Tuve oportunidad de visitar las ruinas de Pompeya hace varios años, en una de las paradas de un inolvidable crucero por el mediterráneo que realicé junto con mis amigos y compañeros de carrera. Recuerdo que debíamos escoger entre visitar las citadas ruinas y dar una vuelta por Capri. Yo mismo contribuí a que las hermosas vistas de esta última tuvieran que esperar a mejor ocasión, mostrando a mis compañeros en los días previos lo interesante de la visita a Pompeya. Para mi suerte, no encontré la menor oposición. Hay ocasiones en las que soy incapaz de disimular mi interés por determinados temas y mostrarme imparcial, y a fin de cuentas, mis amigos me conocen.
Recuerdo bien la visita. Alguien dijo que allí no había más que piedras, lo que no deja de ser cierto y falso a un tiempo. La percepción de la genuina magia de un lugar depende en gran medida de la “sensibilidad”, por decirlo de algún modo, del visitante. Sinceramente, y aunque ya me hacía una idea de lo que me esperaba, Pompeya me impresionó. Aún conservo en mi mente el recuerdo del silencio. Un silencio atronador que, implacable, lo envolvía todo y que sólo se veía quebrado por nuestra presencia y la de algún otro grupo. Recuerdo la ligera brisa que jugueteaba entre el laberinto de las calles, y la amenazadora presencia del Vesubio. Y más aún que los moldes de las víctimas me impactó algo que nunca hubiera esperado: la desconcertante sensación de actualidad y de identificación con el lugar. Hay quienes no son capaces de ver más que piedras, pero la repentina desgracia de la ciudad ha permitido conservarla del mismo modo que si el tiempo se hubiese congelado. Es una ciudad viva y muerta al mismo tiempo: acá vemos el local de un herrero, y cerca tal vez una casa en cuya entrada un mosaico o pintura no advierta “cave canem” o “cuidado con el perro”. No es difícil, pues, imaginar los golpes del martillo sobre el metal acompañados de los ladridos del animal, o acaso el caminar de los paseantes saltando sobre los resaltos de piedra que se dispersan por las calles para conservar los pies secos durante los días de lluvia. La sensación, a qué negarlo, era de cercanía. No somos esencialmente distintos de aquellos hombres, por mucho que nos engañemos pensando lo contrario. El haber nacido con posterioridad nos sitúa, sí, en una posición de ventaja en muchos campos (científico, médico, etc.) pero no por ello debemos caer en el equívoco de considerarnos superiores o más inteligentes que estos hombres del pasado. Quien así lo piense no tiene más que dar un paseo por Pompeya, preferiblemente sólo y en silencio. Son muchos los que, sin duda, piensan –tal vez incluso de forma inconsciente– en la tragedia de Pompeya desde un punto de vista de superioridad cultural, como el adulto que mira a un niño pequeño o a un bebé. El problema es que ese mundo “adulto” nuestro también puede entrar en grave crisis a causa, sin ir más lejos, de una nube volcánica que siembre el desconcierto en toda Europa y el caos en cada aeropuerto, trayendo consigo la incomunicación a nuestro mundo globalizado.
A medida que caminábamos por Pompeya, me tocó a mí hacer de guía y explicar a mis compañeros la historia de la erupción. Lo hice con gusto, aunque de lejos hubiera preferido el silencio.
Recuerdo bien la visita. Alguien dijo que allí no había más que piedras, lo que no deja de ser cierto y falso a un tiempo. La percepción de la genuina magia de un lugar depende en gran medida de la “sensibilidad”, por decirlo de algún modo, del visitante. Sinceramente, y aunque ya me hacía una idea de lo que me esperaba, Pompeya me impresionó. Aún conservo en mi mente el recuerdo del silencio. Un silencio atronador que, implacable, lo envolvía todo y que sólo se veía quebrado por nuestra presencia y la de algún otro grupo. Recuerdo la ligera brisa que jugueteaba entre el laberinto de las calles, y la amenazadora presencia del Vesubio. Y más aún que los moldes de las víctimas me impactó algo que nunca hubiera esperado: la desconcertante sensación de actualidad y de identificación con el lugar. Hay quienes no son capaces de ver más que piedras, pero la repentina desgracia de la ciudad ha permitido conservarla del mismo modo que si el tiempo se hubiese congelado. Es una ciudad viva y muerta al mismo tiempo: acá vemos el local de un herrero, y cerca tal vez una casa en cuya entrada un mosaico o pintura no advierta “cave canem” o “cuidado con el perro”. No es difícil, pues, imaginar los golpes del martillo sobre el metal acompañados de los ladridos del animal, o acaso el caminar de los paseantes saltando sobre los resaltos de piedra que se dispersan por las calles para conservar los pies secos durante los días de lluvia. La sensación, a qué negarlo, era de cercanía. No somos esencialmente distintos de aquellos hombres, por mucho que nos engañemos pensando lo contrario. El haber nacido con posterioridad nos sitúa, sí, en una posición de ventaja en muchos campos (científico, médico, etc.) pero no por ello debemos caer en el equívoco de considerarnos superiores o más inteligentes que estos hombres del pasado. Quien así lo piense no tiene más que dar un paseo por Pompeya, preferiblemente sólo y en silencio. Son muchos los que, sin duda, piensan –tal vez incluso de forma inconsciente– en la tragedia de Pompeya desde un punto de vista de superioridad cultural, como el adulto que mira a un niño pequeño o a un bebé. El problema es que ese mundo “adulto” nuestro también puede entrar en grave crisis a causa, sin ir más lejos, de una nube volcánica que siembre el desconcierto en toda Europa y el caos en cada aeropuerto, trayendo consigo la incomunicación a nuestro mundo globalizado.
A medida que caminábamos por Pompeya, me tocó a mí hacer de guía y explicar a mis compañeros la historia de la erupción. Lo hice con gusto, aunque de lejos hubiera preferido el silencio.
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