
Aunque no venga al caso, mi historia con el ballet es curiosa. Asistí aquél año al “Lago” por ser uno de esos títulos emblemáticos que hay que ver alguna vez en la vida y porque algo de danza había que poner en mi solicitud de abono mixto. A mi favor jugaba el conocer de antemano buena parte de la música, y en mi contra el absurdo cliché de que el ballet “no es cosa de hombres”. Bien, solo necesité sentarme, escuchar y abrir los ojos para entrar en un éxtasis que desde entonces se ha repetido cada año y que no pienso interrumpir de ninguna manera. Cuando acudo a la ópera suelo estar, además de en el séptimo cielo, pendiente de todos los detalles que soy capaz de captar, mientras que el efecto que el ballet produce en mí es el de dejarme paralizado en el asiento, embobado, extasiado (esa es la palabra justa) ante el espectáculo que se ofrece a mis ojos.
Este año, decía, ha sido “La Cenicienta”. No conocía la obra, pero la he disfrutado enormemente. La labor aquí de la Orquesta de Extremadura en una pieza de evidente complejidad es digna de elogio. Así lo entendió el público sevillano, que ofreció a la orquesta y a su director el más sonoro aplauso de la noche, junto con el de la principesca pareja protagonista. Y es que lo del English National Ballet, que celebra justo ahora su sesenta aniversario, es para quitarse el sombrero. No puedo permitirme jugar aquí a ser crítico, ni falta que hace, pues mis conocimientos de ballet son casi nulos. Baste decir lo mucho, lo muchísimo que disfruté con esa preciosa escenografía que situaba a la luna como protagonista del cuento (luna que acabaría convertida en sol y que se transformaría también en el reloj que anuncia la medianoche), con las maléficas y muy cómicas hermanastras (divertidísimo su penoso baile en palacio), la ensoñadora presencia del hada madrina, el apuesto príncipe enamorado, y sobre todo, sobre todo, la simplemente maravillosa Cenicienta de Erina Takahashi. Ni Madrid-Barça ni porras. Nada de lo que yo escriba puede ayudar a nadie a acercarse al espectáculo tal cual. Hay que verlo y oírlo.
Una de las constantes de este tipo de espectáculo es la notable presencia infantil entre el público. Me parece precioso que una familia eduque a sus hijos disfrutando en lugar de delegar en una película o cosas por el estilo. Además, el público infantil es mucho más educado que el adulto, que perseveró anoche en sus molestos ruidos. A mi lado, en cambio, tenía a un niño pequeño que casi no pestañeó en toda la noche.
A las doce en casa.





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