeo digno, aunque sus medios vocales distan de ser los idóneos para Monteverdi. Es un cantante de extenso repertorio al que descubrí con las grabaciones que hizo Sir John Eliot Gardiner de las cantatas de Bach a propósito de su “peregrinaje” del año 2000 y que se ha dado a conocer como uno de los mejores liederistas de la actualidad. Sin embargo, su oscura voz de barítono suena aquí a veces excesivamente plana, privada del vuelo que exige la partitura monteverdiana, y se muestra peligrosamente apurado e incluso chillón al subir al registro alto. En el apartado de los méritos debe constar, sin embargo, el que la suya es una interpretación sin afectación, revestida de una aparente frescura y espontaneidad que hace que el público tenga la impresión de que lo pasa realmente bien en los dos primeros actos para pasar después a una faceta sufriente en la que evita caer en la trampa del exceso y la sobreactuación, riesgos estos que siempre sobrevuelan a la interpretación de personajes mitológicos o de la Antigüedad.
La excelente soprano Maria Grazia Schiavo abre la obra en el papel alegórico de la Música con una excelente interpretación del Prólogo acompañada de forma imaginativa por la orquesta de Christie, que llega a acudir, por ejemplo, al pizzicato en una de las repeticiones del bello ritornello. La plena consciencia de que estos compases marcan el inicio de la ópera como género musical y el eficaz modo de dirigirse ad spectatores hacen que siempre sienta cierto sobrecogimiento al oír el “Dal mio Permesso amato”. No deja de ser curioso que este Prólogo sirva en parte para presentar la obra y en parte para invitar al público a que guarde silencio, algo así como esos anuncios que nos ponen hoy en el cine invitándonos a apagar el teléfono móvil. Divagaciones aparte, inmediatamente después volvemos a ver a Schiavo, esta vez en el breve y sin embargo trascendental papel de Eurídice, y más adelante encarnando a una enternecida Proserpina. En la entrevista que se incluye en el apartado de “extras” del DVD, Schiavo manifiesta la insistencia de Pizzi en que fuese la misma intérprete la que abordase conjuntamente los papeles de Eurídice y Proserpina, al identificar a ambas mujeres en una sola debido al deseo compartido de las dos de que la amada de Orfeo vuelva al mundo de los vivos. De nuevo como Eurídice, a destacar por parte de Schiavo la sentida “Ahi, vista troppo dolce” cuando Orfeo la pierde definitivamente en los infiernos, cantada además con tristísima expresión en el rostro.
En cuanto a los otros cantantes, Sonia Prina, consagrada como una de las grandes intérpretes actuales del barroco, comienza su papel de Mensajera con algún leve problema de entonación inmediatamente superado, ofreciendo una interpretación vocalmente más poderosa de lo muchas veces acostumbrado en el papel. Lo mismo es extensible a su posterior reaparición como la Esperanza. Por su parte, Luigi De Donato es un excelente Caronte, de voz oscura y adecuadamente siniestro, sin problemas en los complicados graves. Se trata de un papel que no debe estar exento de una cierta carga de agresividad, al tiempo que, paradójicamente, se nos muestra como frío, distante e inconmovible cuando el público sí está cautivado por el dolor de Orfeo en el “Possente spirto”, cuyos efectos están por tanto más dirigidos a los espectadores que al impasible Caronte, al que vemos aquí acertadamente rígido, inmóvil e inexpresivo.
El apartado de los dioses se cierra con el digno Plutón de Antonio Abete y con un sobresaliente Agustín Prunell-Friend en el breve y vocalmente complejo papel de Apolo. Su voz de tenor ligero es bellísima y es perfectamente solvente en las agilidades. En el plano teatral, se muestra con un extraño aspecto “divinizado” que se debe a una considerable cantidad de maquillaje blanco sobre la piel. Cierran el reparto la encantadora Hanna Bayodi-Hirt en el papel de Ninfa y los pastores, entre los que encontramos a nuestro excelente Xavier Sabata. Aún recuerdo con cariño un recital suyo en el Círculo Mercantil de Sevilla de hace unos años que llevaba por título “Vivi tiranno”. Destaca también el excelente Cyril Auvity como segundo pastor y primer espíritu infernal, así como la presencia del joven y prometedor Juan Sancho. Cierra el reparto Jonathan Sells como cuatro pastor y tercer espíritu infernal.
La dirección musical corre a cargo, como decía antes, de William Christie, un director que ha realizado sus mayores logros en el ámbito del barroco francés. Ya hablé de él en este blog hace unos meses a propósito de su maravilloso Giulio Cesare de Glyndebourne. Acompañado de su orquesta de instrumentos de época, Les Arts Florisssants, Christie dirige desde el teclado y ofrece una lectura luminosa, con tendencia al vitalismo y a los tempos rápidos y con una notable dirección del coro. Es simpático, aunque tal vez algo excesivo, el verle durante los dos primeros actos vestido a la manera del siglo XVII, al igual que a los miembros de la orquesta. Por su parte, Les Sacqueboutiers de Toulouse interpretan la célebre tocata que abre la obra, precedida aquí de una marcha de timbales.
El DVD incluye como prestaciones adicionales unas brevísimas aunque simpáticas entrevistas de José Luis Pérez de Arteaga a Christie, Pizzi, Henschel y Schiavo. Eso sí, la calidad de imagen podría ser mejor para tratarse de una filmación de 2008, y el audio suena a veces extrañamente opaco, especialmente en la escena de Apolo.
Pese a los reparos que pueda despertar la presencia de Henschel, este Orfeo es un regalo para la vista y para el oído. Muy disfrutable.
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