Del 26 de julio al 3 de agosto, víspera de mi cumpleaños, me encontré haciendo un amplio recorrido por diversas ciudades de centroeuropa, y entre ellas las que más vinculación tienen con la figura de Wolfgang Amadeus Mozart: Salzburgo, Viena y Praga. Me pasé las semanas previas al viaje afirmando que acudiría a dichas ciudades “en peregrinación idólatra”, y en parte así fue. Antes de entrar en materia entraré en el terreno de lo personal y explicaré por qué.
Mozart ha sido lo más parecido a un ídolo para mí desde que tengo uso de razón. No guardo recuerdo en mi memoria del momento en que lo descubrí, pero sí me acuerdo de lo mucho que me impactó escuchar su trilladísima sinfonía nº 40 en el colegio cuando tenía siete años. En aquél tierno segundo de primaria, cada miércoles a las nueve de la mañana cada alumno debía colorear “la ficha de Nacho y Cuca”, es decir, unos dibujos en los que se veía a una pareja de hermanos comportándose ejemplarmente. Lo importante es que aquélla “asignatura” llamada PFA (“plan de formación del alumno”) se desarrollaba mientras escuchábamos música clásica en la radio. Cada semana era un compositor diferente, y agotado el listado volvíamos a empezar de nuevo siempre sobre las mismas obras. Recuerdo perfectamente cómo nuestro joven profesor colocaba en la pared los retratos de los compositores que escuchábamos. Mozart no tardó en aparecer visualmente en el famoso retrato póstumo de Barbara Kraft y musicalmente en la ya citada sinfonía nº 40 (naturalmente sólo el primer movimiento). Creo que ocurrió en la segunda semana, pues en la primera tocó “Las cuatro estaciones”. Pues bien, el impacto en mí fue tal que terminé pasándome los días canturreando la famosa melodía, y no exagero si digo que me recuerdo con toda nitidez buscando esa obra en un vinilo que había por casa o cantándola en el baño o por la calle. Una vez que conocí al completo el repertorio que nos ponía el profesor le preguntaba con gracia a mis padres “¿qué te canto?”.
Por esas mismas fechas, mi madre participaba en un coro de aficionados con un nivel más que sobresaliente para lo que se espera de ese tipo de agrupaciones, y la música de Mozart, esta vez la encantadora Misa del solo de órgano, volvió a grabarse a fuego en mi mente. Al año siguiente acudí al Conservatorio junto con mi madre y con mi hermano, pero los horarios del colegio, de mañana y tarde cada día, prácticamente no me dejaban tiempo para dedicarme a las tareas de música, por lo que mi aprendizaje no pasó de primero de solfeo. Pero Mozart siguió ahí. Ahora mismo me veo vestido de paje en una de las procesiones de Corpus Christi de Sevilla, con la peculiaridad de que yo decía que iba “vestido de Mozart”.
La ilusión por visitar esos lugares era, como se comprenderá, considerablemente grande. Aunque no cabe ningún acercamiento aceptable a la figura del salzburgués si no es a través de su música, el contacto con su mundo y entorno físicos consiguió sobrecogerme. Entrar en su casa natal en Salzburgo y moverme por las mismas habitaciones en las que él habitó durante diecisiete años (es la casa en la que mayor tiempo vivió) contemplando cartas, composiciones, objetos personales y retratos, es toda una experiencia para alguien como yo. Particularmente estremecedor me pareció leer por mis propios ojos la siguiente carta de Leopold Mozart al editor Lotter de Augsburgo:
“Por lo demás le informo de que el 27 enero mi esposa dio a luz felizmente un niño. Hubo que quitarle la placenta. Estaba sumamente débil. Pero ahora, gracias a Dios, madre e hijo se encuentran bien” (9 de febrero de 1756).
El tono rutinario y despojado de toda solemnidad en el nacimiento de un hombre tan esencial en la historia de la música conmueve y estremece a partes iguales. Supongo que la visita a ese edificio no significará nada para quienes no muestren el menor interés por Mozart. Para otros, más sensibles a la cultura y aprovechando que se encuentran en Salzburgo, será una visita curiosa desde el punto de vista meramente turístico. Por último, para los que son como yo, es algo profundamente emotivo. Sólo una pequeña pega: deberían disponer de letreros en castellano, como en la otra casa de Mozart en Salzburgo. Una preciosa ciudad que parece haber olvidado lo mucho que Mozart la detestó, pues él está presente continuamente en cada calle y en cada escaparate. Aunque suene curioso conociendo la aversión de Mozart por Salzburgo y los salzburgueses, no podía esperarse menos de una ciudad civilizada.
En Viena, una ciudad que me encantó, pude visitar la hermosa estatua del compositor en el Buggarten, aún más bella que la de la Plaza Mozart de Salzburgo, y pasar ante la “Casa Fígaro”, el “Café Tomaselli” y la vivienda en la que escribió su primer “bombazo” vienés: “El rapto en el serrallo”, encontrada por casualidad mientras caminábamos por el centro, al igual que otra casa habitada por Haydn frente a la iglesia de San Miguel.
La visita a Praga, una ciudad tan querida por Mozart y que tanto quiso a Mozart, era obviamente de interés especial. Durante todo el tiempo resonó la sinfonía “Praga” en mi mente. No pude visitar Villa Bertramka por falta de tiempo, pero sí la iglesia de San Francisco (frente al precioso Puente de Carlos), en cuya sacristía también se dice que Mozart compuso partes de su Don Giovanni. Pero por supuesto, lo mejor fue el Teatro Estatal u Ópera de los Estados (también llamado antes Teatro Tyl), el único teatro que se conserva en pie en el que trabajó Mozart, cuyo aspecto se mantiene idéntico al que presentaba en el siglo XVIII. Ya en mayo, antes de que hubiésemos contratado el viaje, escribí aquí sobre lo especial que sería para mí visitarlo. Allí, en ese teatro pequeñito y de interior precioso y buena acústica, estrenó Mozart Don Giovanni y La clemenza di Tito. Tuve la fortuna de entrar, lo que debo agradecérselo a mis padres y sobre todo a mi hermano. Al parecer no hay forma de acceder al interior si no es acudiendo a algún concierto, y por suerte lo había cuando llegamos. El programa, llamado “Mozartissimo” era una recopilación de las arias de ópera más conocidas de Mozart interpretadas por una soprano y un barítono acompañadas de un conjunto de vientos. Pues bien, la visita me dejó un sabor agridulce. Acepto que sean conciertos fuera de temporada, que estén pensados para hacer caja y que sean para turistas, pero un teatro con semejante importancia debe mantener un mínimo de... dignidad. Siendo un teatro prácticamente nuevo, estoy absolutamente convencido de que el Maestranza de Sevilla jamás acogería un espectáculo tan bochornoso, sobre todo por parte de aquél barítono de cuyo nombre no quiero acordarme. Tampoco me parece de recibo que la señora encargada de ¡vender! el programa fuese incapaz de entender algo tan elemental como los números en inglés, o que otra empleada nos invitase a abandonar el teatro a los pocos segundos de terminado el espectáculo mediante el poco amable gesto de agitar las llaves a nuestra espalda. Tal vez lo más triste fue ver a algunas mujeres elegantemente vestidas: si se trataba de turistas tan despistadas como yo nada importa, pero de tratarse de praguenses que consideran dicho espectáculo digno de un bonito vestido, ello evidenciaría un nivel musical simplemente catastrófico en ese teatro. Pero no nos engañemos: por mucho que fuese atractivo escuchar allí algo de Don Giovanni (yo mismo lo califiqué antes de “un pequeño sueño”) lo que más me interesaba era acceder al interior. Además, la mala calidad del cantante nos permitió echar unas risas en la pizzería Giovanni, muy cerca del teatro, donde cenamos.
Me he sentido muy bien, como el que es acogido amablemente en casa de un buen amigo. Un amigo de toda la vida.
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