Tras el éxito de La fanciulla del West en la pasada temporada, el Teatro de la Maestranza de Sevilla ha vuelto a apostar por el Puccini más exótico de la mano de Turandot. Presencié la última de las funciones (la de ayer, 26 de marzo, viernes de dolores), a cargo del segundo reparto: Marco Berti (Calaf), Janice Baird (Turandot) y Norah Amsellem (Liù). Fue la presencia de Berti, aclamado como uno de los Calaf más rotundos de la actualidad, la que me inclinó por este segundo reparto frente al primero, encabezado por Maria Guleghina como la “principessa di gelo” y la pareja Armiliato-Dessì como Calaf y Liù, respectivamente. A estos últimos pude ya oírlos la pasada temporada en la antes citada Fanciulla, y me convenció el personalísimo timbre de don Fabio, pese a esos portamentos di sotto que pueden llegar a molestar a los más exigentes en materia de técnica vocal.
No negaré que el acontecimiento ha tenido bastante de especial. Ha sido la segunda vez que mis padres y mi hermano me han acompañado a la ópera, y para ellos ha supuesto algo así como una “reparación” del Giulio Cesare de la pasada temporada, cuyo montaje (feo, no nos engañemos) les disgustó bastante. También se ha decidido a acudir un pequeño grupo de amigos (Carmen, Emilio, Laura...) en las funciones de los días 22 (primer reparto) y 23 (segundo) sin haber presenciado previamente ninguna ópera, y me alegró y tranquilizó a partes iguales el que, lejos de aburrirse, disfrutaran del espectáculo. Y a ello hay que añadir que Turandot es uno de esos títulos que conozco de memoria de la primera a la última nota, y tuvo mucho de especial el presenciar ante mí y por primera vez lo tantas veces escuchado en grabaciones.
El Maestranza se ha inclinado por rescatar el montaje de Sonja Frisell (a partir del del malogrado Jean-Pierre Ponnelle), ya visto en Sevilla en 1998. No sólo no huele polilla, como he leído a algunos sesudos críticos, inconformistas por sistema, sino que permite gozar visualmente de la obra sin caer en el exceso de lo recargado y lo cansino. Es cierto que algo más de movimiento escénico hubiera sentado bien al montaje, pero la casi permanente presencia del coro en escena limita considerablemente el espacio en el que han de moverse los personajes. Cierto también que Berti permaneció estático prácticamente toda la noche (ignoro qué tal se desenvolvió Armiliato desde el punto de vista teatral), pero esa inmovilidad también sirvió para reflejar escénicamente la inflexible cabezonería del personaje.
Marco Berti lució su poderosísima voz, capaz de imponerse por cuerpo y volumen al resto del reparto (algo palpable en el maravillosamente asfixiante final del primer acto) y lo que es más, a una ROSS que sonó a más decibelios que nunca, sobre todo precisamente en los finales de acto. Brindó maravillosamente sus dos arias, la tierna pero a la vez inflexible “Non piangere, Liù” y la soñadora “Nessun dorma”, cortada demasiado pronto en el agudo final, lo que le privó del aplauso del público. Me pareció curiosa esa forma de detener el aria cuando durante toda la noche su voz lució consistente más allá del pasaje de registro, llegando a ofrecer plenamente el agudo no escrito en “tutta ardEnte d’amor”. Es el suyo un Calaf más rotundo en su faceta de héroe que en el plano sentimental de enamorado. Las respuestas a cada uno de los intrincados enigmas resonaron poderosamente en todo el teatro, provocando curiosamente algunos suspiros y murmullos de gente que desconocía las respuestas y debían sentirse superadas por la habilidad casi “adivinatoria” del personaje. Lo mejor, el segundo acto.
Janice Baird, Turandot, fue creciéndose más y más a lo largo de la infernal “In questa reggia”, abordando con considerable habilidad la complicada escena de los enigmas. Posee una voz algo estrecha para el personaje, incluso con algún problemilla nunca grave de volumen, pero que lució plena y sin cambios de color a un extremo y a otro del registro. Algo que sí pudo haberse mejorado fue su dicción italiana, a veces con un poco agradable acento anglosajón. En el plano teatral parecieron cambiarse las tornas de lo que sería una Turandot convencional: el personaje inmóvil y aparentemente frío fue Calaf, mientras que Baird dio vida a una Turandot no tan ajena a los acontecimientos como da a entender el libreto hasta casi el final de la ópera. Vimos a una Turandot que parecía derretirse por el príncipe extranjero desde el primer momento, pero que le rechaza por orgullo. Su gesto desesperado ante cada una de las soluciones a los enigmas volvió otra vez a incidir en esa Turandot más humana de lo que inicialmente pudiera pensarse y que haría menos brusco su cambio de actitud al final del tercer acto. La mejor prueba de esta “humanización” escénica de un personaje que se define como “no humana” se vio en la escena de la muerte de Liù. La Turandot de Baird no sólo no permaneció impasible, sino que se giró horrorizada y terminó sentada en los escalones con gesto derrotado. Creo no equivocarme si digo que la intención de este montaje era el de mostrar los “dos miedos” de Turandot (vencer y acabar con Calaf, al que ama, o ser vencida y herida en su orgullo) visualmente, y no como algo meramente psicológico y que pilla por sorpresa al espectador al final de la obra.
La “povera Liù” corrió a cargo de Norah Amsellem, sustituyendo a Arteta. Una Liù bien fraseada (tan importante en Puccini), de voz algo pequeña pero con un bellísimo vibrato que lució en “m’hai sorriso” y, por supuesto, en el “Signore, ascolta”, único momento en el que el público interrumpió un acto para aplaudir, si bien es cierto que Halffter, inteligente, esperó con la batuta baja a que naciera el aplauso. Decidí esperar al tercer acto para hacerme un juicio definitivo sobre Amsellem, y ahí, en su segunda y lúgubre aria (“Tu che di gel sei cinta”) terminó por convencerme plenamente. No es Liù en el sentido en el que lo fueron Freni o Caballé, pero compuso una delicadísima y patética escena final que arrancó los sollozos de una señora sentada frente a mí y supongo que de más de un asistente. Y un público en absoluto silencio y expectación pese a la quietud de la música (¡qué genio Puccini!) –he percibido que el público suele ser más ruidoso cuanto más suave es la melodía– mientras la desgraciada esclava abría con su sacrificio la mente de la cruel princesa al mostrarle la fuerza de ese afecto, el amor puro y sin esperanzas, que hasta entonces había despreciado. Liù, bontà; Liù, dolcezza; Liù, poesia...
Del resto del reparto destacó el sobresaliente Timur de Alexander Vinogradov, un papel al que no suele prestarse la atención que merece y que hizo al bajo ruso merecedor de un gran aplauso al final. Bien coordinados los ministros Ping, Pang y Pong, (Manel Esteve, Javier Palacios, y Gustavo Peña) escoltados permanentemente por tres acróbatas haciendo gracietas durante toda la función. Innecesario, al tiempo que simpático. Muy bien Joseph Ruiz y Mario Bellanova en los breves papeles, básicamente recitados, de emperador y mandarín.
La labor de Pedro Halffter, de una Real Orquesta Sinfónica de Sevilla en su mejor momento y que el Ayuntamiento se dispone a asfixiar el año que viene y de un esplendoroso Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza es mucho, muchísimo más de lo que pudiera haberme esperado. Halffter, como ya hiciera en la Fanciulla, ha dirigido a un Puccini brioso, de tempos ágiles y espectaculares y coloristas finales de acto. El diabólico coro “Gira la cotte” del primer acto, con una siniestra iluminación rojiza en el escenario, fue todo un ejemplo de virtuosismo y coordinación perfecta entre un coro y una orquesta que no sé cuánto tiempo habrán necesitado para ensayar hasta alcanzar semejantes cotas de fuerza y calidad. La batuta de Halffter sólo se ralentizó en el pasaje orquestal que separa el dúo final de Turandot y Calaf de la escena última en palacio. Sospecho que las razones de esa lentitud en el tempo se deben aquí, más que a Halffter, al montaje escénico y al cambio de decorado (el mismo, visto desde atrás), que requieren con esta escenografía de algunos segundos extra que obligan a alargar la música. Poca cosa, en cualquier caso, pues para la entrada del coro (“Diecimila anni”) el tempo volvía a ser el mismo que el empleado previamente en el segundo acto.
El telón cayó en medio de una atronadora y prolongada ovación como jamás había oído antes en el Maestranza. Se oyeron palmas por sevillanas. Berti y Amsellem fueron los más braveados, así como el propio Halffter en una noche que, en suma, deja bien alto el listón del Maestranza y que evidencia lo bien que a Halffter se le da Puccini. ¿La Bohème para la temporada que viene?
Nota: Todas las fotografías empleadas pertenecen al excelente blog http://julio-rodriguez.blogspot.com/, en el que pueden también localizarse además curiosas imágenes de los ensayos y camerinos.
1 comentarios:
Tanto mi madre, primo y a mí nos ha gustado mucho como lo has contado.
Nos has infectado con el gusanillo de la ópera.
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