Me confieso enamorado. En realidad lo he estado desde casi siempre. Desde aquellos años de infancia cuyos recuerdos se desdibujan en la memoria y en los que ya consideraba a la bella Audrey Hepburn como mi “novia de la tele”. Con los años, la situación no ha cambiado en absoluto ni tiene visos de hacerlo: no comulgo nada bien con el cansino merchandising que rodea su imagen, convertida hoy en icono del buen gusto, hasta el límite de lo ridículo y lo exagerado, y no deja de ser cierto también que, paradójicamente, su adorable físico pecaba de defectos, como su en ocasiones extrema delgadez, que la alejaban del prototipo de lo que hoy consideraríamos una mujer hermosa. Claro que eso no importa: no es solamente la incuestionable belleza de la actriz lo que la hace irresistible para mí, ni tampoco su indudable elegancia, sino más bien la permanente sensación de inocencia que la rodea y que, ya se correspondiera o no con su realidad como ser humano, que parece ser que sí, nos la presenta como un ser absolutamente delicado, angelical, adorable. No hay un ápice de erotismo en la figura ni en los ademanes de Audrey Hepburn, pero jamás en la pantalla he podido encontrar un mejor ejemplo de mujer enternecedoramente irresistible.
Su filmografía, no excesivamente abundante, está llena de títulos imprescindibles de la historia del cine: Vacaciones en Roma, Sabrina, Desayuno con diamantes, Charada, My fair lady, Dos en la carretera... Pero trascendiendo los papeles que amenazaban con encasillarla en el ámbito de la comedia romántica, Audrey se reveló además como una actriz de gran inteligencia y talento interpretativos (cuestionados tan solo por algún que otro ignorante, también de dentro del mundo del cine) abordando papeles tan intelectualmente complejos como los de la Hermana Luke en Historia de una monja, o la fuerte Karen Wright de La calumnia. Audrey Hepburn es mucho más que una cara bonita elevada a la condición de icono: ella es una figura irrepetible que brilló en una época en la que el cine era cine de verdad y en la que la calidad de las películas se medía por el contenido y no tanto por el continente.
Pero ella es aún más que cine. De hecho, su repentina desaparición de los estudios después de Sola en la oscuridad es dramática para el cinéfilo, aunque sólo sea en parte. Sin duda, en esa complicada decisión influyó su delicada situación familiar, pero ese casi definitivo alejamiento del cine la llevó a mostrarnos su faceta humanitaria como embajadora de buena voluntad de UNICEF. No es de extrañar que ella, que había sufrido en carne propia las penurias de la invasión de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial, se entregara con fervor a la defensa de los niños desprotegidos. Se dice que durante la guerra llevaba mensajes para la Resistencia en el interior de sus zapatillas de baile (la primera vocación de Audrey, mucho antes que el cine) y su padre, de convicciones nacionalsocialistas, abandonó el hogar y rechazó voluntariamente el contacto con su hija. Claro que podemos ver a Audrey como un ser frágil, protagonista de películas agradables pero insustanciales, como un producto de marketing, pero podemos verla también como una mujer de extraordinaria fuerza y valentía, de una innegable talla intelectual que se trasluce en parte de su filmografía y que rechazando de plano los innegables beneficios que le hubiera reportado un “regreso” al cine a lo grande, optó por entregarse a la defensa (y a la defensa de verdad, no con fines publicitarios) de los más vulnerables y desfavorecidos. Un ser adorable, único, irrepetible.
La adoro.
2 comentarios:
hola, he llegado a tu blog gracias a una imagen en el google. yo también adoro a audrey, es irrepetible! de hecho, ahora estoy viendo sola en la oscuridad.
simplemente quería decirte que me han encantado las palabras que le dedicas y estoy totalmente de acuerdo contigo.
un saludo!
Bienvendia, Merche, y gracias por tu comentario.
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